La busca/Parte III/II
II
Un día Manuel se vio bastante sorprendido al saber que su madre no
se levantaba y que estaba enferma. Hacía tiempo que echaba sangre por
la boca; pero no daba importancia a esto.
Manuel se presentó en la casa humildemente, y la patrona en vez de recriminarle, le hizo pasar a ver a su madre. No se quejaba ésta más que de un magullamiento grande en todo el cuerpo y de dolor en la espalda. Pasó así días y días, unas veces mejor, otras peor, hasta que empezó a tener mucha fiebre y hubo que llamar al médico. La patrona dijo que habría que llevar a la enferma al hospital; pero como tenía buen corazón, no se determinó a hacerlo.
Ya había confesado a la Petra el cura de la casa una porción de veces.
Las hermanas de Manuel iban de vez en cuando por allí, pero ninguna de las dos traía el dinero necesario para comprar las medicinas y los alimentos que recomendaba el médico.
El Domingo de Piñata, por la noche, la Petra se puso peor; por la tarde había estado hablando animadamente con su hijo; pero esta animación fue desapareciendo, hasta que quedó presa de un aniquilamiento mortal.
Aquella noche del Domingo de Piñata tenían los huéspedes de doña Casiana una cena más suculenta que de ordinario, y después de la cena unas rosquillas de postre, regadas con el más puro amílico de las destilerías prusianas.
A las doce de la noche seguía la juerga. La Petra dijo a Manuel.
-Llámale a don jacinto y dile que estoy peor.
Manuel entró en el comedor. En la atmósfera espesa por el humo del tabaco, apenas se veían las caras congestionadas. Al entrar Manuel, uno dijo:
-Callad un poco, que hay un enfermo.
Manuel dio el recado al cura.
-Tu madre no tiene más que aprensión. Luego iré -repuso don jacinto.
Manuel volvió al cuarto.
-¿No viene? -preguntó la enferma.
-Ahora vendrá; dice que no tiene usted más que aprensión.
-¡Sí; buena aprensión! -murmuró ella tristemente-. Estate aquí.
Manuel se sentó sobre un baúl; tenía un sueño que no veía.
Iba a dormirse cuando le llamó su madre.
-Mira -le dijo-,trae el cuadro de la Virgen de los Dolores que hay en la sala.
Manuel descolgó el cuadro, un cromo barato, y lo llevó a la alcoba.
-Ponlo a los pies de la cama, que lo pueda ver yo.
Hizo el muchacho lo que le mandaban, y volvió a sentarse. Seguía el jaleo de canciones, palmadas y castañuelas en el comedor.
De pronto, Manuel, que estaba medio dormido, oyó un estertor fuerte, que salía del pecho de su madre, y al mismo tiempo vio que su cara, más pálida, tenía extrañas contracciones.
-¿Qué le pasa a usted?
La enferma no contestó. Entonces Manuel volvió a avisar al cura. Este abandonó el comedor refunfuñando, miró a la enferma y dijo al muchacho:
-Tu madre se muere. Estate aquí, que yo vengo en seguida con la Unción.
Mandó el cura callar a los que alborotaban en el comedor, y enmudeció la casa entera.
No se oyó entonces más que ruido de pasos, abrir y cerrar de puertas y luego el estertor de la moribunda y el tic-tac de un reloj del pasillo.
Llegó el cura con otro que traía una estola e hizo todas las ceremonias de la Unción. Cuando el vicario y sacristán salían, Manuel miró a su madre y la vio lívida, con la mandíbula desencajada. Estaba muerta.
El muchacho se quedó solo en el cuarto, iluminado por la luz de aceite, sentado en un baúl, temblando de frío y de miedo.
Toda la noche la pasó así; de vez en cuando entraba la patrona en paños menores y preguntaba algo a Manuel, o le hacía alguna recomendación, que éste, en general, no comprendía.
Manuel aquella noche pensó y sufrió lo que quizá nunca pensara ni sufriera: reflexionó acerca de la utilidad de la vida y acerca de la muerte con una lucidez que nunca había tenido. Por más esfuerzos que hacía, no podía detener aquel flujo de pensamientos que se enlazaban unos con otros.
A las cuatro de la mañana estaba toda la casa en silencio, cuando oyose ruido del picaporte en la puerta de la escalera; después, pasos en el corredor, y luego, el sonido quejumbroso de la caja de música colocada en la mesa del vestíbulo, que tocaba la Mandolinata.
