La conquista del reino de Maya por el último conquistador español Pío Cid: 14

Capítulo XIV

Nuevas costumbres políticas.-Intervención de la mujer.-Camarillas palaciegas.-Luchas provocadas por la infecundidad de Mujanda.-Relación del embarazo y alumbramiento de la vieja Mpizi.

La centralización del poder traía consigo grandes bienes. Todas las discordias, que antes vivían desparramadas por la faz del país, se concentraron en la corte; los ciudadanos que, apartados de la escena política, peleaban por motivos fútiles, por la caza o por la pesca, por el aprovechamiento de los ríos o de los pastos, tenían ahora un asunto más elevado en que poner sus miras: el gobierno en cualquiera de sus órdenes y grados. Predominando antes el principio de la herencia, las luchas políticas eran familiares y se reducían al cruce de influencias de las mujeres para que sus hijos, si había varios, fuesen los preferidos por el padre; éste elegía a su arbitrio, y aplacaba los enojos con medidas de orden puramente doméstico. Raro era el caso de que el rey impusiera a las localidades reyezuelos de su familia, porque los miembros de ésta preferían vivir en la corte a expensas de su pariente y soberano. Algunos aficionados a las armas obtenían cargos militares; otros ejercían cargos palatinos puramente decorativos. Durante el reinado del cabezudo Quiganza, una sola excepción hubo a esta regla: el nombramiento de su hermano Lisu, el de los espantados ojos, para Mbúa; pero fue a petición de esta ciudad, y luego que Lisu derrotó al jefe rebelde Muno, el de los grandes labios.

El nuevo sistema cambiaba de arriba abajo todas las relaciones sociales. La lucha era ahora por obtener el favor del rey, del dispensador exclusivo de mercedes. Los reyezuelos habían aceptado gustosos que se les privara de la facultad de transmitir su cargo por herencia y de nombrar sus subordinados, viendo la compensación de una mejora inmediata, de un traslado favorable o de un ascenso a otra categoría; al mismo tiempo intrigaban para que sus deudos ocuparan los puestos vacantes. Del mismo modo, en todas las clases sociales, las aspiraciones hábilmente despertadas habían cegado los ojos para que no viesen lo que el interior de mi reforma contenía: un despojo de atribuciones en beneficio del poder central y en beneficio del país, si el rey sabía imponerse y dirigir todas las energías perdidas a fines útiles para la patria.

Mas por lo pronto ocurrió, y así tenía que suceder, que todos los que aspiraban a elevarse y todos los que se oponían a que otros se elevaran, esto es, la totalidad de la nación, dirigieron sus tiros contra el rey, y como el rey se escudaba con sus consejeros, contra los consejeros. No se tardó, en comprender que la fuente de los milagros era el rey en apariencia, y el Igana Iguru en realidad. En la nueva organización el rey no conservaba más que dos prerrogativas: oír a los uagangas, silbarles y acogotarles, y decidir con su voto en los consejos, cuando hubiera entre los consejeros lo que no habría nunca: empate. En una sola ocasión, con motivo de la apertura del lavadero público, el consejero Asato había estado enfrente de mí; a lo sumo, podía temerse que otro consejero, Menu, fuera en un momento crítico desleal a mi causa; pero siempre me sostendrían, sin vacilaciones ni veleidades, los otros cuatro: mis dos hijos Sungo y Catana, el pedagogo Mizcaga, hechura mía, y Quiyeré, el de las descomunales patazas, padre de la bella Memé. En cuanto a los uagangas, la mayoría era adicta a mi persona y a mi parecer, porque yo me granjeaba sus voluntades con atenciones y regalos; y aparte de esto, sus deliberaciones continuaban siendo platónicas. Los acuerdos efectivos arrancaban sólo del consejo.

