La campana de Huesca: 01
Prólogo
C’est mieux que de l’Histoire, dijo el más encumbrado de los críticos y literatos de Francia, al leer una de las más agradables ficciones que escribió el famoso novelador escocés Walter Scott, en la que se trataba y describía la época interesante, aunque turbulenta, de María Estuardo. Nosotros no iremos tan allá como monsieur de Villemain en nuestros encomios, ni respecto del género, ni respecto de los escritores que lo cultivan. Pero sin rebozo o vacilación alguna podremos asegurar que si la novela histórica alcanza ciertos quilates de bondad y perfección, quedando siempre la fábula muy por bajo de los fueros de la verdad, adquiere esta mayor realce y mayor ascendiente en el ánimo de los lectores por los atractivos y adornos que ha de saber prestarle el autor, y por los estudios e investigaciones que por fuerza ha de hacer sobre el período o punto histórico que quiere recorrer, supuesto que haya de dar a su obra novedad en los caracteres, fidelidad en la pintura de los países y de las costumbres, proporcionándose medios naturales, aunque maravillosos, para cebar y entretener el ánimo del lector, sin romper por ello ni para ello, ni con la verdad de los sucesos, ni con el hilo de la tradición y de las historias. No es esto solicitar o hacer valer un título de prioridad o de primogenitura en favor de la histórica que posponga y perjudique las aspiraciones y derechos de los otros géneros de la novela. Para medrar en cualquiera de ellos, es forzoso señorear el idioma, estar ciertos de sus misterios y poseer todos sus tesoros y recursos. Las situaciones en que el autor ha de poner a los personajes, si han de inspirar interés, los pensamientos que les ha de sugerir de diversa laya y aun de encontrada condición, pero siempre con felicidad en la expresión y con frase genuina y castiza; y, en una palabra, el hacer que obren y hablen tan lejos de la trivialidad cuanto de la exageración, guardando el difícil medio de lo propio, natural y adecuado, colocando cada cosa en su lugar y término, obliga indudablemente al autor de esta clase de ficciones a ser maestro en el idioma que maneja, a conocer todos sus registros y secretos, familiarizándose de tal modo con ellos, que pueda recorrerlos, sacarlos, recogerlos, combinarlos de cien maneras diversas con gradaciones y entonación más alta o más baja; y que todo se ajuste convenientemente a la manifestación de los diversos afectos del alma, a los sentimientos variados del corazón, desde lo más tierno a lo más terrible, y a las concepciones múltiples de la inteligencia, desde el desenfado del chiste y de la sátira, hasta las abstracciones del filósofo, los razonamientos del estadista y las pláticas variadas y diálogos diversos de todos los estados y edades de la vida, de todas las clases y condiciones de la sociedad. Pero si la novela filosófica, la picaresca, la de sentimiento lastimoso o la pastoral, y aun también todo el inmenso séquito de cuentos, leyendas y aventuras deben vencer tamañas dificultades, todavía la novela histórica ha de luchar con un imposible casi, que no dificultad, cual lo es, en asunto y tarea de amenidad y de florida recreación, habérselas con los libros en folio, con los rancios mamotretos y con los pergaminos mohosos y carcomidos. En esta lucha corren riesgo la laboriosidad y las vigilias del novelista de adquirir los arcanos de la Historia, perdiendo el ardor vivo de la primera inspiración, la flor de los primeros pensamientos y la variada ternura de los afectos, marchitándose y enmoheciéndose todo con las indigestas rapsodias de los comentarios, con la descarnada esterilidad de las crónicas o con la insulsez de los protocolos. Si por rehuir tamaño mal descuida el beneficio de tan indispensables mineros, entonces, condenando acaso algo de la primera gentileza y bizarría, sin duda alguna deja de adquirir las prendas y, cualidades que más han de realzar su obra y el propósito de sus tareas, porque por fértil y creador que sea en imaginación, no ha de encontrar recursos para dar originalidad a sus personajes, no hallará colores ni cambiantes para dar toques que distingan y aparten los términos de su cuadro; echará sólo mano de esas generalidades de caracteres y sentimientos que son la muerte afrentosa de las obras de imaginación. Y si en su despacho pugna y quiere salir de tales vulgaridades, sin dudar en ello que ha de caer en lo inverosímil y exagerado, que es el peor de todos los ridículos. Para la creación del Zadig o del Micromega, para los cuadros risueños de la Galatea y de la Estela, suponiendo los primores de la dicción y la magia del estilo, podrá bastar una inspiración feliz, el aspecto y contemplación de una escena o cuadro campestre, así como una intriga bien urdida y llevada a feliz desenlace, o las maravillas de un viaje fantástico, o los aforismos de la educación y de la moral, engalanados con los atavíos de la ficción. Pero esto no es bastante para crear composiciones que entretengan, que arrebaten, que despierten los