La campana de Huesca: 02
Capítulo I
El mentir de las estrellas
es muy seguro mentir,
porque ninguno ha de ir
a preguntárselo a ellas.
A orillas de la Isuela hallé esta crónica: en una de aquellas huertas de suelo verde, y pobladas de árboles frutales, cuyas bardas y setos se sustentaban en las piedras robadas a los muros de Huesca.
Y en verdad que es triste crónica para hallada en lugar tan apacible. Mas si de él quitamos los ojos y los ponemos en la ciudad, harto se ve que allí debieron de vivir doña Inés y don Ramiro: el rey monje, y la reina ni esposa, ni viuda, ni doncella.
Aún quedan en pie algunas de sus noventa y nueve torres, oscuras unas y fatídicas risueñas otras y esbeltas, con el disfraz de miradores o azoteas cuidadosamente blanqueadas, a lo largo del Coso. La puerta Desircata está allí arrimada a un gótico convento de monjas. Allí está también el torreón ochavado, cuya ancha bóveda sostuvo ha siete siglos la famosa campana de Huesca. Menos alto está que entonces, pero no menos firme y oscuro. Las bizantinas columnas de San Pedro, viejas ya en el siglo XI, dan sombra aún al peregrino y piadoso recogimiento al penitente. Y amenazan el llano todavía las lejanas torres de Mont-Aragón, no menores en fortaleza que las vecinas montañas, donde fue el Salto de Roldán. Ciudad lóbrega y triste para quien sólo busque el placer de los ojos: agradable para los que prefieren la meditación y el silencio; para los que gustan de ver las tumbas de los héroes y de visitar los lugares donde acontecieron las altas hazañas; para los que se apacientan en la memoria, y sienten el amor de lo antiguo.
Sin duda esta crónica se compuso dentro de la melancólica Huesca, y mano descuidada la dejó perdida en las alamedas de la Isuela. Y, a no dudarlo, fue hombre de verdad quien la compuso: porque, si bien se registran otras historias viejas, y los romanceros, y los pergaminos de los archivos, y los discursos de los doctos, sobre personas y cosas oscuras, no se hallará hecho o dicho muy opuesto a lo que aquí sucede, o a lo que dice aquí y hace el rey monje.
Ni está menos ajustado que el de este a las crónicas y otros papeles antiguos el carácter del conde de Barcelona don Ramón Berenguer IV, que tan notable parte tuvo en los sucesos que relata el presente libro.
Sólo de doña Inés y Castana dan los documentos escasa noticia; mas, tales como ellas, se hallan todavía mujeres en Huesca, de modo que es también de creer cuanto de ellas dice este cronista. Muchas pasean aún los días festivos por el campo glorioso del Alcoraz, lánguidas y sensibles como doña Inés, alegres y bulliciosas como Castana.
Aznar fue, con efecto, muy servidor de aquellos reyes; y a andar entre almogávares, como cuenta la crónica, bien pudo ser como en ella parece: que nadie tendrá por sobrados sus hechos, si ha registrado las páginas de Muntaner, Desclot o Moncada.
Y recorriendo asimismo de uno en uno cuantos monumentos derruidos cubren las silenciosas calles y la verde campiña de Huesca y cuantos sucesos ha hecho famosos la historia de aquella época turbulenta, el ánimo se inclina a dar bastante crédito al cronista porque ni se halla en su relación mentira que parezca dicha a sabiendas, ni en nombre o cosa se advierte error craso o digno de fundar en él desconfianza. Lejos de eso, no se habla aquí de nombre o, cosa cuyo ser no justifiquen papeles antiguos.
