XLVII
(La de Bringas)

de Benito Pérez Galdós
«Por ese descaro -le hubiera dicho ella-, por ese cinismo con que tú hablas de señoras, cuyo zapato no mereces descalzar, se te debía arrancar esa lengua de víbora y luego azotarte públicamente por las calles, desnuda de medio cuerpo arriba, así, así, así...».
En su mente, le daba los azotes y la ponía en carne viva. Tan volada estaba ya la Bringas y tan grande esfuerzo tenía que hacer para contenerse, que halló preferible cualquier catástrofe doméstica al tormento horroroso que padecía. «Me voy -pensaba-, no puedo aguantar. Prefiero que mi marido me desprecie y me esclavice, a que esta miserable me escupa la cara como me la está escupiendo».
Pero al pensar esto, figurábase ver al señor de Torquemada exponiendo a don Francisco, con la rosquilla por delante, la obligación de satisfacer la deuda; representábase luego al irritado esposo... No, con todo el poder de su imaginación, no podía representarse la noble ira de aquel santo hombre tan enemigo de enredos. «Antes que eso -concluyó por decir-, todo, todo, incluso que esta frutilla temprana me pisotee... Yo sola paso la vergüenza; nadie me lo sabe y ni nadie me lo ha de sacar a la cara».
-Un caballero amigo mío -dijo Refugio pasando de aquel tono convencido al de la jovial ligereza-, me ha dicho que aquí todo es pobretería, que aquí no hay aristocracia verdadera, y que la gran mayoría de los que pasan por ricos y calaveras no son más que unos cursis... Porque vea usted... ¿En qué país del mundo se ve que una señora con título, como la Tellería, ande pidiendo mil reales prestados, como me los ha pedido a mí? Aquí ha habido quien se ha pegado un tiro por haber perdido seiscientos reales a una carta. Y cuando un señorito se gasta cien claretes con una mujer, dicen que ha arruinado a la familia. Pues no quiero hablar de los que viven de gorra, como muchitos a quienes yo conozco, que van a los teatros con billetes regalados, que viajan gratis, y hasta se ponen vestidos usados ya por otras personas... ¡Todo por aparentar!... Cuando veo a estos tales, me pongo yo muy hueca, porque no debo a nadie, y si lo debo lo pago; vivo de mi trabajo, y nadie tiene que ver con mis acciones, y lo primero que digo es que no engaño a nadie, que el que no me quiera así que me deje, ¿está usted?, porque de lo mío como... Celestina, vete a Levante y di que nos traigan café. ¿Quiere usted café?
-Gracias, replicó Rosalía con desabrimiento, ya gastadas las fuerzas.
Levantose para retirarse. Aquella mujer le repugnaba tanto y hería de tal modo su orgullo con lo ordinario de aquellas expresiones y la ruindad de aquellos pensamientos, que no quiso humillarse más. Refugio la detuvo por el brazo, diciéndole en una carcajada:
-¿De veras no quiere usted tomar café con nosotras? Espérese, que se me está ocurriendo darle el dinero.
Rosalía se sentó, y alegrósele el alma con estas palabras. Aquel diablillo que tenía delante y que le hacía mil muecas indecentes, tornose humano y aun agradable.
-Son las dos y cuarto -suspiró la de Bringas sin poder dejar de sonreír, y encontrando una gracia particular en la boca grande y en la dentadura mellada de Refugio.
-¿A qué hora tiene que pagar?
-A las tres -se dejó decir la otra con gran espontaneidad.
-Aún sobra tiempo.
Oyose el ruido de la puerta que Celestina había cerrado de golpe, al salir en busca del café. La del diente menos, estirándose más y tomando una actitud más que perezosa, chabacana, le dijo entre risas muy descorteses:
-Si estuviera aquí la Señora, no pasaría usted esos apurillos, porque con echarse a sus pies y llorarle un poco... Dicen que la Señora consuela a todas las amigas que le van con historias y que tienen maridos tacaños o perdularios. Ya se ve; si yo tuviera en mi mano, como ella, todo el dinero de la nación, también lo haría. Pero déjese usted estar, que ya le ajustarán las cuentas. Dice un caballero que viene a casa, que ahora sí que se arma de veras.
«¿Pero cuántos caballeros conoces tú, grandísimo apunte? -le habría dicho Rosalía, si hubiera estado en situación de ser severa-. Tú tratas con todos los caballeros del género humano. ¿No habrá uno que te tire, de una bofetada, todos los dientes que te quedan, y que, por cierto, son muy bonitos?».
-Sí, lo que es ahora -añadió Refugio con desparpajo-, cambiaremos de aires... Vayan con Dios. Habrá libertad, libertades...
Esta falta de respeto, esta manera de hablar de Su Majestad enfadó tanto a la dama, que estuvo a punto de dar al traste con toda su circunspección y llegarse a la infame y decirle:
«Para que aprendas a hablar como se debe, toma este arañazo...». Contentose con dos o tres monosílabos de reprobación. Su cara estaba ya como un pimiento. En una de aquellas manotadas que daba la Sánchez, tiró un cestito que sobre la chimenea estaba, y de él cayó una cajetilla de cigarros.