Manuel se despertó sobresaltado, como de un sueño; no se pudo dar cuenta de lo que era aquella música; hasta pensó si se le había trastornado la cabeza. El organillo, después de unas cuantas paradas y asmáticos hipos, abandonó la Mandolinata y comenzó a tocar atropelladamente el dúo de Bettina y de Pippo, de La Mascota
Me olvidarás, gentil pastor, con ese traje tan señor.
Manuel salió de la alcoba y preguntó en la oscuridad.
-¿Quién es?
Al mismo tiempo se oyeron voces que salían de todos los cuartos. El organillo interrumpió el aire de La Mascota para emprender con brío el himno de Garibaldi. De repente cesaron las notas de la caja de música y una voz ronca gritó:
-¡Paco!¡Paco!
La patrona se levantó y preguntó quiénes alborotaban así; uno de los que habían entrado en la casa, con voz aguardentosa, dijo que eran estudiantes de la casa de huéspedes del piso tercero, que venían del baile en busca de Paco, uno de los comisionistas. La patrona les dijo que había un muerto en la casa, y uno de los borrachos, que era estudiante de Medicina, dijo que deseaba verle. Se le pudo disuadir de su idea y todos se marcharon. Al otro día se avisó a las hermanas de Manuel y se enterró a la Petra...
Al día siguiente del entierro, Manuel salió de la casa de huéspedes y se despidió de doña Casiana.
-¿Qué vas a hacer? -le dijo ésta.
-No sé; ya veremos.
-Yo no te puedo tener, pero no quiero que pases hambre. Alguna que otra vez ven por aquí.
Después de callejear toda la mañana, Manuel se encontró al mediodía en la ronda de Toledo, recostado en la tapia de las Américas y sin saber qué hacer. A un lado, sentado también en el suelo, había; un chiquillo astroso, horriblemente feo y chato, con un ojo nublado, los pies desnudos y un chaquetón roto, por cuyos agujeros se veía la piel negra, curtida por el sol y la intemperie. Colgado del cuello llevaba un bote para coger colillas.
-¿Dónde vives tú? -le preguntó Manuel.
Yo no tengo padre ni madre -contestó indirectamente el muchacho.
-¿Cómo te llamas?
-El Expósito.
-¿Y porqué te llaman Expósito?
-¡Toma! Porque soy inclusero.
-Y tú ¿no has tenido nunca casa?
-Yo no.
-¿Y dónde sueles dormir?
-Pues en el verano, en las cuevas y en los corrales, y en el invierno, en las calderas del asfalto.
-¿Y cuando no hay asfalto?
-En algún asilo.
-Pero bueno, ¿qué comes?
-Lo que me dan.
-¿Y se vive bien así?
El inclusero no debió de entender la pregunta o le pareció muy necia, porque se encogió de hombros. Manuel siguió interrogándole con curiosidad.
-¿No tienes frío en los pies?
-No.
- ¿Y no haces nada?
-¡Psch...!, lo que se tercia: cojo colillas, vendo arena, y cuando no gano nada voy al cuartel de María Cristina.
-¿A qué?
-Toma, por rancho.
-¿Y dónde está ese cuartel?
-Cerca de la estación de Atocha. ¿Qué? ¿También quieres ir tú allí?
-Sí; también.
-Pues vamos, no se vaya a pasar la hora del cocido.
Se levantaron los dos y, echaron a andar por las rondas. El Expósito entró en las tiendas del camino a pedir, y le dieron dos pedazos de pan y una perra chica.
-¿Quieres ninchi? -dijo ofreciendo uno de los pedazos a Manuel.
-Venga.
Llegaron los dos por la ronda de Atocha frente a la estación del Mediodía.
-¿Tú conoces la hora? -preguntó el Expósito.
-Sí, son las once.
-Entonces aún es temprano para ir al cuartel.
Frente a la estación, una señora, subida en un coche rojo, peroraba y ofrecía ungüento para las heridas y un específico para quitar el dolor de muelas.
El Expósito, mordiendo el pedazo de pan, interrumpió el discurso de la señora del coche, gritando irónicamente:
-¡Deme usted una tajada para que se me quite el dolor de muelas!
-Y a mí otra -dijo Manuel.
El marido de la señora del coche, un viejo con un ranglán muy largo, que, en el grupo de los oyentes escuchaba con el mayor respeto lo que decía su costilla, se indignó y, hablando medio en castellano, dijo:
Ahora sí que os van a dolert de veres.
Este señor ha venido del Archipipi -interrumpió el Expósito.
