La casa de Dios
Flamante con sus gafas sin muchos retintines, ataca a sus enfermos el médico cazurro: al bien forrado —es lógico— lo cura con latines, y en cuanto al pobre —rápido— receta desde el burro... Como antes, la acequia comenta en parlanchines borbollones el mismo confidencial susurro; la orquesta del Casino, de un arpa y tres flautines, descerraja una polca contra el coro baturro. El pueblo ronca viejas credenciales de gloria: bastiones y acueductos con sus barbas de historia, una escuela sin bancos y un hospicio en la cumbre, criptas y humilladeros con medrosos retablos... Y en los mismos dinteles, bajo un fanal sin lumbre, una gran cruz de fierro para ahuyentar los diablos.