Aunque la influencia del rey fuera tan limitada, había, no obstante, una excepción; el rey contaba con un recurso supremo, del que era propietario exclusivo: la legitimidad y el extraño poder que ésta ejerce sobre el pueblo y las autoridades. A una palabra de Mujanda, todos los mnanis estaban dispuestos a prender y a decapitar no importa a quién, al mismo Igana Iguru. En cambio yo, poseedor real del poder, no hallaría en parte alguna quien se prestase a matar a Mujanda. Tendría para ello que promover un levantamiento, destronarle y darle la muerte cuando estuviera caído. Por fortuna, la mediación de la reina Mpizi me aseguraba el favor del rey, y el interés de éste era dejarme vivir para enriquecerse con mis inventos y mis ingeniosos arbitrios.

Resultaba de aquí un dualismo en el gobierno y un dualismo en el juego de las influencias: los unos se dirigían a mí por lo que yo hacía, y los otros al rey por lo que podía hacer; y para los asuntos de menor importancia, a los consejeros, que, a cambio de su adhesión personal, justo es que fueran un poco atendidos. Mas como no siempre las pretensiones podían ser satisfechas, los desesperanzados acudían a otros medios más enérgicos que la simple petición, y en pocos días de nuevo régimen fueron peritísimos en las artes de la corrupción, del soborno, de la seducción y del cohecho. Para ejercitarlas utilizaban, como materia más blanda y dúctil, a la mujer, que adquiría a ojos vistas una gran importancia: el uso de las túnicas de colores y de los sombreros las había embellecido, el de los baños las había purificado, y el del jabón las hizo casi omnipotentes. A ellas se enderezaban las súplicas y los regalos, y ellas escuchaban las unas y se guardaban los otros, decididas a abogar por los obsequiosos suplicantes.

Yo pude convencerme de lo difícil que es resistir las seducciones de las mujeres. Más de veinte pedagogos locales pretendían suceder al calígrafo Mizcaga y al prudente Uquima, y, a falta de precisión en la antigüedad de los servicios, la elección recayó sobre un hijo del desleal reyezuelo Muno, impuesto por mi sensual esposa Canúa, la cual había pertenecido antes a Lisu, el de los espantados ojos, y antes que a éste a Muno, el de los grandes labios, y sobre un hermano de la tejedora Rubuca, recomendado por ésta al rey. Quedaron dos vacantes de pedagogo en Mbúa y Cari, y fueron: la de Mbúa, para un hijo de la misma Rubuca y del heroico y, orejudo consejero Mato, y la de Cari, para un primo de mi flaca esposa Quimé, siervo pedagogo del reyezuelo de esta ciudad. El nombramiento del hijo de Rubuca dio mucho que decir, porque se toleró que el joven presentase cuatro loros en vez de seis, y además se susurraba que no habían sido amaestrados por él.

En esta lucha de influencias las mujeres se dividían en bandos alrededor de las favoritas. Contra la costumbre, yo no hice jamás designación especial de ellas; pero de hecho resultaban designadas por el grado de afecto que cada una merecía y por su fecundidad. Mi criterio se guiaba por los méritos de cada mujer, más por los del alma que por los del cuerpo, por ser éstos escasos en todas ellas para un hombre de mi raza. Primeramente distinguí a la esbelta Memé, la cual las superaba a todas por la regularidad de las formas y por la vehemencia del carácter; luego a la flaca Quimé, cuya sensibilidad artística me parecía maravillosa para haberse desarrollado en la vida servil, entre los zafios pastores de Cari; la sensual Canúa atesoraba grandes bellezas plásticas, tenía excelentes aptitudes para los juegos mímicos y era fecundísima. Ella sola en menos de tres años que iban transcurridos del mi llegada, me había hecho padre de tres hijas, dos de ellas gemelas; Quimé había tenido una hija y un hijo, y Memé uno solo, en el destierro. Nera, al morir, me había dejado otro, que murió, y asimismo murieron, arrastrando consigo a sus madres, dos más, nacidos de dos diferentes reinas accas. De mezcla acca no salió adelante más que uno, llamado a desempeñar un gran papel en la historia nacional, e hijo de la reina Muvi, mujer tan pequeña por el cuerpo como grande por el corazón. Éste fue mi hijo predilecto; era enanillo como su madre, más negro que sus hermanos, y tan vivaracho que le puse el nombre de Tití. Los otros seis, y muchos más que llegué a reunir, eran de un tipo mulato muy semejante al gitano puro; aun siendo pequeños, dejaban ya ver, y creo que con el tiempo lo demostrarán, que eran inteligentísimos por efecto del buen cruce de razas. El primogénito, el de Memé, el más parecido a mí, era tan grave y reservado que no quería hablar nunca, razón por la cual (así como por ser el mayor) le di el nombre de Arimi, que en mi idea quería decir: niño elocuente por su silencio.

