La campaña del Maestrazgo/XVIII

XVIII

«¡Jesús, qué delicia! -exclamó Nelet, después de una corta pausa-. ¡Casarme con ella!... ¡Marcela mi mujer! ¡Y retirarnos a una vida pacífica, laboriosa y agradable!... ¡Y tener hijos, muchos hijos!... Sepa usted, D. Beltrán, que hacienda no me falta. Conservo parte de las heredades de la familia... entre ellas un mas que es la gloria, cerca de Cambrils.

-Rico tú, más rica ella, el matrimonio se impone -dijo el anciano con tal gravedad, que a Nelet pareciole que hablaba por su boca el Concilio de Trento-. Has de saber que Juan Luco, padre de esa extraordinaria hembra, poseía grandes caudales, que yacen sepultados bajo tierra en diferentes puntos: me consta.

-Algo de esto oí; mas no le daba crédito.

-¡Si serás tú simple! Crees en los demonios, y pones en duda los hechos más naturales y corrientes... De acuerdo con su hermano Francisco, que también ha dado en la flor de que le canonicen, Marcela se propone consagrar todo ese metálico que hoy yace bajo tierra a una grande obra de fundación religiosa... figúrate qué desatino... ¡Como si no tuviéramos en España bastantes conventos! ¡Y en qué ocasión se le ocurre emplear dinero en albergues para frailes y monjas... cuando Mendizábal, de una plumada, ha echado por tierra las órdenes monásticas...! Pero poniéndonos en lo razonable, y a fin de no contrariar abiertamente la voluntad de la monjita, la dejaremos que consagre parte del tesoro a satisfacer aquel deseo santo, reservando un buen pico para las obligaciones sacratísimas que dejó pendientes Juan Luco. ¿No te parece?

-Si he de hablar claro, Sr. D. Beltrán, amo a Marcela con amor del alma y fuego de todo mi ser, sin que esta pasión sea turbada ni envilecida por ninguna ambición tocante a intereses... Por mi vida, que más la quiero pobre; que a mis brazos venga sin otra propiedad que la estameña que cubre la hermosura de su cuerpo; estameña que yo trocaré gustoso por la sedas más ricas.

-Pero, hijo, lo que abunda no daña. Tú no tienes culpa de que la santa sea una ricachona. La mejor demostración que puedes dar de tu delicadeza es permitir que Marcela funde o restaure algún conventito no muy grande, y que dedique luego una parte no floja de sus especies metálicas a dar cumplimiento a la voluntad de su padre... a restituciones que son sagradas, hijo, sagradas...

-Con todo estoy conforme, pues cuanto usted me dice, parece dictado de la misma razón y del perfecto conocimiento de la vida humana. No ha sido poca suerte para mí encontrar tal amigo y asesor.

-A buen árbol te has arrimado, hijo... Lo que yo no hiciere en este negocio, cuenta que nadie lo haría... Y si te parece, yo iré a recogerme, que me siento cansado y soñoliento... Alguien habrá que me diga dónde voy a tender esta noche mis pobres huesos».

Llevole Nelet muy solícito a la cama que a él le habían destinado, y se determinó, con insomnio y desasosiego de amante, a pasar toda la noche en pie. Las solitarias calles de Nules le vieron rondar, al pálido fulgor de las estrellas, y disparar suspiros contra los blancos muros de las Mónicas, santuario y prisión de la bella teóloga.

Habiendo partido Cabrera al día siguiente en dirección al Júcar, por la noche se efectuó con facilidad y sin ningún tropiezo la evasión de Marcela, facilidad en parte debida a las ingeniosas disposiciones de Nelet, en parte a las ganas que tenían las señoras Mónicas de que la prófuga de Sigena se fuera a otra parte con sus filosofías y sus latines. Mucho sintió Urdaneta no haber sido testigo de un caso que tenía por interesante y teatral. Contole el galán que Marcela había salido con un empaque de penitente, tal como en libertad la habían conocido, y que él, atento a seguir los sabios dictámenes de su amigo, se había mostrado atentísimo y caballerescamente cortesano, pero con cierta frialdad parecida al desdén, según el programa trazado. Habiendo dicho a la monja que no le había movido a libertarla más que su amor a la religión y su respeto a las decisiones del Concilio de Trento, replicó ella que agradecía su libertad; mas para que el favor fuera completo, había de buscar Nelet a los dos viejos enterradores que la acompañaban comúnmente, y llevárseles para que la guiaran en su camino. No le fue difícil al enamorado dar con Zaida y Alfajar, y aquel día muy temprano la monja y sus servidores o discípulos habían partido juntos hacia Villavieja. Tuvo buen cuidado Santapau de advertir a su ídolo que no se alejase de la tropa que él mandaba, pues de otro modo podría topar con quien de nuevo la cogiese y encerrara, obedeciendo las órdenes de Cabrera.

«En todo, hijo mío querido -dijo D. Beltrán satisfecho-, has procedido con tanto tacto como previsión. Atento, y al propio tiempo desdeñoso... solícito en buscar a los viejos, que sin peligro de su virtud la acompañan... y por último, precavido para tenerla siempre a la mano y que no se nos escabulla.