nobles sentimientos del patriotismo, del amor, de la raza; que conviden a rendir un culto ardiente y noble a la virtud, a la lealtad; que evoquen las sombras de los héroes, que resuciten de nuevo las escenas gloriosas de la historia patria, y que con la memoria de las pasadas estimulen la ejecución de otras acciones nobles, esforzadas, manteniendo viva siempre la llama del entusiasmo; ni para aficionar a los lectores a todas las inspiraciones de lo sublime y de lo bello, como sucede con leerse las páginas del Monasterio, del Ivanhoe, del Vaverley y de otras producciones del novelista escocés. Para ello es forzoso (sin necesidad de volver a encarecer su importancia) el estudio, no somero, sino profundo e investigador, de la Historia. Y si los ensayos y tentativas en nuestra literatura, singularmente en las composiciones de amenidad, han sido infelices y de ruin éxito en los últimos tiempos, no había razón para esperar mejor fortuna en aquellos ramos en que son mayores las dificultades, como sucede en la novela histórica. Las muestras que en este género dio la imprenta de Valencia años ha, los esfuerzos que en el mismo camino hizo por el propio tiempo la imprenta de Barcelona y otras tentativas hechas en la misma corte, han probado, o que las dificultades son insuperables o que el ingenio español, a lo menos en los tiempos que alcanzamos, es insuficiente para semejantes empeños literarios. Pero como ambas suposiciones, si por una parte son exageradas, por otra rebajarían en mucho las prendas de inventiva y de imaginación que todo el mundo reconoce en los españoles, es necesario achacar semejante esterilidad no a otra causa que al criminal olvido en que se encuentra la lectura de nuestros anales y de nuestras crónicas. En cuanto el ingenio español, dando de mano a su idolatría por la literatura francesa, y como por curiosidad o desahogo excepcional ha fijado sus estudios en alguna época de nuestra Historia y ha dejado correr la pluma, han asomado frutos sazonados que por su buen sabor pudieran dar esperanzas de más exquisitas cualidades, si el cultivo hubiera coadyuvado a la índole y buena naturaleza de la planta. El doncel de don Enrique el Doliente, El conde de Candespina, El golpe en vago, Doña Blanca de Navarra, sin excluir esta o la otra de merecidos quilates, y que no sabemos recordar ahora, son una prueba de tal verdad. Y es que mientras los ingenios españoles no se resuelvan a romper el yugo de la literatura extraña, no cesando en esta noble porfía hasta que recobre la propia y nacional su antigua independencia y originalidad, quedaremos indefinidamente en esta humilde inferioridad que literaria y políticamente ejerce mayor influencia de lo que se cree, así en nuestra condición presente como en la futura. El autor de La campana de Huesca es, sin duda, uno de los que con bríos en el corazón, con altas miras y de trascendencia en literatura, y con muchos estudios históricos en su memoria, ha querido alistarse en esta bandera de verdaderos ingenios españoles. Aparte de otras buenas circunstancias que asisten a Cánovas del Castillo para este empeño literario, es necesario darle el parabién por el feliz acierto que ha logrado en la elección de su asunto. No hay región, ciudad, comarca o rincón alguno en nuestra Península, por apartado o desconocido que parezca, que no ofrezca en sus tradiciones, crónicas o anales esos sucesos interesantes, esas hazañas maravillosas, esas anécdotas curiosas, que son como el saborete apetitoso de la Historia, propio y adecuado todo para dar pie y urdimbre a narraciones, agradables, ofreciendo ancho campo a la novela histórica; pero el período en que en nuestras crónicas aparecen los reyes héroes de Aragón, con el séquito de sus barones y ricoshombres, de aquellos gigantes de esfuerzo llamados almogávares, es sin igual sobre todo encarecimiento, no sólo para la novela, sino para la misma epopeya. Hablando en verdad y sin que nos ciegue el amor propio de españoles, pues en ella están de acuerdo todos los hombres entendidos de Europa, los hechos de los almogávares y personajes como el infante don Fernando, Berenguer de Entenza, Rocafort, Garcerán y otros ciento, pudieran merecer los mismos honores que los argonautas, los héroes de Troya y los compañeros de Godofredo de Bouillón. Cánovas del Castillo, si ha hecho un gran servicio a la Historia, resucitando y poniendo de bulto ante los ojos de los lectores un período de aquella historia y algunas de las fisonomías terribles de los almogávares, todavía debe alcanzar mayor merecimiento de los aficionados al drama, al poema, a la novela y a la leyenda, señalándoles con su propio ejemplo los tesoros, las regiones riquísimas, el Dorado verdadero de donde el ingenio español y la invención creadora de nuestra juventud estudiosa pueden sacar larga copia de asuntos, de caracteres, de pormenores inestimables y de accesorios abundantísimos de poesía, para enriquecer a un tiempo nuestra literatura en muchos ramos y ganar fama con originalidad y dotes propias.