En torno de las tres madres se agrupaban, según sus simpatías, todas mis mujeres, así como las siervas reconocían la superioridad de Muvi. Las antiguas mujeres de Arimi seguían fieles a Memé. Canúa capitaneaba el bando más numeroso. Quimé era la más modesta, y aunque tenía sus partidarias, se inclinaba al bando de Memé, su protectora. Más tarde hubo una nueva y turbulenta parcialidad con la llegada de la revoltosa y glotona Matay, la lavandera, que llegó a ser madre de cuatro hijos y una de las favoritas. Pero igualmente cuando eran dos que cuando eran tres los bandos, mi táctica prudente y mi enérgica severidad redujeron las animosidades a su menor expresión. Un medio de que me valí, con éxito, para sostener el orden en mi casa y para influir de rechazo en la de los demás, fue la renovación continua de mi harén. Las mujeres que eran madres y las del difunto Arimi, demasiado viejas para mi objeto, quedaban como base inamovible de mis combinaciones; pero las demás eran regaladas por turno, cuando adquiría otras en sustitución. El rey, los consejeros, los reyezuelos y algunos uagangas distinguidos tuvieron en sus harenes alguna mujer que había sido mía, y que, por haberlo sido, ocupaba un lugar preeminente, si no el primero. Así afianzaba yo mi influencia y ganaba buenas amistades y adquiría fama de rectitud, por ser mi conducta desacostumbrada en este país, donde los más altos tienen el prurito de arrebatar sus mujeres a los más bajos. Con mi liberalidad yo nada perdía, pues mis mujeres eran siempre cincuenta, límite máximo que voluntariamente me impuse y que nunca traspasé, y para renovarlas contaba con los milagrosos rujus.

Mucho contribuyó también a modificar los malos hábitos de mis mujeres el de comer todas a la misma mesa y sin privilegios irritantes. En este punto conseguí verdaderos triunfos; uno de los motivos más fuertes de la oposición contra las comidas familiares, se recordará que fue el odio a codearse demasiado con los accas; yo realcé cuanto pude a los infelices enanos, y llegué hasta a sentar a la mesa común, sin protesta de nadie, a la reina Muvi cuando fue aceptada por mí como esposa. Séase por el poco amor que yo les demostraba, séase por mi raro aspecto y por las nebulosidades de mi historia, todas mis mujeres me tenían una suerte de veneración, rayana en el amor místico.

No sucedía así a Mujanda. Yo, incapaz de apasionarme de ninguna de mis mujeres, las consideraba como un medio de diversión y pasatiempo usado, es verdad, con mucha humanidad y tacto. Mujanda, poseído de su papel, y tomando la comedia por realidad, concebía amores súbitos, hoy por una, mañana por otra de sus mujeres. Además, el harén real era cuádruple del mío y muy heterogéneo; en él se veían, como en las formaciones geológicas, las diversas capas, superpuestas y perfectamente separadas, que lo habían ido formando.

La sultana Mpizi tuvo muchos hijos, de los cuales el único sobreviviente era el débil Mujanda, al que quería con pasión y al que gobernó a su antojo hasta la edad de veinte años. En este tiempo que fue el de mí llegada al país, el príncipe tomó su primera esposa, Midyezi, «la bebedora de agua», hija mayor de Memé. Suegra y nuera habían vivido en el destierro de Viloqué, formando el nucléolo del harén de Mujanda, y continuaban estrechamente unidas.

