La campana de Huesca: 22

La campana de Huesca de Antonio Cánovas del Castillo
Capítulo XXI

Capítulo XXI

Donde se ve que el cronista no echaba en olvido las cosas de la nobilísima ciudad de Huescas


Quantos la ir assi viren
grand piadad’ ende auian
e muy más polo mennino
a que todos ben querían;
e yan con ela gentes.
Cherando miuto changian.


(Romance de San Fernando)


Natural era, dice ahora aquí el mozárabe, que fuere ocasión de grandísimo alboroto y ruido, en el alcázar de los reyes de Aragón, la falta del prisionero don Ramiro, y más viendo cadáveres a los guardas y forzadas las puertas, sin hallar rastro alguno ni indicio que denotase cómo y cuándo había podido ejecutarse tan arriesgada fuga. Al punto ardieron antorchas, relumbraron espadas, sonaron clarines, alzáronse pendones, y cundió la alarma por toda la ciudad y los lugares comarcanos.

No hubo ricohombre de cuenta que no saliese con un numeroso escuadrón al campo, en demanda de los fugitivos; quien por un camino, quien por otro, por acá y por acullá, con el aguijón cada cual de hacer suya la presa, y todos con el deseo de que no se fuera el rey a tierra extranjera, porque notorio era que de ello podía seguírseles gran daño.

Vano empeño. Pasaron horas y horas, y fueron volviendo los ricoshombres, cansados de caminar noche y día, sin hallar, a sol ni a sombra, a don Ramiro. Todos decían y relataban lo mismo: que habían corrido la hoya y las montañas vecinas sin tropezar siquiera con sus huellas; que no era difícil que se hubiera despeñado por los montes, o que hubiera sido comido de lobos. Sólo a Roldán se echaba de menos; Roldán, el más activo y determinado de los ricoshombres, andaba aún por no se sabía dónde, cuando ya estaban de vuelta en Huesca todos los otros.

Viendo que alcanzar al rey no parecía posible, los ricoshombres comenzaron a proveer y determinar, acudiendo a las turbulencias que amanecían en el reino, y a gobernar las cosas, no sin atender al seguro de doña Petronila, a la cual guardaban, separada de su madre, en casa del buen almirante Miguel de Azlor.

Y no descuidaron los ricoshombres, ni era cosa de descuidar, el fortalecer la ciudad, y buscar armas, y levantar soldados, y prepararse para la guerra, si llegaba a ser necesaria; antes bien, en el propio día que faltó el rey de Huesca, comenzaron a ocuparse en ello sin tregua.

Oyó el pueblo con asombro la desaparición del rey, sabiendo unos la prisión después de la fuga, ignorando otros aquella, y no dándose de esta cuenta por consiguiente. Y los ricoshombres, sin curarse de lo que pensaran los ciudadanos, quitaban y ponían, hacían y deshacían, y ejercitaban todos los atributos de la Corona. Comenzaron a murmurar los jurados de la ciudad, celosos de sus privilegios; quejáronse luego en altas voces los hidalgos y menestrales ricos que había en ella, con los cuales no se contaba; y, antes de mucho, el justo orgullo de los unos, y la injusta envidia de los otros proporcionaron a los ricoshombres numerosos enemigos, convirtiéndose en otro campo de Agramante la noble y sosegadísima ciudad de Huesca. A punto llegaron las cosas que casi nadie se acordaba ya del rey ni de su fuga: todo era ya en estos afanarse por retener el mando; en aquellos, desvivirse porque estos no recogieran de él a menor parte. Parece, según eran ya las cosas, que no pasa tiempo por el mundo.

No faltó, sin embargo, quien, en tanta confusión y hervidero de pasiones, se acordase de una persona, a quien hemos dejado, capítulos antes, muy dolorida; no faltó, no, quien averiguase sus pasos y tomase parte en sus duelos. El cronista mozárabe, que a este, y no a otro nos referimos, se portó en esta ocasión como bueno y leal; que cierto, a no ser así, habría aquí que interrumpir el hilo de esta historia por falta de verídicas noticias.

Difícil era recogerlas, sin embargo, porque la reina doña Inés, retraída en su aposento, sin más compañía que la de Castana, apenas se dejaba ver ni oír de nadie. El resto de la noche en que se escapó don Ramiro del alcázar la emplearon ambas en rezar o gemir: la esposa no podía olvidar al esposo; Castana no sabía apartar de su memoria la perdida cita, y el buen parecer, y el amor del almogávar.

