La azucena silvestre: 2
Segunda parte
editarCapítulo V : De la extraordinaria alimaña que los monteros del conde de Barcelona cazaron en las Peñas de Montserrat.
editarUn día y otro día
de púrpura y de grana
entre vistosos grupos
de nubes y arrebol,
igual, indiferente,
nacer cada mañana
para el alegre vemos
y para el triste el sol.
Antorcha que ilumina
la creación entera
en torno de ella vueltas
infatigable da;
mas cuanto con su lumbre
fecunda en la postrera
tornándolo en estéril
en la siguiente va.
El cubre los vallados
de flores y verdura;
él hace escaso arroyo
lo que ancho río fue;
él da a los secos árboles
fructífera espesura;
él cría el gusanillo
que les corroe el pie.
Y al que hoy dejó llorando
en abandono y duelo,
mañana encuentra alegre
y venturoso ya;
y al que dejó olvidado
en su placer del cielo,
mañana ve que hundido
en el dolor está.
Las unas tras los otros
los días y las horas
del mísero Wifredo
pasando van así;
las últimas acaso
de calma precursoras,
que el bien ni el mal eternos
jamás serán aquí.
Que en la mudable tierra
por diferentes modos
concluye todo luego,
varía sin cesar,
y al cabo en nuestros males
nos consolamos todos
de lo que ya ha pasado
con lo que va a pasar.
Seis años se pasaron,
y con la edad se fueron,
si bien de sus pesares
los torcedores no,
los males que al sepulcro
cercano le pusieron,
y aun sus recuerdos casi
el tiempo adormeció.
Sí, que aunque guarda enteras
el alma de Wifredo
las lúgubres memorias
de su pasado mal,
no vienen como un día
ministros de ira y miedo
a perturbar sus sueños
en círculo infernal.
No lloran ya sus ojos
con lágrimas ardientes
que abrasan sus mejillas
la prenda que perdió;
cesaron sus extremos
esfuerzos impotentes
en pos de lo que airado
su Dios le arrebató.
Profunda, aunque templada,
tenaz melancolía
le prensa el amoroso
paterno corazón;
más grata si más triste
la aduerme cada día,
memoria, no esperanza;
recuerdo, no ilusión.
Y así la vida pasa
pacífica y tranquila
en medio de su pueblo,
que idolatrando en él,
a distraer sus penas
en derredor apila,
atenta a su consuelo,
su muchedumbre fiel.
Y en vítores y aplausos,
en danzas y cantares
los senos del palacio
llenando sin cesar,
de su señor ahuyentan
los íntimos pesares,
que sólo puede el tiempo,
rodando, consolar.
Con corazón sencillo,
leales los pecheros,
sus brazos y sus tierras
le vienen a ofrecer;
y extrañas fileras y aves
le cazan sus monteros,
que de lejanas tierras
le vienen a traer.
De su señor amigos
los graves cortesanos,
ancianos peregrinos
le salen a buscar,
que el ocio y el fastidio,
del corazón tiranos,
con mágicas leyendas
le vengan a ahuyentar.
Y así la vida pasa
pacífica y tranquila
en medio de su pueblo,
que idolatrando en él,
para atenuar sus penas
en su redor apila,
atenta a su consuelo,
la muchedumbre fiel.
Y un día que, en sus memorias,
el buen Conde adormecido
yacía, en silencio hundido,
en un cómodo sillón,
contemplando vagamente
en la inmensa chimenea
la llamarada que humea
con el húmedo tizón,
Vino a distraer su oído,
hiriéndole de repente,
confuso rumor de gente
de su casa en lo interior;
y confusión y tumulto
y pasos y gritería,
que se iba acercando oía
por vecino corredor.
Dejó el sillón azorado,
y a aquel son extraño atento,
la puerta del aposento
abriendo, al dintel salió,
deteniéndose asombrado
al ver que sus corredores
gente en tropel, con clamores,
tan sin respeto invadió.
Las damas y las payesas,
los artesanos y arqueros,
los nobles y los pecheros,
en revuelto pelotón,
avanzaban lentamente
por sus estancias adentro,
fija la vista en el centro
de la inmensa reunión.
—¿Qué es esto?—exclamó Wifredo
un pago a ellos avanzando.—
¿Quién entra aquí así, turbando
la quietud de mi mansión?
Hablad: ¿qué sucede ahora?
¿Hay en él puerto enemigos?
¿O es vuestra turba traidora
una osada rebelión?
