La conquista del reino de Maya por el último conquistador español Pío Cid: 15

Capítulo XV

Reformas agrarias.-Edicto estableciendo la propiedad individual.-Nuevos instrumentos de labranza.-Riegos y abonos.-Creación de un estercolero nacional bajo el patronato de Mujanda.

Durante el embarazo de la reina Mpizi tuvieron lugar importantes innovaciones, algunas de las cuales venía yo lentamente preparándolas de largo tiempo atrás. De todas ellas se hablará aquí por la gran resonancia que alcanzaron, y por el influjo que ejercieron en la marcha de la nación, comenzando por las famosas leyes agrarias, radicalísima transformación de la propiedad territorial y del sistema de cultivo.

Un presupuesto maya, reducido a sus términos más simples, no contenía más que un artículo consagrado a los gastos: sostenimiento de la casa real y de la servidumbre, del ejército y de los consejeros y demás autoridades de la corte. En cuanto a los ingresos, no había que determinarlos expresamente, porque lo eran todos los productos de la nación. En el distrito de Maya el rey labraba muchas tierras directamente por medio de sus siervos; en los demás distritos confiaba este cuidado a los reyezuelos, cediéndoles la mitad de los beneficios, para que sostuviesen las cargas del gobierno; pero como ni el rey ni los reyezuelos podían cultivar toda la tierra, así como tampoco podían cazar todas las fieras de los bosques, ni pescar todos los peces del río, se otorgaban concesiones a quienes las deseaban para labrar, cazar y pescar, mediante entrega de la mitad de las ganancias. Fuera de estas faenas, todas las demás, como las industrias, el comercio, la edificación, la cría de ganados, etc., eran libres y no estaban sujetas a gravamen. Había, sí, recursos eventuales, como la confiscación de bienes y las multas penales; más tarde, por mi intervención, hubo dos rentas: la de los rujus y la del lavado; pero siempre estos ingresos eran considerados como reintegro, porque fundamentalmente toda la riqueza era del rey. Las concesiones permanentes eran inconcebibles, y aun las temporales eran sólo una liberalidad real, un donativo momentáneo. La propiedad era siempre única, indivisible e inseparable de la persona del rey, y al mismo tiempo colectiva; porque el rey como representante de todos sus súbditos, aunque tenía el derecho de distribuir entre ellos a su antojo las riquezas, no por eso estaba menos obligada a distribuirlas con equidad o sin ella.

Me encontraba, pues, dentro de un régimen socialista rudimentario, y veía asomar por todas partes, rudimentariamente también, sus funestas consecuencias. El rey poseía más de lo que necesitaba para sus atenciones, y no estaba interesado en prosperar sus haciendas; los concesionarios se limitaban a obtener lo preciso para el día; los industriales tampoco se esforzaban para reunir riquezas que, aparte de ser mobiliarias o semovientes, nunca territoriales, estaban amagadas bajo la mano todopoderosa del rey. Existiendo un poder nivelador de la riqueza, y faltando estímulos permanentes para adquirir, los únicos móviles del trabajo eran el hambre y el amor. Quien reunía provisiones para un mes y lograba encerrar en su harén varias esposas, era hombre feliz. Si aún le quedaban ánimos para moverse, luchaba en los juegos públicos o se alistaba en un bando para combatir contra sus vecinos por cualquier pique o rencorcillo de poco momento, casi siempre por satisfacer la vanidad personal o local.

Mis reformas en el mobiliario, en el traje, en la higiene personal, habían forzado un tanto la perezosa marcha de estas gentes embrutecidas por la carencia de necesidades; con la creación de los escalafones, abriéndoles perspectivas grandiosas, les di un gran impulso en la vía de la civilización; la ley agraria les dio los medios para luchar, les señaló el terreno donde debían moverse. Yo establecí las concesiones permanentes; pero no a la manera de los inconscientes individualistas del partido ensi, sino según los principios elementales del derecho de propiedad. El rey continuaba siendo nominalmente el dueño absoluto y único, y otorgando concesiones a su antojo; pero estas concesiones eran para siempre si los colonos entregaban en cambio los frutos de cinco años, evaluados a ojo de buen cubero. Los nuevos colonos no tendrían que dar cada año, en lo sucesivo, más que una cuarta parte de los frutos en vez de la mitad, y podrían vender sus labores por ganados, por manufacturas o por rujus. Y para que la desamortización fuera completa, privé a los reyezuelos de sus derechos territoriales. El precio de las ventas y el canon anual serían percibidos por el rey, y los reyezuelos y demás autoridades locales tendrían un considerable sueldo fijo. Con esto hubo ocasión de colocar a más de cincuenta nuevos recaudadores y se satisficieron apremiantes exigencias de las camarillas.

