XVI
(La de Bringas)

de Benito Pérez Galdós
Ya ves, hijito -decía para sí un mes antes de que el hecho fuera real-, lo que ha pasado... No te lo quise decir para que no te disgustaras, porque al fin nuestra amiga es, y en casa se ha hecho este trabajo. Emilia le exigió el pago adelantado... Pura terquedad. ¡De repente, cañonazo!... Sobrino le pasó la cuenta. Ni a una cosa ni a otra pudo atender la pobre Milagros... No tienes idea de las trapisondas... Ya te contaré. En fin, que he tenido que quedarme con los vestidos por menos de la tercera parte de su valor y me los he arreglado yo misma para no gastar... Es regalado, es una verdadera ganga... Emilia se ha empeñado en ello, y dice que le pague cuando yo quiera... Ya ves...
Bien preparada estaba la comedia para cuando llegase el caso de representarla. Entre tanto, se trabajaba sin descanso en el Camón, con asistencia de Milagros, que cada día llevaba una novedad, ideas felices, la inspiración más reciente de su genio fecundísimo, verbi gratia:
-Yo no puedo ser muy espléndida este verano. Verá usted cómo me arreglo. En casa de los Hijos de Rotondo me han dado unas veinticinco varas de Bareges, muy arregladito... Me ha dicho la de San Salomó que el Bareges se llevará mucho este verano. Francamente, los Mozambiques me apestan ya... Pues sí..., arreglaré ese vestido con una sencillez verdaderamente pastoril. Verá usted..., tres volantes y adorno de sedas delgadas. El volantito estrecho, guarnecido de encaje, y el entredós, bordado, formando hombrera a lo jockey... Cinturón color lila cerrado por delante con una escarapelita... ¿Sabe usted que aquel sombrero me parece algo estrepitoso?... Tengo otro en proyecto. Verá usted. Con un casquete que guardo del año pasado y las cintas aquellas de terciopelo... No me faltan más que un penacho y un marabout de novedad que le pondré al lado derecho, así...
A principios de mayo, Rosalía tuvo que sustraerse, no sin pena, a aquel delicioso trabajo. El médico había ordenado que Isabelita fuera sacada a paseo todas las mañanas. El tiempo estaba hermosísimo y convidaba a gozar de la apacible amenidad del Retiro. Empezó la dama sus paseos matutinos con Isabelita y el pequeñuelo, y desde el segundo día se les agregó el señor de Pez, que padecía de rebeldes inapetencias. Moreno Rubio le había prescrito que madrugara, que se pusiera entre pecho y espalda un vaso grande de agua de la fuente Egipcia o de la Salud, y que la paseara después por espacio de dos horas antes de la hora del almuerzo.
¡Qué contentos iban los cuatro a lo Reservado, cuya entrada se les franqueaba, por ser Rosalía de la casa! ¡Y cuánto gozaban los chicos viendo la Casita del Pobre, la del Contrabandista y la Persa, echando migas, a los patitos de la Casa del Pescador, subiendo a la carrera por las espirales de la Montaña artificial, que es en verdad, el colmo del artificio! Todos aquellos regios caprichos, así como la Casa de Fieras, declaran la época de Fernando VII, que si en política fue brutalidad, en artes fue tontería pura.
Rosalía y don Manuel, influidos favorablemente por la gala de la vegetación, la frescura del aire y el picor del sol de mayo, se reverdecían, y a ratos casi eran tan chiquillos como los chiquillos, es decir, que charlaban atolondradamente, y su andar no era siempre todo lo mesurado que corresponde a personas graves, pues ya lo precipitaban, ya lo contenían más de la cuenta, mientras los niños jugaban al escondite entre las espesas matas. El vaso de agua, obrando maravillosamente sobre la mucosa y todo el aparato digestivo del buen funcionario, producía efectos maravillosos. Activadas sus funciones vitales, recobraba su alegría y verbosidad ampulosa: los instintos galantes no se quedaban atrás en aquella resurrección matutina. Parece mentira que un vaso de agua produzca tales efectos. ¡Cuántas veces tenemos en la mano, sin percatarnos de ello, el remedio de inveterados males!... La fácil palabra de Pez, saltando de un concepto a otro, llegó al capítulo de las lisonjas, que en aquel caso eran muy fundadas, y allí fue el ponderar la frescura y gracia de la dama. ¡Qué bien le sentaba todo lo que se ponía, y qué majestad en su porte! Pocas personas poseían como ella el arte de vestirse y el secreto de hacer elegante cuanto usara... Estas bocanadas de incienso ahogaban a Rosalía, quiero decir, que el depósito de la vanidad (cierta vejiga que los fatuos tienen en el pecho) se le inflaba extraordinariamente y apenas le permitía respirar. También a ella le cosquilleaba en el interior el deseo de hacer algunas confidencias; pero el respeto de su marido le ponía un freno. Por fin, tanto extremó Pez los panegíricos de ella, que la indiscreción se sobrepuso a la prudencia. Les vi varias veces cuando regresaban, ella cargada con un ramo de lilas, el velo un poco echado atrás, cual si sacrificara la compostura a la libertad de la vida campestre, el rostro algo encendido por la agitación del paseo y la vehemencia del discurso; él cargado con otro ramo suplementario, hecho un pollastro, con diez años quitados por ensalmo de encima de su cuerpo; los niños, revoloteando ora delante, ora detrás, ensuciándose de tierra y azotándose con varitas, sacudiendo los árboles tiernos y saltando las acequias salidas de madre. Rosalía hablaba; ¿pero quién, sino el mismo Pez, podría recoger sus palabras, impregnadas de un cierto desconsuelo y melancolía dulce?
