La campana de Huesca: 24

La campana de Huesca de Antonio Cánovas del Castillo
Capítulo XXIII

Capítulo XXIII

Que los de la montaña y los de la ciudad seguían en sus trece; por donde se ve que ya debían de ser todos buenos aragoneses


Sonego las campanas é cridego le torrer.
«Baros, tots á las armas, quoy vos aura mester».
Lay sanego armar barós é cavaler...


(Guillelmus Anelier de Tolosa)


Aun cuando nada se hubiera sabido por Aznar, fácil habría sido entender que algo extraordinario y solemne sucedía en el alcázar de Huesca, al tiempo mismo que tenían lugar las largas pláticas y sucesos que contiene el capítulo antecedente.

En la propia estancia y lugar donde los ricoshombres dejaron preso a su señor y rey don Ramiro, se hallaban ahora recostados en los blandos cojines, o paseándose en bulliciosos grupos, catorce de ellos, que es decir todos menos uno, de cuantos tomaron parte en aquella determinación peligrosa. El que faltaba de ellos, bien claro se veía que era Férriz de Lizana, porque no era posible confundir con otras, ni por breve instante, su venerable faz y altiva apostura. Los demás, hablando y riendo, como la vez primera que allá los vimos, pudieran hacer creer a cualquiera que todo estaba como entonces; que nada había sucedido de singular o siniestro.

No obstante, los ojos ejercitados de un político habrían quizá adivinado que no todos los ánimos estaban tranquilos, que no era tan pura la alegría, tan verdadera la satisfacción, tan espontánea y sincera la risa, como ellos, de propósito, aparentaban. La zozobra, durante los peligros, es tan natural en los humanos, que no puede alejarse sin un artificio de la voluntad, y el artificio no es posible confundirlo, si bien se mira, con la naturaleza; la flor de trapo no se equivoca, por hábiles manos que la labren, con la hija lozana de los huertos.

Estaban los ricoshombres oprimidos, sin duda; sentían sobre sí la pesadumbre de un gran cuidado, acaso de un peligro notorio, y aunque todos eran valientes ocultamente luchaba en sus ánimos la ira con el honor, la ambición con el miedo; y aunque eran todos resueltos, dudaban y vacilaban por fuerza, en cuanto a sus propósitos y determinaciones.

Corrían de uno en otro grupo, los más curiosos, sedientos de palabras, de razones; revolvíanse, bullían, no paraban un punto en ninguna parte los noticieros, poco desemejantes, en verdad, a los noticieros de nuestros días; gente de lengua larga y cortísima conciencia, que hace de las sílabas palabras enteras, de las palabras, discursos; de los discursos, sucesos; de los sucesos, más que Dios podría, que es hacer que nazcan antilógicos imposibles.

De pronto, un silencio profundo interrumpió todas las conversaciones. Los ricoshombres tomaron asiento a uno y otro lado del salón. Férriz de Lizana, que acababa de entrar, se sentó en cierto sillón colocado en un testero, delante del dosel, donde en las ceremonias solían asistir los monarcas aragoneses. En un momento aquella reunión tumultuosa cobró el aspecto de un tribunal, de un senado, de una corporación venerable.

-Nobles y valerosos caballeros -dijo Lizana-: ¿persistís todos en el buen propósito que tenéis hecho de defender los fueros del reino?

-Sí, persistimos -dijeron todos los ricoshombres a un tiempo.

Y a la par oyose un sonido espantable de armas; era que los ricoshombres habían dejado caer sobre el pavimento las pesadas vainas de hierro que ocultaban los filos de sus espadas, señal de asentimiento, no por primera vez notada por el autor en su crónica.

-¿Y persistís -continuó Lizana- en no admitir ni jurar, de conformidad con lo que disponen nuestros fueros, por rey y señor de Aragón a una mujer, sea la infanta doña Petronila, por quien ahora se pretende, sea otra cualquiera?

-Sí, persistimos -volvieron a decir los ricoshombres, sonando de nuevo las espadas; y cierto, que al arzobispo le vino bien no usarla, porque de esa suerte no tuvo que mostrar, más claro que lo mostró en la expresión del rostro, cuánto se apartaba su dictamen del de los demás presentes.

-Pues siendo así -dijo Lizana - preparaos a contestar a un mensaje del rey, y sea tal la respuesta como merezca el mensaje, teniendo en cuenta lo que ordenan nuestros fueros y lo que habéis prometido y jurado antes y ahora.