La segunda capa estaba formada por los restos del antiguo harén del cabezudo Quiganza, cuyas mujeres e hijas habían pasado a poder de Mujanda, después que éste fue proclamado rey. Sólo la madre del consejero Asato pasó a poder de su hijo, y la descendencia de la gorda y malograda Mcazi al del abuelo Mcomu, a la sazón reyezuelo de Ruzozi. Todas las demás mujeres pertenecían a Mujanda, y formaban un fuerte bando, cuya cabeza visible era la obesa Carulia, que había sido madre de doce hijos, y rival, por la cantidad de sus carnes, de la difunta Mcazi. Carulia profesaba odio mortal a su suegra y se sentía mortificada por su postergación, dado que el nuevo rey, sin hacer ascos a la abundancia excesiva de carnes, era menos esclavo de éstas que su tío, y se inclinaba en favor del tipo que yo he llamado etiópico. Por esto su íntima favorita era la tejedora Rubuca, capitana del tercer bando, compuesto, en su casi totalidad, por mujeres de los dos harenes de Viaco, antes y después de la revolución, así como por las confiscadas al dentudo consejero de Menu. A pesar de sus cuarenta años y de sus ocho hijos, no dejaba Rubuca de tener seducciones, aparte de la no pequeña de ser matadora de un usurpador. Era una mujer del mismo corte que Memé, y mantenía a raya el bando de la obesa Carulia, siquiera éste fuese más numeroso. Había, por último, una cuarta camarilla, la de las provincianas regaladas al rey en sus viajes, dirigida por la simple Musandé, hija predilecta del carnoso Niama, reyezuelo de Quetiba. Este bando, menos diestro en las intrigas de la corte, se aliaba de ordinario con el más pobre en número y rico en influencia, el de la sultana Mpizi.

Tan discordes elementos, excitados por las torpezas y por las parcialidades del rey, se hacían cruda guerra, y las rivalidades se acrecentaban con la incertidumbre del porvenir. El rey no había tenido hijos, ni se esperaba que los tuviera, y la idea fija del harén era averiguar qué se haría en caso de morir Mujanda. A falta de sobrinos, de hijos y de hermanos, caso nuevo en la historia dinástica de la prolífica nación, ¿quién sería el heredero? ¿Asato, hijo mayor, o Lisu, hermano menor de Quiganza? Mpizi y la camarilla de Musandé estaban por éste; la camarilla de Carulia, por aquél. Rubuca confiaba aún en la juventud y larga vida de Mujanda, y se mantenía indecisa. Ni una sola voz se levantó en defensa del principio de libre elección, por donde se comprenderá lo arraigado que está en este país el amor a la monarquía hereditaria. Desgraciadamente, la creencia de que el rey no estaba llamado a ser padre era tan ciega, aun en el ánimo del rey mismo, que todo rumor de embarazo daba lugar a imputaciones calumniosas y recrudecía los odios.

Hubo tres falsas alarmas: la primera de Rubuca, que fue a manchar la limpia reputación del listísimo Sungo; otra de Mbusi, hija de Mtata, reyezuelo de Misúa, antigua esposa del heroico y orejudo Mato, con cuyo motivo no quedó bien parado el mímico Catana, y la última de Risoma, que tuvo un desenlace trágico. Esta Risoma, llamada así, porque padecía de denteras y se las curaba mascando «salitre», era como Mbusi, del bando de Rubuca, pero procedente del harén del dentudo Menu, y fue acusada por sus celosas compañeras de querer introducir un heredero en la familia real con auxilio del consejero Menu, su ex-sobrino político. A mi juicio, la acusación era falsa como las anteriores, porque ofensa tan grave, ni podía caber en la mente de un consejero, ni era de hecho posible, dada la vigilancia de las camarillas; además, los acusados negaban, prueba plena en el procedimiento penal maya, y el embarazo no era visible; pero a instancias del rey al que parece que molestaba el rechinar de dientes de la malaventurada Risoma, tuve que condenar a muerte a los presuntos adúlteros. Un uaganga, Rizi, el más bello de los hijos del valiente Ucucu, sustituyó a Menu, y la posibilidad del empate entre consejeros se alejó hasta perderse de vista.