No bien rayó el día, doña Inés dijo a Castana:

-Es preciso que busquemos a mi hija.

-¿Creéis que los ricoshombres os la darán? -contestó Castana.

-Dénmela o no, iré a buscarla ahora mismo, porque yo no sé vivir sin ella. Es un trasunto de su padre, Castana; ¿no has reparado eso? Vamos a buscar a mi hija.

Las observaciones justas de Castana lograron contenerla: era evidente que iba a exponerse a un desaire, que iba a comprometer su dignidad sin fruto alguno. Aguardó por aquel día, pero al siguiente se levantó del lecho diciendo de nuevo:

-Castana, vamos a buscar a mi hija.

No se atrevió ya Castana a replicarle, y salió doña Inés como una simple dueña del lugar, seguida de su fiel doncella. En cuanto se mostró en público, a pesar de que cuidadosamente se cubría el rostro y talle con su largo manto y capa de preset bermejo, o de escarlata, forrada y guarnecida con pieles de buitre, las gentes se alborotaron y comenzaron a murmurar entre sí, no tan bajo que no llegase a sus oídos:

-Es la reina doña Inés. ¡Qué afligida va! ¡Pobre madre! ¡Le han quitado a su hija! -decían los más indiferentes.

Otros, si no más leales, más descontentos, exclamaban:

-¿No es vergüenza que la reina de Aragón vaya de esta manera, sin escuderos que la sirvan, sin alabardas que la defiendan? ¿No sería mejor que nos pusiéramos de su parte que no de parte de esos codiciosos y altivos ricoshombres?

Pero todo quedó en estas murmuraciones; y aquel día andaba Huesca tan llena de soldados y caballeros, que, aunque muchos hubieran compadecido a la reina, ninguno habría osado darle ayuda ni ponerse verdaderamente de su parte.

Al fin, paso a paso, llegó la reina en casa de Férriz de Lizana.

-Este es el más viejo y el más autorizado de los ricoshombres. Sin duda sabrá de mi hija, y aun acaso recuerde, al verme, su lealtad antigua y me la devuelva -decía la reina.

-¡Que no conozcáis aún a estos señores! -respondió Castana-. Habed por seguro que no os la devolverán.

Hallábase a la sazón la plazoleta donde se levantaba la casa de Lizana obstruida de gente que hablaba entre sí acaloradamente, como si se tratase de una cosa extraordinaria, y a duras penas pudieron llegar al zaguán doña Inés y Castana.

El gentío se agrupaba principalmente en derredor de un hermoso caballo, ricamente enjaezado, que se miraba muerto delante de la puerta.

-¡Pobre animal! -decían unos.

-Así debió de ser de larga la carrera -añadían otros.

La reina, sin parar mientes en aquella compasión popular, que así se empleaba en su persona como en el muerto caballo, rogó a un escudero de la casa que avisase a su señor de cómo había allí una dueña que le buscaba.

Un instante después Férriz de Lizana, galante, al cabo, como todos los caballeros de su tiempo, salía a recibir a doña Inés, y dejando fuera a Castana, la introducía a ella en una estancia que por lo suntuosa podía competir con las mejores del regio alcázar.

Allí estaba el valeroso Roldán, cubierto de polvo, bañado en sudor, pálido el semblante, denotando, en todo su exterior, hondo cansancio.

Tal parecía, que al verle, al propio Férriz de Lizana, tan grave y todo como era, se le vinieron a las mientes aquellos versos que el primero de los Roldanes dijo un día al fugitivo Reynaldos:


 ¡Oh flor de caballería!

 ¿Dónde vas tan desmayado?

 ¿Qué es de tus caballerías?

 ¿Dónde las has ya dejado?

 ¿Qué es de las tus fuertes armas?

 ¿Qué es de tu fuerte caballo?


-¿Queréis, señora, que hablemos en puridad vos y yo solos? -dijo ahora Lizana, sin conocer todavía a la reina.

-Y si es así, ¿me permitís, noble señora, que me retire a otro aposento? -añadió Roldán, con una profunda reverencia.

