La busca/Parte III/I

La busca
de Pío Baroja
I
II

I

El drama del tío Patas - La tahona - Karl el hornero - La Sociedad de los Tres


La impresión por la muerte de su hijo en el señor Ignacio fue tan profunda, que cayó enfermo. Se dejó de trabajar en el almacén, y al cabo de dos o tres semanas, como el señor Ignacio no se ponía bueno, la Leandra le dijo a Manuel:

-Mira: vete a casa de tu madre, porque aquí yo no te puedo tener.

Volvió Manuel a la casa de huéspedes, y la Petra, por mediación de la patrona, llevó al muchacho de mozo a un puesto de pan y verduras situado en la plaza del Carmen.

Allá, Manuel tuvo que sujetarse más que en la casa del señor Ignacio. El tío Patas, el dueño del puesto, un gallegazo pesadote como un buey, puso al corriente a Manuel de sus obligaciones.

Tenía que levantarse el muchacho al amanecer, abrir el puesto, soltar los fardos de verdura que subía un mozo de la plaza de la Cebada, e ir tomando el pan que traían los repartidores. Después, barrer la tienda y esperar a que se levantara el tío Patas, su mujer o su cuñada. Al llegar alguno de ellos, Manuel abandonaba el mostrador, y con una cesta pequeña a la cabeza iba con el pan a las casas de los parroquianos de la vecindad. En ir y venir se pasaba toda la mañana. Por la tarde era más pesado el trabajo: Manuel tenía que estarse quieto detrás del mostrador, aburriéndose, vigilado por el ama v su cuñada.

Acostumbrado a los paseos diarios por las rondas, le desesperaba tal inmovilidad.

La tienda del tío Patas, pequeña y mal oliente, tenía un papel amarillo, con cenefas verdes, que se despegaba de puro viejo. Un mostrador de madera, unos cuantos vasares sucios, un quinqué de petróleo en el techo y dos bancos constituían todo el mobiliario.

La trastienda, a la cual se llegaba por la puerta del fondo, era un cuarto sin más luz que la que entraba por el montante que daba al portal. En este cuarto se comía; de él se pasaba a la cocina y de ésta a un patio estrecho, muy sucia, con una fuente. Al otro lado del patio estaban las alcobas del tío Patas, de su mujer y de la cuñada.

A Manuel le ponían un jergón y unas mantas detrás del mostrador. Allí dentro, de noche sobre todo, olía a berza podrida; pero más que esto aún molestaba a Manuel el levantarse de madrugada, cuando el sereno daba dos o tres golpes con el chuzo a la puerta de la tienda.

En el puesto se vendía algo, lo bastante para vivir, nada más. En aquel tabuco había reunido el tío Patas una fortuna, ahorrando céntimo a céntimo.

La historia del tío Patas era verdaderamente interesante. Manuel la averiguó por las habladurías de los repartidores de pan y de los chicos de otros puestos.

El tío Patas había llegado a Madrid, desde un pueblo de Lugo, a buscarse la vida, a los quince años. Al cabo de veinte de economías inverosímiles, trabajando en una tahona, ahorró tres o cuatro mil pesetas, y con ellas estableció un puesto de pan y de verdura. Su mujer despachaba en el puesto, y él seguía trabajando en la tahona y guardando dinero. Cuando su hijo creció, le tomó en traspaso una taberna, y luego una casa de préstamos. En esta época de prosperidad murió la mujer del tío Patas, y el hombre, ya viudo, quiso saborear la vida, que tan estéril fue para él, y se casó, a pesar de sus cincuenta y tantos años, con una muchacha, paisana suya, de veinte, que no pensaba, al ir al matrimonio, más que en convertirse de criada en ama.

Todos los amigos del tío Patas trataron de convencerle de que era una barbaridad el casarse a sus años, y con una moza tan joven; pero él siguió en sus trece, y se casó.

A los dos meses de matrimonio, el hijo del tío Patas se entendía con su madrastra, y poco tiempo después el viejo se enteraba. Espió un día, y vio salir a su hijo y a su mujer de una casa de compromiso de la calle de Santa Margarita. Quizá el hombre pensó tomar una determinación enérgica, decir a los dos algo muy fuerte; pero como era calmoso y tranquilo, y no quería perturbar sus negocios, dejó pasar el tiempo, y poco a poco se acostumbró a su situación. Después, la mujer del tío Patas trajo del pueblo a una hermana suya, y cuando llegó, entre la mujer y el hijo del tío Patas se la empujaron al viejo, y éste concluyó amontonándose con su cuñada. Desde entonces, los cuatro vivieron con tranquilidad completa. Se entendían admirablemente.