Cuando los ánimos estaban más empeñados en resolver el pavoroso problema de la sucesión de Mujanda, una noticia imprevista vino a cortar de raíz todas las querellas: la noticia del embarazo positivo e innegable de la sultana Mpizi, de quien nadie, a sus cincuenta y pico de años, esperaba este alarde de fecundidad. La nueva fue acogida por la nación con entusiasmo, y por mí con orgullo, porque veía la posibilidad de que naciera un varón y de que un hijo mío fuese rey de Maya. Sólo me entristecía el pensar que este hijo, si es que era hijo, fuera tan inteligente como sus hermanos; porque en la nueva organización política, un rey inteligente sería peligroso, y lo esencial, el bien de la patria, tendría mucho que padecer. Desde que los primeros rumores circularon hasta el día del alumbramiento, los bandos políticos estuvieron como adormecidos, y el pueblo esperaba con ansiedad la llegada del día muntu para recrearse en la contemplación del vientre, cada mes más desarrollado, de la vieja y engreída sultana. Allí en aquel vientre veían por entonces la representación de la legitimidad dinástica y de la paz social; y el mismo Mujanda se preocupaba mucho del desenlace de la preñez, deseando el nacimiento de un príncipe heredero, que por el solo hecho de ser dudoso, aventajaba a cualquiera de los dos conocidos, Lisu y Asato.

En Maya existe la costumbre, a mi juicio muy acertada, de que el marido haga de comadrón en los partos de sus esposas. El alumbramiento tiene lugar en el harén si es de día, o en la sala familiar si es de noche, y todas las mujeres rodean a la parturienta para asistirla en caso necesario y para presenciar la aparición del nuevo ser. No es que haya temor a un fraude, a una ficción de parto o a una sustitución de personas; aunque adelantados los mayas, no conocen aún estos progresos jurídicos; es que hay vivo deseo de ver el sexo a que pertenece el recién nacido, porque al sexo está ligado muchas veces el porvenir de una familia, y tratándose de Mpizi, el porvenir de una nación. Como yo no podía entrar y salir libremente en el harén real, y menos en la sala de familia, si el parto se presentaba por la noche, la sultana decidió vivir en mi casa los últimos días de su gestación. Realmente ella era mi esposa legítima, por haber dado Mujanda su beneplácito a nuestro enlace; pero el cambio de domicilio no había tenido lugar porque el que debía reclamarlo era yo, y jamás quise hacerlo, temeroso de enajenarme las simpatías del rey, amantísimo de su madre, y las de la misma Mpizi, para quien la mudanza significaba un descenso de categoría. Los partidarios de que las cosas vayan siempre por la línea derecha no comprenderán ni aprobarán este irregular concierto, mezcla de matrimonio y barraganía, del que sólo podía nacer un gravísimo desdoro para las instituciones; pero la vida es así, enemiga de lo simétrico y fecunda en formas nuevas e inadaptables a los patrones usados de ordinario. El fondo es el que continúa siendo eternamente igual; y el fondo en la unión del hombre y de la mujer, ya con arreglo a un modelo, ya con arreglo a otro, es la procreación de un nuevo organismo viviente, el cual, si tiene la fortuna de nacer varón y en las raras y felices circunstancias en que iba a venir al mundo el hijo de Mpizi, tiene grandes probabilidades de heredar una corona y de regir cerca de medio millón de sus semejantes.