La pobrecita no podía lucir nada, porque su marido... Ante todo, no se cansaría de repetir que era un ángel, un ser de perfección... Pero esto no quitaba que fuera muy tacaño y que la tuviese sujeta a un mal traer, deslucida y olvidada. Y no era ciertamente porque careciese de medios, pues Bringas tenía sus ahorros, reunidos cuarto a cuarto. ¿Y para qué? Para maldita la cosa, por el simple gusto de juntar monedas en un cajoncillo y contarlas y remirarlas de vez en cuando... Sin duda aquel hombre..., que era muy bueno, eso sí, esposo sin pero y padre excelente..., no sabía colocar a su mujer en el rango que por su posición correspondía a entrambos. Porque ella tenía que alternar con las personas de más viso, con títulos y con la misma Reina; y Bringas, no viendo las cosas más que con ojos de miseria, se empeñaba en reducirla al vestidito de merino y a cuatro harapos anticuados y feos. ¡Oh!, lo que ella sufría, lo que penaba para adecentarse era cosa increíble. ¡Sólo Dios y ella lo sabían!... Porque su marido llevaba cuenta y razón de todo, y hasta el perejil que se gastaba en la cocina se traducía en guarismos en su libro de apuntes... La pobre esposa, atenta a la dignidad de su posición social, era un puro Newton, por las matemáticas que tenía que revolver en su caletre para procurarse algún sobrante del gasto de la casa y estirar las mezquinas cantidades que Bringas le daba para vestirse. La cuitada se pelaba los dedos cosiendo y arreglándose sus vestidos; y la minuciosidad de él en la cuenta y razón era tan extremada, que se veía y se deseaba para poder filtrar un día tres reales, otro dos y medio; y a veces nada podía hacer. La continuidad de estas molestias constituía una vida de martirio, y no es que quisiese tener lujo, no: mas juzgaba que su decoro y el contacto con altas personas le imponían deberes ineludibles; creía que ella y los niños no debían hacer mal papel en las casas a donde iban, ni le gustaba que las amigas la mirasen de reojo y cuchichearan entre sí, observando en ella una falda de taracea o una prenda cursi y anticuada... No obstante, quería entrañablemente a su marido, porque fuera de aquello de las miserias era un hombre completo, un ser de elección, bueno y cariñoso, honrado como pocos o como ninguno, hombre que jamás había tenido trapicheos ni tratado con mujerzuelas, ni puesto un duro a una carta, y por fin, de genio tan pacífico, que como no le tocaran a sus presupuestos, se hacía de él lo que se quería... Considerando esto, la infeliz llevaba con paciencia lo otro, es decir, los apurillos para vestirse, y se manejaba como podía para no desmerecer de su elevada clase... De donde resultaba que ambos, el señor de Pez y la señora de Bringas tenían respectivamente sus motivos de disentimiento conyugal, él por causa de las furibundas santidades de su esposa, ella por las sordideces de su marido; lo cual prueba que nadie encuentra completa dicha en este mísero mundo, y que es rarísimo hallar dos caracteres en completo acomodo y compenetración dentro de la jaula del matrimonio, pues el diablo o la sociedad o Dios mismo desconciertan y cambian las parejas para que todos rabien, y todos, cada cual en su jaula, hagan méritos para la gloria eterna.
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