A Manuel, que estaba curado de espanto, porque en la Corrala había más de una combinación matrimonial parecida, no le asombró la cosa; lo que le indignaba era la tacañería del tío Patas y de su gente.

Toda la escrupulosidad que no tenía la mujer del tío Patas en otras cuestiones, la guardaba, sin duda, para las cuentas. Acostumbrada a sisar, conocía al dedillo las socaliñas de las criadas y no se le escapaba un céntimo: siempre creía que la robaban. Era tal su espíritu de economía, que todos en casa comían pan seco, confirmando el dicho popular de que «en casa del herrero, cuchillo de palo».

La cuñada, mujer cerril, de nariz corta, mejillas rojas, de pecho y caderas abundantes, podía dar lecciones de sordidez a su hermana, y en cuestión de falta de pudor y de dignidad la aventajaba con mucho. Solía andar por la tienda despechugada, y no había repartidor que no la diese un tiento en la pechera.

-¡Qué gorda estás, oh! -la decían los paisanos.

Y no parecía sino que toda aquella grasa tan manoseada no la pertenecía, porque no protestaba; pero si alguien trataba de escamotearla en la cuenta algún panecillo, entonces se ponía hecha una fiera.

Los domingos, por la tarde, el tío Patas, su mujer, su cuñada y su hijo solían jugar en la calle, al mus, en una mesita, en medio del arroyo; nunca se atrevían a dejar la tienda sola.

A los tres meses de entrar Manuel allá, la Petra fue a ver al tío Patas, y le dijo que diera al chico algún jornal. El tío Patas se echó a reír: le parecía la pretensión el colmo de lo absurdo, y dijo que no, que era imposible: que el muchacho no ganaba el pan que comía.

Entonces la Petra buscó otra casa para Manuel, y lo llevó a una tahona de la calle del Horno de la Mata a que aprendiera el oficio de panadero.

En la tahona, para comenzar el aprendizaje le pusieron en el horno a ayudar al oficial de pala. El trabajo era superior a sus fuerzas. Se tenía que levantar a las once de la noche, y comenzaba por limpiar con una raedera unas latas de hierro, en donde se cocían bollos, pasándolas, después de frotadas, con una brocha untada en manteca derretida; hecho esto, ayudaba al oficial de pala a sacar la brasa del horno con un hierro; luego, mientras el hornero cocía, iba cogiendo tablas pesadísimas, cargadas de panecillos, y las llevaba del amasadero, a la boca del horno; y cuando el oficial metía los panecillos dentro, volvía Manuel con las tablas al amasadero. A medida que el pan salía del horno, lo mojaba con un cepillo empapado en agua, para dar brillo a la corteza. A las once de la mañana se concluía el trabajo, y en los intervalos de descanso, Manuel y los trabajadores dormían.

La vida allí era horriblemente penosa.

La tahona ocupaba un sótano oscuro, triste y sucio. Estaba el piso del sótano por debajo del nivel de la calle, a la cual tenía unas ventanas con cristales tan oscurecidos por el polvo y las telarañas, que no dejaban pasar más que luz turbia y amarillenta. A todas horas se trabajaba con gas.

Se entraba a la tahona por una puerta que daba a un patio grande, en el cual se levantaba un cobertizo de cinc agujereado, que protegía de la lluvia, o trataba de proteger al menos, las cargas de ramaje de retama y las pilas de leña allí amontonadas.

De este patio, por una puerta baja, se pasaba a un largo corredor, estrecho y húmedo, negro por todas partes, y en el cual no se veía más que allá en el fondo el cuadrado de luz de una ventana alta con unos cuantos cristales rajados y sucios, por donde entraba claridad triste.

Cuando los ojos se acostumbraban a la penumbra reinante, se veían en las paredes del corredor cestos de repartir, palas del horno, blusas, gorras y zapatos colgados en clavos, y en el techo, gruesas telas de araña plateadas y llenas de polvo.

