XIX

-Más poeta eres de lo que yo creía -dijo D. Beltrán, cogiéndole del brazo para pasear por el claustro-. Por cierto que una queja tengo de ti, y es que, habiéndote escrito Marcela, según me has dicho, más de una carta acompañada de versos, aún no me los has enseñado.

-No sólo he de mostrárselos, sino que quiero que ponga su mano de maestro en los que yo, en respuesta de los suyos, estoy inventando...

Rompió D. Beltrán en una risa placentera; mas no pudieron seguir ocupándose en aquel ameno asunto, porque se acercó el ayudante del batallón, llamando a Santapau para urgentes resoluciones del servicio. Toda la tarde y parte de la noche estuvo atareadísimo, dando cumplimiento a órdenes de Cabrera para proveer a una corta de árboles, con objeto de proteger el camino cubierto entre la casa del abad y un mas situado a tiro de fusil, dominando el río y el sendero. Al día siguiente contó el comandante a su maestro que, no pudiendo dormir después de su trabajo, había visto a Marcela, o más bien una parte no más de su persona... «pero tan claramente, amigo Urdaneta, como le estoy viendo a usted ahora.

-¡Demonio! ¿Y qué parte de su persona veías? ¿Se puede saber?

-Los dientes... Mire usted que es raro. No hay, créalo, en todo el mundo dientes como los suyos, blancos como la leche, y tan iguales y bonitos que se emboba uno mirándolos... Por arriba y por abajo de las dos hiladas veía yo un poco de los labios... y nada más.

-Eso es que sonreía. Buena señal. ¿Y una sola vez lo viste?

-Más de veinte, y hoy también como unas ocho veces.

-Aunque aquí estamos muy bien, es lástima que las obligaciones militares nos separen de la divina Marcela».

Díjole Nelet que, desde antes de ir a la Cenia, era tal su anhelo de verla y hablarle, que había discurrido establecer comunicación con ella. Tanto tiempo ausente del ser que adoraba, era peor desgracia que la muerte. Habiendo tenido la suerte de encontrar a un pastor viejo, muy conocedor de aquellos montes y cañadas, devoto de Marcela, a quien como santa miraba, le dio el encargo de rastrearla y descubrir sus guaridas. Al segundo día de estar en Benifazá, le había traído el pastor razones satisfactorias. Marcela habitaba con preferencia en las alturas, como las águilas, y en los santuarios de más devoción del país. Había morado algún tiempo en la Muela de Ares, después pasó a la cueva de la Balma, de allí a la Virgen de los Ángeles, cerca de San Mateo, y en aquellos días se hallaba en el santuario de la Traiguera, entre Chert y Vinaroz. Como preguntara D. Beltrán si había recibido carta en prosa o verso, replicó que las razones de que había sido mensajero el pastor eran verbales. Marcela enviaba un cordial saludo a sus dos amigos, asegurando que en todas sus oraciones pedía al Señor y a la Virgen que les diera salud y buenas ideas. A Nelet, particularmente, le enviaba nuevas expresiones de su agradecimiento, y la promesa de acudir al punto que él designara, si algo tenía que decirle.

«¡Oh! Magnífico... No repugna acudir a la cita. Vamos bien, querido Nelet, pero muy bien... ¡Ay! es triste cosa que ni yo por prisionero, ni tú por militar, esclavo de la ordenanza, podamos trasladarnos a donde nos llama nuestro deseo.

-En eso pienso, señor mío -dijo Santapau caviloso-. Y harto ya de la esclavitud del servicio, estoy decidido a pedir mi licencia por enfermo, instalándome donde ella esté, aunque para esto tenga que hacer vida de penitente».