¡Vivo Dios! Ea, explicaos.—
A cuyas voces airadas
quedaron paralizadas
las voces, quietos los pies.
Y el Conde, viendo que nadie,
contestaba, de un montero
asiendo, que iba el primero,
le dijo: —Explícate, pues.
—Señor—dijo éste turbado,
la rodilla hincando en tierra;
no es movimiento de guerra
lo que veis, no es rebelión;
es que en Montserrat cazamos
tres días ha una alimaña,
que creímos, por lo extraña,
digna de vuestra atención.
Miradla. —Y así diciendo,
la multitud dividiendo
ante los ojos del Conde
la alimaña presentó.
Y en redor de ella y Wifredo,
círculo extenso formando,
la alimaña contemplando
la muchedumbre quedó.
Jamás miraron sus ojos
una bestia más extraña,
ni en los ámbitos de España
la halló hombre alguno jamás,
ni de su forma recuerdo
guardó nadie en su memoria,
ni de ella en escrita historia
habló algún sabio quizás.
Era del jerbo y del mono
término, o compuesto acaso:
del jerbo tenía el paso,
del mono la formación.
La mirada melancólica
su interior pena exprimía,
y sus miembros encubría
largo y espeso vellón.
Ni mostraba a los amagos
ruda y salvaje fiereza,
ni a los hombres extrañeza,
ni a las caricias placer.
Mas de pavor con extremos
constantemente esquivaba
su mano, si la llegaba
a halagarle una mujer.
Absorto miraba el Conde
aquel ser desconocido,
dentro la jaula encogido,
insensible al parecer;
y por más que le miraba,
y por más que discurría,
la raza desconocía
más de que pudo nacer.
Mandó luego a sus monteros
que en su salón le pusieran
y allí libertad le dieran
para ver su condición;
pero la bestia su jaula
no abandonó un solo instante,
permaneciendo constante
en la misma posición.
Capítulo VI : De la extraña metamorfosis del enjaulado monstruo
editarY fue por la ciudad de boca en boca
la relación cundiendo
de aquel monstruo cazado en una roca;
y así se fue extendiendo
por Cataluña entera,
relato extraño haciendo,
quitando y añadiendo
del caso cada cual a su manera.
Y de todo el condado
por ver el monstruo a la ciudad venía
el pueblo apresurado;
y el Conde permitía
que el palacio invadiera
y el monstruo contemplara
y su curiosidad satisficiera.
Llegaba, le veía,
se admiraba en silencio
el vulgo, se salía
y a su hogar se volvía
o absorto o satisfecho,
y contaba después a sus vecinos
lo que en la capital había hecho,
jurando que era el monstruo
de los más peregrinos.
El buen Conde entretanto
conservaba al tal monstruo en su aposento,
y a su tranquila condición atento,
la jaula noche y día
abierta le tenía;
pero jamás el monstruo la dejaba,
aunque claro Wifredo conocía
que cuando él de su cuarto se ausentaba
de su jaula salía
y por el cuarto en derredor andaba.
Consideraba el Conde
cada vez con más duda y extrañeza
su incógnita para él naturaleza.
Su forma casi humana,
su sobriedad extrema y mansedumbre,
la adquirida costumbre
de estar al parecer de buena gana
en su jaula metido
y acurrucado siempre y encogido;
su inteligencia rara
y la expresión de su velluda cara;
sus manos y sus pies a los del hombre
semejantes, traían confundido.
al Conde que del ser desconocido
no podía marcar raza ni nombre.
Ni caricias y halagos,
ni castigos y amagos
pudieron arrancar de su garganta
ni en su exterior marcaron
un gesto de amenaza ni un gemido.
Los criados tal vez le maltrataron,
y los perros de caza,
que alguna vez adonde estaba entraron
con ademán furioso,
a la jaula llegaron.
Él empero, ni hostil ni temeroso
Fe mostró; indiferente
sufría y silencioso
tranquila y mansamente.
Poco a poco esta calma
y extraordinaria abnegación hicieron
de Wifredo en el alma
incomprensible sensación, y al cabo
de curiosa extrañeza
pasó a ser compasión; hízola luego
costumbre la continua compañía,
y al cabo la costumbre
pasó a ser afición, luego cariño;
y vino al fin un día
en que el Conde pensé con pesadumbre
que apartarse tal vez fuerza sería
La monstruosa alimaña
por su parte también mostraba al Conde
una afición extraña.
Sumisa a sus antojos
admitía contenta sus caricias,
y a veces notó el Conde
lágrimas desprendidas de sus ojos.