Tres han sido, según nuestro entender, los intentos que ha llevado el novel novelista en la ejecución de su trabajo: el ofrecer un cuadro verídico de la historia de Aragón en el siglo XII, poniendo en contraste las diversas clases que formaban entonces el cuerpo de la nación; el bosquejar la condición singular y en oposición siempre consigo mismo del rey monje, y el tejer una narración por estilo tal, que ajustándose muchas veces a la razón histórica, consienta, sin embargo, la diversidad de entonaciones que trae consigo la variedad de situaciones y personajes que exigen las condiciones de la novela.
En el desempeño del primer intento fija mucho la atención del lector la descripción y aquilatamiento que hace del hombre almogávar, personificado en Aznar Garcés, no sólo leal servidor y escudero de don Ramiro, sino su velador incesante, y en todos los peligros el ángel de su guarda. Esta laya de hombres, llamada de los almogávares, fue por mucho tiempo en España, y singularmente en Aragón, la parte más terrible de los ejércitos de nuestros reyes contra propios y extraños. No viviendo más que del botín, de poca costa eran para el Erario del rey; y como obedeciendo por natural inclinación y respeto sus mandatos, aunque siempre por la feroz independencia de su condición, era la gente más a propósito con los gremios y burgueses de las ciudades para poner a raya en un principio, combatir después y contrarrestar al fin las demasías e insolencias de los barones y ricoshombres, árbitros de la soberanía real y tiranos de las comarcas y provincias. Y llegado este punto, no parece fuera del caso apuntar algo sobre la etimología y significación de esta palabra almogávar, bosquejando al propio tiempo su traza, armadura y modo de combatir, y recordando últimamente alguna de sus expediciones y hazañas.
No entra en nuestro propósito apuntar una por una todas las opiniones que sobre el origen de los almogávares se han asentado por antiguos y modernos escritores. De todos ellos, lo que se deduce es que los almogávares no formaban un cuerpo de nación distinto de los españoles, como Paquimerio y Moncada, que en este punto le siguió inadvertidamente, lo sintieron, haciéndolos venir de los abaros, uno de los pueblos que tomaron parte en la destrucción del Imperio romano. A ser los almogávares un cuerpo de nación diversa, era regular que tuviesen su asiento en pueblos, comarcas o distritos determinados, y que sus nombres y apellidos guardasen consonancia con la lengua de sus antepasados. Ninguna de estas señales convienen con los llamados almogávares. En los copiosos nombres que de estas gentes nos conservan Muntaner, Desclot y otros autores, y en los apuntes interesantes que de la naturaleza, vida y hechos de muchos de ellos nos han comunicado por sus escritos, aparece todo lo contrario. El capitán almogávar, que en la sorpresa que dieron a los de Alensón, en Calabria, no pudo recobrarse en nuestras galeras para morir exánime después de haber rematado a cuatro caballeros franceses, era de Tárrega; y además de otros muchos hechos que pudieran aducirse, Muntaner cita a cierto propósito veinte almogávares que eran de Segorbe, y otros autores a cien más, todos con nombres españoles y de diverso solar y patria. Es más que creíble, sin embargo, que en aquella milicia se alistasen muchos mozárabes y otros hombres de frontera que fuesen hijos de las comarcas lindantes a los enemigos, de revuelto linaje, y que, si en fe se preciaban de cristianos, pudieran confundirse con los moros en costumbres y trajes.
