La copa de Verlaine: Capítulo XI

← [[La copa de Verlaine |Capítulo X: Siles y su carrik]]
La copa de Verlaine
de Emilio Carrere
Capítulo XI: Glosario pintoresco

XI. Glosario pintoresco


P

OCOS escritores se alegrarán como yo de los faustos sucesos que le acaezcan al poeta Villaespesa. He leído que, como dramaturgo, está haciendo un paseo triunfal por América. Esto me agrada, porque lo considero como el triunfo colectivo de un género, de una época y de una pintoresca familia literaria.

Está muy bien y es muy justo. Lo que me parece es que ha tardado demasiado en llegar. Un poco antes, y se hubieran evitado muchos cafés con tostada, que es el régimen más absurdo de alimentación.

Villaespesa es de los poetas que han comido peor; como veis, esto es el colmo de la redundancia. Pero él ha probado bravamente que se pueden escribir versos admirables y soñar con princesas, alimentando la miseria corporal con queso manchego y chocolate con churros.

Ha pasado por la vida misérrima sin enterarse, con los ojos vendados por un jirón azul de ideal. Esta divina inconsciencia le ha librado de comprender que los camastros de la Posada del Peine son más propios para cenobitas, que gustan de atormentar el cuerpo, que para gente voluptuosa que guste de dormir a pierna suelta.

Tampoco aquel su suntuoso alzacuellos de obispo era el último alarido del dandysmo ni de la comodidad. Pero de todas las menguas le salvaba su imaginación.

Un día de opulencia se encontró con Julio Camba. Villaespesa tenía un aire de gran señor, llevaba bajo el brazo un formidable envoltorio.

—Acabo de cobrar un libro y... me he comprado doce mudas.

—Hombre, me alegro mucho—exclamó Camba—; tengo una cita galante con una bailarina, con la...—y pronunció uno de esos nombres radiantes, cascabeleros, armados de voluptuosidad, que, desde los carteles teatrales, hacen latir violentamente a los corazones de veinte años—. Estaba muy triste, porque no podía ir por el estado ruinoso de mi deshabillé. Pero tú has venido a salvarme. Me darás unos calzones.

—La cosa es que, verás... calzones no he comprado ninguno.

—Me contraría mucho; pero, en fin, me darás dos camisetas.

—Tampoco, porque yo creo que la camiseta es una prenda superflua, y no he comprado ninguna.

—Bueno, hombre. ¡Al menos, me darás una camisa!

—Chico, la verdad, no puedo darte una camisa... entera.

—¿Eh?

Villaespesa desenvolvió su lío. Las doce mudas se reducían a doce camisolines, o sea doce cuellos y doce pecheras. ¡Oh, prodigios de la fantasía!

La hermosa bailarina esperó en vano aquella noche a Julio Camba.

Su labor teatral en América le dará dinero y gloria. Empleará el magín en forjar versos y situaciones dramáticas en lugar de asaltar editores y prestamistas. Porque con este honorable gremio, Villaespesa ha sido un águila. Una vez empeñó una calavera, asegurando que volvería a sacarla, porque era un recuerdo de familia.

Estos episodios pertenecen a la época heroica de mi generación literaria. Cuando Camba era anarquista y sufrió un proceso por injurias a San Judas Tadeo; cuando un poeta dormía en el ascensor de un prócer tonto y tacaño, que era tío del vate sin albergue; cuando Barriobero nos invitaba a comer las paellas que él mismo condimentaba y llamaba a los horteras pinocentauros, o sea cuerpo de hombre y las patas de madera, el mostrador. Cuando Pueyo nos llevaba a los cafés con música y, emocionado por las arias de Marina o de La Bohême, nos confesaba que él también había escrito versos en la juventud... Cuando vendíamos todos los libros y empeñábamos todas las prendas—¡oh, aquella levita suntuosa de Bargiela!—, y Antonio Machado, el gran poeta, al recibir un libro nuevo, exclamaba corriendo al tenducho del librero de viejo:

Sol de la tarde. ¡Muy bien! ¡Café de la noche!