El señor trató de coger a uno de los chicos. Manuel y el Expósito se alejaban corriendo, le daban un quiebro al del ranglán y se plantaban frente a él.
Sinvergüenses -gritaba el señor- os voy a dart una guantade, que entonses sí que os van a dolert de verdat.
-Si ya nos duelen -replicaban ellos.
El hombre, en el último grado de exasperación, comenzó a perseguir frenético a los chicos; un grupo de golfos y de vendedores de periódicos le achucharon irónicamente, y el viejo, sudando, secándose la cara con el pañuelo, fue en busca de un guardia municipal.
-¡Golfolaire! ¡Franchute! ¡Méndigo! -le gritó el Expósito.
Luego, riéndose de la guasa, se acercaron al cuartel y se pusieron a la cola de una fila de pobres y de vagos que esperaban la comida. Una vieja, que ya había comido, les prestó una lata para recoger el rancho.
Comieron, y después, en unión de otros chiquillos andrajosos, subieron por los altos arenosos del cerrillo de San Blas, a ver desde allí el ejercicio de los soldados en el paseo de Atocha.
Manuel se tendió perezosamente al sol; sentía el bienestar de hallarse libre por completo de preocupaciones, de ver el cielo azul extendiéndose hasta el infinito. Aquel bienestar le llevó a un sueño profundo.
Cuando se despertó era ya media tarde; el viento arrastraba nubes oscuras por el cielo. Manuel se sentó; había un grupo de golfos junto a él, pero entre ellos no estaba el Expósito.
Un nubarrón negro vino avanzando hasta ocultar el sol; poco después empezó a llover.
-¿Vamos a la cueva del Cojo? -dijo uno de los muchachos.
-Vamos.
Echó toda la golfería a correr, y Manuel con ella, en la dirección del Retiro. Caían las gruesas gotas de lluvia en líneas oblicuas de color de acero; en el cielo, algunos rayos de sol pasaban brillantes por entre las violáceas nubes oscuras y alargadas, como grandes peces inmóviles.
Delante de los golfos, a bastante distancia, corrían dos mujeres y dos hombres.
Son la Rubia y la Chata, que van con dos paletos -dijo uno.
-Van a la cueva -añadió otro.
Llegaron los muchachos a la parte alta del cerrillo; en la entrada de la cueva, un agujero hecho en la arena; sentado en el suelo, un hombre a quien le faltaba una pierna, fumaba en pipa.
-Vamos a entrar -advirtió uno de los golfos al Cojo.
-No se puede -replicó él.
-¿Por qué?
-Porque no.
-¡Hombre! Déjenos usted entrar hasta que pase la lluvia.
-No puede ser.
-¿Es que están la Rubia y la Chata ahí?
-A vosotros ¿qué os importa?
-¿Vamos a darles un susto a esos paletos? -propuso uno de los golfos, que llevaba largos tufos negros por encima de las orejas.
-Ven y verás -masculló el Cojo, agarrando una piedra.
-Vamos al observatorio -dijo otro-. Allá no nos mojaremos.
Los de la cuadrilla volvieron hacia atrás, saltaron una tapia que les salió al paso, y se guarnecieron en el pórtico del observatorio, del lado de Atocha. Venía el viento del Guadarrama, y allá quedaban al socaire.
La tarde y parte de la noche estuvo lloviendo, y la pasaron hablando de mujeres, de robos y de crímenes. Dos o tres de aquellos chicos tenían casa, pero no querían ir. Uno, que se llamaba el Mariané, contó una porción de timos y de estafas notables; algunos, que demostraban ingenio y habilidad portentosos, entusiasmaron a la concurrencia.
Agotado este tema, unos cuantos se pusieron a jugar al cané, y el de los tufos negros, a quien llamaban el Canco, cantó por lo bajo canciones flamencas con voz de mujer.
De noche, como hacía frío, se tendieron muy juntos en el suelo y siguieron hablando. A Manuel le chocaba la mala intención de todos; uno explicó cómo a un viejo de ochenta años, que dormía furtivamente en el cuchitril formado por cuatro esteras en el lavadero del Manzanares el Arco Iris, le abrieron una noche que corría viento helado dos de las esteras, y al día siguiente lo encontraron muerto de frío; el Mariané contó que había estado con un primo suyo, que era sargento de caballería, en una casa pública, y el sargento se montó sobre la espalda de una mujer desnuda y con las espuelas le desgarró los muslos.