Sabido es que don Alonso el Batallador, en la expedición que llevó a los últimos confines del reino de Granada, se trajo a su regreso más de doce mil cristianos mozárabes, que hasta allí habían vivido bajo el yugo sarraceno y que abandonaron el suelo natal por vivir libremente en la religión de sus antepasados, huyendo al paso del castigo que temían por parte de los moros por haber dado ayuda a la invasión. También se sabe que esas gentes las derramó el monarca aragonés por varias ciudades, como en Calatayud, Borja y otras, y en diversos puertos de la frontera, para que pudiesen vivir; y que como prácticos en la guerra con moros, les fueran más dañosos enemigos. De estas gentes y sus hijos, y de los demás soldados que vivían en la frontera, como ya se ha señalado arriba, se formó en gran parte aquella famosa milicia, reclutándose también con los aventureros y voluntarios de las grandes ciudades que querían tomar tal género de vida dura, libre, llena de peligros y privaciones, pero próxima acaso a ganar mucho botín y riqueza. Algunos árabes, por origen o por nacimiento, pudieron, pues, andar juntos en empresas militares con los cristianos de la época, que el vivir en un mismo suelo los dos pueblos daba sobrada ocasión para semejantes alianzas y conciertos; pero sería llevar las cosas a una exageración absurda y no comprobada con la Historia el atribuirles, como nación en cuerpo, participación en estos sucesos. Los almogávares eran tropas de frontera, compuestos por la mayor parte de gente endurecida, feroz y desalmada, siendo, no abaros ni árabes, sino más bien cristianos, y aun hidalgos, que por sus malas andanzas o por afición a la vida de los campos se daban a aquel ejercicio. Puede considerárselos como unas tropas ligeras con todas las condiciones del legionario o falangista más firme; tropas, en fin, no inferiores a las antiguas legiones, y de una superioridad indisputable, si se los compara con los soldados de tiempos más modernos. La palabra almogávar quedó después por apellido ilustre de familia, y nuestro famoso Boscán lo llevaba como apellido materno. Ni se crea tampoco que las provincias y ciudades del reino de Castilla fuesen ajenas al reclutamiento de esta milicia. En las partes de Asturias, en las montañas de Galicia, se reclutaban compañías de estas gentes, que iban a tener frontera, en los puertos del Muradal, que era como entonces se apellidaba la Sierra Morena. Los llamaban Golfines, y según Desclot eran por la mayor parte hidalgos, que por no tener bastante hacienda para vivir según su estado, o por haberla jugado o gastado, o bien por algún delito que los ausentaba de sus tierras, tomaban las armas, y por no saber otro modo de vivir, allí se iban a tener frontera con los moros de Andalucía. Por lo tocante a la etimología de la palabra almogávar, diremos que no es más que el participio de cierta forma de un verbo árabe, que significa entrar impetuosamente talando y haciendo correrías en país enemigo; y como para hacer frontera, ya defendiendo las propias, ya invadiendo las enemigas, era necesario tener hombres armados que se dedicasen a tal menester, de aquí el que así los aragoneses y castellanos, como los mismos árabes, diesen igual denominación a tales tropas.