No quiere esto decir ciertamente que de todo cuanto al fin cuenta bajo fe ajena pueda afirmar o defender la verdad, como hombre honrado, el autor o más bien compendiador y editor de este libro. Más relata quizá que cree, como otros historiadores de mucha fama, que han vivido antes que él; y que gozan crédito y nombre de verídicos y graves. Así son de suyo estas historias y crónicas antiguas; y hay que creerlas o dar con ellas al traste, privándose de saber muchas cosas verdaderas y buenas, por temor de conservar en la memoria, algunas de dudosa o flaca certidumbre. Porque, en suma, la memoria de los hombres es grande y capaz de contener más números de sucesos singulares y extraños que los que han acontecido de veras desde el principio del mundo, por lo cual no parece que sea muy censurable el dedicar alguna parte de aquella facultad preciosa de la mente humana a recoger también y conservar otras cosas, que, al no sucedieron tales como se dicen, no hay duda que pudieron suceder, y lo mismo deleitan y enseñan, o poco menos, que las que se tienen por más indubitables y claras.
Lo que bien puede creerse es que tan falaces o más que la presente son todas las crónicas o cronicones antiguos, que tratan de los reinos pirenaicos, principalmente de Aragón y Cataluña, y que si en esta aparece bastante confusión de años, sucesos y lugares, trocándose unos por otros con frecuencia, eso mismo cabalmente sucede en todas cuantas pueden consultarse con fruto para poner en claro la historia patria. Ni se tengan fácilmente tampoco por fabulosas muchas de las aventuras de reyes, condes, señores, sacerdotes o gente común que aquí se relatan; que expuestas están, y aun defendidas lo propio que en este en los más estimados libros de Historia de los siglos que tenemos por ingenuos, verídicos, eruditos y doctos. Hartos sucesos menos probados, y aun probables, que los que aquí ofendan la crítica, creemos, o tenemos que hacer como que creemos, muchos de los que gustamos de saber las cosas pasadas. Y ni el propio fray Gauberto Fabricio de Vagad, ni Pero Antón Beuter, ni Briz Martínez, ni Diago, ni Ainsa mismo, ni otros ciento que sería fácil nombrar, de los historiadores de Aragón y Castilla, con ser bastante más modernos y sabios, mostraron ser mucho más severos en su crítica que el pobre mozárabe que originalmente compuso esta crónica parece serlo. Pero él hablaba ya de oídas, como todos hablamos de tantas cosas pasadas; ¿qué tiene de extraño, pues, que de buena fe errara en no pocas ocasiones? Y si él era hombre, por lo que se ve, sencillo y honrado, ¿cómo no había de creer, sin meterse en más honduras, la mayor parte de las cosas que sus vecinos y conocidos, o sus mismos venerables padres le contaron?
¡Filósofos, y sabios, y repúblicos son o parecen muchos que no se enteran con más profundidad ni exactitud de los propios sucesos actuales!
Justo y oportuno era, pues, el conservar y dar a luz este libro, supuesto que otros y otros semejantes se han dado a la estampa ya, y algunos no muy diversos se dan y se darán aún a luz cada día, sin omitir en él nada de lo que, verdadero o no, ha merecido crédito de tal en los tiempos antiguos.
Por lo mismo la tarea del copista se ha limitado a descifrar y poner en claro los confusos pergaminos donde por tantos siglos ha estado desconocida esta crónica, y a descargar el estilo de voces y frases ha mucho ausentes de los labios de los españoles. No era fácil lo primero, porque los pergaminos son de los que hoy llamamos palimpsestos, y no deja de notarse todavía en ellos el viso y señal de las letras primeras, como que acaso tengan en sí embebidos algunos de aquellos libros que tanto echamos de menos en Tácito, Salustio, Livio y otros que parece que fueron sabios, aunque idólatras; y no fue otra la causa de que saliese incompleta y oscura la primitiva copia, y de que haya sido forzoso publicar otras más extensas y claras, y ajustadas al verdadero texto. Ni lo segundo era hacedero, como acaso muchos imaginan, que no suelen acomodarse hechos tan viejos a los novísimos giros y palabras, y las opiniones y discursos de tales cronistas como el que nos ocupa, se resisten a entrar hartas veces en la pobre y afrancesada lengua que hoy habla España. Mucho son de antigüedad ha perdido en la copia el estilo; pero alguno queda y había de quedar, so pena de desnaturalizar y corromper totalmente la índole de la obra.