A ambos lados del pasillo, y a la mitad de su longitud, se abrían dos puertas frente por frente: una daba al horno; la otra, al amasadero.

El sitio del horno era anchuroso, con las paredes recubiertas de hollín, negro como una cámara oscura; un mechero de gas brillaba en aquella caverna, sin iluminar apenas nada. Delante de la boca del horno, en un tinglado de hierro, estaban colocadas las palas; arriba, en el techo, se entreveían tubos grandes de chimenea cruzados.

El amasadero, menos negro, resultaba más sombrío que la cocina del horno; a su interior llegaba una luz pálida por dos ventanas que daban al patio, con los cristales empañados por el polvo de la harina. Veíase siempre allí a diez o doce hombres en camiseta, agitando los brazos desesperadamente sobre las artesas, y en el fondo del local una mula movía lentamente la máquina de amasar.

La vida en la tahona era antipática y molesta; el trabajo, abrumador, y el jornal, pequeño: siete reales al día. Manuel, no acostumbrado a sufrir el calor del horno, se mareaba; además, al mojar los panes recién cocidos se le quemaban los dedos y sentía repugnancia al verse con las manos infiltradas de grasa y de hollín.

Tuvo también la mala suerte de que su cama estuviese en el cuarto de los panaderos, al lado de la de un viejo, mozo de la tahona, enfermo de catarro crónico, por la infiltración de harina en el pulmón, que gargajeaba a todas horas.

Manuel, de asco, no podía dormir en el cuarto de los panaderos, y se marchaba a la cocina del horno y se echaba en el suelo. Se sentía siempre cansado; pero, a pesar de esto, trabajaba automáticamente. Luego nadie le hacía caso; los demás panaderos, una colección de gallegos bastante brutos, le trataban como a una mula; ni siquiera se ocupó alguno de ellos en saber el nombre de Manuel, y unos le llamaban:

«¡Eh, tú, Choto!»; otros le gritaban: «¡Hala, Barriga!»; cuando hablaban de él, decían «O golfo, de Madrid», o solamente «o golfo». Él contestaba a los nombres y motes que le daban.

Al principio, de todos, el más odioso para Manuel, fue el hornero: le mandaba de manera despótica; se incomodaba si no lo encontraba todo hecho en seguida. Era este hornero un alemán llamado Karl Schneider; había venido a España huyendo de las quintas de su país, vagabundeando. Tenía veinticuatro o veinticinco años, los ojos muy claros, el pelo y el bigote casi blancos, de puro rubios.

Hombre tímido y flemático, todo le asombraba y le parecía difícil. Sus impresiones fuertes no se manifestaban ni en gestos ni en palabras, sino en un enrojecimiento súbito, que coloreaba sus mejillas y su frente, y que desaparecía para ser reemplazado por una palidez intensa.

Se expresaba Karl muy bien en castellano, pero de manera rara; sabía una retahíla de refranes y de frases, que barajaba sin medida; esto daba a su conversación carácter extraño.

Pronto pudo ver Manuel que el alemán, a pesar de su brusquedad, era un excelente muchacho, muy inocente, muy sentimental y de candidez paradisíaca.

Al mes de trabajar en la tahona, Manuel consideraba a Karl como su único amigo: se trataban los dos como camaradas; se llamaban de tú, y si el hornero ayudaba muchas veces a su pinche para cualquier trabajo de fuerza, en cambio, en ocasiones, le pedía su parecer y le consultaba acerca de puntos y complicaciones sentimentales, que al alemán intrigaban, y que Manuel resolvía con su perspicacia y su instinto de chiquillo vagabundo, convencido de que todos los móviles de la vida son egoístas y bajos. La igualdad entre maestro y ayudante desaparecía desde que Karl se ponía a la boca del horno. Entonces Manuel debía obedecer al alemán sin vacilaciones ni tardanzas.

El único vicio de Karl era la borrachera: continuamente tenía sed; cuando bebía vino y cerveza, marchaba bien; llevaba método en su vida, y las horas libres las pasaba en la plaza de Oriente o en la Mondoa, leyendo los dos tomos que constituían su biblioteca: Uno, Las ilusiones perdidas, de Balzac, y el otro, una colección de poesías alemanas.