Mostraba claramente su alegría
cuando el Conde hacia ella,se llegaba,
y tristeza en sus ojos se veía
si de ella se apartaba;
y cuando el Conde hablaba
como si le entendiera le atendía.
Mil veces la memoria
de la hija que perdió tan tristemente
le asaltaba la mente;
y el amoroso corazón transido
con el pesar de tan amarga historia
ponía al Conde mustio y abatido,
y lloraba a sus solas tristemente.
Contemplábale el monstruo de hito en hito,
y lloraba también, y su semblante,
mustio bañaba en expresión doliente.
Muchas veces delante
de sus nobles amigos,
de su desdicha y su dolor testigos,
recordada aquella hija malhadada,
encanto de su vida,
por él tan ciegamente idolatrada,
y a su paterno corazón perdida.
El monstruo entonces trémulo, encogido,
en medrosa postura,
y en el hueco más lóbrego escondido
de su jaula, mostraba una amargura
que natural hubiera parecido
en otro ser que comprender pudiera
del paterno dolor la causa entera.
Y en aquellos momentos,
su dolor expresando
con sones guturales,
semejaban su voz y sus lamentos
ayes de una persona que llorando
las palabras ahogando
exhalara suspiros, naturales
en quien está su angustia sofocando.
Esta rara tristeza,
que afinidad secreta y misteriosa
con la tristeza paternal tenía
entre el Conde y el monstruo, fácil cosa
de entender es, que entre ambos
vino al fin a doblar la simpatía.
Y acostumbrado el Conde
de la sumisa fiera
a la salvaje sociedad, tenía
entre los animales destinados
a su servicio o diversión el puesto
o importancia primera.
Y por temor que alguno la ofendiera,
los lebreles estaban atraillados,
los neblíes y alcones enjaulados.
Y de aquesta manera,
su casa y su condado manteniendo
en paz con sus cuidados,
iban días y meses transcurriendo.
Una mañana fresca y luminosa
del florecido Mayo,
en que el sol de su luz en cada rayo
un hilo vibra de color de rosa,
y el trecho que su luz abarca y ciñe
de este color purísimo se tiñe,
en una galería
que da al jardín de su palacio, y tiene
para él una escalera, y comunica
del Conde con el gótico aposento,
en un hondo sillón arrellenado
el buen Conde Wifredo
goza el ambiente puro y perfumado,
tranquila el alma y el semblante ledo.
Las hojas de los árboles frutales
orean susurrando los botones
do las flores tempranas
señalan el lugar en que más tarde
brotarán odoríferas manzanas,
rojas cerezas y ácidos limones.
Y al manso soplo de la errante brisa
tomando movimiento
sobre los tallos las abiertas flores,
embalsaman el aura, y el aliento
que Wifredo respira
se inunda en salutíferos olores.
Los nuevos ruiseñores,
generación de aquella primavera,
sus alas y sus picos ensayando
le regalan la vista y el oído,
tímido vuelo alzando
en derredor del nido,
y en la garganta armónica probando
el canto no aprendido.
Las leves mariposas
sus alas de colores
estremecen vagando entre las flores;
y las pardas avejas codiciosas
el néctar de sus cálices libando
vuelan en torno de ellas susurrando.
mil insectos distintos,
mil diversos reptiles,
conforme cada cual a sus instintos,
llenan auras y céspedes a miles;
y el agua que se escapa
del estanque horadado,
en transparentes hilos
y en gotas cristalinas
los pies fecunda de frondosos tilos.
Lilas blancas y rosas purpurinas
que, orlando los linderos
de los anchos senderos,
en cauces desiguales
con las fuentes vecinas
van a mezclar sus líquidos cristales.
Y a esta del mundo incógnita armonía,
y vida universal y movimiento,
el Conde, en el sillón en que yacía,
allá en su puro corazón sentía
nueva vida bullir y nuevo aliento.
Y en dulces esperanzas divertido,
del porvenir obscuro en las regiones,
tenía el pensamiento entretenido
en pos de mil quiméricas visiones;
e iba de ellas en pos tan abstraído,
que ni aun sintió a sus pajes,
que llegando uno a uno
su servicio a ofrecerle, uno tras otro
en silencio quedaron,
y a distraerle sin osar ninguno,
detrás de su sillón se colocaron.
Sus miradas tendían,
la dirección buscando,
que las miradas del señor seguían,
y en las ramas y flores se perdían,
objeto allí de admiración no hallando.
¡Ay! triste del que necio sus miradas
por un jardín en primavera extiende,
y que sea a otros ojos
de admiración objeto no comprende!
