La campana de Huesca: 07

La campana de Huesca de Antonio Cánovas del Castillo
Capítulo VI

Capítulo VI

Donde se da cuenta de cierta expedición que hizo un monje benito a un monasterio para acallar escrúpulos de conciencia


Cae; los campos gimen
con los rotos escombros y, entre tanto,
es escarnio y baldón de la comarca
lo que era ya su escándalo y su espanto.


(Oda no antigua)


¡Qué otro estás, Mont-Aragón, de como fuiste un tiempo!

¿Quién conociera en ti aquel recinto que fue asiento de prelados, y ciudadela de guerreros, y Corte de magníficos reyes? ¿Quién diría al verte que en ti anduvo cifrada la esperanza y la fortuna de una gente heroica que salió de allí a plantar sus cruces por toda la tierra de España hasta más allá de las orillas del Guadalaviar, y conquistó luego a Sicilia y Atenas, dando pavor con sus armas, a los más altos príncipes de la tierra?

Hubo en ti abad que contase ciento cuatro iglesias debajo de su jurisdicción espiritual, y veintiocho villas y aldeas debajo de su jurisdicción temporal, y mero y mixto imperio. No te igualaba cabeza alguna de obispado, puesto que, con el territorio que tú sola regías, hubo para formar dos de ellos los años adelante. Ni se hallaba Corte de rey más rica y poderosa que tú; cuando tú propia armabas hueste, y ganabas pueblos de moros, y alzabas por tu cuenta fortalezas. Reyes y príncipes envidiaron la mitra de tus prelados, y la pusieron por honra en sus sienes. Poseíste ríos donde sólo a tus señores era permitido pescar y montañas donde sólo de ellos era el perseguir y matar las fieras. Contose en el mundo por Era el año de tu fundación.

¡Ah, muy otro estás, Mont-Aragón, de como te vieron esos siglos pasados!

Que no hay ya en ti ni corte, ni templo, ni fortaleza. Tus diez torres, no menos que ciento y sesenta palmos levantadas sobre la alta montaña, hoy en ruinas, y rebajadas, o rotas, o carcomidas, no son sino pregoneros de tu mengua. En tus muros, de doce palmos de espesor con ciento veinte de altura, ni quedan almenas ni matacanes, ni se ven ya más que portillos y escombros. Del adarve donde Sancho Ramírez plantó sus pendones por reto y afrenta del Ebn-Hud de Huesca, cuelga sólo viciosa y lozana la Higuera del Diablo. Y las enormes piedras que en hombros subieron los cristianos a lo alto, rodando de la cima, sirven para acrecentar únicamente la fragosidad de la montaña.

Tan sólo abrigan tus bóvedas altares deshechos y tumbas abiertas, y cenizas mezcladas con el polvo de las ruinas: cenizas tal vez de conquistadores y de santos. Y quien busque en ti a don Alonso el Batallador, no hallará más que el hundido pavimento donde acaso yació por largos siglos, y viles fragmentos de la urna donde diz que guardaron sus restos nuestros padres.

Santos y héroes, tumbas y altares, todo te lo ha arrancado la ciudad vecina. Porque hubo un día en que se dijo: «Es preciso destruir aquel nido»3, que nido eras de fe y de recuerdos de gloria, y la codiciosa mano del mercader cayó sobre ti. Y se vendieron a precio vil tus maderas cortadas ocho siglos antes en el Pirineo, y conducidas en hombros de mártires.

Verdad es que cuando el despojo infame estaba reunido y la mezquina ganancia más halagaba el corazón de los especuladores, cayó ignorada llama, fuego quizá del cielo, que todo lo redujo a pavesas. Y fue noche de horror para Huesca aquella en que miró coronada tu frente majestuosa de rojos cabellos, hogueras inmensas del incendio; tanto, que acaso no lo sintiera igual desde el día en que por primera vez vio alzada la cruz sobre la más alta de sus torres, anunciando la perdición de su gente mora. Pero tú, en tanto, quedaste en ruina, y no volverás a ser lo que fuiste.

¡Ay, al recordarte, los ojos que te han visto se llenan de llanto, y el corazón, que ha respirado el aire misterioso de tus ruinas, se avergüenza de esta edad tan celebrada y tan triste en que vivimos! ¡Quién retrocediera a los tiempos en que tú eras rey de los Pirineos y de la llanura! ¡Quién peleara cual tú peleaste por aquella raza de monarcas que habían costumbre de morir en lides contra moros y en defensa y prez de sus vasallos! ¡Quién, como tú, los conociera y oyera sus altas voces de fe y de valor y de gloria!

Los que vivimos en esta edad de cristiana indiferencia, teníamos mucho que aprender en aquellas piedras, levantadas por hombres que sabían hacer guerras de ocho siglos y edificar catedrales y descubrir mundos.