«¿También fumas, cochinaza?» -habríale preguntado Rosalía, si hubiera podido hablar con espontaneidad; pero miró a la otra recoger del suelo la cajetilla, y no dijo nada.
Al poco rato entró el mozo con el café, y dejó el servicio sobre el velador. Fue preciso quitar muchas cosas para hacerle sitio. Refugio y Celestina, después de repetir su invitación a la de Bringas, se prepararon a tomarlo. Ambas se daban respectivamente el mismo tratamiento y se tuteaban con igual franqueza. Lo dicho, no se sabía cuál de las dos era la criada y cuál la señora, aunque realmente Celestina estaba un poco más derrotada que la otra.
«¡Virgen del Carmen! -exclamó para sí Rosalía-. ¡Con qué gente me he metido!... Si el Señor me saca en bien de este mal paso, nunca más volveré a dar otro semejante».
-Celestina -dijo la mellada en tono amistoso-, ¿y yo no me peino hoy?
La otra explicó su tardanza con lo mucho que tenía que hacer. Todo estaba aún sin arreglar, el gabinete como una leonera, la alcoba lo mismo... Cuando Refugio acabó de tomar su café y Celestina empezaba a poner algún orden en el gabinete, Rosalía, no pudiendo refrenar su impaciencia, cerró con estrepito el abanico...
-Debe de ser muy tarde. Las tres menos cuarto quizás.
-Lo peor de todo -dijo Refugio, jugando con su víctima-, es que... Ahora me acuerdo... Si no puedo, no puedo darle a usted nada. Ya se me había olvidado que hoy mismo, esta tarde misma, tengo que pagar dos mil y pico de reales.
Rosalía creyó firmemente que una culebra se le enroscaba en el pecho, apretándola hasta ahogarla. No tuvo fuerzas para decir nada. Hubiérase abalanzado a la miserable para clavarle en aquella cara diablesca las diez uñas de sus extremidades superiores. Pero esto que algunas veces se piensa y se desea, rara vez se hace. Levantose... Sólo pudo articular un sonido gutural, débil expresión de su ira, atenazada por la dignidad.
«Está jugando conmigo como un gato con una bola de papel... -pensó-. Me voy; si no, la ahogo...».
-Aguarde usted -dijo Refugio-. Se me ocurre una cosa. Basta que haya prometido socorrer a usted, para que no me vuelva atrás. La palabra de una Sánchez Emperador es palabra imperial... Y sobre todo, tratándose de la familia...
«Suelta la familia de tu boca asquerosa» -le hubiera dicho Rosalía.
-Pues se me ocurre que puedo pedir eso a una amiga.
-¿Pero te haces cargo de la hora que es? -dijo la de Bringas, recobrando la esperanza.
-Si vive muy cerca de aquí, en la calle de la Sal...
-¿Pero te estás con esa calma?
-Quia... Tendré tiempo de peinarme. ¡Celestina!
-Mujer..., no tienes tiempo.
Refugio se levantó. Rosalía, dando algunos pasos hacia ella, cogió el vestido y lo ahuecó, haciendo ademán de ponérselo...
-Échate este vestido..., te pones un manto, un pañuelo por la cabeza...
Refugio pasó a la alcoba. Desde ella dijo: «¿mi corsé?» y la de Bringas corrió a llevárselo, y le ayudó a ceñírselo. Cuando estaban en tal operación, la taimada se dejó decir esto:
-Bien podía el señor de Pez librarla a usted de estas crujías... Pero no siempre se le coge con dinero. Tronadillo anda el pobre ahora...
Rosalía no dijo nada. La vergüenza le quemaba el rostro y le oprimía el corazón. Lo que hizo fue apretar el corsé y tirar furiosamente del cordón, como si quisiera partir en dos mitades el cuerpo de la diablesa.
-Señora, por Dios, que me divide usted... Yo no me aprieto tanto. Eso se deja para las gordonas que quieren ponerse un tallecito de sílfide... Qué le parece, ¿me peinaré?
-No..., recógete el pelo con una redecilla, con una cinta... Así estás muy bien..., estás mejor..., con esa melena alborotada... Pareces una Herodías que hay en un cuadro de Palacio... Vamos, avíate..., súbete esos pelos... Mira que es muy tarde... A ver, yo te ayudaré.
Sentose Refugio, y la Bringas le arregló la abundante cabellera en un periquete.
-Vaya una doncella que me he echado... -dijo la de Sánchez, riendo-. ¡Tanto honor...!
Y luego cuando parecía dispuesta a salir, se puso a cantar y a dar vueltas por el gabinete. Rosalía vio con terror que se sentaba en un sillón con mucha calma.
-¡Pero mujer!... -exclamó la Bringas sulfurada...
Había en su cerebro un rebullicio como el de los relojes de pared momentos antes de dar la hora. Y la otra con refinada calma dijo así:
-Hace mucho calor; no tengo ganas de salir.
-Pero tú..., ¿juegas... o qué...?
-No se apure usted, señora, no se encabrite, no se encumbre -replicó la Sánchez-. Si se me viene con sofoquinas y con aquello de ordeno y mando, no hemos hecho nada. Usted en su casa, y yo en la mía. Los cinco mil reales..., mírelos usted; aquí están. Por no salir se los voy a dar, y yo buscaré lo que necesito.
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