Dicho esto, llamó a dos escuderos, que se hallaban apostados a uno y otro lado de la puerta, y les dijo:

-Id por los mensajeros, cuya venida me habéis anunciado, y no olvidéis de recordarles cuánto debe de ser su respeto y moderación hablando con los ricoshombres de Aragón, que, en representación del rey y del reino, están aquí presentes.

Algunos de los noticieros que habían, hasta allí, acertado, pasearon sus ojos triunfantes por el concurso; otros, no tan felices, los clavaron en el suelo. Pocos momentos después del mandato de Lizana, los dos escuderos volvieron, guiando al buen Fivallé, que, como había Aznar anunciado, era quien traía el mensaje; y a los dos hombres, que por toda comitiva le acompañaban, los cuales no eran otros sino Yussuf y Assaleh, aquellos dos esclavos mudos en cuya discreción el conde don Berenguer, no sin motivo, confiaba tanto.

El traje de Fivallé había cambiado completamente; ya no colgaba de su espalda el laúd; ya no vestía las modestas ropas que en la montaña. Su corta túnica, con angostos galones de plata, su capa de escarlata guarnecida de plumas de halcones, su gorra de piel de conejo, con broches también de plata, y un anillo de oro que traía en la mano diestra, con vivísimos rubíes, aunque no muy grande por cierto, le deban, no ya sólo por persona principal, sino por verdadero rey de armas, como Aznar había dicho que era. Los dos esclavos no habían variado de traje más que de condición, y se ofrecían a los ojos tal como siempre, con su siniestro y sencillo atavío.

Que don Berenguer hubiese elegido para tal mensaje a su rey de armas, que era al propio tiempo su compañero de aventuras, nada tiene de extraño; pero el haberle dado a este por compañeros dos mudos, no parece que debiera tener otro objeto sino evitar que el dinero de los ricoshombres aragoneses pudiera penetrar sus secretos propósitos; siendo notorio que no hay mayor sagacidad que la del bolso para enterarse de las cosas más ocultas y poner a luz del día los más profundos misterios. Y recordando que Lizana sabía muy bien emplear todas las gracias y habilidades del dinero, no parece descaminada esta previsión de don Berenguer, si verdaderamente la tuvo, y no fue mera casualidad el que asistiesen con Fivallé los dos africanos.

Fivallé se adelantó con paso firme hacia el centro del salón, y allí, haciendo una profunda reverencia, aguardó a que Lizana, como persona que hacía cabeza en el concurso, le diese licencia de hablar.

Lizana, a fuer de viejo y prudente, le miró muy bien primero, para ver con qué género de hombre se las había. Luego, con la ordinaria autoridad de sus palabras, le dijo:

-Mensajero, hanme referido que te has presentado a las puertas de esta ciudad con caballo, lanza y escuderos, solicitando ver y hablar al que fuese alcaide de sus fortalezas, o señor de sus armas, o guardador de sus haciendas, o dispensador de su justicia. No ignoro que tal es la fórmula con que suelen acercarse los heraldos de los príncipes y reyes enemigos a las plazas que amenazan con sus armas; pero como Aragón no tiene enemigos a la presente hora, si no son los perros mahometanos, y de estos no solemos ni queremos merecer cortesías, mándote que digas, antes de todo, cuál es tu nombre y el de tu señor, y de qué hueste o reino vienes, que por tu voz quiera declararnos la guerra.

-Vengo -contestó Fivallé con firme acento, como quien ejercita un oficio o deber ordinario, y no recela que el cumplirlo puede traerle daño alguno-, vengo de parte del muy poderoso don Ramiro, por la divina merced de Nuestro Señor Jesucristo, y la intercesión de su Santa Madre, rey de Aragón, a ordenaros a vos, don Férriz de Lizana, y a todos los ricoshombres, prelados y caballeros aquí presentes, si sois en verdad los que señoreáis estas fortalezas, y gobernáis estas armas, y guardáis estas haciendas, y dispensáis aquí la justicia, que le entreguéis las fortalezas, que no os pertenecen, y rindáis las armas ante vuestro señor natural, y a él dejéis el encargo de guardar las dichas haciendas, y dispensar la dicha justicia, por ser todos derechos y deberes suyos, no vuestros, supuesto que él es el rey, y vosotros sois no más que sus vasallos.

-Deslenguado malsín, vil escudero -dijo, levantándose, Lizana-. ¿Cómo te atreves a hablar en tales términos a los ricoshombres del reino? ¿Quién eres tú para deslindar los derechos del rey y los nuestros? ¿Piensas, por ventura, que haya de ampararte o valerte el hábito que vistes? Por San Jorge que he de enseñarte cuánto va de un verdadero rey de armas que viene de poder a poder, con el seguro que le dan las leyes de caballería, a un villano que osa insultar en su propio alcázar al trono y la nación aragonesa en nosotros representados. ¡Hola, escuderos! No hay más que oír; llevaos a este villano y echadlo al río desde una torre.

