XLVI
(La de Bringas)

de Benito Pérez Galdós
¡Qué descansada se quedó cuando lo dijo! Parecía que el gran peso que en su pecho tenía se aligeraba. Refugio la oyó con calma, no pareciendo sorprendida. Después hizo con la boca unos mimos muy particulares. Su contestación no tardó mucho.
-Le diré a usted...: dinero tengo, pero no sé si podré disponer de él. Me traerán mañana unas cuentas muy gordas...
Mirábala a los ojos con impertinente fijeza. Rosalía hubiera deseado que no la mirase tanto y que le diese pronto el dinero. Después de una pausa en que Refugio parecía hacer estudios de cálculo en el entrecejo de la Bringas, tornó a decir:
-Lo que es el dinero... lo tengo, vea usted.
Revolvió un cajoncillo que parecía costurero, y del fondo de él sacó un puñado de cosas. Eran trapos, hilos desmadejados y billetes de Banco, formando todo una masa.
-Vea usted..., no me falta. Pero...
A Rosalía se le encendieron los espíritus cuando vio los billetes. Pero se le llenaron de tinieblas cuando la condenada chica de Sánchez volvió a meter el dinero en lo profundo, y moviendo la cabeza, le dijo:
-¡Ay!, no puedo, señora, no puedo...
La Pipaón pensó así: «Lo que quiere esta bribona, es que yo me humille más, que yo le ruegue y le suplique y haga algún puchero delante de ella..., quiere que me arrastre a sus pies para pisotearme... ¡Ah!, cochinísima, si yo no estuviera como estoy, ¿sabes lo que haría? Pues levantarte la falda y coger el palo de una escoba y llenarte de cardenales ese promontorio de carne que tienes... Grandísima loca, ¿qué más honra quieres que prestar tú dinero a una persona como yo?».
Como es natural, nada de esto que pensaba la dama fue dicho. Al contrario, hubo de recurrir a expresiones melosas y apropiadas a lo crítico del caso.
-Piénsalo bien, hija. Quizás puedas... Lo que tienes que pagar tal vez pueda aplazarse por unos días, mientras que lo mío...
-Qué más quisiera yo -dijo la otra con afectada conmiseración-. Bastante siento que se vaya usted con las manos vacías...
El sentido altamente protector de esta frase humilló a Rosalía más de lo que estaba. La hubiera cogido por aquellos pelos tan abundantes, para restregarle el hocico contra el suelo.
-¿No podrías hacer un esfuerzo...? -indicó, sacando valor de lo intimo de su pecho.
-¡Qué más quisiera yo!... Me da tristeza de no poder socorrer a usted. Crea que lo siento muy de veras. Yo haría cualquier cosa en obsequio de usted y de don Francisco...
-No -dijo Rosalía con viveza, lastimada de oír el nombre de su marido-. Esto es cosa mía exclusivamente. Ni hay para qué enterar a Bringas de nada... ¡Oh!, es cosa mía, mía...
-¡Ah!..., ya -murmuró Refugio, mirándola otra vez fijamente en el entrecejo.
Rosalía advirtió que después de observarla, la maldita revolvía de nuevo en el costurero... ¿Se ablandaba al fin y sacaba los billetes? No... Hizo un gesto como de persona que se esfuerza en tener carácter para vencer su debilidad, y repitió:
-No puedo, no puedo... Y lo que usted no consiga de mí, ¿quién lo conseguiría? Por usted o por don Francisco haría los imposibles, y me quitaría el pan de la boca. Crea usted que tengo miedo a mi falta de carácter; yo soy muy tonta, y si usted me llora mucho, puede que me ablande y caiga en la tontería de prestarle el dinero; la tontería, sí, porque me hace muchísima falta.
-Nada -pensó Rosalía hecha un basilisco-. Esta sin vergüenza quiere que me le ponga de rodillas delante... No lo verá ella.
En alta voz, afectando una calma que estaba muy lejos de tener, le dijo:
-Si tanta extorsión te cansa, no hay nada de lo dicho.
-No puedo, no puedo. Es un compromiso tan grande el que tengo... -manifestó la Sánchez en el tono de quien corta una cuestión.
-Bueno, no te apures...
-Conque..., ¿y cómo no han ido ustedes a baños?
Este cambio completo en la conversación, puso a Rosalía sobre ascuas. Se doblaba la hoja. No había que pensar en el préstamo. A la estúpida pregunta del veraneo contestó la señora con la primer sandez que se le vino a la boca. En aquel momento sentía tanto calor que se habría echado en remojo para impedir la combustión completa de su cuerpo todo.
-Hija, hace aquí un bochorno horrible.
-Espere usted, entornaré las maderas para que entre menos luz.