-Es que para tener contentas a las mujeres no hay como hacerlas sufrir -terminó diciendo el Mariané.
Manuel oyó esta sentencia asombrado; pensó en aquella costurerita que iba a casa de la patrona, y después en la Salomé, y en que no le hubiese gustado hacerse querer de ellas martirizándolas; y barajando estás ideas quedó dormido.
Cuando despertó sintió el frío, que le penetraba hasta los huesos.
Alboreaba la mañana, ya no llovía; el cielo, aún oscuro, se llenaba de nubes negruzcas. Por encima de un seto de evónimos brillaba una estrella, en medio de la pálida franja del horizonte, y sobre aquella claridad de ópalo se destacaban entrecruzadas las ramas de los árboles, todavía sin hojas.
Se oían silbidos de las locomotoras en la estación próxima; hacia Carabanchel palidecían las luces de los faroles en el campo oscuro entrevisto a la vaga luminosidad del día naciente.
Madrid, plano, blanquecino, bañado por la humedad, brotaba de la noche con sus tejados, que cortaban en una línea recta el cielo; sus torrecillas, sus altas chimeneas de fábrica y, en el silencio del amanecer, el pueblo y el paisaje lejano tenían algo de lo irreal y de lo inmóvil de una pintura.
Clareaba más el cielo, azuleando poco a poco. Se destacaban ya de un modo preciso las casas nuevas, blancas; las medianerías altas de ladríllo, agujereadas por ventanucos simétricos; los tejados, los esquinazos, las balaustradas, las torres rojas, recién construidas, los ejércitos de chimeneas, todo envuelto en la atmósfera húmeda, fría y triste de la mañana, bajo un cielo bajo de color de cinc.
Fuera del pueblo, a lo lejos, se extendía la llanura madrileña en;suaves ondulaciones, por donde nadaban las neblinas del amanecer, serpenteaba el Manzanares, estrecho como un hilo de plata; se acercaba al cerrillo de los Ángeles, cruzando campos yermos y barriadas humildes, para curvarse después y perderse en el horizonte gris. Por encima de Madrid, el Guadarrama aparecía como una alta muralla azul, con las crestas blanqueadas por la nieve.
En pleno silencio el esquilón de una iglesia comenzó a sonar alegre, olvidado en la ciudad dormida.
Manuel sentía mucho frío y comenzó a pasearse de un lado a otro, golpeándose con las manos en los hombros y en las piernas. Entretenido en esta operación, no vio a un hombre de boina, con una linterna en la mano, que se acercó y le dijo:
-¿Qué haces ahí?
Manuel, sin contestar, echó a correr para abajo; poco después comenzaron a bajar los demás, despertados a puntapiés por el hombre de la boina.
Al llegar junto al Museo Velasco, el Mariané dijo:
Vamos a ver si hacemos la Pascua a ese morral del Cojo.
-Sí; vamos.
Volvieron a subir por una vereda al sito en donde habían estado la tarde anterior. De las cuevas del cerrillo de San Blas salían gateando algunos golfos miserables que, asustados al oír ruido de voces, y pensando sin duda en alguna batida de la policía, echaban a correr desnudos, con los harapos debajo del brazo.
Se acercaron a la cueva del Cojo; el Mariané propuso que en castigo a no haberles dejado entrar el día anterior, debían hacer un montón de hierbas en la entrada de la cueva y pegarle fuego.
-No, hombre, eso es una barbaridad -dijo el Canco- El hombre alquila su cueva a la Rubia y a la Chata, que andan por ahí y tienen su parroquia en el cuartel, y no puede menos de respetar sus contratos.
-Pues hay que amolarle -repuso el Mariané-. Ya veréis. El muchacho entró a gatas en la cueva y salió poco después con la pierna de palo del Cojo en una mano y en la otra un puchero.
-¡Cojo! ¡Cojo! -gritó.
A los gritos se presentó el lisiado en la boca de la cueva, apoyándose en las manos, andando a rastras, vociferando y blasfemando con furia.
-¡Cojo! ¡Cojo! =-le volvió a gritar el Mariané, como quien azuza a un perro-. ¡Que se te va la pierna! ¡Que se te escapa el piri! y cogiendo la pata de palo y el puchero los tiró por el desmonte abajo.
Echaron todos a correr hacia la ronda de Vallecas. Por encima de los altos y hondonadas del barrio del Pacífico, el disco rojo enorme del sol brotaba de la tierra y ascendía lento y majestuoso por detrás de unas casuchas negras.