Aseguró Urdaneta, suspirando y casi lloroso, que él haría lo mismo si pudiese, agregándose a los enterradores que escoltaban a la divina mujer, y dedicándose con ellos al manejo de la pala y azadón donde fuese menester remover la tierra. Añadió Nelet que para la comunicación con la monja había encontrado mensajero más rápido que el pastor, y era una mujercita del barranco de Vallivana, a quien llamaban Malaena, también con cariz de penitente o mendiga errante, envejecida por los trabajos, la miseria y los sufrimientos. Madre fue de dos hijos que andaban en la partida de Pertegaz, y cogido por Nogueras uno de ellos con un parte del Serrador, le fusilaron; al otro le aplicó Boil la misma pena en Concud, cerca de Teruel. Sin parientes ni habientes, viviendo de arrancar leña y vender teas, era Malaena un puro espíritu, pues entre sus huesos y su piel no encontrara el escalpelo más diligente una hebra de carne. Frecuentaba los bosques; sabía escoger hierbas oficinales; comía raíces y mendrugos de pan, reblandecidos en el agua. En ligereza para pasar de un valle a otro, salvando las más altas muelas, y los puertos pedregosos, no la igualaban más que los pájaros. Aunque en algunos caseríos de Salvasoria la tenían por bruja y la recibían a pedradas, era una pobre y santa mujer, sencilla, inocente y fiel. Al escogerla Santapau para embajadora, vio en ella un ave discreta y solícita; y para tenerla en su gracia, empezó por regalarle una saya nueva, pañuelos, y todas las alpargatas que para sus montaraces correrías necesitase. Estas fueron inauguradas por un mensaje amoroso, en que puso Nelet sus cinco sentidos, consultándolo con D. Beltrán, el cual hizo varias enmiendas, más para templar que para encender el ardor pasional del desgraciado joven.

Si la guerra vino de improviso a perturbar estos planes, tan distintos de la contienda entre Isabel y Carlos, luego los favoreció, como se verá más adelante. El 4 de Mayo avanzó el General Oraa desde Vinaroz contra Cabrera y el Serrador, que ocupaban la Cenia y Rosell. En una y otra parte les atacó con brío, desalojándoles después de reñido combate. La fuerza de Benifazá acudió en apoyo del Serrador, y tanto este como Cabrera hubieron de buscar refugio en la sierra de Bel. Dos días estuvieron tiroteándose en aquellas alturas las guerrillas de uno y otro bando, hasta que Oraa, falto de provisiones, hubo de retirarse a Vinaroz, y Cabrera y el Serrador volvieron a ocupar la Cenia y Rosell. Tal era la guerra del Maestrazgo, un tomar y dejar posiciones y un perseguirse y sorprenderse, sin ventaja de los liberales, que no podían abandonar largo tiempo su base de operaciones; el juego sólo aprovechaba a los carlistas, que estaban en su casa, y, desalojados de la sala, se metían en la cocina; perseguidos en esta, se escabullían por el cañón de la chimenea, y desde el tejado seguían combatiendo.

El ejército cristino, como se ha dicho, tuvo que bajar a Vinaroz: comió y volvió a subir, custodiando un convoy de víveres para socorrer a Morella, algo apurada de bucólica en aquellos días. Queriendo cortarle el paso, apostó Cabrera su gente en Chert; pero el lobo cano anduvo más listo; conocida la jugada, dispuso sus tropas con arte y burló la astucia del leopardo. Trabose batalla, en que el lobo llevó la mejor parte, ganando sin dificultad el paso de Vallivana y entrando en Morella sin grave tropiezo. Repitiose a la vuelta la jugada, con mayor gasto de cartuchos y algunas bajas; pero el lobo pasó, rodeando las alturas de Catí, mientras su rival, desconcertado por este hábil movimiento, bajó a esperarle en el valle de San Mateo, donde la caballería cristina le hizo frente, obligándole a volverse a las alturas. Poco afortunado Cabrera en aquellos lances, dividió de nuevo su ejército, y dejando a Llangostera en el Maestrazgo, se corrió con el Serrador y el Fraile Esperanza hacia Murviedro, donde esperó inútilmente sorprender a Nogueras, y de allí le veremos volver pronto hacia el Norte con la celeridad del rayo, para sitiar a Gandesa.