Realizose la mudanza, y a los seis días el fausto acontecimiento. Cuando la descuidada ciudad dormía a pierna suelta, en la mansión del Igana Iguru todo el mundo velaba alrededor de Mpizi, hasta que ésta, a las altas horas de la noche, pudo dar a luz, sin señales de gran molestia y en medio de nuestros solícitos cuidados, un hermoso príncipe, que fue confiado a los desvelos de la reina Muvi, en tanto que la parida y mis demás mujeres se retiraban a sus alcobas a descansar. Muvi amamantaba aún a su hijo Tití, entrado en el sexto mes de edad, y aunque enana, era tan buena criadora que la elegí para que diera las primeras veces al recién nacido. Yo me quedé acompañándola todo el resto de la noche, porque la escena a que acababa de asistir me había producido mucha impresión y me había ahuyentado el sueño.

Esta elección mía fue uno de esos misteriosos acaecimientos en que los espíritus más incrédulos reconocen la mano providencial que rige los destinos del mundo y de las naciones; a no ser por ella, las esperanzas de los mayas hubieran sido frustradas, y la paz del reino puesta en peligro. No sé si por falta de desarrollo, muy justificada por la edad más que madura de su madre, o si por torpezas cometidas por mí, poco ducho en obstetricia, e incapaz, sobre todo, de hacer bien un ombligo, el príncipe que acababa de nacer fue tan poco viable que a las dos horas de venir al mundo dio su último y débil aliento en los brazos de Muvi. ¿Qué hacer en este angustioso trance? ¿Defraudar los sueños dorados de Mpizi y de toda la nación, alimentados durante tan largos meses? ¿Dejar que las camarillas y los bandos levantaran otra vez la cabeza y perturbaran el desarrollo normal de la vida política? Esto me pareció insensato mientras hubiera un recurso a mi alcance, e inspirándome en el bien de la nación concebí una idea patriótica: la sustitución del hijo de Mpizi por el de Muvi. Ambos eran hijos míos, ambos nacidos de reina y mulatos, y el enanito Tití, con sus seis meses, podía pasar por un recién nacido de raza común. Muvi era mujer capaz de comprender mi intento, y se sometió a mis mandatos con humildad, deseosa en el fondo de que mi fraude prosperara en bien de su hijo. En su vida de azares había aprendido a conocer la utilidad del engaño, al que a sabiendas quizás no se hubiera asociado ninguna otra de mis mujeres por falta de costumbre y de habilidad.

Muvi trasladó el cadáver de mi malogrado hijo a lo más oculto de su celda, y trajo a la sala familiar a mi otro afortunado hijo, al vivaracho Tití, y le envolvió en la misma tela que había servido para el primero. Por la mañana toqué el cuerno de búfalo, y mis mujeres pasaron al harén; pero a Mpizi le recomendé que no saliera de su cámara nocturna, y le di por compañera a Muvi, nodriza interina del príncipe, al que la sultana colmó de caricias, sin que la temible voz de la sangre deshiciera nuestro piadoso engaño. Entretanto, la noticia del parto había corrido por toda la ciudad, y la multitud se agolpaba a mis puertas para cerciorarse del acontecimiento; el harén real ardía en deseos de conocer al príncipe; Mujanda vino a ver a su madre y a su hermano, y los consejeros llegaron detrás del rey, a excepción de uno de ellos, Asato, que sufría un acceso de furia y de desesperación. Para satisfacer la justa y general curiosidad, y para asegurar el éxito de mi fraude, a los cuatro días de repetirse estas escenas del día primero deslicé suavemente la idea de que Mpizi, cuyo estado era excelente, podía trasladarse, montada sobre el sagrado hipopótamo, al palacio real, donde se encontraría con mayores comodidades y con más decoro y dignidad que en mi mezquina casa. Así se hizo aquella misma tarde.

Yo en persona enjaecé la tranquila bestia con tal arte, que sus lomos, adornados con almohadas, y telas, formaban un blando diván, nada impropio para servir de trono ambulante. Sobre él regresó al real palacio la reina Mpizi, llevando en los brazos al venturoso príncipe, que fue aclamado por las autoridades y por el pueblo bajo el nombre sonoro de Yosimiré, «don precioso», prenda de concordia y de paz. Mientras tanto, la pobre Muvi, escondida en su celda con el cadáver del verdadero príncipe, se deshacía en alegres lágrimas, y reía danzaba como una locuela.