La campana de Huesca: 04
Capítulo III
Por lo que no le respetan,
por lo que le desacatan.
Así como acabó la coronación y jura, el rey y su comitiva, dejando el tablado y el altar, se encaminaron a la puerta principal del templo.
Allí fue cosa de ver los empujones, amenazas y carreras que hubo, y los gemidos y maldiciones en que los piadosos burgueses de Huesca prorrumpieron al sentirse magullados estos, pisoteados aquellos, traídos todos de acá para allá en las oleadas de su propia muchedumbre, anhelosa por ver a la luz del día al nuevo rey.
Pero, ¿a qué reparar en ello? En verdad que los bullicios y tumultos no son de este ni de aquel tiempo; y si el buen mozárabe resucitara, había de verlos tales en nuestros días, que olvidase aquellos antiquísimos en que él se encontró y puso pies y manos como cualquiera.
Lo que no ha de olvidarse es que aquellos dos almogávares, Fortuñón el uno, Aznar el otro, así como lograron entrar en la catedral y ponerse en buen lugar para verlo todo, cuando ya estaba la iglesia llena de gente, no bien echó a andar ahora la comitiva real, salieron y se colocaron, muy a su sabor, en sitio donde podían estar presentes a cuanto aconteciera.
En el atrio de la catedral, plantado de álamos blancos muy altos, paró la procesión; montaron a caballo el rey y sus caballeros, y luego tomaron todos juntos el camino del alcázar.
Iban primero diversos bailes y danzas de los oficios de la ciudad.
Detrás fueron pasando los bordonadores, y tablajeros, y justadores que habían de tomar parte en las fiestas de por la tarde, montados en soberbios caballos, con paramentos de oro y sedería.
A estos seguía el pendón real, que traía en las manos don Miguel de Azlor, señor de Monzón, de los principales del reino, y en pos de él asistían muchos caballeros y gentileshombres de su casa.
Luego venía un gran castillo de madera con cinco cirios ardiendo, el uno, mayor que todos, en medio, y los otros cuatro en las esquinas.
Seguíanse doce gentileshombres a pie, con sendos blandones de cera encendidos, en los cuales se miraban pintadas las armas reales.
Traía la espada del rey el almirante de Aragón, don Sancho de Fontova, a quien acompañaban, este a un lado, aquel al otro, dos ricoshombres de los mejores, como en custodia de su persona.
Y por fin, llegó el propio don Ramiro, vestido con la dalmática de seda y oro y el chapele real, montado en un fogosísimo caballo blanco, que bien podía ser, por la estampa, de Córdoba, con paramentos de oro y escarlata.
Cerraban la comitiva muchedumbre de barones y nobles, caballeros y escuderos, los síndicos y jurados de las ciudades, y otra más gente principal e hidalga, acompañando a los arzobispos, obispos, y abades del reino.
Y cuenta la minuciosa crónica que seguimos, que así como vio llegar la procesión Aznar el almogávar, comenzó a hablar con su compañero Fortuñón, el cual conocía como buen viejo a todos los señores de la Corte, demandándole el nombre, condición y empleo de cada uno de ellos.
-¿Quién es aquel viejo que va junto al que lleva la espada del rey?
Tal fue una de las preguntas.
-Aquel es -respondió Fortuñón- el buen Férriz de Lizana. ¡Qué decaído está! ¡Oh, si tú le hubieras conocido en sus buenos tiempos, allá cuando peleamos uno contra ciento en la llanura aquella que ahora está a nuestra espalda, en la llanura del Alcoraz!
-Más es su cara de mal vasallo que de buen soldado, Fortuñón. Lleva más soberbia que el rey. Mira con qué gesto clava sus ojos en los leales burgueses que se agolpan al paso: no puede reprimir la ira cuando oye las aclamaciones de la muchedumbre: parece como que quisiera que esas aclamaciones fueran para él.
-Siempre ha sido así Férriz de Lizana; siempre se las ha disputado con los reyes. Es mucha arrogancia la de don Férriz.
-Quitársela yo si rey fuera -dijo Aznar con mal ceño.
-Tente, Aznar, hijo mío, tente -repuso Fortuñón-. Eres ligero de cabeza, y eso ha de traerte alguna malaventura en esta vida.