Esta profunda reforma no era para ejecutarla en poco tiempo. Primeramente faltaban hechos prácticos que la hicieran comprensible, y después ahorros para poder comprar. Yo fui uno de los primeros compradores, y algunos consejeros y reyezuelos me imitaron; pero era sólo por complacerme, no porque sintieran el amor a la propiedad territorial, causa en otros pueblos de tantos desvelos y crímenes. Ellos luchaban por el aprovechamiento, mas nunca por la posesión; la idea de propiedad estaba circunscrita al hogar doméstico, a las esposas, a los hijos, a los ganados y a las provisiones, vestidos y muebles. Para facilitar el ahorro fueron muy útiles mis mejoras en el cultivo. El cultivo de las tierras en Maya era fatalista; el labrador arañaba un poco la corteza laborable, arrojaba la semilla y la cubría; en algunos casos hacía agujeros con el punzón de hierro para enterrar más honda la simiente, y los tapaba con el almocafrón, único instrumento usado para remover el suelo; después dejaba pasar los días hasta la época de la recolección. Si la cosecha era buena daba las gracias a Igana Nionyi; si era mala, se enfurecía contra Rubango. Este sistema era general, y practicábanlo desde el rey hasta el más ruin pegujalero.

No debe extrañar que me preocupase la reforma del cultivo. Veía un éxito seguro para mí y bienes incalculables para la nación. Por obra de la Providencia sin duda, las cosechas no se perdían; pero yo las aseguraría más; y cuando lograra meter en labor el suelo y el subsuelo, inactivos quizás desde la creación del mundo, la fertilidad sería tan asombrosa que no podría haber en adelante miseria ni hambre como las que registraban los archivos y las viejas tradiciones de la nación. Conociendo, sin embargo, que la rutina, fuerte en todas las clases sociales, es más fuerte aún entre los labradores (y en este punto los mayas son como sus congéneres de todas las partes del globo), no establecí nada por edictos, sino que fui poco a poco mejorando mis tierras, en la seguridad de que los demás me imitarían; por desgracia tardó mucho en despertarse la curiosidad, pues, inhábiles para investigar las causas de las cosas, los que veían mis abundantes recolecciones las explicaban por un favor de Rubango, que protegía mi hacienda y descargaba todas sus furias sobre las de los otros.

Había en Bangola algunos herreros muy hábiles que recorrían de vez en cuando el país vendiendo sus manufacturas: flechas de varias formas, lanzas, sables de diversos tamaños, cuchillos rectos y corvos, hachas, punzones, barrotes para verjas, almocafrones y otras varias herramientas de carpintero, y labores menudas para el adorno de las personas. De estos uamyeras de Bangola, y de algunos accas instruidos por ellos, me serví para hacer nuevos instrumentos de labranza, como picos muy agudos para cavar las duras tierras, azadas para tajarlas, escardillos y hoces. Más tarde introduje el arado de horcajo, de reja muy corta y de armadura muy ligera, para poder enganchar a los indígenas; mi deseo hubiera sido hacer arados grandes para yunta de cebras o cebúes; pero, no contando con buenos gañanes, temía que los braceros del país me estropeasen las bestias a rejonazos. Aunque yo los regalaba a todo el mundo, ninguno de los nuevos instrumentos logró abrirse camino, excepto el arado, y no como yo lo apliqué. Con gran sorpresa mía, los accas que trabajaban en mis labores, y sobre los cuales había recaído exclusivamente el penoso trabajo de arar, tuvieron la primera idea original observada por mí en este país, la idea de atar una cebra a los varales del instrumento y apalearla para que tirase. Esto me agradó mucho, porque me hizo ver que el espíritu inventivo no estaba completamente atrofiado en mis peones, y que sólo faltaba someterlos a una fuerte presión para despabilarlos, lo cual me propuse hacer siempre que fuera posible. El nuevo arado con tiro de bestias fue visto con mejores ojos, y no faltó quien lo ensayara.