En tal instante, el Conde, rodeado
de sus callados pajes, y tendido
sobre su ancho sillón, junto a la puerta
del corredor traído,
el monstruo acurrucado
en su jaula entreabierta,
apareció por el jardín viniendo,
a su señor la joven jardinera
un ramo hermoso a su señor trayendo
de las primeras flores
que hizo dar al jardín la primavera.
En casilla apartada,
y en una punta del jardín alzada,
a aquella jardinera daba el Conde,
con su esposo, morada.
Rústico el jardinero, inteligente
cultivaba el jardín, eternamente
asido de la azada,
del hacha y de la corva podadera,
dejando a su mujer, más despejada,
de los demás negocios encargada.
Ella, pues, aunque pobre y campesina,
cuando moza soltera,
dulcificó sus rústicos modales,
y era lo cortesana
que pudo ser jamás una villana.
Agradecida a su señor, y atenta
a mantenerse de él siempre en la gracia,
su obligación tenía en mucha cuenta.
Y los primeros frutos
y las primeras flores
a su señor venían en tributos,
ya en primorosos ramos y hacecillos,
ya en pintados y frescos canastillos;
y en dulce paz y en íntima armonía
esta pareja así feliz vivía,
y a sombra del palacio
ornaba más y más enriquecía
del jardín el espacio,
donde a par de las plantas de cultivo
su rubia prole sin afán crecía
en sus dos revoltosos muchachuelos,
de su madre a la par retrato vivo.
De ellos con uno en brazo,
que apenas meses seis aun no cumplía,
la jardinera al corredor subía,
tendiendo él sus rosadas manecitas
a las flores del grueso ramillete,
y ella sonriendo
«míralas qué bonitas»
junto al rostro ponérselas diciendo.
Contemplábala el Conde complacido
llegar a él con el infante en brazos,
y el ramo de sus manos admitido
tendió los suyos al hermoso niño
con expresión de cándido cariño.
Mas el alegre infante,
sin fijar en el Conde su mirada,
tornó atento el semblante
a la fiera en su jaula acurrucada.
Dormía el monstruo al parecer, sumido
en su quietud estúpida,
y el niño le miraba distraído,
sin que de la afanosa jardinera
ni del risueño Conde a los halagos
el parvulillo su atención volviera.
A la tenacidad de esta mirada
en el monstruo clavada,
la suya al par siguiéndola tendieron
cuantos en torno había
a la fiera enjaulada
Ya el monstruo no dormía;
como si la mirada del infante
en la suya inflamara oculto fuego,
sus ojos abrió luego
y en los del niño los clavó anhelante,
permaneciendo inmobles sus pupilas
cual si ante el niño se sintiera ciego.
Entre ambos atracción tan misteriosa
llamando al punto la atención entera
del Conde y de los suyos, en silencio
aguardaban el fin a que vendría
esta atracción del niño y de la fiera.
Mas a los pocos momentos
de estar el uno sobre el otro fijo
contemplándose atentos,
cuánto, el asombro universal sería
oyendo al niño, mudo todavía,
que con sonora voz al monstruo dijo:
«Levántate, Guarino; harto te abona
»en el juicio de Dios y tu conciencia
»tu larga penitencia.
»Vuelve, pues, a tu ser; Dios te perdona»
Y el monstruo su prisión abandonando
y su salvaje estupidez perdiendo,
la antigua humana forma recobrando
se arrodilló, a los cielos extendiendo
los brazos penitentes
la omnipotencia del Señor mostrando
a la faz de las gentes;
y asombrados dejando
a cuantos hubo en la ocasión presentes
la extraña metamórfosis mirando.
Luego a los pies del Conde
postrado humildemente
—Herid, señor—decía; —
la justicia de Dios omnipotente
quiere sin duda que la culpa mía
expíe a vuestros pies; hollad mi frente.
Y el buen Conde, que apenas comprendía
lo que decir quería,
respetuosamente
la mano le tendía
diciendo: —Levantad, que en quien Dios obra
prodigio semejante,
cualquiera humillación será de sobra
de otro mortal delante.
Mas viendo que obstinado
permanecía ante sus pies de hinojos
llanto vertiendo de sus tristes ojos,
mandó que todo el mundo despejara;
y cuando todos estuvieron fuera,
diálogo en soledad, y cara a cara,
se entabló entre los dos de esta manera:
. . . . . . . . . . . . . . . . . . .
. . . . . . . . . . . . . . . . . . .
