​XV
(La de Bringas)​
 de Benito Pérez Galdós
No versaban todas las confidencias sobre el mismo tema; que la fértil imaginación de Rosalía buscaba instintivamente la variedad en aquellas nocturnas raciones de jarabe de pico con que arrullaba a su buen esposo. Atenta a sostener siempre el papel que representaba y que desde algún tiempo exigía de ella mucho esmero, por apartarse cada día más de la expresión sincera de su carácter, mostrábase disgustada de cosas que en realidad le producían más agrado que pena, verbi gratia:
-¡Ay, hijito!, yo creí que nuestro amigo Pez no acababa esta noche de contarme sus trapisondas domésticas. De veras, le tengo lástima..., ¡pero qué mareo de hombre y qué organillo de lamentaciones! Carolina no tiene perdón de Dios, y bien podía enmendarse, al menos para evitarnos las jaquecas que nos da su marido...
Don Francisco se dormía antes que ella. A veces Rosalía estaba desvelada e inquieta hasta muy tarde, envidiando el dulcísimo descanso de aquel bendito, que reposaba sobre su conciencia blanda como un ángel sobre las nubes de la Gloria. La ingeniosa dama no hallaba blanduras semejantes, sino algo duro y con picos que la tenía en desasosiego toda la noche. Porque su pasión del lujo la había llevado insensiblemente a un terreno erizado de peligros, y tenía que ocultar las adquisiciones que hacía de continuo por los medios más contrarios a la tradición económica de Bringas. Tenía los cajones de la cómoda atestados de pedazos de tela, estos cortados, aquellos por cortar. Enorme baúl mundo guardaba, con sospechosa discreción, mil especies de arreos diversos, los unos antiguos, retocados o nuevos los otros, todo a medio hacer, revelando la súbita interrupción del trabajo por la presencia de testigos importunos. Era preciso ocultar esto a la vigilancia fiscal de don Francisco que en todo se metía, que interpelaba hasta por un carrete de algodón no presupuesto en su plan de gastos. Rosalía se desvelaba pensando en los embustes que habían de servirle de descargo en caso de sorpresa. ¿Con qué patrañas explicaría el crecimiento grande de la riqueza y variedad de su guardarropa? Porque la muletilla de los regalos de la Reina estaba ya muy gastada y no podía usarse más tiempo sin peligro.
Un día don Francisco volvió de la oficina antes de lo que acostumbraba, y sorprendió a Rosalía en lo más entretenido de su trabajo, funcionando en el Camón, como si éste fuera un taller de modista, y asistida de una costurera que había llevado a casa. Más que taller parecía el Camón la sucursal de Sobrino Hermanos.
-Peeero mujer, ¿qué es esto? -dijo Thiers absorto, como quien ve cosas sobrenaturales o mágicas y no da crédito a sus ojos.
Había allí como unas veinticuatro varas de Mozambique, del de a dos pesetas vara, a cuadros, bonita y vaporosa tela que la Pipaón, en sueños, veía todas las noches sobre sus carnes. La enorme tira de trapo se arrastraba por la habitación, se encaramaba a las sillas, se colgaba de los brazos del sofá y se extendía en el suelo para ser dividida en pedazos por la tijera de la oficiala, que, de rodillas, consultaba con patrones de papel antes de cortar. Tiras y recortes de glasé, de las más extrañas secciones geométricas, cortados al bies, veíanse sobre el baúl esperando la mano hábil que los combinase con el Mozambique. Trozos de brillante raso de colores vivos eran los toques calientes, aún no salidos de la paleta, que el bueno de Bringas vio diseminados por toda la pieza, entre mal enroscadas cintas y fragmentos de encaje. Las dos mujeres no podían andar por allí sin que sus faldas se enredaran en el Mozambique y en unas veinte varas de poplín azul marino que se había caído de una silla y se entrelazaba con las tiras de foulard. De aquel bonito desorden salía ese olor especialísimo de tienda de ropas, que es un resto de los olores del tinte fabril, mezclado con los del papel y la madera de los embalajes. Sobre el sofá, media docena de figurines ostentaban en mentirosos colores esas damas imposibles, delgadas como juncos, tiesas como palos, cuyos pies son del tamaño de los dedos de la mano; damas que tienen por boca una oblea encarnada, que parecen vestidas de papel y se miran unas a otras con fisonomía de imbecilidad.