En el tiempo invertido en estas operaciones, que sólo por el cansancio que producían al enemigo eran al carlismo provechosas, pasó el buen Urdaneta días de ansiedad amarguísima, confinado primero en Chert, luego en la Jana, deplorando la ausencia de su amigo, de quien nada sabía; oyendo sin cesar el vivo tiroteo que por esta y la otra encañada, de este y el otro monte venía; ignorante de quién perdiera o ganara en aquellos combates, a su parecer fantásticos y aéreos, sostenidos en las alturas o en los desfiladeros por bandadas de aves, más que por hombres. Eran las guerras de fábula, entre animales de pluma o pelo, veloces, y que prontamente corrían de un punto a otro, sin dejar rastro. Recluido en la impedimenta de Llangostena, que escoltaban pocos infantes y caballos, sufrió el hombre tristezas, hambres y tratos groseros, hasta que puestas en marcha las acémilas, cuando ya toda la rambla de Cervera y pasos de Vallivana estaban libres de cristinos, tuvo la satisfacción de ver a Nelet, que al frente de un corto destacamento de soldados venía de San Mateo, y lo primero que hizo el joven guerrero fue correr a abrazarle cariñoso. Poco le faltó a D. Beltrán para echarse a llorar del gusto que aquel encuentro le daba, y antes que pudieran comunicarse sus afectos, hubo de notar Urdaneta que el rostro de su amigo, demacrado y macilento, revelaba enfermedad honda o turbaciones del ánimo. No quiso el comandante entretenerse en explicaciones, dejándolas para cuando llegasen al poblacho donde habían de dormir. Sólo dijo que sintiéndose mal de salud, había pedido permiso a Cabrera para reponerse con algunos días de descanso, y para cumplir un voto a la Santísima Virgen de Vallivana. Como se condoliera el maestro de no poder acompañarle ni en el descanso ni en la piadosa peregrinación, díjole Nelet que pues en Catí encontraría a Cabañero, bien se podía esperar que el bravo aragonés, deudor de D. Beltrán por beneficios recibidos, le mostraría su gratitud en aquella ocasión sin faltar a sus deberes militares. Consolado con esta idea, recobró el noble señor su tranquilidad, ya que no su alegría, y charlando de los sucesos recientes, se encaminaron uno y otro a Catí, venciendo trabajosamente la subida asperísima que a tan enriscada posición conduce.

Lo primero de que se ocupó en el pueblo Santapau fue de ver a Cabañero, que con su legión zaragozana y oscense allí estaba desde el día anterior, y hablarle del desgraciado prócer a cuya generosidad debía el jefe aragonés los primeros zapatos que se puso en su vida. Así lo reconoció el tal, manifestándose muy sorprendido de que en pasos tan desdichados se viera el noble señor de Albalate y Olid. Corrió a verle, y, besándole afectuoso las manos, oyó de D. Beltrán las explicaciones que este quiso darle de los motivos por que había venido a ser cautivo de Cabrera, y de hallarse en rehenes, la más aflictiva situación de un hombre ¡ay! en tiempos tan calamitosos. Compadecido Cabañero, y expresando su voluntad sincera de influir con el jefe para libertarle, le convidó a su mesa, harto pobre en verdad; pero aceptable en tales circunstancias. Tocado por Nelet el punto delicado de la escapadita a Vallivana para cumplir el voto que los dos habían hecho de visitar a la Santísima Virgen, accedió Cabañero a que el prisionero se ausentase del ejército por dos días no más, dejándole una garantía más valiosa que todos los rehenes o prendas vivas. «Mi palabra de honor, ¿no es eso? -dijo D. Beltrán alargando su mano flaca-. Pues la tienes». Respondió el aragonés con gallarda confianza que la palabra de tan insigne caballero le bastaba para tener bien cubierta su responsabilidad, y no se habló más del asunto.

Vierais, pues, a la mañanita siguiente a Manuel Santapau y al Sr. de Urdaneta salir de Catí, solos, a pie, cada cual amparado de un nudoso garrote: el uno inerme, el otro armado de pistolas y un cuchillo de monte. Llevaba de añadidura Nelet provisión de pan y otras cosillas de sustancia liadas en un pañuelo. En el descenso de la montaña, por senderos de ovejas que sorteaban la pendiente con ángulos y curvas dilatadas, pudiendo apreciar el grandioso panorama que a su vista se ofrecía; belleza incomparable de que también gozó D. Beltrán, pues si no apreciaba las menudencias y tonos medios del paisaje, percibía claramente las grandes masas rocosas, que por su coronamiento romo y achatado, en aquella formación geológica, son llamadas muelas. Las vertientes cubiertas de verde espesura son en algunos puntos suaves; en otros caen rápidamente, querenciosas de la vertical: todas de imponente majestad y hermosura. En una de las revueltas vieron el alto de la Virgen de la Salud, cerca de San Mateo, coronado por el santuario eminente; en otra revuelta, hacia el Oeste, la Muela de Ares, cima chata en la sierra de la Higuera. Hacia el Norte distinguían el obscuro monte de Vallivana cubierto de verdor, y más allá asomaban el Castell de Cabres, la Moleta del Cid y los montes de la Cenia. Ningún ser humano encontraron en el camino. Llegado que hubieron a un ameno grupo de alisos entre peñas, se sentaron a descansar y a reponerse con un frugal almuerzo, y tumbados allí, en medio de la paz y quietud más deliciosas, Nelet empezó a desembuchar las noticias y peregrinos hechos que ansiaba someter al consejo de su amigo.