-Trato de inspirarme en usted, que todo lo sabe, pues aunque yo, he sido hombre muy corrido de mujeres, hacía mis conquistas al modo de pueblo, y con la rudeza y malos modos de mi educación aldeana. ¿Cómo dice usted que llaman a los que se dedican a engañar mujeres y hacen de esto un oficio?

-Don-Juanes.

-Pues si yo he sido un Don Juanillo de pueblo bajo, sin finura, sin retóricas, basto y llanote, usted ha sido un señor Don Juan cortesano».

Echose a reír Urdaneta, y no tuvieron tiempo de más explicaciones, porque tocaron marcha, y el regimiento de Nelet, componiendo con otros dos una brigada, al mando de Pertegaz, fue al socorro del Serrador, que apretado se veía en el sitio de Burriana. Cuando llegaron ya era tarde, porque el Serrador venía en retirada por causa de la gran resistencia que opusieron los valientes urbanos, socorridos por una columna de Castellón. Pocos días después, los urbanos, por orden de Borso, abandonaron la plaza, y entró en ella el cabecilla faccioso con el sentimiento de no encontrar a ningún jefe de la Milicia ni de tropa a quien fusilar. Pertegaz tomó la vuelta de Cantavieja para unirse a Cabañero, y Nelet volvió a incorporarse a la división de Llangostera, que marchó hacia Lucena y de aquí a Albocácer, recogiendo cuanto encontraba, hombres y caballerías, víveres y forrajes, animales y personas. En todas estas marchas y contramarchas D. Beltrán se aburría de lo lindo, y Nelet no tuvo el gusto de encontrar a Marcela más que dos veces: la una, en la rambla de la Viuda; la otra, en Nuestra Señora de Hortiseda. Apenas pudo hablarle en el primer encuentro; pero en el segundo sí platicaron, y por consejo de su noble maestro se lanzó a demostraciones más expresivas, después de haber empleado los desdenes sin resultado práctico. No debió de quedar satisfecho el comandante, porque cuando partió con sus tropas en auxilio de Cabañero, que sitiaba a Cantavieja, iba muy temeroso de que le cogieran por su cuenta los demonios que atormentarle solían. Rendida Cantavieja por traición, quedáronse las fuerzas de Nelet a mitad del camino, en Iglesuela del Cid, donde recibieron orden de Cabrera para marchar a la Cenia, punto fortificado por los carlistas a la subida de los puertos de Beceite. Allí se enteraron de que Oraa era General en jefe del Ejército del Centro, y que, decidido a dar impulso a las operaciones, había dividido su hueste en tres cuerpos, que mandaban los brigadieres Nogueras, Corral y Sequera; supieron asimismo que el infatigable y diabólico D. Ramón se aprestaba a defenderse contra enemigo tan poderoso como el Lobo Cano, que así llamaban a D. Marcelino, y seguramente, si con él no podía, había de marearle con sus audaces movimientos y prodigiosos brincos de un extremo al otro del país. Por de pronto, apresuraba la expugnación de la histórica villa de San Mateo, para no dar tiempo a que en su auxilio fuesen los de la Reina. Grandes acontecimientos se preparaban: D. Beltrán, que era amigo de Oraa, confiaba mucho en su pericia; mas conociendo ya el fragoso terreno de aquella guerra, y la fiereza y dura condición de los que en él peleaban por el absolutismo, no veía cerca ni lejos el menor vislumbre de paz. La Naturaleza era allí tan guerrera como el hombre.

Estaba de Dios que antes de salir de la Cenia presenciaran Nelet y D. Beltrán espectáculo tan lastimoso como el de Burjasot, pues, conducidos allí los prisioneros de San Mateo (que se rindió como Cantavieja, por flaqueza o deslealtad de algunos de sus defensores), se procedió con toda tranquilidad a exterminarlos por un procedimiento fácil y barato. Apenas llegaron, metiéronles en diferentes mazmorras; algunos fueron recluidos dentro de un horno de pan. Y si por economía de víveres se les mataba de hambre, por ahorrar cartuchos se determinó concluirles a bayonetazos. Edificado el pueblo en eminencia rocosa, presenta por uno de sus costados un tajo formidable, vertiginosa caída a la profundidad aterradora de un barranco, donde brama un torrente entre peñas y zarzales. Al borde de este precipicio fueron conducidos de dos en dos los prisioneros, después de confesados por el padre Chambó, cura párroco de la Cenia. Unos cuantos números hacían de matachines; otros tantos arrojaban los cuerpos a la hondura tenebrosa y fría. Treinta y ocho oficiales y sargentos perecieron de este modo, sin contar un cadete de doce años, que fue al matadero emparejado con su padre, comandante del fuerte rendido de San Mateo. La última res sacrificada fue una cantinera portuguesa.