Estos dos libros, constantemente leídos, comentados y anotados por él, le llenaban la cabeza de preocupaciones y de sueños. Entre los razonamientos amargos y desesperados de Balzac, pero en el fondo llenos de romanticismo, y las idealidades de Goethe y de Heine, el pobre hornero vivía en el más irreal de los mundos. Muchas veces Karl explicaba a Manuel los conflictos de los personajes de su novela favorita, y le preguntaba cómo se conduciría él en casos semejantes. Manuel encontraba casi siempre una solución tan lógica, tan natural y tan poco romántica, que el alemán quedaba perplejo e intrigado con la claridad de juicio del muchacho; pero luego, pensando otra vez sobre el mismo tema, veía que la tal solución no podía tener valor para sus personajes quintaesenciados, porque el conflicto mismo de la novela no hubiera llegado a existir entre gente de pensamientos vulgares. En algunas épocas de diez y doce días el alemán necesitaba excitantes más fuertes que el vino y la lectura, y solía emborracharse con aguardiente, y bebía media botella como si fuera agua.

Según contaba a Manuel, sentía una avalancha de tristeza y todo lo veía negro y desagradable; se encontraba febril, y el único remedio para su tristeza era el alcohol.

Cuando entraba en la taberna llevaba el corazón oprimido y la cabeza pesada y llena de ideas feas, y a medida que iba bebiendo -sentía que el corazón se le ensanchaba y respiraba mejor, y los pensamientos alegres se le metían en la cabeza. Luego, al salir de la taberna, por más esfuerzos que hacía, le era imposible conservar la seriedad, y la risa le retozaba en los labios. Entonces llegaban a su memoria canciones de su tierra, y las cantaba, llevando el compás al andar. Mientras iba por las calles céntricas caminaba derecho; pero cuando llegaba a las callejuelas apartadas, a las avenidas desiertas, se abandonaba al placer de trompicar y de ir haciendo eses, dando un encontronazo aquí y un tropezón allá. En aquellas horas todo le parecía al alemán grande, hermoso, soberbio; el sentimentalismo de su raza se desbordaba en él y comenzaba a recitar versos y a llorar, y a cualquier conocido que encontraba en la calle le pedía perdón por su falta imaginaria y le preguntaba si le seguía estimándole y concediéndole su amistad.

Por muy borracho que se encontrara, nunca se le olvidaba la obligación, y a la hora de cocer se marchaba vacilando a la tahona; e inmediatamente que se ponía a la boca del horno se le pasaba la borrachera y trabajaba como si tal cosa, riéndose él solo de sus extravagancias.

Tenía el alemán una fuerza orgánica maravillosa, una resistencia inaudita; Manuel necesitaba dormir todo el tiempo que estaba libre, y aun así no conseguía levantarse de la cama descansado. Durante dos meses que pasó Manuel en la tahona, vivió como un autómata. El trabajo en el horno le había cambiado de tal modo las horas de sueño, que los días le parecían noches, y al revés.

Un día, Manuel cayó enfermo, y toda la fuerza que le sostenía le abandonó de repente; dejó el trabajo, cobró la quincena, y, sin saber cómo, casi arrastrándose, fue hasta la casa de huéspedes.

La Petra, al verle en aquel estado, le hizo acostarse, y Manuel pasó cerca de dos semanas con calentura muy alta, delirando. Al levantarse había crecido, estaba demacrado y sentía gran laxitud y desmadejamiento en todo el cuerpo y una sensibilidad tal, que una palabra más fuerte que otra le daba ganas de llorar.

Cuando salió a la calle, por consejo de la Petra, compró un broche de dublé y se lo regaló a doña Casiana, y ésta lo agradeció tanto que le dijo a su criada que el muchacho podía quedarse en la casa hasta su completo restablecimiento.

Aquellos días fueron de los más agradables de la vida de Manuel; lo único que le molestaba era el hambre.

Hacía un tiempo soberbio, y Manuel marchaba por las mañanas a pasear al Retiro. El periodista, a quien llamaban el Superhombre, utilizaba a Manuel para que le copiara cuartillas, y, como compensación, sin duda, le prestaba novelas de Paul de Kock y de Pigaul-Lebrún, algunas de un verde muy subido, como Monjas y corsarios y Gustavo el calavera.

Las teorías amorosas de los dos escritores convencieron a Manuel de tal manera, que quiso ponerlas en práctica con la sobrina de la patrona. En dos años la muchacha se había desarrollado tanto, que estaba hecha una mujer.