Pero lo que obtuvo un éxito rápido, hasta convertirse en artículo de moda, fue el regado de las tierras, cuyo punto de arranque fue el mismo de la creación del lavadero. La apertura del primer canal de Rubango desvaneció las supersticiones que impedían el uso de las aguas; en adelante fue éste más fácil con el auxilio de norias de construcción muy sencilla, cuyos grandes cangilones de barro podían elevar el agua hasta a diez o doce palmos de altura. Estas norias estaban movidas a brazo; pero la idea ingeniosa de los accas se generalizó de tal suerte, que no sólo en el arado y en la noria, sino en donde quiera que había que hacer un esfuerzo, aparecía el nuevo motor. Las canoas, por ejemplo, eran antes arrastradas por hombres hasta la margen más próxima del río, donde eran botadas al agua; ahora se acudió al nuevo método, y los cebúes eran los encargados de la conducción. Lo mismo se hizo para tronchar los árboles y para arrastrar grandes piedras, utilizadas como hitos o mojones en los campos, después que el edicto sobre propiedad individual hizo necesarios los deslindes permanentes. Con gran asombro mío se aplicó la fuerza animal a la carretilla de mano, convertida por obra de los indígenas en carretón. La carretilla inventada por mí para el transporte de abonos, se componía de una ancha rodaja, cortada irregularmente de un tronco circular, en la que hacían de ejes dos punzones de hierro; sobre este cilindro giratorio se apoyaban los dos varales, que, sujetos por dos travesaños, formaban una parihuela móvil, donde iba la cubeta llena de abonos, y, en caso necesario, los haces de mieses o cualquier otra clase de carga. Los indígenas fueron ensanchando la rueda hasta convertirla en rulo apisonador, y uncieron a los varales cierta especie de cebra pequeña y de pelo basto, a la que yo he llamado, no sé si con derecho, borrico o asno. Al principio la carretilla se volcaba, y acudieron a dos largos palitroques puestos en la misma forma que las orejeras del arado; pero, según se alargaba el cilindro, la estabilidad era mayor. Estas innovaciones eran muy de mi agrado, pero no favorecían mis planes, porque los indígenas, en vez de volverse más trabajadores cuando el trabajo era más llevadero, descargaban todo el peso de él sobre las bestias y se hacían más a la holganza.

Si esencial fue el adelanto de los riegos, porque con ellos se duplicaba la fertilidad de las tierras, antes baldías en la estación estival, no le fue en zaga el de los abonos, reducido al redilado que los rebaños hacían involuntariamente dondequiera que pastaban. En este punto me favoreció la protección regia, a la que acudí para apresurar la lenta marcha de mis innovaciones. Los trabajos ya realizados servían de preparación y de prueba anticipada, pero no eran bastantes si el rey no imponía por la fuerza los nuevos usos, ni tomaba parte activa en ellos. Mucho hubiera deseado que el rey empleara en sus labores los útiles y procedimientos que yo empleaba en las mías; pero Mujanda era muy poco dado a la agricultura, y abundando en recursos de toda especie, tampoco tenía necesidad de molestarse. Tal era su desapego a las cosas del campo, que aceptó con júbilo la idea de las concesiones permanentes, que le libraba de los cuidados agrícolas; bien es verdad que le aseguré que con el nuevo sistema los trabajos irían a cargo de todos los súbditos y los beneficios seguirían siendo para él.

El único medio de interesar al imprevisor Mujanda en mi empresa, era convertir la reforma agraria en una nueva renta, como el lavado, que a la sazón llegaba a su apogeo. Pero esto no era fácil, porque si los nuevos instrumentos, regalados por mí a todo el mundo, tenían poca aceptación, ¿cómo la tendrían si se les ponía un precio, aun siendo el rey el expendedor? Y luego los ingresos por tal concepto serían momentáneos, porque los aperos de labor se renuevan muy de tarde en tarde, mientras convenía un ingreso seguro y constante que asegurara el apoyo seguro y constante de Mujanda. Más justificado me parecía un gravamen sobre los riegos; el río era, como todo, propiedad real, y el uso de sus aguas podía ser sometido a fiscalización. Únicamente me contuvo el miedo de que por no pagar las nuevas cargas cejaran los colonos en este camino, en el que tanto se había adelantado. Todo era posible por la fuerza, pero la fuerza debía ser suave para no hostigar demasiado a los labradores, ahora que se trataba de aumentar su número, de facilitarles los medios de adquirir propiedades, de interesarles por ellas como por sus mismas mujeres e hijos, de infundirles el amor al terruño, de transformarles en columnas bien basadas de una nación estable y fuerte.