No tuvo papel Santapau en esta tragedia, pues habiéndose trocado, por la virtud de su amorosa llama, de feroz en benigno y humanitario, siempre que le daba en la nariz olor de degollina, se ponía malo; y realmente lo estuvo de la cabeza y del corazón. Sin quejarse tanto como su amigo, D. Beltrán no gozaba de buena salud. Ambos se alegraron cuando se dio la orden de que Nelet marchase con la mitad de su regimiento a relevar la guarnición de Benifazá, lugar que también tenían toscamente fortificado en el centro de aquel núcleo de montes elevadísimos que llaman la Tinenza. Por los desfiladeros del río de la Cenia, faldeando la Peña del Águila, pasaron de la zona de Rosell a Benifazá, y a la célebre abadía cisterciense fundada por D. Jaime, edificio devastado sucesivamente por tres guerras, la de las Germanías, la de Sucesión y la que ahora se relata. Daba pena ver su noble arquitectura mutilada por bárbaras manos: aquí señales de incendios, allá desplomados muros, la iglesia con medio techo de menos, la torre melancólica y sin campanas, con sus espadañas ciegas y mudas, las junturas pobladas de jaramagos y ortigas, y el claustro, en fin, con sólo tres costados, más triste que todo lo demás, y más poético y ensoñador. Aposentaron a D. Beltrán en un pasadizo entre el claustro y la iglesia, donde gozaba de la hermosa vista del despedazado monumento, que apreciar podía en su esbeltez de conjunto, no en sus riquísimos detalles. No era lego en arqueología el buen aragonés, y sentía verdadera pasión por el estilo llamado románico y su elegante austeridad: en tiempos más felices había visitado con entusiasmo de artista los monasterios de Veruela y San Juan de Peña; conocía el de Rueda como su propia casa, y todo lo románico y gótico del siglo XIII que encierran las ilustres villas y ciudades de Aragón. Se extasiaba recorriendo los venerables restos de la construcción medieval, los tres ábsides semi-circulares, el claustro, la sala del Capítulo, el palacio abacial; y tan dulce encanto encontró en aquella paz y en el poético lenguaje de las nobles y tristes piedras, que habría deseado permanecer allí todo el tiempo que su prisión durase.

También Nelet se sentía muy a gusto en el monasterio, que perfectamente cuadraba a su espíritu en aquella ocasión, como estuche ajustado a la joya que guarda. La dolencia que trajo de la Cenia se le calmó el primer día; mas repuntó al segundo con sus murrias negras y sus vibraciones nerviosas, anunciándole la visita de los entes infernales que con él se divertían. Los ratos libres de servicio pasábalos con D. Beltrán, sentaditos en un rincón del claustro, hablando cada cual de sus tristezas. Como el présbita que se hace leer un libro de letra menuda, Urdaneta rogaba a su amigo que le leyese el claustro, esto es, que examinara uno por uno los capiteles y el simbolismo que representaban, para poder él juzgar de obra tan bella, como si con sus propios ojos la deletreara. Después de describir varias esculturas en que no halló ningún interés, dijo Nelet con estupor:

«¡Ay, aquí veo mi propia historia!... No, no se ría: es mi historia, que aquí representaron aquellos artífices algunos siglos antes de que yo viniera al mundo.

-¿Qué ves, hijo?

-En este capitel del ángulo, por la parte de dentro, veo un guerrero que adora a una penitente. Él está de rodillas; ella, en la tosquedad de estos relieves, ofrece gran semejanza con Marcela, los pies desnudos, suelto el cabello... En el capitel de fuera se ve la misma peregrina, con una cruz... Yo no estoy aquí... parece como si me hubiera ido... Debo de estar más allá... Déjeme ver... Aquí no estoy; forman el adorno unos como perritos o leoncitos, y luego sigue otro con cabezuelas de ángeles, entre las púas retorcidas de cardos borriqueros... ¡Ah! ya parecí... aquí estoy, en este otro capitel, y me tiene cogido por el pescuezo el demonio que se permite conmigo sus bromas cargantes... Sigue otro en que hay muchas mujeres chiquitas, desnudas, entre llamas, que son las hembras que deshonré y perdí, y por mi culpa están en el Purgatorio o en el Infierno...

-Hombre, no saques las cosas de quicio. Será otra leyenda que nada tiene que ver contigo... ¿Qué hay más allá?

-Pues un caballero con cruz en el pecho, como de Templario, con un cuerno de caza en el cinto, en la una mano una pica y en la otra un halcón.

-Caballero noble... Ese soy yo... No me niegues que puedo ser yo.

-¿Cómo he de negarlo, si hasta se le parece en lo airoso de la figura?... pues en el rostro tiene un cierto aire...

-Dime otra cosa... fíjate bien. ¿No estoy hablando con alguna dama de alta alcurnia, reina o princesa?

-No señor... Está usted solo.

-No puede ser. Puede que el tiempo haya desgastado la otra figura. Dama ilustre debe de haber, que me acompaña en el noble ejercicio de la caza; y si no es así, no soy yo el que miras, Nelet.

-Créalo usted o no lo crea, yo sostengo, amigo mío, que vivimos en estos pedruscos. Esto que aquí nos rodea no es cosa muerta; esto tiene alma, como la tienen los montes, el viento, las cavernas y los torrentes que cantan y rezan en las profundidades...