-No, no os retiréis, Roldán, A los dos vengo a hablaros, y los dos habéis de poner remedio a mi culta -respondió la reina apartando de repente el manto de su rostro.

-¡Ah! sois vos, alta y venerada señora -exclamó al reconocerla Férriz de Lizana, no poco embarazado.

Roldán hizo también un movimiento de sorpresa y una cortesía mucho más profunda que antes.

-Vengo, Lizana -dijo doña Inés-, a que me deis la hija mía. ¿Dónde estará mejor guardada que en mis manos? ¿Quién es más digna de tenerla que yo?

-Nadie, señora; pero de nosotros y no de vos es el cuidar de la seguridad del reino. Esa niña augusta pertenece, más que a vos, a sus vasallos. Los ricoshombres del reino la custodian, ¿qué podéis temer?

-Temo no poder vivir sin ella, Lizana; es un retrato de su padre; es lo único que me queda ya en el mundo.

-Su padre -replicó entonces con ronca voz Lizana- anda mal aconsejado de algunos días a esta parte. ¿Sabéis, señora, que ha levantado pendones contra Aragón? ¿Sabéis que ha empuñado las armas en la montaña, como si fuera un salteador? Aquí tenéis al buen caballero Roldán, que os dará larga noticia de lo que ha hecho su padre. Cincuenta hombres de armas escogidos; cincuenta valientes de aquellos que conmigo pelearon contra moros; cincuenta guerreros, la flor de Aragón, han sido hechos pedazos por hueste de bandoleros. El mismo Roldán no debe la vida sino a un milagro. Mirad el buen caballero cómo vuelve solo, sin bandera ni escuderos, abolladas las armas, después de haber errado sólo un día entero por los precipicios de la sierra, con singular peligro de su vida, gloriosamente empleada hasta aquí en defensa del reino. ¿No os parece que no es digno de muchos respetos don Ramiro?

-¡Conque es vencedor! ¿Conque él está a salvo y sus enemigos son los fugitivos? -dijo la reina, sin poder ocultar el júbilo.

-Vencedor es, señora -respondió fríamente Lizana-; pero con gente se las ha que no se deja vencer dos veces. El rey sabrá pronto cómo está sobre él el reino.

Y al decir esto, comenzó a dar paseos por la sala, con una agilidad que hacia olvidar sus años.

-Lizana -repuso doña Inés-, a mí no me toca hablar en esas cosas, ni sé más sino que amo a mi esposo con toda mi alma, y que no puedo vivir sin mi hija, Pero ¿no os parece que si el rey ha levantado pendón contra vosotros, aún es más criminal que vosotros lo levantéis contra él, siendo sus vasallos, y sobre todo que osarais ponerle preso?

Férriz de Lizana apenas pudo ya reprimir una exclamación de cólera; las palabras no acertaban a modularse dentro de sus labios; su ceñudo gesto denotaba que hervía su sangre en ira como en los tiempos de su juventud.

-Bien decís, señora -respondió al cabo-, que no pueden tratarse con vos estas cosas; y aun por eso, os ruego que las dejemos aparte y que me perdonéis si no os devuelvo a vuestra hija; hoy, con más razón que nunca, deben custodiarla los ricoshombres del reino.

-¿No habrá piedad para una madre, Lizana? Mirad que es mucho rogaros una reina.

-No puede haberla en esto, señora; disponed de mi sangre, mas no me mandéis que deje de atender al bien del reino.

-Está bien, Lizana -dijo la reina-. Preferid a la lealtad el interés, que eso es lo que ahora nombráis bien del reino; preferidlo en buen hora, que Dios ayudará más por eso a don Ramiro, para que castigue a los rebeldes, y a mí me acrecentará más en fuerzas para aguardar el rescate de mi hija.

Y sin decir más, salió de la estancia; en la antesala la aguardaba Castana, y juntas tomaron de nuevo el camino del alcázar.

Roldán, al verla salir, se quedó un tanto pensativo; la compasión le hizo olvidar por un momento los graves cuidados que traía en la mente.

-Pobre mujer -dijo al cabo de un rato-. Las lágrimas la inundaban a pesar suyo; y, flaquezas será; pero, en verdad os digo, que no puedo ver llorar a las mujeres. Sus lágrimas me desarman, me confunden; de ser yo vos, le habría devuelto quizá a su hija.