Mas lo que dijo al Conde el penitente
relatará el capítulo siguiente.
Capítulo VII : El Conde y Guarino
editarEL CONDE Quienquiera que seáis, vos en quien tales
prodigios obra omnipotente Dios,
alzaos, y éste que alcanzar no puedo
explicadme.
GUARINO Pues bien, oid, señor.
Teníais una hija hermosa y pura,
fruto gentil de vuestro casto amor,
fragante flor que embalsamaba el vaso
de vuestro amante y noble corazón.
Un rayo que en la atmósfera nublada
el infernal espíritu inflamó,
en sus ojos ahogó la luz del día;
y en nombre del altísimo Hacedor,
con esperanza de milagro fácil,
un monje en Monserrate os señaló,
por cuyas oraciones vuestra hija
tornó a ver y gozar la luz del sol.
De fundar un suntuoso monasterio
con piadosa y rectísima intención
del ermitaño a cargo vuestra hija
en la fragosa soledad quedó.
Mas ¡ay! En vano en el siguiente día
buscóla allí vuestro paterno amor,
ni ella ni el eremita en sitio alguno
fueron de nadie vistos hasta hoy.
EL CONDE Mas ¿á qué renovar en mi memoria
el manantial oculto de dolor,
que las corrientes hasta entonces puras
del mar de mi existencia envenenó?
GUARINO ¡Ay de mí! Vuestra historia con la mía
mantiene tan estrecha relación,
que para hablaros de mí mismo, fuerza
ha sido que os hablara antes de vos.
Aquel santo eremita que los ojos
de María a la luz a abrir volvió,
aquel a cuyas férvidas plegarías
tan singular prodigio obró el Señor,
en lugar de velar por la olvejuela
que a su cuidado inerme se entregó,
lobo inhumano se tornó contra ella
en su sangre bañándose feroz.
EL CONDE ¡En su sangre!
GUARINO Vertida gota a gota
fue, y el vil asesino he sido yo.
EL CONDE ¡Miserable de ti! Toda la tuya
saciar no puede el vengativo ardor
en que la mía oyéndolo se abrasa.
GUARINO Tal vez para saciarla quiso Dios
ponerme en vuestras manos, exigiendo
la venganza de crimen tan atroz.
EL CONDE ¡Monstruo! ¿Qué fue lo que instigarte pudo
a delito tan vil?
GUARINO Oid, señor,
y antes de dar mi sangre por la suya
sabed toda mi horrible confesión,
y doble la vergüenza de contárosla
la pena que la culpa mereció.
EL CONDE Habla, y abrevia tu relato infando,
y calma para oírte me dé Dios.
GUARINO Vos, en la soledad de las montañas
me dejasteis vuestra hija; pensé yo
que diez años de duras penitencias
habrían de mi frágil corazón
hecho castillo inexpugnable, y ciego
confié de mí mismo en el valor.
La misma santidad de vuestra hija,
su noble y celestial resolución,
y el gran milagro que por mí reciente
obró Dios, me sedujo y me animó.
Santa, pero mujer, joven y hermosa,
debí de encomendarla al Salvador
que la guardara bien y huir en ella
la infernal escondida tentación;
mas, yo, necio de mí, con falso orgullo,
con inútil y estúpido fervor,
en la fe y la virtud por mantenerla
mi virtud y mi fe Satán hundió.
Permanecí junto a la hermosa niña,
dando a su fe primero admiración,
y después admirando su hermosura
que allí el infierno por mi mal envió.
Mi vista que en el trecho de diez años
en los cielos no más, en la oración,
o en la tierra con llanto penitente
fervoroso o humilde se fijó,
a contemplar su terrenal belleza
tornóse con impúdica atención,
y el fuego de infernal concupiscencia
dentro de mis entrañas se inflamó.
EL CONDE ¡Basta, basta! Comprendo el fin horrible
de esa historia fatal.
GUARINO Santo temor,
soplo expirante de virtud dos veces
de la inocente hermosa me apartó,
y otras dos veces me arrastró hacia ella
la astucia del demonio tentador;
y al vértigo carnal de su apetito
sucumbiendo mi imbécil corazón
víctima de mi torpe desvarío
su virginal pureza sucumbió.
EL CONDE ¡Revelación horrenda!
GUARINO Horrenda, pero
todavía la culpa fue mayor.
EL CONDE ¿Has hecho más aún?