Ahora que apenas queda piedra sobre piedra, ¿quién traerá la resignación a los menesterosos y la fe a los desvalidos? ¿Quién enseñará la lealtad antigua? ¿Quién resucitará el antiguo amor de la patria? Eso lo aprendían nuestros padres en las piedras que heredaron de lo pasado; y todos los discursos humanos no lograrán lo que lograba una sola de las tradiciones, uno solo de los monumentos, uno solo de los nidos que hemos arrancado de la montaña.

Tales exclamaciones se me vinieron, sin querer, a las mientes, y de las mientes a los labios, viendo que en el viejo manuscrito, cuyo relato seguimos, y al margen de uno de los capítulos, se ostentaba en primorosas letras de colores, con figuras y ringorrangos, el nombre de Mont-Aragón. Mas siguiendo adelante, se notaba que al cronista no le satisfacía de todo punto la grandeza que ahora se echa de menos en el monasterio. Lejos de eso, al principio del capítulo muy amargamente lamentaba que para entrar en aquella casa fuese preciso emplear tantas formalidades como solían emplearse al visitar las más almenadas fortalezas; y que los abades se diesen trato de príncipes y decoro de reyes, entendiendo más que convenía en las cosas temporales, y mostrándose más entre soldados que entre monjes, y más en cortes y campamentos que no en coros y altares.

Grandemente llamó mi atención el comienzo, y sin pararme a contemplar cuán diversamente juzgan las cosas aquellos que las ven y las tocan, de los que las aprenden o examinan al trasluz de los siglos, pasé adelante con el relato del buen mozárabe, seguro de encontrar en él cosas de provecho para el conocimiento de esta historia verdadera.

Ello fue, decía el cronista, que al caer una tarde de diciembre, que podría ser la misma de la jura y coro, nación del rey don Ramiro, se presentó delante de la barbacana, de más de trescientos pasos de circuito, que cerraba la entrada del Real Monasterio de Mont-Aragón, uno de los que se llamaban entonces monjes negros, es decir, un humilde fraile benito, con la vellosa cogulla negra de mangas largas y grandes, que traían los de España, y sayas debajo leonadas de buriel, calzas y zapatos; todo al modo que se llevaba en Sahagún y San Zoíl de Carrión por los propios tiempos. Aquel monje iba en demanda del santo abad de la casa.

Éralo a la sazón Fortuño, hombre de calidad en el mundo, y que dentro de la regla, si no santo, era de los prelados más reputados que tuviese Aragón, tanto por su ciencia como por sus virtudes. Y bien debía de serlo, cuando de toda la tierra de Aragón y Navarra, y aun de la parte de Castilla y de la parte de Francia, solían acudir a consultar con él los monjes y legos, guiándose por sus consejos y pidiéndole absolución de sus culpas.

Así fue que la aparición de aquel fraile benito en tal ocasión no pareció a nadie extraña, ni otros obstáculos se pusieron a su entrada que aquellos que eran de costumbre y regla general, y a que no se faltaba en caso alguno.

Dos hombres de armas que salieron al divisar el monje por el postigo de la ancha barbacana, cuidadosamente le reconocieron. Cerciorados de que venía solo y no traía armas consigo, le condujeron por dentro de la barbacana hasta la espaciosa plaza que había delante de la puerta mayor del convento o castillo; y desde allí, cruzando una bóveda que podría tener hasta seis pies de altura, cerrada por dobles puertas, de grandes cadenas y cerraduras provistas, entraron todos tres en la fortaleza. Pasado el zaguán, sintió ya el monje que el frío, de la primera hora de la noche le azotaba el rostro, y se halló en un gran patio con claustro y sobreclaustro, en el cual estaban las puertas del palacio abacial. Dejáronle allí solo los dos hombres de armas contemplando a la luz de dos lamparillas que acababan de encenderse a cierta devota imagen de Jesús Nazareno, colocada en un nicho del mismo, la boca del grande aljibe que ocupaba el centro del patio. Pocos instantes después se oyó el paso lento de un portero tonsurado que, a decir verdad, antes parecía tener semejanza con Nemrod que con padre alguno de la Iglesia; hombre de mediana catadura y membruda persona, más propia para empleada en armas y aventuras, que no para consumida allí en vigilias y penitencias.

-¿Quién sois? -preguntó el portero al monje con acento duro y desdeñoso.

-Soy, señor, ya lo veis, un hermano benito del..., del..., del convento de San Pons de Tomeras. Sí -añadió luego el monje para su coleto-, que de lo de Sahagún tampoco estoy satisfecha en mi conciencia. Por de Tomeras podéis anunciarme a mí señor, vuestro prelado -continuó en voz alta.