-¡Malaventura! -replicó Aznar-. En tanto que yo tenga tales dardos en el cinto, y tal espada ande en mis manos, y haya montañas por donde correr, y hierbas con qué comer, y arroyos donde refrescar las fauces, daráseme una higa de todos los Lizanas y ricoshombres de la tierra.
Y al decir esto, el almogávar dio una patada en el suelo. Chocaron sus armas unas con otras, y dejaron oír un son siniestro, el cual espantó a los pacíficos ciudadanos que cerca estaban, de suerte que muchos se apartaron buen trecho.
-¡Menguados! -dijo Aznar sonriéndose.
Fortuñón, fijos los ojos en la espléndida comitiva, no reparó en esto, y hubo algunos momentos de silencio. Al cabo de ellos tornó a preguntar Aznar:
-¿Y cómo llaman a aquel otro infanzón que con tan poca reverencia viene al lado del rey hablando y riendo con los que le acompañan? Tiene el rostro mofador e insolente.
-¿No le conoces, Aznar? -respondió Fortuñón-. Pues no le hay más conocido en todo Aragón. Tú mismo le acabas de ver y oír en la catedral; que él fue quien tomó juramento al rey en nombre de los ricoshombres. Ese no es otro que Roldán, ricamente heredado en la sierra de Guara, hijo de un noble y gentil caballero que murió peleando valientemente al lado del buen rey don Ramiro, en la jornada de Graus: descendiente de aquel otro Roldán tan famoso, de quien hay cantares en la montaña, por ser de los grandes capitanes y soldados de un rey que dicen que se llamó Carlomagno. Témese que sea el último de los de su casa, pues no tiene sucesión hasta ahora.
-En buena hora lo sea, que también parece soberbio y mal vasallo; y, por último, pudiera contársele ya, si yo fuera el rey, o el rey se guiara de mis consejos, que en verdad fue insolente el juramento que le tomó, y mejor que prestarlo me pareciera a mí que hiciera volar su cabeza y las de todos sus iguales.
-No quieras mal a los nobles, Aznar, que ellos son la flor y amparo del reino, y los amigos del rey.
-¿Ellos dices? ¡Voto va! No hay otros amigos para el rey de Aragón sino sus fieles almogávares. Los ricoshombres no pelean sino para ganar oro y estados y vivir en soberbios castillos y alimentarse con buen venado y jabalí, mientras que nosotros damos de balde nuestra sangre y dormimos a la intemperie sobre las peñas, en la frontera de moros; y no tenemos qué comer sino alguna pieza escapada de sus nuevos cotos, y las insípidas hierbas que arrancamos de debajo de la escarcha o la nieve. Y aun ellos son los que asesinan a nuestros hermanos indefensos con sus malditos perros y escuderos. Mas, ¡vive Dios!, que en llegando a averiguar quién fue así el matador del mío, no ha de valerle ni...
Iba a proseguir Aznar en sus amenazas e improperios contra los ricoshombres, cuando se sintió una gritería inmensa, y gran movimiento en la muchedumbre.
-¿Qué será, qué no será?
Así se preguntaban unos a otros los circunstantes, y sin aguardar la respuesta, corrían estos por acá, por allá aquellos, y todo era confusión y algazara.
-¡Que se mata, que se mata! -gritaban unos con dolorido acento.
-¡El Cogulla, el Cogulla! -decían otros con risa.
Y a cada instante se acrecentaba el tumulto.
Fortuñón y Aznar miraban con más curiosidad que susto aquella escena, que no acertaban a explicarse. Al llegar cerca de ellos las oleadas de la muchedumbre, Aznar, como de menor aguante que su camarada, las repelía violentamente con sus robustos brazos, al paso que este le exhortaba un tanto a la paciencia. Pero en el ínterin la procesión parecía desbandada. Caballeros y prelados abandonaban sus puestos y corrían de acá para allá, antes aumentando que no calmando la ansiedad y el tumulto.
El rey no estaba en su lugar, ni podía atinarse al lejos qué había sido de su persona.
Y el eco de aquel extraordinario suceso, pasando de calle en calle y de lugar en lugar, haciéndose mayor y más temeroso al paso que se alejaba del punto de su partida, traía ya puesta a toda Huesca en asombro y miedo.
Un clamor más intenso y pavoroso que cuantos hubieran sonado hasta entonces se oyó de repente en la plaza del Alcázar.