GUARINO Cometí el crimen,
y en cuanto mi maldad lo consumó,
sus consecuencias en tropel bullente
aglomeró en mi mente la razón,
y Satanás poniéndose a mi lado
me hizo entender y calcular su horror.
Los otros penitentes solitarios
que habitaban las peñas como yo
me trajo a la memoria, y que inocentes
de mi culpa a ser iban de ella en pos
sólo objetos de escándalo, y del mundo
a cargar con la injusta execración.
—Ve —me dijo el demonio— mira infame
adónde tu maldad te despeñó.
Al acusarte esa mujer, entera
traerá la raza humana en derredor
a maldecir la hipócrita malicia
que en tu impúdico pecho fermentó.
Ese milagro real, que por tus manos
piadoso Dios y omnipotente obró,
a diabólica magia atribuido
va con razón a ser. Mira el baldón
con que cubres, infame, estos desiertos,
santuarios otro tiempo del Señor.
Esconde de los ojos de los hombres
ejemplo de tan vil profanación,
al menos porque en todos no recaiga
la pena que uno solo mereció;
o al renegar de sus ministros viles
renegará su santa religión.
Cubra al menos tu crimen el misterio,
engaña al universo por tu honor,
no excuses otro crimen, si.te salva,
y haz penitencia luego por los dos.»
Esto el infierno me inspiraba, y esto
que yo escuchaba de su falsa voz,
de una falsa vergüenza en mi conciencia
hizo brotar el humo embriagador.
Un pensamiento atroz, pero seguro
a mi mente febril se presentó;
y por sino fatal yendo arrastrado
a ponerlo en sangrienta ejecución,
privé de la existencia a la inocente
a quien privé primero del honor.
EL CONDE ¡Bárbaro!
GUARINO Y en las rocas enterrándola
huí de Monserrate cuando el sol,
sumiendo en el Océano sus rayos,
el velo a las tinieblas desplegó.
EL CONDE En vano te busqué por las montañas.
Mas hoy…
GUARINO Fui de mí mismo con horror
a la sagrada capital del mundo
mendigando mi pan; crucé veloz
ríos y montes, y llegando a Roma
del rebaño de Cristo ante el Pastor
postrado, de mis crímenes nefandos
hice entera y contrita confesión.
El Pontífice santo, del Eterno
en la tierra Vicario, mi dolor
y mi arrepentimiento contemplando
con estas condiciones me absolvió:
«Vuelve —me dijo— a Monserrate; pero
vuelve a morar en su áspero fragor
cual bestia, no cual hombre; dobla al suelo
tu frente como bruto; y posición
manteniendo de tal, de cuatro remos
sírvete para andar en vez de dos.
Y en penitente soledad, tu vida
pasa en el monte en tal degradación,
hasta que un tierno infante de seis meses
de ella te absuelva en nombre del Señor. «
Yo obediente al Pontífice supremo
me volví como bruto a la mansión
de Monserrate; de velludas lanas
mi macilento cuerpo se cubrió,
y destruida en mí la humana forma
cual monstruo me trajeron ante vos,
ante quien el milagro prometido
para fin de mi pena se cumplió.
Ahora, señor, pues aplaqué a los cielos,
que escarmienten en mí será razón
los hombres, y en la tierra á. su justicia
aplaque quien su ley atropelló.
Postró el penitente humilde
su venerable cabeza
hasta el suelo, en que sus plantas
el Conde ofendido asienta,
y así en silencio quedaron
uno en pie y otro por tierra;
uno al castigo ofreciéndose
y otro apreciando la oferta.
Pero al cabo el noble Conde
pesando allá en su conciencia
la justicia de su causa,
la inmensidad de la pena,
la razón de su venganza
y la prez de su nobleza,
rompió el silencio diciendo
con voz conmovida y trémula;
—Alzad, Guarín, que no es justo
que se muestre más severa
que la justicia del cielo
la justicia de la tierra.
Mi honra habéis ultrajado,
allí do con más pureza
se anidaba; con mi sangre
habéis regado las peñas
de Monserrate, mas de ambas
la mancha injuriosa y fea
lavado habéis con las lágrimas
de cristiana penitencia.
Yo os perdono como el cielo;
volveos a las desiertas
montañas,,y vida triste
pasad penitente en ellas.
Mas quiero una sola cosa
rogaros, única prueba
que exijo de vos, Guarino,
del perdón en recompensa.
Mostradme el oculto sitio
de aquellas fragosas sierras
en donde yacen los restos
que de mi María quedan.
Los que de mi extirpe nacen
su tumba tienen dispuesta
en más suntuoso lugar
que el que sus restos encierra.