-¿San Pons de Tomeras? -respondió el portero-; mal viento viene de allá, hermano. ¿Sabéis que os pudiera traer desdicha por acá el venir de tales partes?

-Soy un monje, no más que un triste monje, señor, y no entiendo un punto de estas cosas que habláis.

-Abriéraos yo los sentidos, si en mí estuviera, buen fraile; ¿qué es decir que no sabéis del viento que viene de Tomeras?

-De allí no ha venido, que yo sepa, sino el rey don Ramiro, a quien Dios ayude -dijo a esto el monje suspirando.

-¿Rogáis por él, hermano? Hacéis bien, que lobo sois de la misma camada. Mas entended que mala la ha de haber antes de mucho como no se remedie. ¿No sabéis que tiene ofrecidos a esta santa casa más de tres molinos y más de seis iglesias, y más de veinte yuntas con otras muchas riquezas, y que ahora nos viene dilatando el pago? Mala la ha de haber el de Tomeras, hermano, si es avaro de bienes con la casa de Dios.

-Razón tenéis, hermano; y don Ramiro pagará según yo creo, o de no, deberá ser castigado. Mas os advierto que traigo un caso de conciencia que consultar con el abad. ¿Podré verle ahora mismo?

-Difícil sería si yo le dijese que erais de Tomeras; porque con los malos hechos de ese monje rey, y el decirse que fueron aconsejados por vuestro prelado, no quiere oír hablar siquiera de tal monasterio. Repítoos, triste monje, que son muchas las cosas que nos tiene ofrecidas el don Ramiro y hasta ahora no nos ha dado más que una sola viña y un mal molino, y aun eso con obligación de encender una lámpara a su hermano don Alonso y de mantener a un pobre, que ya se llevan en aceite la lámpara y en comida el pobre más que producen viña y molino.

-Vuelvo a decir que tenéis razón que os sobra -replicó el monje-; ¿pero no podré ver ahora mismo al abad de esta casa? No le digáis, si os parece, que soy de Tomeras; mas despachaos, por amor de Dios, hermano. Mirad que esto de verle no poco me urge.

-Este monje trae irregularidades consigo, y ¿quién sabe aún si andará concuso en anatemas? -dijo entre dientes el portero.

-Conque vamos, hermano -tornó a decir el fraile benito.

-¿Con prisas andáis? No, pues contad que no vais a entrar en vísperas, sino que vais a comparecer ante el santo abad, que es implacable con los pecadores.

Y al decir esto, el portero echó a andar delante del monje.

-¿Es muy severo el abad? -dijo este al montar la última grada de la escalera que subía al palacio abacial.

-Eslo tanto, que más de cuatro que entraron a hablarle muy erguidos y valerosos, salieron de su presencia temblando.

-Dios le dé piedad para mí -murmuró el monje.

Mas sin dejarle tiempo para pensar mucho, alzó el portero una espesa cortina, y empujándole con bien poco miramiento, le dijo:

-Entrad en ese aposento, que no tardará en salir el reverendo abad.

Obedeció el monje, y entrando se halló en un salón, ni bien largo, ni bien corto, ricamente decorado, con muebles de pino y de roble y con telas de lana. En la cabecera del salón se miraba una mesa de ancho tablero con labores incrustadas de hueso y de ébano, y encima alzábase un gran crucifijo de plata, al cual daban luz y compañía dos velas de cera amarilla. Detrás de la mesa se mostraba un sillón de ancho buque, como si el artífice hubiera sospechado que todos los abades fueran de obesa persona; y al lado del sillón se levantaba un atril, que mantenía abierto un libro, muy primorosamente pintado.

Nuestro fraile benito reparó poco en estas galas, o por serle harto familiares, o porque tales fuesen de grandes sus pensamientos que no pudiera apartarse de ellos.

Pasado un largo cuarto de hora, crujió cierta puerta escondida en el muro, y, por ella, el reverendo abad Fortuño salió a la estancia.

Tendría este a la sazón como unos sesenta años; los ojos fríos, rugosa la frente, ralo el cabello, antes sobrada que escasa la estatura, y era más bien severo que benigno su semblante.

Entró con grave paso, sentose silenciosamente en el sillón, e hizo seña al monje de que se acercase.

Pero contra nuestro intento se ha dilatado tanto este capítulo, que es fuerza dejar para otro la conversación de los dos personajes, abad y monje, que tenemos ya frente por frente. Culpas son tales dilaciones del cronista mozárabe, el cual intercala tantos pormenores y minuciosidades en el texto, que la pluma no basta a borrarlos, ni es parte nuestro buen deseo a excusarlos en todas ocasiones.