Durante un rato, la Pipaón, con el alma en un hilo, miró las estampas de toreros que adornaban la pared. Veíalas confundidas con la desazón angustiosa de su alma. Aquel afán sojuzgaba su dignidad de tal modo, que no vaciló en humillarse un poco más. Dando con su abanico un golpecito en la rodilla de Refugio, pronunció estas palabras, a las cuales hubo de dar, no sin esfuerzo, un tonillo ligeramente cariñoso:
-Vaya, mujer; préstamo ese dinero.
-¿Qué? -preguntó Refugio sorprendida. ¡Ah!, el dinero. Crea usted que no me acordaba ya de semejante cosa... ¿Pero qué, tanta falta le hace? ¿Es tan fuerte el sofoco? Francamente, yo creí que usted daba a rédito, no que tomaba.
A esta maliciosa observación, habría contestado Rosalía tirándole de aquellas greñas despeinadas. ¿Pero qué había de hacer? Tragar acíbar y someterse a todo.
-Sí, hija, el compromiso es fuertecillo. Si quieres, se te dará interés..., como te convenga.
-¡Jesús!, no me ofenda usted. Si yo le prestara a usted lo que desea, y siento mucho no estar en situación, lo haría sin interés. Entre personas de la familia no debe ser de otra manera.
Cuando oyó la de Pipaón que aquella buena pieza se contaba entre los de la familia, estuvo a punto de perder los estribos... Era demasiado suplicio aquél para resistirlo sin estallar. Rosalía apretaba los dientes, haciendo cuantas muecas fueron necesarias para imitar sonrisas. «Debo estar echando espuma por la boca -pensaba-. Si no me voy pronto de aquí, creo que me da algo».
Refugio volvió a meter su mano en el costurero y sacó el envoltorio de los billetes. ¡Jesús divino! ¡Si al fin se resolvería...! La de Bringas la vio, con disimulada ansia, sobar y repasar los billetes como si los contara. Después, moviendo la cabeza en señal de desconsuelo, dijo la muy...:
-Si no me queda ya nada... ¡Ay!, señora, no es posible, no es posible.
Pero no guardó el envoltorio en donde estaba, sino que lo puso sobre la chimenea. Este detalle avivó las muertas esperanzas de Rosalía.
-Porque mire usted -agregó la otra estirándose en el sillón, como si fuera una cama, y tocando casi con sus pies las rodillas de la dama-; aquí donde me ve, estoy arruinada. Me metí en un negocio que no entiendo, y como no tengo carácter, todos se han aprovechado de mi pavisosería para explotarme. Al principio, muy bien; la mar salada y sus arenas... Yo recibía el género, venían las señoras y se lo llevaban como la espuma. Como que era todo de lo mejor, y nada caro por cierto. Pero cuando tocaban a pagar..., aquí te quiero ver. «Que me espere a la semana que entra...». «Que pasaré por allí...». «Que vuelva...». «Que no tengo...». «Que torna, que vira» y a fin de fiesta, miseria y trampas. Ay, qué Madrid éste, todo apariencia. Dice un caballero que yo conozco, que esto es un Carnaval de todos los días, en que los pobres se visten de ricos. Y aquí, salvo media docena, todos son pobres. Facha, señora, y nada más que facha. Esta gente no entiende de comodidades dentro de casa. Viven en la calle, y por vestirse bien y poder ir al teatro, hay familia que se mantiene todo el año con tortillas de patatas... Conozco señoras de empleados que están cesantes la mitad del año, y da gusto verlas tan guapetonas. Parecen duquesas, y los niños principitos. ¿Cómo es eso? Yo no lo sé. Dice un caballero que yo conozco, que de esos misterios está lleno Madrid. Muchas no comen para poder vestirse; pero algunas se las arreglan de otro modo... Yo sé historias, ¡ah!, yo he visto mundo..., las tales se buscan la vida, se negocian el trapo como pueden, y luego hablan de otras, ¡como si ellas no fueran peores!... Total, que de lo que vendí no he cobrado más que la mitad: la otra mitad anda suelta por ahí, y no hay cristiano que la cobre. ¡Sopla-ollas, fantasmonas! Y luego venían aquí dándose un pisto... «Grandísimas... -les digo para mí-, yo no engaño a nadie; yo vivo de mi trabajo. Pero vosotras engañáis a medio mundo, y queréis hacer vestidos de seda con el pan del pobre». Y óigalas usted echar humo por aquellas bocas, criticando y despreciando a otras pobres. Alguna ha habido que después de mirarme por encima del hombro, y de hacer mil enredos para no pagarme, ha venido aquí a pedirme dinero... ¿Y para qué sería?..., tal vez para dárselo a su querido.
Al soltar esta retahíla con un énfasis y un calor que declaraban hallarse muy poseída de su asunto, echaba sobre la infeliz postulante miradas ardientes. Ésta, hinchando enormemente las ventanillas de la nariz, los ojos bajos, el resuello fatigoso, oía y se amordazaba y contenía sus ganas furibundas de hacer o decir cualquier disparate.
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