Aznar y Fortuñón, movidos de curiosidad, habían llegado hasta allí, sin saber dónde iban, vagando al azar por entre el gentío, preguntando a todos, Fortuñón cortésmente, con razones ásperas Aznar, la ocasión del estrépito. Mas ni de uno ni de otro modo alcanzaban respuesta.
Al oír aquel último clamor, repetido por todas partes, alzaron entrambos los ojos y vieron que un soberbio caballo blanco corría desbocado hacia el muro, que por aquel lado caía encima del cauce de la Isuela, angosto y profundo siempre, crecidísimo ahora con las primeras lluvias del invierno. Pálido, descompuesto los cabellos, caído el chapelete, abierta y flotando al viento la dalmática real, apretaba en sus brazos don Ramiro el cuello del bruto indócil, que corría y corría, regando el suelo con la blanca espuma de sus quijadas.
A cada instante crecía, con el ardor de la carrera, la furia del caballo, y ora se levantaba sobre las manos, ora se ponía sobre los pies; ya se paraba temeroso, ya recobrado seguía de nuevo adelante. Y el rey, tendido en tanto sobre la silla, pegado al cuello del caballo, pedía angustiosamente socorro, aunque no parecía que pudiera venirle sino del cielo.
Ya el animal, ciego de rabia, distaba pocos pasos del borde del muro. A todo escape venían detrás varios caballeros; pero lejos de darle alcance, le estimulaban más a la carrera. Apartábanse los villanos a uno y otro lado sin osar detenerlo, y no faltaba sino un instante para que se despeñase con su jinete en las turbias aguas del río.
-Fortuñón -dijo en esto Aznar-, ¿no ves qué cobardes o qué torpes son todos estos ricoshombres?
-¡Dios le ampare! -exclamó Fortuñón santiguándose.
-No mereces ser de los almogávares -repuso Aznar con mayor aplomo que hasta entonces.
Y descolgando rápidamente de su cintura uno de los dardos de punta cuadrangular que traía, lo disparó contra el animal con tal acierto y fuerza tan poderosa, que, atravesado el vientre de parte a parte, cayó en el suelo, al borde mismo del muro, derramando a borbotones la sangre.
Y así como esto hizo el almogávar, cruzose tranquilamente de brazos.
Al ver a don Ramiro tendido cuan largo era sobre el agonizante caballo y abrazado aún a su cuello, el temor y la sorpresa de muchos y el escarnio de los demás, se reunieron en uno, estallando a la par en carcajadas e insultos. Los propios cortesanos, al ayudarle a levantar, dejaban escapar de sus labios la risa, y aun tan cual de ellos se atrevió a dirigir al asendereado monarca preguntas burlonas, o irónicas excusas de su desdicha.
-¡Que este hombre nos traigan por rey! -dijo en esto el buen caballero García de Vidaura a Roldán.
-¿Y por qué no, Vidaura amigo? -repuso Roldán-. ¿Porque es mal jinete? Destrísimos que lo fueron don Pedro y don Alonso, sus hermanos y aun por serlo, nos quitaron cuanto habíamos ganado con nuestra buena maña, y se gobernaron solos el reino, sin ayuda ni consejo de nadie.
-Ahora digo yo, buen Roldán, que lo acertáis, y tened por no hablado ni pensado lo que oísteis. Mas ¿no me dejaréis reír a mi sabor de la caída del desventurado jinete? ¿Quién, puso tan soberbio potro a su cuenta? ¡No sabe tener la brida en las manos!
-Reíos cuanto bien os plazca, Vidaura; que en eso no hacéis más que contentar el ánimo, y en nada estorbáis que vayan las cosas como es razón, sirviéndonos de estas y otras tales ignorancias del rey para lograr nuestros propósitos.
Y a la par que así discurrían los ricoshombres, no faltaban pecheros y villanos que aquí, allá y acullá exclamasen en coro:
-¡Es un cogulla! ¡Es un carnicol! No, pues atended y veréis cómo él defiende la frontera de moros y nos libra de las usurpaciones de navarros y castellanos. Bien se está Zaragoza en feudo de Castilla, que nadie irá a libertarla.
Poco a poco, como era natural, se fue calmando el tumulto y fijándose la atención de nuevo en lo que sucedía.
Ya el rey estaba en pie y rodeado de todos sus ricoshombres; mas no corto rato estuvo sin decir palabra, persignándose y rezando para sí sus oraciones.
-¿A quién debo la vida? -preguntó al cabo.