—Vuestros criados, señor,
mandad que conmigo vengan,
que en el lugar en que yacen
tengo cavada una cueva
donde cual fiera he vivido
lamentando mi fiereza.
Sobre el césped que la cubre
brotó, y entre él se conserva
de los tiempos respetada,
una silvestre azucena,
símbolo de su desdicha
y pendón de su inocencia,
por los cielos levantado,
mantenido en nombre de ella.
—Yo mismo iré allí a llorarla.
—Señor, pues que pronto sea.
—Partamos al punto.
—Vamos.
Y antes que una aurora nueva
vuelva a alumbrar el oriente
saldréis con tan santa empresa.
Capítulo VIII : La azucena silvestre
editarCual marinero errante, que perdido
su soberbio bajel, contra las olas
lucha, a los restos del bajel asido
cercana viendo la ribera ya;
cual golondrina errante que los mares
cruza extraviada, —y la cansada pluma
agita conociendo los lugares
donde a anidar acostumbrada está;
Cual cierva que en la fuerza del estío
sedienta vaga por el bosque espeso,
y el agua oyendo del cercano río
hacia él se lanza cuando el agua ve,
así impaciente, el padre de María
en las alas de una última esperanza
partir a Monserrate apetecía
con paternal y religiosa fe.
«¡De entre las yermas rocas se levante
su despojo mortal! Y en sitio digno
salmos la Iglesia a su memoria cante,
y ore por su alma el compasivo Dios.
Bajo las anchas bóvedas del templo
sus funerales místicos resuenen,
y las campanas su recinto atruenen
y álcese al cielo mi oración en pos.»
Así decía el piadoso Conde
transido de dolor,
con tamaños intentos emprendiendo
su peregrinación.
Y del florido Abril una mañana
al despuntar el sol,
con Guarino y escasa comitiva
de la ciudad salió.
Unos pocos jinetes enlutados
seguíanle en montón,
y unos cuantos obreros que la tierra
a cavar destinó.
Un monje, que al hallar el cuerpo, su alma
encomendara a Dios,
iba al par en silencio en medio de ellos
envuelto en su ropón.
La multitud encima de los muros
en silencio a mirarlos se agolpó,
rogando ansiosos por el triste padre
y por su hija al Señor.
Así de Monserrate enderezaron
al áspero fragor,
y en la distancia del camino largo
la triste comitiva se sumió.
Un punto aun desde los altos muros
como leve vapor,
el polvo de sus pies se percibía,
pero también al fin se disipó.
A Monserrate van. Pero ¿quién sabe
lo que les guarda en su honda soledad
el que posee del corazón la llave,
el que puede medir la eternidad?
Sí, Dios es Dios; y Dios tan sólo puede
romper el velo a la futura edad;
sólo a sus ojos el destino cede;
Dios es la luz, la fuerza y la verdad.
Rayaba en el oriente
la claridad temprana
del alba transparente
de la fresca mañana
del día a aquel siguiente,
cuando el Conde a la falda de las rocas
de Montserrat llegaba con su gente.
El penitente Juan sus pasos guía
humillado al recuerdo vergonzoso
del delito que allí cometió un día,
y como iban subiendo,
al Conde el monje se acercó diciendo:
—Señor, desde este corro, que testigo
fue en día más dichoso
de la piedad de Dios para conmigo,
de mi crimen después y mi castigo,
solos ambos quisiera
que subiendo siguiéramos,
y solos cabo a nuestra empresa diéramos.
Entre estas cavidades,
penitente primero y luego fiera,
escándalo de aquestas soledades
largos años viví, y la edad futura
pluguiérame que nunca conociera
el sitio de mi horrenda desventura.
Resto de orgullo humano,
que el mortal corazón mísero encierra,
sea tal vez, mas me dará tormento
saber que se hace público en la tierra
mi culpa, mi castigo y mi aislamiento.
Tomo la tentación del diablo astuto,
y sé por experiencia
el trecho que marcó la omnipotencia
del racional al bruto.
Wifredo, su caballo deteniendo,
y al monje con respeto contemplando,
así le dijo con acento blando:
—Sea como queráis; vos que ante el trono
de Dios sois perdonado,
no habéis de ser por mí más castigado,
ni pasará de aquí con vos mí encono.
Secreto es vuestra historia
que de mi labio no saldrá, escondida
viviendo eternamente en mi memoria.
Diré que el cielo, de mi triste vida
tal vez compadecido,
a mí os ha conducido
para templar del alma la amargura,
el lugar escondido
mostrándome en que está su sepultura.
