La de San Quintín: 05


Escena IV editar

EL MARQUÉS, CANSECO, DON CÉSAR.


DON CÉSAR.- (¡Aquí todavía este tarambana!).

EL MARQUÉS.- ¡Ah! ¡D. César!... Pues no sólo por felicitar a mi Sr. D. José me he detenido aquí, sino por hablar con usted dos palabras.

DON CÉSAR.- Ya, ya me figuro...

CANSECO.- (Apártase a la derecha y llena otra copa.) (Este quiere otra prórroga... Y van seis).

EL MARQUÉS.- Sin duda, usted cree que vengo a solicitar otra prórroga...

DON CÉSAR.- Naturalmente. Y lo peor del caso es que yo, sintiéndolo mucho, señor Marqués, no podré concedérsela. (Con afectación de sentimiento.)

EL MARQUÉS.- No hay que afligirse. Vengo a participar al que ha sido mi pesadilla durante diez años que... (Echando mano al bolsillo.) Aquí tengo el telegrama de mi apoderado, que recibí anoche... Entérese. (Se lo muestra.) Ayer quedaron cancelados los dos pagarés.

DON CÉSAR.- ¿El grande también? ¿El de las doscientas mil y pico?

EL MARQUÉS.- Ese y el otro, y el de más allá.

CANSECO.- (¡Pagar este hombre! Celebremos el milagro con otra copa, precedida de su correspondiente rosquilla). (Come y bebe.)

DON CÉSAR.- ¡Qué milagro! ¿Le ha caído a usted la lotería?

EL MARQUÉS.- Me ha caído una herencia. Usted es dichoso cobrando, y yo reviento de júbilo al verme libre de la ignominiosa servidumbre que impone una deuda inveterada, mayormente cuando el acreedor es de una complexión moral... intolerable.

DON CÉSAR.- (Con falsa humildad.) No lo dirá usted por mí.

EL MARQUÉS.- (Con malicia revestida de formas corteses.) ¡Oh, no...! Dios me libre de chillar ahora por el fabuloso incremento de los intereses, que en los cuatro años últimos han triplicado la suma que debí a su misericordia... Es la costumbre, ¿verdad?

DON CÉSAR.- (Afectando franqueza.) Hijo, lo convenido.

EL MARQUÉS.- Eso; lo convenido. Basta. Deferente con usted, y tan conocedor de los negocios como del resto de la vida humana, no incurriré en la vulgaridad de llamarle a usted usurero, judío, monstruo de egoísmo, como hacen otros... sin duda injustamente.

DON CÉSAR.- (Quemado, pero disimulando su rencor con falsa cortesía.) Usan ese lenguaje los mismos que tienen la audacia de decir que es usted un perdido... ¡Infamia como esa!

EL MARQUÉS.- (Dándole palmaditas.) Despreciamos la maledicencia, ¿verdad? ¡Ay, amigo D. César! ¡qué hermoso es pagar! (Suspirando fuerte.) Soy libre, libre. ¡Roto al fin el vergonzoso grillete! El pagador recobra los fueros de su personalidad, amigo mío... Los afanes, la sorda vergüenza, los mil artificios que trae la insolvencia, transfiguran nuestro carácter. Un deudor es... otro hombre... no sé si me explico.

DON CÉSAR.- Y usted, al cumplir sus compromisos, vuelve a ser...

EL MARQUÉS.- Lo que debí ser siempre, lo que soy en realidad.

DON CÉSAR.- (Como queriendo concluir.) Lo celebro mucho. De modo que nada nos debemos el uno al otro.

EL MARQUÉS.- ¿Nada?

DON CÉSAR.- Que yo sepa.

EL MARQUÉS.- Piénselo bien. Puede que tengamos alguna olvidada cuentecilla que ajustar...

DON CÉSAR.- ¿Cuentas...? ¿mía... de usted? No hay nada.

EL MARQUÉS.- No es de dinero.

DON CÉSAR.- ¿Pues de qué? ¡Ah! algún supuesto agravio...

EL MARQUÉS.- Justo.

CANSECO.- (Esto se pone feo).

DON CÉSAR.- Pues si he agraviado a usted... de un modo inconsciente, sin duda, ¿por qué no me pidió usted explicaciones en tiempo oportuno?

EL MARQUÉS.- Porque el infeliz deudor ¿quiero que se lo repita? carece de personalidad frente al árbitro de su vida y de sus actos todos. Se interpone la delicadeza, que es la segunda moral de las personas bien educadas, y ya tiene usted al hombre atado codo con codo, como los criminales. El dinero prestado hace un tremendo revoltijo en el orden lógico de los sentimientos humanos.

CANSECO.- (¡Vaya unas metafísicas que se trae este aristócrata!).

DON CÉSAR.- No entiendo una palabra, señor Marqués... ¡Ah! cuestión de mujeres quizás...

EL MARQUÉS.- Hablo con el hombre más mujeriego y más enamoradizo del mundo.

DON CÉSAR.- ¡Cosas que fueron!... ¡Bah! ¿Y al cabo de los años mil sale usted con esa tecla? (Riendo.) ¡Vaya unas antiguallas que desentierra el buen Marqués de Falfán...!

EL MARQUÉS.- Me gusta refrescar sentimientos pasados.

DON CÉSAR.- A mí no. Soy muy positivo. Lo pasado, pasó. Y el presente, mi noble amigo, es harto triste para mí. (Sentándose triste y desfallecido.) Estoy muy enfermo.

EL MARQUÉS.- ¿De veras?

DON CÉSAR.- (Con abatimiento.) Gravemente enfermo, casi casi condenado a muerte.

EL MARQUÉS.- Sería muy sensible... (Poniéndole la mano en el hombro.) ¡Pobrecito! La codicia y la concupiscencia son polilla de las naturalezas más robustas.

DON CÉSAR.- Pero en fin. ¿Qué agravio es ese? Yo no recuerdo...

EL MARQUÉS.- No hay prisa. Cuando usted recobre su salud, pasaremos revista a diferentes períodos de nuestra vida, y en alguno de ellos hemos de encontrar ciertos actos que no tuvieron correctivo... debiendo tenerlo...

DON CÉSAR.- (Recordando y queriendo desvirtuar el hecho recordado.) ¡Ah!... ¿Tanta importancia da usted a bromas inocentes?

EL MARQUÉS.- (Con seriedad, reprimiendo su ira.) Bromas, ¿eh? Pues ahora qué estoy libre, no extrañe usted que yo también... ¡Y las gasto pesadas!

DON CÉSAR.- O quizás se refiera usted a sucesos, o accidentes, motivados por una equivocación lamentable, por un quid proquo...

EL MARQUÉS.- (Con intención.) También sé yo equivocarme lamentablemente cuando quiero dar un sofoco... Golpes a mansalva que he aprendido de usted...

CANSECO.- (Confuso.) (¿Pero qué significa esto...?).