El título XXII de la II partida, que en su epígrafe se propuso hablar de los almogávares, aunque después en el cuerpo de él no vuelve a nombrarlos, define cumplidamente así la traza de sus personas como su natural feroz y calidades. Por la lectura de estas leyes, de cuyo tenor se desprende que en Castilla se trocaba a veces la voz peón con la de almogávar, como se confunde con frecuencia el género con la especie si se habla sin gran distinción en otras materias, y los recuerdos que se encuentran en Muntaner, Desclot, Bagaz, Zurita y otros historiadores, se representa a la imaginación el tipo de aquellos soldados terribles. De estatura aventajada, alcanzando grandes fuerzas, bien conformado de miembros, sin más carnes que las convenientes para trabar y dar juego a aquella máquina colosal, y por lo mismo ágil y ligero por extremo, curtido a todo trabajo y fatiga, rápido en la marcha, firme en la pelea, despreciador de la vida propia, y así señor despiadado de las ajenas, confiado en su esfuerzo personal y en su valor, y por lo mismo queriendo combatir al enemigo de cerca y brazo a brazo para satisfacer más fácilmente su venganza, complaciéndose en herir y matar, el soldado almogávar ofrece a la mente un tipo de ferocidad guerrera que hace olvidar la idea del falangista griego y del legionario romano. Su gesto feroz parecía más horrible con el cabello copioso y revuelto que oscurecía sus sienes; los músculos desiguales y túrgidos se enroscaban por aquellos brazos y pechos como si las sierpes de Laocoonte hubieran querido venir a dar más poder y ferocidad a aquellos atletas despiadados. Su traje era la horrible mezcla de la rusticidad goda y de la dureza de los siglos medios; abarcas envolvían sus pies, y pieles de las fieras matadas en el bosque le servían de antiparas en las piernas; una red de hierro, cubriéndole la cabeza y bajándole en forma de sayo, como las antiguas capellinas, le prestaba la defensa que a la demás tropa ofrecían el casco, la coraza y las grevas; el escudo y la adarga jamás la usaron, como si en su ímpetu sangriento buscasen más la herida y muerte del enemigo que la defensa propia: no llevaban más armas que la espada, que, o bajaba del hombro de una rústica correa, o se ajustaba al talle con un ancho talabarte y un chuzo pequeño a manera del que después usaron los alféreces de nuestra infantería en los tercios del siglo XVI: la mayor parte llevaba en la mano dos o tres dardos arrojadizos a azconas, que por la descripción que de ellos se hace, se recuerda al punto el terrible pillum de los romanos; ni los desembrazaban y arrojaban con menos acierto ni menos pujanza; bardas, escudos y armaduras, todo lo traspasaban hasta salir la punta por la parte opuesta. En el zurrón o esquero que llevaban a la espalda ponían el pan, único menester que llevaban en sus expediciones, pues el campo les prestaba hierbas y agua si no llegaban al término de ellas, o en las ciudades y reales enemigos encontraban después largamente todo género de manjares. La crónica manuscrita de Corbera, ocupándose del soldado almogávar, dice, entre otras cosas, que su vestido en invierno y verano era de una camisa corta, una ropilla de pieles y unas calzas y antiparas de cuero, abarcas en los pies y un zurrón, en que llevaban algún pan para su sustento cuando entraban por tierra de enemigos, que moraban más en las soledades y desiertos que en lo poblado; que comían hierbas del campo, dormían en el suelo, padecían grandes incomodidades y miserias; estaban curtidos de los trabajos; tenían increíble ligereza y gallardía; hacían continua guerra a los moros; se enriquecían con los robos y cautivos, y tal era su profesión y sus servicios. Todavía puede añadirse que para tales soldados nada era imposible o dificultoso. El río más caudaloso lo pasaban a nado; ni el rigor de la escarcha o el hielo, ni el ardor del sol más riguroso, hacían mella en sus cuerpos endurecidos; la jornada más dilatada y áspera era obra de pocas horas para ellos, y destrísimos en la lid, cautos cuando convenía, silenciosos a veces para ser más horribles en su alarido, llegado el caso, excesivos en sus saltos, muy ágiles en sus movimientos, y, por consiguiente, certísimos en los saltos e interpresas, al grito de ¡Hierro, hierro, despiértate!, azotando el hierro contra el hierro, o contra el suelo, toda misericordia estaba ya por demás. Tal fue la milicia de los almogávares, y tales los soldados que apareciendo en Italia para defender los derechos de la casa de Aragón a la corona de las Dos Sicilias, llenaron primero de extrañeza y luego de espanto a todas aquellas comarcas y a los capitanes y tropas que allí combatían. Si estas singulares prendas militares; si estas esforzadas prendas del cuerpo y ánimo de los almogávares, se representan tan viva y verazmente en la persona de Aznar Garcés, todavía el que busque mayor alimento para su curiosidad y mayor satisfacción a su altivez nacional en la ejecución de hazañas inauditas, no tiene más que consultar los escritos y crónicas antiguas citadas, y entre los modernos las obras de Amori, de Buchoz y de otros, refiriendo todos los hechos casi increíbles de los almogávares en Cataluña, en Sicilia, en Italia y en Oriente.