-Ahora conozco al valeroso Lizana -dijo Roldán por lo bajo-. Parecíame a mí que la edad iba enfriando su sangre y que tenía ya más de sabio que de ardido y determinado; pero he aquí que echa tanto fuego por los ojos como pudo el día del Alcoraz.

-Ya verás -le contestó García de Vidaura- cómo sabe hermanar la ferocidad del león con la prudencia del raposo; yo, como le conozco de más tiempo, entiendo sus cosas mejor que tú.

En esto, Fivallé, confundido por el inopinado arranque del caballero, no acertaba a decir palabra. Pero al ver que los escuderos iban a apoderarse de su persona para cumplir la orden de Lizana, en alta, aunque no ya segura voz, dijo estas palabras:

-Yo sé tan bien como quien más las leyes de las naciones y de la caballería, señores caballeros, y sé por lo mismo que no osaréis cumplir tal amenaza. Queréis intimidarme, pero no lo lograréis; y aunque hubiese de morir verdaderamente, no sería antes de cumplir con mi obligación del todo. Dígoos que el rey don Ramiro os ordena dejar esta ciudad con todas sus fuerzas y gobierno, retirándoos al punto a vuestros castillos, y de lo contrario, os declara por mi voz aleves y traidores, y reos de lesa majestad en lo divino y humano, condenándoos...

-¡Infames escuderos! -gritó ya fuera de sí Lizana-. ¿Qué hacéis que aquí mismo no le arrancáis la lengua al desalmado? Por Cristo, que he de mandar que a vosotros también os desuellen vivos.

Todos los caballeros participaban de su indignación, y estaban puestos en pie, acariciando cada cual la empuñadura de su daga. Roldán la puso ya fuera de la vaina, y sólo le detuvo el considerar que aquel hombre podía ser muy bien un villano, indigno de morir allí a tan nobles manos como las suyas. El buen arzobispo de Zaragoza, como sabemos, presente, pensó interceder por él; pero no tuvo valor para tanto, después que bien miró y advirtió la cólera en que hervían sus compañeros. Fivallé según la palidez de rostro y el temblor le sus rodillas: no daba ya por su vida un ardite; pero la voz del deber le mantenía firme la voluntad y todavía tuvo aliento para añadir:

-No me defenderé, los escuderos; podéis matarme a mansalva; pero de este crimen que va a cometerse, no sólo responderán vuestros señores, sino que vosotros también responderéis con la cabeza a vuestro rey don Ramiro y a mi señor natural, el muy valeroso y muy excelso don Ramón Berenguer, conde de Barcelona.

-¿Por qué mientas al conde de Barcelona? -dijo al oír esto Lizana-. Habla, villano, y veamos con qué pretendes engañarnos y librarte del merecido castigo. ¿Eres de verdad, como dices, vasallo del conde de Barcelona?

-Vasallo soy suyo -contestó el mensajero, más recobrado.

-Tu nombre.

-Pedro de Fivallé.

-Tu profesión.

-Rey de armas del conde de Barcelona.

-¿Tienes algún documento o testimonio que lo acredite?

-Sí tengo -contestó Fivallé-: bien podéis ver cómo los rubíes de este anillo trazan sobre el oro las barras de sus armas: no han llevado tal anillo y barras nunca sino sus mensajeros, según es sabido en todo el mundo.

-Cierto es -dijo Lizana-; pero trae acá el anillo, que no te las has con quien no sepa descifrar cualquier engaño.

El anillo corrió de mano en mano, y todos convinieron en que era y debía de ser su dueño el conde de Barcelona y no otro. La sorpresa de todos fue tan grande ahora, como había sido antes la ira

-Ahora bien: Pedro de Fivaje -dijo Lizana bien puedes hablar cuanto te plazca; pero no más que en nombre del conde de Barcelona.

-El conde de Barcelona, mi señor -continuó entonces Fivallé-, no tiene más que deciros, sino lo propio que de parte del rey don Ramiro tengo dicho, supuesto que los dichos rey y conde son, de hoy más, no sólo aliados, sino deudos estrechos, con los esponsales y matrimonio concertados, entre el conde don Berenguer, de una parte, y de otra la infanta doña Petronila, hija de don Ramiro, y legítima heredera de este reino. A la cual mi señora y reina os exijo y ordeno también que dejéis libre en el instante.