Al verse cogida in fraganti, el primer impulso de Rosalía fue recoger todo; pero le faltó tiempo, y el pavor mismo sugiriole una pronta salida, rasgo genial de aquel sutilísimo entendimiento.
-Calla, hombre, por Dios -le dijo, pasándole el brazo por la espalda y sacándole suavemente del Camón para que no se enterase la modista-. Es que... yo creí que te lo había contado anoche. Esos vestidos son de Milagros. Ayer, ¡si vieras!, tuvo la pobre una espantosa reyerta con ese caribe del marqués. Que si él era el que gastaba, que si gastaba más ella, que si tú, que si yo... Por poco hay una tragedia. Yo estaba presente... y te digo que ya estaba pensando en mandar que trajeran árnica... Milagros, que ahora no puede encargarle nada a Eponina porque su marido no le pagaba las cuentas, compró las telas y llevó a su casa una modista para hacerse un par de trajes de verano... ¿Qué cosa más natural? La pobre se arreglaba con veinticuatro varas de Mozambique, a dos pesetas vara, y veintidós de poplín, a catorce... Ya ves qué economía. Pues nada; entra aquel tagarote, que sin duda venía de perder cientos de duros a una sota, y lo mismo fue ver las telas y la modista, empieza a echar por aquella boca unas herejías... ¡Santo Cristo! Yo me quedé... Nada: todo se le volvía pisotear la tela y dar con el pie a los figurines, diciendo: ¡Brrr...!, qué sé yo. Que la pobre Milagros le ha arruinado con sus pingajos. ¿Has visto qué borricadas? Luego se quitó de cuentos, y cogiendo a la pobre modista por un brazo, la plantó en la calle, sin darle tiempo a que se pusiera la mantilla. ¿Has visto qué pedazo de bárbaro?... Milagros se desmayó. Tuvimos que aplicarle éter y qué sé yo qué más cosas... En fin, por sacarla de este compromiso, he tenido que traerme a casa las telas y la modista para hacer aquí la labor. Ella vendrá luego a dirigirla, porque yo, francamente, entiendo poco de estas cosas tan historiadas y tan recargaditas. Emilia, esa chica, es muy hábil y trabaja por poco dinero... Es una infeliz sin pretensiones, pero le da palmetazo al célebre Worth, no te creas...
Con estas ingeniosidades, aquel buen cristiano se aplacó, y como al poco rato vino la marquesa, se encerraron las tres en el Camón y estuvieron picoteando todo el día, cortando, midiendo, probando, deshaciendo y volviendo a probar, lo dicho por Rosalía resultó tan verosímil como la verdad. Preocupábase, a todas éstas, la dama de las insuperables dificultades que sobrevendrían cuando estrenase aquellos vestidos, pues en tal caso, y contra la evidencia, no valdrían los bien trabados enredos que sabía imaginar. Se consolaba con la esperanza de un hecho que sería solución muy fácil y segura. González Bravo había ofrecido a don Francisco un gobierno de provincia. Pez le instaba para que aceptase, seguro de que se luciría y de que la provincia a quien le cayese un gobernador tan honrado y respetable, habría de saltar de gozo. Pero a él le repugnaba lo espinoso del cargo, y no quería abandonar su tranquilidad y aquel vivir oscuro en que era tan feliz. Si al fin aceptaba Bringas, se iría solo a su ínsula, y la desconsolada esposa se quedaría en Madrid con libertad de estrenar cuantos vestidos quisiera. Pero siendo lo más probable que el gran economista no aceptase, Rosalía se calentaba los sesos discurriendo la salida de su compromiso, y al fin halló una fórmula que, mucho antes de la ocasión de emplearla, revolvía y ensayaba en su mente.
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