Una noche, a primera hora, poco después de cenar, por influencia de la estación primaveral o por seguir las teorías del autor de Monjas y corsarios, el caso fue que Manuel convenció a la chica de la patrona de la utilidad de una explicación a solas, y una vecina los vio a los dos que marchaban juntos, escaleras arriba, y entraban en el desván.

Cuando iban a encerrarse, la vecina les sorprendió y los llevó contritos a presencia de doña Casiana. La paliza que la patrona propinó a su sobrina le quitó a la muchacha las ganas de nuevas aven= . turas, y a la tía fuerzas para administrar otra a Manuel.

-Tú te vas a la calle -le dijo, agarrándole del brazo e hincándole las uñas-, y que no te vuelva a ver más aquí, porque te desuello.

Manuel, avergonzado y confuso, no deseaba en aquel momento más que escapar, y se marchó a la calle en cuanto pudo, como un perro azotado. Estaba la noche fresca, agradable. Como no tenía un céntimo, se aburrió pronto de pasear; llamó en la tahona, preguntó por Karl el hornero, le abrieron y se tendió en una de las camas. Al amanecer se despertó a la voz de uno de los panaderos, que gritaba:

-¡Eh, tú, golfo, ahueca!

Se levantó Manuel, y salió a la calle. Paseando, se acercó al Viaducto, a su sitio favorito, a mirar el paisaje y la calle de Segovia.

Era una mañana espléndida, de un día de primavera. En el sotillo próximo al Campo del Moro algunos soldados se ejercitaban tocando cornetas y tambores; de una chimenea de ladrillo de la ronda de Segovia salía a borbotones un humazo oscuro que manchaba el cielo, limpio y transparente; en los lavaderos del Manzanares brillaban al sol las ropas puestas a secar, con vívida blancura.


Manuel cruzó despacio el Viaducto, llegó a las Vistillas, miró cómo unos traperos hacían sus apartijos, después de extender el contenido de los sacos en el suelo, y se sentó un rato al sol. Veía, con los ojos entornados, los arcos de la iglesia de la Almudena, por encima de una tapia; más arriba, el Palacio Real, blanco y brillante; los desmontes arenosos de la Montaña del Príncipe Pío, y su cuartel rojo y largo, y la hilera de casas del paseo de Rosales, con sus cristales incendiados por la luz del sol.

Hacia la Casa de Campo algunos cerrillos pardos se destacaban, escuetos, con dos o tres pinos; como recortados y pegados sobre el aire azul.

De las Vistillas bajó Manuel a la ronda de Segovia. Al pasar por la calle del Águila vio que el almacén del señor Ignacio seguía cerrado. Entró Manuel en la casa, y preguntó en el patio por la Salomé.

-Estará trabajando en su casa -le dijeron.

Subió por la escalera y llamó en el cuarto; se oía desde fuera el ruido de la máquina de coser.

Abrió la Salomé y pasó Manuel. Estaba la costurera tan guapa como siempre, y, como siempre, trabajando. Sus dos chicos todavía no habían ido al colegio. La Salomé contó a Manuel que el señor Ignacio había estado en el hospital y que andaba buscando dinero para pagar algunas deudas y seguir con el negocio; la Leandra, en aquel momento, en el río; la señora Jacoba, en el puesto, y Vidal, golfeando y sin querer trabajar.

Se empeñaba en reunirse con un condenado bizco, más malo que un dolor, y estaba hecho un randa. Andaban siempre los dos con mujeres perdidas, en los cajones y merenderos de la carretera de Andalucía.

Manuel contó cómo había estado de panadero y cómo se puso malo; lo que no dijo fue la despedida de casa de su madre.

-Eso no te conviene a ti; debías aprender algún oficio menos fuerte -le aconsejó la Salomé.

Manuel estuvo charlando con la costurera toda la mañana; ella le convidó a almorzar, y él aceptó con gusto.

Por la tarde, Manuel se fue de casa de la Salomé, pensando que si él tuviera más años y un buen oficio que le diera dinero, se casaría con la Salomé, aunque se viese en la precisión de dar una puñalada al chulapo que la entretenía.