En este punto llegó al último extremo el asombro de los concurrentes. Sólo el viejo Lizana, a gran maravilla de todos, conservó, en su apostura y acento de voz, serenidad completa. Paseó los ojos alrededor, examinando qué efecto hubiesen hecho tales nuevas en sus compañeros, y luego dijo:

-¿Has acabado?

-Acabado he, poderoso señor -contestó Fivallé.

-Pues ve y dile a tu amo el conde de Barcelona, que aceptamos el reto y desafío que nos hace, y que de hoy más Aragón le tendrá por enemigo, y nuestros guerreros buscarán a los suyos para pelear cuantas veces quiera él ponerlos en campo. Y añádele que, aunque es injusta la guerra que nos declara y odioso además que entre sí se destrocen las armas cristianas, de eso él, que no nosotros, habrá de dar a Dios cuenta en el otro mundo. Por lo que toca al rey don Ramiro y su hija, nosotros nos entenderemos con ellos como ordenan los fueros del reino, y como mejor nos cumpla y parezca, declarando traidores y rebeldes, desde ahora, a cuantos coadyuven a abanderizar el reino, con el fin de privarlo de sus antiquísimas y bien adquiridas libertades. ¿Oíste bien lo que dije?

-Sí, oí -respondió Fivallé-; y en nombre de mi señor, el conde, dejo aquí este guante en señal del reto y desafío.

Y dijo esto quitándose uno de los de delgadas escamas de acero que llevaba.

-Tomadlo, y dadle el vuestro, valeroso Roldán -repuso Lizana-. Y tú, Fivallé, sábete que si a título de rey de armas del conde de Barcelona te he perdonado tus insolencias, como el día de mañana te encuentre en Huesca, o nombres en su recinto al rey don Ramiro, te he de colgar, a título de rebelde, de una almena. Hoy vence en ti lo de mensajero del conde a lo de emisario de la rebeldía; mañana será al contrario, y repítote, por el santo del Alcoraz que si no me crees he de dar un buen día tu cabeza a los cuervos del contorno. Vete al punto.

Fivallé no se hizo segundar la intimación, y tomando el guante de Roldán se salió de la estancia seguido de sus negros compañeros, que aunque no habían comprendido bien las palabras, habían interpretado harto bien los hechos para dejar de requerir sus armas a medida que veían que las suyas acariciaban los ricoshombres.

Cuando Lizana se vio a solas con los suyos, tomó la palabra, y dijo:

-Los tiempos que yo temía están aquí, Roldán amigo: no daréis ahora por sobrados mis temores. Extraña es esa alianza, extraños son esos esponsales, extraño es todo lo que está pasando; pero no importa, lo esencial es que conozcamos el riesgo que nos amenaza. Quizá a estas horas tienen junta, entre el rey y el conde, bastante hueste para que no podamos mantener el campo; quizá osen sitiarnos dentro de estos muros, por más que, según son ellos de fuertes, sea empresa de muchos años rendirlos; quizá los salvajes montañeses acudan ya de todas las partes del reino en ayuda del rey con el intento de humillar nuestro justo orgullo y despoblar nuestros cotos, y hacer leña de nuestros bosques, y anidarse en nuestros castillos; quizá el hierro de los almogávares esté ya despierto: hora es de que despertemos también nosotros y nos preparemos a lidiar y vencer, a vencer o morir en esta demanda.

-Sea así -dijeron levantándose los caballeros.

-Pero esto de los esponsales -añadió Roldán- no cesa de admirarme. ¿Cómo puede habérsele ocurrido a ese buen conde de Barcelona contraerlos con una niña de dos años?

-Legítima cosa es -contestó suspirando el arzobispo, que aun no había movido siquiera los labios para responder a la arenga pasada-; legítima, según los sagrados cánones.

-Antes habéis de decir que pérfida y malvada -repuso Lizana-. ¿Por ventura, no adivináis cuál es el objeto? Pues no es otro sino sujetarnos a la potencia de los extranjeros. Cuando nosotros buscamos a don Ramiro en el monasterio y quisimos ser suyos y le defendimos con tantos afanes, fue por no reconocer sino a rey muy natural. ¿Y ahora toleraríamos que nos viniese a gobernar un extranjero? ¿Qué sería del honor del reino? ¿Qué de nuestros nombres? ¿Qué de nuestros fueros? Bien sabéis que nuestros padres ordenaron para eso sólo que no sucediesen hembras en el reino; bien sabéis que por eso sólo nos negamos a jurar por reina a la princesa, cuando lo pretendió el rey.