Los barones y ricoshombres son figuras de grande efecto en el cuadro, y la sobrada soberbia con que aparecen frente a frente con su rey y señor natural tienen cierta explicación, si no disculpa, porque después de la catástrofe del rey batallador, la noble altivez de ellos había salvado la integridad y la independencia de la Corona de Aragón. Sabido es que el rey don Alonso por su testamento había llamado a la herencia de sus señoríos, territorios y dominios a las cuatro órdenes del Sepulcro, del Hospital, del Temple y de San Juan de Jerusalén. Los barones y ricoshombres, sin embargo del entusiasmo con que idolatraban al rey héroe, estimaron como nula e írrita aquella disposición, y como excesiva del poder real, y considerando que la cogulla y mitra que cobijaba las sienes de don Ramiro no le invalidaba para la Corona en trance de tanto apuro, le sacaron del claustro, haciéndole subir desde el pavés al trono. No es extraño, pues, que por tal servicio, y como forzosa consecuencia de un acto casi omnímodo de soberanía, se creyesen aquellos próceres y magnates exentos de los miramientos debidos a la potestad real, teniendo más en cuenta lo excesivo de su autoridad y facultades, que la majestad del mismo rey. Puesto que Cánovas del Castillo ha escogido para asunto de su novela la tradición de la catástrofe de Huesca, fuerza era que recogiese, no sólo con sus pormenores, más o menos fabulosos, sino que apuntase con naturalidad, y como por incidentes nacidos de la propia narración, los sucesos y particularidades que pueden explicar aquella insolente arrogancia de los quince ricoshombres. Por otra parte, el carácter vacilante de don Ramiro, en continuo combate, en réplicas consigo mismo entre el deber ficticio y la obligación de estado; el hombre de iglesia luchando con el soldado, con el caballero y con el rey, el monje con el esposo, el padre con el asceta cubierto de cilicio; y la lucha, en fin, del que se considera precito y condenado con el amante que se siente lleno de voluptuosas inspiraciones al lado de la hermosa doña Inés, era situación ni la más propia para inspirar aquel respeto que derramaban en pos de si el valor heroico de don Alonso el Batallador, de don Pedro el primero, de don Sancho Ramírez y de los otros héroes coronados, fundadores de la Monarquía de Sobrarbe. Aquellos ricoshombres y próceres necesitaban en verdad un soberano que los excediese en muchos codos de altura, en virilidad, fortaleza y altas prendas de gobierno para que le rindiesen en sus ánimos el feudo de autoridad que por vana fórmula le tributaban, acaso con desdén, en las coronaciones y otros públicos ceremoniales. Y no por ello en el carácter de don Ramiro deja de encontrarse la elevación y la nobleza propias de un rey. El triunfo de Cánovas del Castillo en la pintura de la condición del rey nos parece completo, y que puede servir de dechado a los que en el drama o la novela tengan que retratar a esos personajes indefinibles que tan comunes son en la Historia, y que, consecuentes con la pasión o el principio que los hace obrar, pasan, sin embargo, de un instante a otro a las resoluciones más opuestas, a las ejecuciones y actos más contrarios. Queremos, al llegar aquí, apuntar un toque delicado del autor, que no puede deslizarse oculto para el lector que, en su afición por lo bello y lo sublime, sepa apreciar estas calidades del sentimiento aunque no se haga alarde de ello en la narración. Hay también delicadeza en dejar tales descubrimientos a la sagacidad de sentimientos del lector antes que a las razones preventivas del escritor novelista. Aludimos en esto a la maestría con que resaltan y asoman en las acciones del rey monje, casi llenas de delirio y de insania, los alientos y bríos de su alcurnia y de su raza. Cánovas del Castillo ha querido indicar así que «Al noble su sangre avisa», y que antes que tal sentimiento sirviese de título de comedia para Calderón, servía de oculto estímulo y de poderoso resorte en aquel rey desgraciado, para resucitar de cuando en cuando en medio de sus demencias, las altas cualidades de su linaje. El amor propio nacional y la dignidad de hombre encuentran una satisfacción cumplida al ver que por el medio y al través del remordimiento pueril y de las nimiedades y escrúpulos del fraile, se hacen lugar, aparecen y crecen en altura los nobles pensamientos del rey y los sentimientos encumbrados de la casa de Aragón. Repetimos que en este punto ha conseguido un triunfo cumplido nuestro novelador; y la Historia está de acuerdo en reconocer tales intercadencias de grandeza en el ánimo del rey monje. La mansedumbre del claustro no le quitó los bríos para hacer reconocer su superioridad en Navarra, y para hacer soltar al rey de Castilla la posesión de Zaragoza, de Daroca, de Calatayud y de otras ciudades de Aragón, de que se había apoderado a título de emperador de España; de modo que tales circunstancias vienen a dar todo el valor que en sí tiene el asunto casi principal de la novela que es el afianzamiento de la corona de Aragón en las sienes de doña Petronila y su unión con el conde de Barcelona.