El medio que buscaba yo en vano por todas partes, me lo ofrecieron los mismos labradores. Un colono de Maya, muy bien acomodado y de numerosísima familia cultivaba, lindando con mis tierras, en los mismos bordes del río, un haza de gran cabida, apreciada como una de las mejores concesiones reales. Porque de ordinario éstas eran de terrenos incultos y muy distantes de la capital, o de tierras cultivadas varios años por los siervos del rey, y cuya fecundidad se había agotado por el exceso de producción. Los colonos descortezaban el suelo endurecido, y aun limitándose a un trabajo superficial, su obra era brillante comparada con la de los siervos y equivalía a una roturación. El labrador vecino mío era padre de dos bellas jóvenes, desposadas por el fogoso Viaco, y a la sazón en poder de Mujanda, y adheridas al bando de la tejedora Rubuca, las cuales habían conseguido que el rey dejara a su padre en pacífico usufructo de las buenas tierras que Viaco le concediera cuando se hizo el reparto territorial. Este afortunado colono cuidaba con celo de su labor (tanto por virtud, cuanto por la necesidad de sostener su bien repleto harén), y fue uno de los pocos que se fijaron en los cambios que yo introduje en la mía, y el primero en solicitar mis instrucciones y en emplear el arado, la carretilla y los riegos. Como contrapeso de sus bellas cualidades tenía una flaqueza: la de amar los bienes ajenos y apoderarse de ellos siempre que la oportunidad se le presentaba. En esta misma escuela había educado a sus diez hijos varones y a sus cinco siervos enanos, y era tan patente su debilidad, que todos sus conciudadanos le llamaban (y este nombre le quedó) Chiruyu, «ladroncito». Es seguro que si no existieran sus hijas, que le hacían suegro doble del rey, sería llamado ladrón, y los pedagogos y mnanis le hubieran exigido cuenta estrecha de sus procederes. Yo le toleraba sus raterías por no malquistarme con hombre tan abierto a las ideas de progreso, y mi tolerancia tuvo su recompensa.

La primera vez que aboné mis tierras hice transportar en carretillas los estiércoles y demás inmundicias que había ido apilando en los corrales de mi casa, y juntarlos en montones para extenderlos después por parejo. El ladrón Chiruyu y su gente debieron creer que allí se ocultaba algún artificio, y, se apresuraron a robarme cuanto les fue posible; para formar también montones en su haza; desde la creación de los canales toda la basura de la ciudad iba agua abajo, y nadie la tenía en reserva, y es posible que, aunque la tuvieran, fuese preferida la mía por estar más a la mano y por parecer impregnada del influjo de mi persona. A imitación mía, el ladrón Chiruyu extendió después las pilas de estiércol, dio un riego abundante, removió un poco la tierra, y, por último, sembró maíz, como ya lo había hecho con buen resultado el verano anterior. La cosecha fue asombrosa, más la suya que la mía, y por primera vez se habló largamente en la corte de cosas agrícolas, y hubo peregrinación al haza del ladrón Chiruyu para ver las gigantescas matas de maíz y las colosales mazorcas, grandes, según la opinión general, como los pechos de la gorda y malograda Mcazi. La vanidad del ladrón Chiruyu saltó por encima de sus deseos de reservarse el secreto de aquel curioso fenómeno, y bien pronto se supo que la causa de él, así como de la prosperidad de mi hacienda, no era otra que el empleo de la basura que todo el mundo arrojaba a los canales.

Preparado el camino con tan buena fortuna, muy poco quedaba por hacer; un edicto apareció sin dilación estableciendo el estercolado obligatorio en esta forma: cada jefe de familia debía presentarse en el palacio real para recibir el regalo de una canoa de tierra (así llamaban a los volquetes y carretones), y desde el día siguiente, en este vehículo sería conducida al mismo palacio toda la basura que en cada hogar se recogiera, no sólo de los establos, sino también de las cocinas y retretes, y de los sitios públicos inmediatos. Cuando llegara el momento oportuno, una proclama sería publicada para anunciar el comienzo del estercolado de las tierras, y cada colono recibiría por ensi de cultivo cuarenta carretillas de abono, mediante la entrega al rey de una vaca los labradores ricos, y de una cabra los pobres. El abono, depositado en uno de los patios del palacio de Mujanda, quedaba bajo la custodia de los siervos del rey, y sometido a varias manipulaciones litúrgicas, dirigidas por mí con ayuda de Rubango.

