La copa de Verlaine: Capítulo XII

[[La copa de Verlaine |Capítulo XI: Glosario pintoresco]]
La copa de Verlaine de Emilio Carrere
Capítulo XII: Elegía de un hombre inverosímil

XII. Elegía de un hombre inverosímil


¿C

ONOCÉIS algo más triste, más desvencijado, más fracasado que un traductor? Es la forma más lamentable del desastre literario. Pues Forondo era el traductor calamitoso, por antonomasia, entre todos sus traspillados cofrades. Forondo tocaba el violín; pero, según se decía, le expulsaban de todos los cafés porque al comenzar a tocar su violín se cortaba la leche. Y esto perjudicaba mucho al crédito de estos establecimientos. Poseía una bonita voz de canario flauta; pero no podía ser aplicable en los coliseos mas que entre el coro de señoras, y Forondo tenía una espesa barba multicolor que le impedía interpolarse entre canoras hijas de Talía. Algunas mañanas cantaba los motetes en algún templo, y por las noches acudía a un mitin societario, porque Forondo era un hombre terrible, enemigo personal del Papa. Forondo era el autor de esta frase demoledora: «De tejas arriba no hay más que metafísica y gatos».

Nuestro amigo vino a Madrid a ser poeta lírico. Escribió un soneto y se dedicó al café con media con verdadera intrepidez. Envió su soneto a todas las revistas y le fué devuelto, «porque había mucho original en cartera». Un periódico no se le admitió porque su soneto era demasiado corto. Entonces escribió un poema en ciento catorce octavillas italianas, titulado «Dios»; pero tampoco se publicó, porque el director opinó que «Dios» no era asunto de actualidad. Forondo carecía del sentido de la ponderación. Lo quiso ser todo y al fin no fué nada; esto es: finó siendo traductor. Elaboraba a brazo sus traducciones. «El pobre pequeño niño sacó su muestrecita. Eran once horas sonadas», o bien: «El desconocido llevaba un pantalón corto y una capa del mismo color». Estas son unas donosas pruebas de su estilo de traductor.

Jamás tuvo ideas propias ni se compró un traje nuevo. Por dentro y por fuera iba siempre adornado con prendas que le estaban anchas. Cuando yo le conocí, Forondo vendía perros en la acera del Suizo. Él me vendió un lindo ratonero muy inteligente, que mordió al señor D. Pedro Luis del Gálvez, suceso que repitieron las gacetas. Mi ratonero tuvo razón. Era un perro consciente, como los ciudadanos de cualquier Comité de barrio.

Forondo dormía en casa de Han de Islandia, un espantable hospedero de la calle de la Madera. El joven montaraz y notable poeta Javier Bóveda le conoció allí. Por cierto que se asustó mucho; moribundo de tuberculosis, con sus barbas rojas, negras, amarillas, y en calzoncillos, no era precisamente una Venus saliendo de las olas. Saliendo de entre las sábanas equívocas de su camastro, al fulgor luminoso del candilón, moribundo, famélico y derrotado, era más bien la alegoría espeluznante de la bohemia matritense. La historia de Forondo es una novela ejemplar para aviso de los jóvenes portaliras que sueñan en su rincón provinciano con esa musa trágica de Verlaine, de Manuel Paso y de Alejandro Sawa, estos grandes mártires de la religión de la literatura.

Era el amante ideal de la Cari-Harta y demás princesas de la gallofa. Cuando no tuvo perros que vender se dedicó de lleno a la traducción. Trabajaba quince horas diarias, luchando con la doble dificultad de que si bien no conocía el francés tampoco dominaba el castellano. Esta es la especialidad de casi todos los traductores. Y ello es natural y corresponde a la generosidad de los editores.

Hace pocas noches Forondo llegó al cafetín donde se reunía con otros pigres. Estaba más enfermo, más pálido, más roto que nunca.

—Vengo a despedirme de vosotros. Traigo media en las agujas...

Todos celebraron el símil taurómaco y le ofrecieron un café con media de honor. Después Forondo se marchó... se marchó a la fosa común.

Hambres, fríos, humillaciones. Acoso de hospederos, de mozos de café, alguna picardía peligrosa para extraer un poquito de calderilla. Y el desdén de los poderosos, de los burgueses; la soledad y el dolor. ¿Vale la pena afrontar todas estas tremendas larvas de la desgracia por haber hecho un soneto corto, según la opinión de un director de revista? El vicio de la literatura resulta demasiado caro.

Forondo se ha muerto. Yo le estimaba; estaba siempre triste, estaba siempre fracasado. Me inspiraba el afecto de la desventura. Pero algo queda sobre mi conciencia como un peso muy grave. Forondo me confesó que había seguido el camino de las letras y había caído en la Puerta del Sol, encantado por la lectura de mis narraciones de la bohemia pintoresca.

De todos modos, yo no tengo la culpa de que me hubiera leído mal. La bohemia es triste, desastrosa, absurda. Y más aún cuando no se tiene talento ni temperamento literario. No sé qué hechizo tendrá esa musa trágica del arroyo, que seguramente mañana volverá a verme Forondo redivivo diciéndome:

—Verá usted, yo he venido a Madrid a luchar con la gloria. Le voy a leer un soneto.

Y me leerá otro soneto corto, y después a dar saltos mortales para conquistar el camastro de esos hostales de la bohemia, figones de Satanás con manjares embrujados, que sólo se pueden ingerir cuando se poseen las hambres de doscientos poetas juntos.