Quizá no fuera ocioso dar alguna cuenta del autor de ella, apuntando principalmente su origen, patria y nombre, y el motivo que tuvo para escribirla. Pero sólo se sabe que fue de los muzárabes o mozárabes, porque en diversos capítulos y lugares se da por cristiano y residente en Huesca, antes de la reconquista, cuando sólo en San Pedro el Viejo oraban y eran enterrados los hijos de los cristianos vencidos, y el obispo de la diócesis andaba quizá fugitivo por los húmedos riscos que forman el verde valle de Tena, y las selvosas vertientes de la peña de Oroel, la cual se alza con el propio perfil y apariencia que tendría un león inconmensurable, recostado por detrás, y como en guarda de las viejas y rotas almenas de Jaca. Y con ser mozárabe podía venir de padres españoles como de padres romanos, y proceder de algún duumviro o magistrado de municipio, lo mismo que de aquel Filimer, que, al decir de Jornandes, gobernaba a los godos cuando salieron de la Escancia. Que es como decir que nada consta acerca de su persona.
Algo más sabemos ciertamente de la época en que vivió y sucesos a que se refiere en su libro; por lo cual no sería perdida para muchos la ocasión que aquí se ofrece de ostentarse filósofo y político alargando este primer capítulo, puesto que es de los añadidos por el impresor moderno, con noticias y reflexiones extensas acerca de aquella nación, fundada con las salvajes tribus del Pirineo, por unos cuantos monjes y guerreros fugitivos, al pie del monte Pano, que aún hoy coronan melancólicas las reliquias de los sepulcros y celdas de San Juan de la Peña.
Tal vez no pareciera inútil recordar en estas páginas, con algún mayor detenimiento que en las del mozárabe, cómo creciendo y dilatándose de día en día, con estos o los otros caudillos, primero por los riscos y montañas, luego por los valles y llanuras, había llegado a ser reina y señora aquella gente del anchuroso Ebro, cuando poco antes se contentaba con dominar el cauce del humilde río Francés o Gallicum en la lengua de entonces y Gállego ahora, que ofreció a sus rebaños macilentos una fuentecilla escondida en las entrañas del Pirineo; y cómo recibió al fin, con orgullo del Aragón, menos río siempre que torrente, un nombre eterno. Ni estaría de más decir cómo los fundadores del nuevo reino, recelosos de los principios, por aquel quizá que tan mala cuenta dio de sí en Guadalete, trocaron a la postre en un género de república su gobierno, donde poco más de nada era el rey, algo el pueblo, todo los seniores, o grandes, o ricoshombres. Ni se tendría por importuna mayor memoria de las dichas y desdichas a que dieron ocasión tales recelos en los vasallos, y el deseo natural en los príncipes de vivir y obrar a su voluntad y albedrío. Pero de esto, y de las cosas de Cataluña, que también se mezclan en el relato, dirán lo indispensable las pláticas y sucesos que el mozárabe narra, y si por más anhelase alguno, gruesos volúmenes in folio han de instruirle, que no tan diminuta crónica como la que hoy sale al público.
Baste, pues, con decir que ella comienza, a lo que se deduce de los pergaminos del mozárabe, en el año 1134 de Cristo, cuarenta y tantos de la era de Mont-Aragón, pues lo último no puede claramente deletrearse: primero del glorioso reinado del buen don Ramiro I y de la honestísima reina doña Inés de Poitiers. Y habla ya de por sí, como es razón, desde el capítulo que sigue, el autor verdadero de esta cierta y curiosa historia que es lo que debe apetecer el lector en adelante.