La intervención en el nudo de la novela de doña Inés de Poitiers o doña Matilde de Aquitania, según otros la llaman, como esposa de don Ramiro, es otra creación no menos interesante de nuestro novelista. Si bien la Historia sospecha que esta señora murió antes del suceso de la campana de Huesca, haciéndose así más fácil la segunda entrada de don Ramiro en el claustro y la cesión de sus reinos en doña Petronila, su hija, no puede negarse que el seguirse otra opinión contraria en la acción de esta novela es un medio dramático de darle mayor movimiento y un recurso de ingenio para encontrar situaciones más apuradas, derramando por todas partes las amargas dulzuras del sentimiento. Y sin sentimiento no puede haber drama, novela, no puede existir obra alguna de imaginación y de ingenio.
Si por no aguar el placer de la sorpresa a nuestros lectores sólo hemos apuntado, sin entrar en citas ni ejemplos, los aciertos que ha alcanzado Cánovas del Castillo en esta linda muestra de su ingenio como novelador, con mayor motivo hemos de excusarnos el hablar por el menor de las cualidades de su estilo y de las prendas de su dicción. En entrambos primores del difícil arte de escribir raya muy alto nuestro novelista, sin que baje de punto en la viveza del diálogo, en el artificio de las réplicas de los interlocutores y en la destreza con que se lleva la curiosidad del lector en estas conversaciones y pláticas; de modo que, como por la mano, le conduce a conocer el propósito y los intentos de los personajes, siempre con recreación y entretenimiento. Aquí se demuestra la aplicación de lo que dijimos en el principio de este discurso, a saber: que en esta clase de escritos y narraciones es necesario entrar muy familiarizados con todos los recursos que ofrece idioma tan rico y variado cuanto lo es el nuestro, por la diversidad de sus orígenes y la abundancia de sus términos, giros e idiotismos, para recorrer hábil y diestramente por todos, sus registros, combinándolos, recogiéndolos y desplegándolos al hábil discernimiento del artista, ni más ni menos que como el famoso Liszt recorre con los dedos el variado teclado de un armónico y copioso piano. En este punto no podrán menos de ser tenidos en mucho los servicios que a la lengua ha prestado Cánovas del Castillo, y que puestos al lado de los que de algunos años a esta parte han prestado también otros laboriosos hablistas, han traído al acervo común de nuestro riquísimo insondable idioma las creces de palabras, frases y términos, casi olvidados, o ya por la incuria y pereza de los escritores, o ya por la mala lección de traducciones incorrectas, o ya, en fin, por la mala dirección que dan nuestros planes de estudios al cultivo de las humanidades, de la lengua patria y de todo género de elocuencia. Cánovas del Castillo, por la lección y estudio que ha hecho de su idioma nativo, será indudablemente leído y aun estudiado sabrosamente por cuantos sean amantes de las galas del castellano; este es el solo, pero el más subido premio que de sus vigilias puede esperar un hablista.
No creemos que este juicio, dictado con el propósito más firme de imparcialidad y de justicia, vaya mucho más allá de los términos de una sana crítica hasta tropezar con los términos de la inconsiderada alabanza. Si alguien se subleva ahora contra él, sin duda que al concluir la lectura de La campana de Huesca, o ha de estar en cabal acuerdo con nosotros o no ha de hallarse muy distante de los nuestros en sus apreciaciones y juicios. Pero aun en este último caso, le podríamos dar por excusa que cuando es llegado el trance de las manipulaciones y tratamientos, sin excluir la misma escuela fustigadora de Cristo, nadie trata mal adrede a sus propias carnes.