Al encontrarse en la ronda, lo primero que se le ocurrió a Manuel fue que no debía ir al puente de Toledo, ni mucho menos a la carretera de Andalucía, porque allí era fácil que se encontrase con Vidal o con el Bizco. Pensó así, efectivamente, y, a pesar de esto, bajó hacia el puente, echó una ojeada por los cajones, y viendo que allí no estaban sus amigos, siguió por el Canal, atravesó el Manzanares por el puente de un lavadero y salió a la carretera de Andalucía. En un merendero, con varias mesas debajo del cobertizo, estaban Vidal y el Bizco entre unos cuantos golfos que jugaban al cané.

-¡Eh, tú, Vidal -gritó Manuel.

-¡Rediez! ¿Eres tú? -dijo suprimo.

-Ya ves...

-¿Qué te haces?

-Nada; ¿y vosotros?

-A lo que cae.

Contempló Manuel cómo jugaban al cané. Cuanto terminaron una de las partidas, Vidal dijo:

-Qué, ¿vamos a dar un paseo?

-Vamos.

-¿Vienes tú, Bizco?

-Sí.

Echaron los tres a andar carretera de Andalucía adelante. Vivían Vidal y el Bizco de randas: aquí, cogiendo la manta de un caballo; allá, llevándose las lamparillas eléctricas de una escalera o robando alambres del teléfono; lo que se terciaba. No iban al centro de Madrid, porque no se consideraban todavía bastante diestros.

Hacía unos días, contó Vidal, birlaron entre los dos a un chico una cabra, a orillas del Manzanares, cerca del puente de Toledo. Vidal entretuvo al chico jugando a las chapas, mientras que el Bizco agarraba la cabra y la subía por la rampa de los pinos al paseo de las Yeserías y la llevaba después a las Injurias. Entonces Vidal, señalándole al chico la parte opuesta de la rampa, le dijo: «Corre, que por allá va tu cabra», y mientras el muchacho echaba a trotar en la dirección indicada, Vidal se escabullía en las Injurias y se juntaba con el Bizco y su querida. Todavía estaban comiendo la carne de la cabra.

-Es lo que tú debes hacer -dijo Vidal-. Venirte con nosotros. ¡Si ésta es una vida de chipendi! Ya ves, hace unos días Juan el Burra y el Arenero; que viven en Casa Blanca, se encontraron en el camino de las Yeserías con un cerdo muerto. Iba un mozo con una piara al matadero, cuando se conoce que murió el animal; el mozo lo dejó allá, y Juan el Burra y el Arenero lo arrastraron hasta su casa, lo descuartizaron y hemos comido cerdo sus amigos durante más de una semana. ¡Si te digo que es una vida de chipendi!

Se conocían, por lo que decía Vidal, todos los randas, hasta los de los barrios más lejanos. Era una vida extrasocial la suya, admirable; hoy se veían en los Cuatro Caminos; a los tres o cuatro días, en el Puente de Vallecas o en la Guindalera, se ayudaban unos a otros.

Su radio de acción era una zona comprendida desde el extremo de la Casa de Campo, en donde se encuentran el ventorro de Agapito y las ventas de Alcorcón, hasta los Carabancheles; desde aquí, las orillas del arroyo Abroñigal, La Elipa; el Este, las Ventas y la Concepción hasta la Prosperidad; luego Tetuán hasta la Puerta de Hierro. Dormían, en verano, en corrales y cobertizos de las afueras.

Los del centro, mejor vestidos, más aristócratas, tenían ya su golfa, a ]a que fiscalizaban las ganancias y que se cuidaban de ellos; pero la golfería del centro era ya distinta, de otra clase, con otros matices.

A veces el Bizco y Vidal habían pasado malas épocas, comiendo gatos y ratas, guareciéndose en las cuevas del cerrillo de San Blas, de Madrid Moderno y del cementerio del Este; pero ya tenían los dos su apaño.

-¿Y de trabajar? ¿Nada? -preguntó Manuel.

-¡Trabajar!... pa el gato -contestó Vidal.

Ellos no trabajaban, tartamudeó el Bizco; con su chaira en la mano, ¿quién le tosía a él?

En el cerebro de aquella bestia fiera no habían entrado, ni aun vagamente, ideas de derechos y de deberes. Ni deberes, ni leyes, ni nada; para él la fuerza era la razón; el mundo un bosque de caza. Sólo los miserables podían obedecer la ley del trabajo; así decía él: El trabajo pa los primos; el miedo pa los blancos.