A varios puntos se encaminaba este notable edicto: a asegurar el apoyo del rey por medio de un estímulo eficaz; a conseguir la alianza de ideas tan heterogéneas como el amor dinástico, la fe religiosa, la higiene pública y el uso de los abonos, y a sanear por completo las casas y las ciudades. En los edificios, las inmundicias estaban localizadas en los establos y en los retretes, pues de éstos los había diurnos y nocturnos, aunque muy elementales. Pero los ganados no estaban siempre en sus cuadras, ni los hombres siempre en sus hogares. En la práctica, los retretes eran sólo para el servicio de las mujeres, y los hombres hacían sus necesidades donde a bien lo tenían. Los canales de Rubango sirvieron mucho para que la limpieza interior fuera más frecuente y para que la suciedad exterior disminuyera de un modo sensible; pero la higiene no triunfó por completo hasta la promulgación de la ley sobre estercolado obligatorio.

Acaso se creerá que Mujanda y su numerosa familia se sentirían incomodados por la proximidad de los nada bien olientes depósitos; mas en realidad no fue así por carecer, como ya se dijo, del importante sentido del olfato los mayas de alta y baja categoría. Y tal hombre era Mujanda, que hubiera soportado cualquier molestia, incluso la de tapiarse las narices, si en ello iba el bien de sus súbditos y la prosperidad del erario nacional. La nueva institución no producía más que bienes: para el rey, una renta preciosa; para los labradores, una fuente de riquezas; para todos los ciudadanos en general, un mejoramiento sanitario, que no por poco apreciado dejaba de ser muy digno de estima. No era tampoco demasiado íntima la vecindad del estercolero, por haber dispuesto yo que se aislara con una empalizada de las otras piezas del palacio. Éste era inmenso. En tiempo del cabezudo Quiganza había dentro del circuito cerrado por la verja exterior, tres largos andenes, unidos por sus extremos, según la costumbre arquitectónica maya, y formando un enorme triángulo, en cuyo interior se contaban más de treinta tembés, destinados a diversos usos; en tiempo de Mujanda, después de la invención de los rujus, se fueron agregando nuevos tembés, y, por último, se amplió la verja y quedaron incorporados por la espalda varios edificios particulares, uno de ellos del dentudo consejero Menu. La expropiación no exigía más formalidad que entregar al expropiado una casa en cambio de la que se le quitaba, y el rey siempre tenía algunas vacías, procedentes de confiscaciones. Uno de los edificios incorporados, que ocupaba ahora casi el centro del palacio, fue separado del resto por medio de dos largas vallas; le derribaron los tembés interiores, y el largo patio que quedó libre, abierto por el Norte y por el Sur, fue convertido en depósito y pudridero, donde todos los ciudadanos debían venir a vaciar sus carretillas o hacer sus diligencias si les venía en deseo.

La importancia moral de la reforma estaba en la parte litúrgica, de donde nacieron notables progresos sociales y jurídicos. En las dos ceremonias religiosas del día muntu apareció un nuevo elemento: la carretilla sagrada, llena de estiércol recogido en los establos reales; en el afuiri, además de la carretilla, introduje otro más importante: la vaca, predestinada a sustituir, por un hábil escamoteo, a los reos humanos. En el ucuezi, la innovación se redujo a colocar la caja de los abonos sobre el ara mientras el gallo o pollo simbólico, suspendido de la polea, subía, bajaba y danzaba. En el afuiri, la carretilla ocupó el centro del cadalso, entre los reos y la vaca: después del juicio, los mnanis degollaban la vaca, cuidando que parte de la sangre cayera sobre el estiércol, e inmediatamente después decapitaban a los reos sobre el mismo receptáculo. Al día siguiente, muy de mañana, los abonos, consagrados por Igana Nionyi y regados con la sangre de las víctimas de Rubango, eran esparcidos por todo el estercolero, y la vaca (cuya provisión quedó a mi cargo, como muestra de que no me guiaba el interés) era distribuida, en pequeñas raciones, entre todas las familias de la ciudad. En las localidades, sin embargo, el suministro de las vacas recayó sobre los reyezuelos, porque los auxiliares del Igana Iguru eran muy pobres; y no todas las ciudades aceptaron los nuevos usos desde el primer momento, porque unas carecían de tierras laborables y no necesitaban abonos, y otras andaban muy escasas de ganados y no tenían recursos para adquirirlos.