-¿Estáis en vos? -dijo Lizana-. ¡Devolverle su hija! Hay hartos descontentos en el reino para que no acudiese en derredor suyo gente dispuesta a sostener sus derechos al trono. El rey solo podrá verse abandonado, aunque todavía temo que nos dé qué hacer su temeridad; pero con la infanta, y la esperanza de una minoridad larga y provechosa, sería temible enemigo. ¿No oísteis al buen arzobispo de Zaragoza? Aun siendo tan nuestro, opinaba por que reconociésemos a la infanta como reina, con escándalo del mundo, que tal nación vería gobernada por manos femeniles; con notorio menoscabo y perjuicio de los fueros y costumbres venerables que, a la par de la lanza y el caballo de batalla, nos dejaran por herencia nuestros padres. No falta quien opine de la misma manera, sin ser tan nuestro ni tan dócil como el arzobispo. Vos mismo acabáis de ser buen testigo.

-Por Dios, Lizana -dijo Roldán-, que es mengua de vuestro grande valor y copiosa doctrina exagerar así las cosas. Yo no soy testigo, sino de que unos cuantos forajidos, de esos que se llaman almogávares, se han puesto de su parte, y por San Jorge y Santiago y todos los buenos caballeros que han ido al cielo hasta ahora, que a venir a campo raso, en sitio donde hubiera podido manejar bien mi caballo, media docena de tales malsines fueran pocos para encontrarse solos conmigo.

-Valor tenéis -dijo Lizana- y sobran los fieros en cosa que tan bien acreditada está sin eso. Pero en cuanto al menosprecio que os inspiran los almogávares, júroos, a fe de viejo, que es gran yerro. Si yo aborrezco a esa gente miserable, tanto es por lo audaz como por lo desalmada; cualquiera de ellos es capaz de medirse, de solo a solo, con un caballero, y tan en vano esperaríais que el temor ocupase sus pechos como que refrenase el respeto de sus lenguas. De vos para mí, Roldán, esos almogávares son temible gente, aunque digna de aborrecimiento, y cuando Dios quiera que echemos a los agarenos de esta tierra, tendremos que emprenderla con ellos, y no dejar el hierro hasta no exterminarlos. Yo no podré alcanzar tales tiempos; pero aquí donde me veis, le tengo enviados, a buena cuenta, más de ciento a Satanás, el cual, sobre hacerles prestado su misma aparición y figura, debe de andar emparentado con ellos, según son de semejantes en gustos y en obras. Y a vos, que sois mozo, os aconsejo, para que se lo enseñéis a vuestros hijos, si los tenéis, que, en pudiendo, no den paz ni tregua a estos tales almogávares...

Dijo esto Lizana con voz tan solemne, que Roldán, que era dócil de suyo, y respetaba sobre manera, como todos los caballeros de su edad, los juicios de aquel experto anciano, no pudo menos de prestar atención profunda a sus palabras. Lizana, estimulado por ella, y por el calor mismo de la improvisación, continuó diciendo:

-Tengo en vos ciega confianza, porque sois discreto, aunque mozo, y no quiero ocultaros nada. Dos peligros corre y correrá en adelante el legítimo influjo que nosotros los bien nacidos ejercemos en el gobierno del reino; dos peligros corre, os digo, nuestra autoridad, que hoy está sobre la del trono, según determinaron nuestros padres que estuviese, entre las nieves del monte Pano. Uno es que los clérigos se junten con el rey para quitarnos esta autoridad; otro es, no lo olvidéis, que los villanos se junten para el mismo propósito con el rey. En cuanto a los clérigos, no es imposible mantenerlos a nuestra devoción, haciendo suyos nuestros intereses, por más que alguna vez nos falten, como nos han faltado el de Tomeras y ese de Mont-Aragón, que Dios perdone. Pero con los villanos, sí lo es, porque nunca puede haber entre nosotros y ellos algunos intereses comunes, sino, por el contrario, muy opuestos intereses.

-¿Opuestos? -dijo Roldán-. ¿Qué ventaja les habría de traer el que nosotros fuésemos esclavos, como vienen ellos a serlo?