-Fuerza, es que reunamos en Cortes el reino, y les propongamos negocio tan arduo -dijo uno de los caballeros.

-Ese es mi propósito -dijo Lizana-; y aun despachada está la convocatoria a las ciudades que tienen voto en Cortes, y a los nobles y prelados ausentes para que se junten con los que ya estamos y deliberamos en Huesca. Ni penséis que desisto de esto para en adelante; porque si bien no podremos llenar todas las formalidades y requisitos, los tiempos nos excusan de ellas, y harto será que no reunamos bastantes votos en los diversos brazos para sacar triunfante nuestra causa, puesto que en suma es la causa del reino, y todo él está interesado como nosotros mismos en el triunfo. Mas no hay que pensar en tal por lo pronto. Los sucesos se han adelantado mucho con esta desdichada alianza del rey y el conde de Barcelona. Mañana mismo podemos tenerlos delante de estos muros, y es preciso, ante todo, acudir a la defensa.

-¿Pero creéis -dijo Roldán- que todos los reyes y condes y villanos del mundo deban darnos temor detrás de estos muros fortísimos, a nosotros con nuestras fieles mesnadas?

-Siempre -contestó Lizana- es ciego vuestro valor, Roldán amigo. Recordad que no me he equivocado hasta ahora en ninguna de mis sospechas más de lo que humanamente es inevitable. Desde aquella ausencia que hizo don Ramiro en una noche de festejos, véngoos diciendo de antemano cuanto ha sucedido. Y ya habéis visto hasta qué punto, con voluntad o sin ella, pueden perjudicarnos los clérigos; ya habéis visto que el rey, tan manso como parecía, sabe derramar sangre, y es capaz de disponer de la nuestra como de las sobras de unas vinajeras, y separar de los cuerpos nuestras cabezas como él ha mudado de hábito. También advertiréis cómo no le faltan aliados y defensores a don Ramiro contra vuestra lanza y la mía, a pesar de ser tan recia la vuestra y haber ganado alguna prez la mía en el Alcoraz y en otras mil ocasiones; y no dejaréis de reconocer asimismo cuál locura habría sido dejar libre a la princesa en poder de su madre, de donde habría pasado a manos del conde de Barcelona, realizándose esos esponsales, que, en idea sólo con razón os espantan ahora. Deos todo esto prudencia y confianza en mí para atender y seguir en adelante mis consejos.

-Tenéis razón -dijo Roldán, convencido-. Hablad, sabio Lizana, hablad, que ni estos caballeros ni yo haremos más que lo que vos ordenéis. Hablad y decidnos lo que receláis ahora.

-Ahora recelo del pueblo, de los ciudadanos, de estos menestrales que vosotros despreciáis mientras yo los vigilo y sé, a precio de oro, sus más íntimas conversaciones. Cuando advirtieron la prisión del rey, manifestaron sólo incredulidad o extrañeza, porque veían que todo lo podíamos; mas no bien se nos escapó el rey, adelantáronse ya a compadecerle y a murmurar muchos de que no compartiésemos con ellos el Gobierno. Si ahora ven que no podemos sostenernos, sino dentro de estos muros, y que nos asedian turbas de villanos almogávares, son capaces de fraguar alguna traición por dentro que cara y muy cara nos cueste.

-¿Eso más? -dijo Roldán.

-Eso más -contestó Lizana-; el cuándo ni el cómo, no sabré deciroslo; pero cualquier cosa debemos temer cuando la hueste enemiga se presente delante de estos muros.

-Vos sois nuestro natural caudillo, Lizana. Decidnos qué hemos de hacer, pues, para precavernos y para defendernos y ofender a nuestros enemigos.

-Decidlo, decidlo -repitieron los demás caballeros puestos ya en pie alrededor del sillón donde estaba sentado Lizana.

-Oíd -dijo el viejo-. Es preciso que por ahora tratemos moderadamente a los villanos, aun a esos perros de almogávares, si por ventura quedan algunos en Huesca. Hacer porque entiendan, si es tiempo todavía, la justicia de nuestra causa. Y al propio tiempo es preciso tener muy bien guardadas por nuestros mesnaderos las puertas y torres de la ciudad, y poner atalayas que nos anuncien la vecindad del enemigo. En cuanto a nosotros, ya lo sabéis; hoy, mañana, todos los días nos reuniremos para deliberar, en este alcázar, como hasta aquí, y ya iremos determinando conforme nazcan las ocasiones.