Mientras hablaban los tres, pasaron por la carretera un hombre y una mujer con un niño en brazos. Tenían aspecto entristecido, de gente perseguida y famélica, la mirada tímida y huraña.

-Esos son los que trabajan -exclamó Vidal-. Así están ellos.

-Que se hagan la santísima -murmuró el Bizco.

-¿Adónde irán? -preguntó Manuel, contemplándolos con pena.

A los tejares -contestó Vidal-. A vender azafrán, como dicen por ahí.

-¿Y por qué dicen eso?

-Como el azafrán es tan caro...

Se detuvieron los tres y se tendieron en el suelo. Estuvieron más de una hora hablando de mujeres y de medios de sacar dinero.

-¿No tenéis perras? -preguntó Vidal a Manuel y al Bizco.

-Dos reales -contestó éste.

-¡Anda, convida! Vamos a tomar una botella.

Accedió el Bizco refunfuñando, se levantaron y se fueron acercando a Madrid. Una fila de burros blanquecinos pasó por delante de ellos; un gitano joven y moreno, con una larga vara debajo del brazo, montado en las ancas del último borrico de la fila, gritaba a cada paso: ¡Coroné! ¡coroné!

-¡Adiós, cañí! -le dijo Vidal.

-Vaya con Dios la gente buena -contestó el gitano, con voz ronca-. Al llegar a una taberna del camino, al lado de la casucha de un trapero, se detuvieron, y Vida] pidió la botella de vino.

-¿Qué es esa fábrica? -preguntó Manuel, señalando una que estaba a la izquierda de la carretera de Andalucía, según se había vuelto a Madrid.

Ahí hacen dinero con sangre -contestó Vidal solemnemente.

Manuel le miró asustado.

-Es que hacen cola con la sangre que sobra en el Matadero -añadió su primo riéndose.

Escanció Vidal en las copas y bebieron los tres. Se veía Madrid en alto, con su caserío alargado y plano, sobre la arboleda del Canal. A la luz roja del sol poniente brillaban las ventanas con resplandor de brasa; destacábanse muy cerca, debajo de San Francisco el Grande, los rojos depósitos de la fábrica del gas, con sus altos soportes, entre escombreras negruzcas; del centro de la ciudad brotaban torrecillas de poca altura y chimeneas que vomitaban, en borbotones negros, columnas de humo inmovilizadas en el aire tranquilo. A un lado se erguía el observatorio, sobre un cerrillo, centelleando el sol en sus ventanas; al otro, el Guadarrama, azul, con sus crestas blancas, se recortaba en el cielo limpio y transparente, surcado por nubes rojas.

-Na -añadió Vidal, después de un momento de silencio, dirigiéndose a Manuel-, tú has de venir con nosotros; formaremos una cuadrilla.

-Eso es -tartamudeó el Bizco.

-Bueno; ya veré -dijo Manuel de mala gana.

-¿Qué ya veré ni que hostia? Ya está formada la cuadrilla. Se llamará la cuadrilla de los Tres.

-Muy bien -gritó el Bizco.

-¿Y nos ayudaremos unos a otros? -preguntó Manuel.

-Claro que sí —contestó su primo-. Y si hay alguno que hace traición...

-Si hay alguno que haga traición -interrumpió el Bizco-, se le cortan los riñones. Y para dar fuerza a su afirmación sacó el puñal y lo clavó con energía en la mesa.

Al anochecer volvieron los tres por la carretera hasta el puente de Toledo, y se separaron allí, citándose para el día siguiente.

Manuel pensaba en lo que le podía comprometer la promesa hecha de entrar a formar parte de la Sociedad de los Tres. La vida del Bizco y de Vidal le daba miedo. Tenía que resolverse a dar a su existencia un nuevo giro; pero ¿cuál? Eso es lo que no sabía.

Durante algún tiempo, Manuel no se atrevió a aparecer en casa de la patrona; veía a su madre en la calle, y dormía en la cuadra de la casa en donde servía una de sus hermanas. Luego se dio el caso de que a la sobrina de la patrona la encontraron en la alcoba de un estudiante de la vecindad, y esto rehabilitó un tanto a Manuel en la casa de huéspedes.