-Mal conocéis a los humanos cuando eso decís, Roldán amigo. Pero la gravedad de las cosas es tal, que no puedo detenerme mucho en estos consejos y lecciones; saber sólo que son hijos de setenta años de vida, que no hay libro ni misal que pueda enseñar tanto como enseñan ellos. Ahora es fuerza que nos reunamos en Cortes de cualquier modo con los ricoshombres y prelados que puedan acudir a Huesca; no hay tiempo que perder, ni en ocasiones como esta pueden llenarse todos los requisitos, ni satisfacerse todos los escrúpulos. Idos a descansar hoy, que harto necesitáis de reposo, y contad con mi prudencia, como yo cuento con vuestro valor a todo trance.

Calló luego Lizana, y permaneció un rato inmóvil, como hombre que lleva sobre sí alguna idea que oprime su entendimiento. Roldán no se apartó, en tanto, de su lado.

-¿No os vais? -dijo al fin Lizana.

-No me iré -respondió Roldán- sin que vuestra sabiduría acabe de iluminar mi ignorancia. He comenzado a comprender algo de lo que decís, y no es razón que hoy me dejéis en este crepúsculo la verdad.

-Los viejos -dijo Lizana-, antevén algunos males; pero no es sino a costa de predecir mil males por uno, y de llorar mil fantásticas desdichas por una verdadera. ¡Quizá me engañe!

-Que ahora me digáis, os ruego, lo que estáis previendo, haya o no de confirmarse en lo futuro.

-Preveo que puedan adelantarse los tiempos y las cosas de que antes hablamos, y que, una vez unido el rey con los villanos, nos hayan de dar que entender sobrado desde ahora. En cosas como esta, todo es empezar, Roldán amigo.

-Pero si no se ha unido más que con los de la montaña, con esos desalmados almogávares...

-Dicho os tengo que esos son los temibles; y ahora he de añadir que no lo son tanto por sí solos como por el mal ejemplo de desobediencia y desacato que de ellos venir puede. A estos menestrales de Huesca que hablan y murmuran por calles y plazas, no los estimo ahora en un ardite; pero sí a aquellos salvajes almogávares, que no hablan sino con las puntas de sus dardos, les enseñan el ejercicio y profesión de la desobediencia, todos serán unos, y con aquellos y con estos tendremos que habérnoslas a un tiempo. A Dios pido que no sea en mis días semejante desgracia, ni antes que con el exterminio de los almogávares quede desterrada tan mala cizaña del reino; pero como Dios no ajusta su Providencia a los deseos humanos, bien pudiera suceder que el combate de donde habéis escapado tan milagrosamente fuese el principio, el principio, que, repito, es todo en estas cosas, de largos y sangrientos sucesos, fatales, quizá, para nosotros. Y esto que en duda os digo, tuviéralo por seguro desde ahora, si oyendo los consejos de vuestra compasión inconsiderada; entregásemos la infanta niña a la reina, al rey que es lo mismo, dando a nuestros enemigos, no sólo bandera más simpática que les da con su persona y derechos el imbécil don Ramiro, sino también ayuda y favor en muchos que no son almogávares y villanos, y opinan como el buen arzobispo Luesia. En muchos, eclesiásticos unos, legos otros, que gustarían de tener una reina niña, a cuyo nombre regir el reino, aunque les costase destruir nuestros fueros y costumbres; y más gustarían aún de ocupar el influjo que nosotros tenemos, por ser de mejor cuna y de más merecimientos que ellos.

Si Roldán hubiese alcanzado a oír todas las conversaciones que a la sazón corrían por Huesca, si hubiera sabido todo lo que acababa de suceder la pasada noche en la montaña, habría concedido a Lizana cierto don de profecía. Y en verdad que aquel hombre encanecido en la política, hecho campeón de una clase, de un partido, al cual si unas leyes históricas conservaban y sostenían aún, otras leyes históricas socavaban ya y combatían, hallaba en su experiencia bastante sagacidad para antever todos los sucesos posibles. Sólo que entre diversos de ellos no sabía acertar con el que había de ser inmediato y verdadero; viéndose de ordinario que, por mucho que acierte en punto a la sustancia de las cosas la previsión humana, poco o nada acierta en punto al modo, a la ocasión, a todo lo que es tiempo y forma. Y sólo además, que, con el conocimiento del mal, no juntaba aquel viejo estadista siempre la práctica de los remedios: cosa también ordinaria, sobre todo en las cosas políticas, porque las pasiones y las preocupaciones impiden unas veces hallar, otras probar los verdaderos.