Y el cronista asegura, aunque no sabemos cómo cosas tan íntimas pudo averiguarlas, que muchos del concurso, dejada la burla aparte, sintieron en el alma no poder señalarse por tales. No respondiendo nadie a la primera pregunta, volvió a preguntar el rey:
-¿Quién, digo, disparó ese dardo tan en mi servicio?
-El dardo es de un almogávar -contestó al fin uno de los presentes-. Conócesele a la legua por lo rudamente labrado que está: un tronco y un hierro afilado.
Entonces todos los ojos se fijaron en dos almogávares que a poco trecho se mostraban descollando entre la gente de alrededor por lo alto y membrudo de sus personas.
Don Ramiro mandó que los trajesen a su presencia. Y los almogávares se acercaron a paso lento, bajos los ojos Fortuñón, Aznar sereno y frío, como si aquello le fuese indiferente.
-Almogávares -dijo el rey-, ¿cuál de vosotros dos me ha salvado la vida? ¿Tan poco estimáis mi gratitud, que no la reclamáis, mereciéndola?
-Ha sido mi camarada, señor, este mancebo que está conmigo -dijo Fortuñón, viendo que Aznar no respondía.
-¿Y cómo te llamas? -repuso el rey, dirigiéndose al joven almogávar.
-Se llama Aznar Garcés -volvió a decir Fortuñón-, y es hijo de García Aznar, que fue gran servidor del padre y hermanos de vuestra alteza, el cual se halló entre los que trajeron a cuestas los peñascos para labrar esa fortaleza de Mont-Aragón, y entre los que ganaron esta gran ciudad de Huesca; y estuvo también en la infausta jornada de Fraga, que Dios maldiga, y allí murió no lejos del glorioso don Alonso. Fue García Aznar de los mejores almogávares que hubo en la montaña, y ya no nos queda de él sino este hijo, que no le es desigual en prendas, al cual yo y otros almogávares vamos endoctrinando y adiestrando en el ejercicio de las armas.
-Paréceme -dijo el rey- que más necesita de tu buen hablar que no de tus lecciones en armas; y que él es tal, que pudiera darlas al más arriscado campeón de estos reinos. ¿Qué dices a esto, Aznar Garcés?
-Digo, señor, que no he hecho por vos sino lo que hiciera por cualquier otro jinete, puesto en peligro tamaño.
-¡Cómo! -replicó el rey sorprendido-. ¡Menosprecias, con efecto, mi gratitud! ¿No quieres que tenga en nada el servicio que me has hecho?
-No quiero -repuso el almogávar - sino que en adelante me ponga vuestra alteza en mayores ocasiones.
-Leal pareces -dijo don Ramiro-, y ojalá -añadió suspirando- que tuvieses en Aragón muchos iguales.
Un pensamiento confuso cruzó entonces por sus ojos y su frente; aparecieron a un tiempo mismo en su rostro recelo, amargura y acaso remordimiento. Pero recobrado antes de mucho continuó:
-Mira, Aznar, acude al alcázar cuando bien te plazca: di tu nombre, y no te faltarán santas reliquias, sueldos y aun armas, si las quieres; porque en verdad te digo que has hecho por mí lo que yo no esperaba de nadie.
-Con perdón vuestro, señor -dijo el almogávar-, iré cuando pueda serviros, no antes, que no gusto de pecar en importuno.
Y haciendo una reverencia, se apartó con su camarada largo trecho.
-Siempre pecarás en ello, miserable -murmuró Lizana-. No parece sino que este menguado de rey gusta de conversaciones con los villanos. He mandado ahorcar más de ciento como ese, y juro a Dios que...
No pudo acabar. El rey, seguido de toda su corte, entró luego en el alcázar que allí frontero levantaba sus macizos torreones redondos y ochavados, con altas almenas y matacanes, que a veces escondían entre sus peñascos verdinegros los lindos ajimeces y las caladas claraboyas de los moros. Y Lizana fue de los primeros que le siguieron.
El gentío se fue luego disipando, hasta que la gran plaza del Alcázar quedó completamente desocupada, y toda Huesca tranquila.
Y debe de ser cierto, como afirma el mozárabe, que el suceso del rey y la hazaña del almogávar sirvieron de tema por todo aquel día y no pocos de los siguientes a las conversaciones de los cultos oscenses y de los villanos de la comarca, sin que pudieran poner aquellos en olvido los lances del torneo y justas con que se ocupó luego la tarde.