La copa de Verlaine: Capítulo XVII

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La copa de Verlaine
de Emilio Carrere
Capítulo XVII: La sombra del rey galán

XVII. La sombra del rey galán


P

OR l puentecillo de El Pardo iba aquel rey galán cuya leyenda cantan los niños en los jardines. Era pálido y adolorido, tenía las ojeras moradas como los lirios del paje Gerineldo. Era el rey madrileño, el rey chispero, el de las corridas de toros y las patillas manolas:
«¿Dónde vas Alfonso XII?
¿Dónde vas, triste de ti?»

canta el coro infantil en el azul idilio de la tarde, mientras el rey galán, pálido y muriente, como un lis borbónico, que se marchita, se pierde por las avenidas, seguido de silenciosos cortesanos.

El pueblo amaba al príncipe netamente español. Le aclamaba en los toros, en las verbenas, en las tardes del Prado. Le halló en sus alegrías y en sus duelos, íntimamente ligado a su vida, en el ritmo jovial, generoso, magnífico de la vida española, de aquel momento.

Ya sonaba lejano aquel romance de su adolescencia, en las horas tediosas, preñadas de augurios, que transcurrían en el palacio de El Pardo. Otoño sollozaba en el monte verdinegro y adusto; en los parques lloraban los violines verlenianos, y la Desnarigada rondaba el palacio. La veían los perros errantes, que aullaban a la luna.

Y cuando sonó la hora, esa hora misteriosa del cuadrante de la eternidad, otro ilustre moribundo, el general Serrano, anunció en Madrid, a cuantos rodeaban su lecho:

—¡El rey acaba de morir en el palacio de El Pardo!

Y en aquel punto mismo, Alfonso dejaba de ser, en el palacete gris, con caperuza de pizarra, mientras en el aire flotaba el último verso del ingenuo romance infantil:

«Cuatro duques la llevaban
por las calles de Madrid.»

¿Quién fué el arreglador de esta vieja canción que yo oí sonar en el último acto de Reinar después de morir, llorando la muerte de doña Inés de Castro? ¡El amor del pueblo ha hecho al rey galán y a la princesa del palacio de San Telmo los esenciales protagonistas de este poema eterno, que es como una oración ingenua del alma popular!

«Rey dolorido y galante,
tu muerto amor juvenil
¡con qué tristeza aflorante
llora el romance infantil!
Princesina de leyenda,
te da el alma popular,
como una oración, la ofrenda
ingenua de su cantar.»

Así ha glosado un poeta de ahora el idilio adolescente del rey galán, del rey chispero, del rey madrileño, el de las patillas manolas a lo Pepe-Hillo, que supo de las locas farsas del Momo, en el castizo Capellanes, y dejó cien leyendas de su breve reinado y se murió muy joven, como una mustia lis heráldica, abrasado en una fiebre loca de vivir una vida magnífica y emocionante.

¡Puentecillo de El Pardo, por donde pasaba el príncipe de las leyendas galanas! En las tardes vernales, doradas y olorosas, yo he evocado la sombra del rey galán por estos jardines señoriales y estas montaraces espesuras.

Yo siento una honda simpatía por este príncipe y por esta época exaltada, generosa, pintoresca, de un decadentismo elegante y escéptico. Entonces, como ahora, había una gran pasión por los ídolos de la tauromaquia, el arte nacional por excelencia. Frascuelo y Lagartijo recogían en su joyante capote el último rayo del gran sol de la raza y despertaban el único latido de la conciencia nacional. Y aun no había surgido en el horizonte el espectro trágico, grotesco e infame del desastre colonial.

¡Dichosos los príncipes que viven en el corazón de su pueblo y cuya memoria queda en romances que cantan los coros de niñas en los jardines y en las plazas! Vale más ese culto poético y sentimental que todas las gloriosas atrocidades bélicas, exaltadas por la Historia.

¡Reyes de hierro, con corona esplendente cuyos laureles están manchados de sangre, los niños de vuestros reinos no cantarán romances de vuestros amores, en las floridas avenidas, cuando la primavera viste de novia a las acacias!