Pues si por vuestro crimen inaudito
debierais ser de mi venganza objeto,
por la mano de Dios estáis bendito,
y lo sois para mí de honra y respeto.
Guiad y solos vamos,
solos su sepultura cavaremos,
y si algo de sus restos encontramos,
hasta aquí a conducirlos bastaremos.
Y así diciendo el Conde, y al instante
mandando detener allí la gente,
solo siguió adelante
en pos del milagroso penitente,
y a los ojos de todos se perdieron.
Sereno estaba el día;
el sol, que por los cielos avanzaba,
con purpurada luz resplandecía,
y la tierra en sus luces se bañaba
y todo por la tierra sonreía.
El tomillo oloroso,
la madreselva espesa,
la ancha amapola en su capullo aun presa,
el silvestre jacinto
que a la margen sonora
crece del arroyuelo
y en su fresco color apenas tinto,
el áspero majuelo,
la todavía verde zarzamora
y el enredado endrino,
compañero del boj y del espino,
el retorcido enebro y la retama
que en medio crecen de la amarga grama,
aromaban los valles silenciosos,
y prestaban colores y verdura
a los lomos fragosos
de aquelllos montes, cuyas hondas grietas
en las piedras escuetas
labra el agua que cae desde la altura.
La tierra por doquier juvenecida
por el sol fecundada,
de nueva y creadora primavera
se tornaba a mostrar con nueva vida
y con nuevo rubor robustecida,
con verdura mayor engalanada.
Nueva generación de mariposas
y de varios insectos zumbadores
ensayaban su vuelo en las bojosas
matas espesas de silvestres flores.
Los blancos conejuelos,
los alegres y libres cervatillos,
de su fuerza primera
iban ya haciendo alarde en la carrera;
triscando entre las zarzas y majuelos,
despuntando la grama y los tomillos
y horadando las faldas arenosas
de los secos y blandos montecillos,
al instinto cediendo que se encierra
en su naturaleza montesina
de socavar la tierra.
En la enramada verde
que a una fuente vecina
que entre las peñas al brotar se pierde
toma jugo en la linfa cristalina,
la nueva cría de ligeras aves
silba, gorjea y trina;
y el ronco cuervo, que con vuelo lento
se cierne mansamente sobre el viento,
grazna con notas ásperas y graves
la estación de las flores
presintiendo contento.
Naturaleza entera
brillante resplandece
ufana por doquiera
anunciando la hermosa primavera.
Y todo en ella juventud y vida,
todo en ella armonía, luz y aroma,
sólo al placer convida.
Y desde la ancha y verde y fresca loma
donde está detenida
la comitiva de Wifredo entera,
por la vega extendida
y escarpada montaña
goza la perspectiva placentera
que desde allí se alcanza embebecida.
En tanto su señor va lentamente
por las peñas trepando
detrás del silencioso penitente,
que por la soledad le va guiando,
el sitio en que pecó triste buscando.
La luz y la alegría
de la naturaleza,
de ambos se aviene mal con la tristeza
y la razón que allí les conducía;
y sumido en sus propios pensamientos
marchaba cada cual a pasos lentos.
Sube el monje la diestra asegurada
en nudoso bastón con que se ayuda,
y cruza el Conde la hojarasca ruda,
báculo haciendo de su larga espada.
Así, por senda que tortuosa lleva
de un aislado peñasco hasta la cima,
llegaron al lugar en que su cueva
labró Guarino, y cuyo centro estima
en más que los palacios colosales
que labraron del mundo los señores,
y que vienen a ser tan solamente
los nichos y las cifras sepulcrales
que sus nombres mortales
guardan un día más entre la gente.
Entre los huecos cascos
de los hendidos lomos
de dos duros peñascos
que las lluvias hendieron,
de intención de minarles con asomos
una grieta se abría,
que caverna de fieras parecía.
Un pico del peñón algo avanzado
sobre su ancha abertura,
del viento y de la lluvia resguardado,
un trozo de terreno mantenía,
que de tupido césped alfombrado
de la gruta a la entrada se veía.
Y de la estéril roca
por estrecha hendidura
bajaba de la cueva hasta la boca
un rico manantial de agua tan pura,
que a través de sus líquidos cristales
de la piedra en que cauce se formaba,
se contaban las vetas transversales
que el paso de la linfa había ido
puliendo en su caída, de manera
que en vez de piedra tosca se dijera
que en la concha mejor se había bruñido.
La sonora corriente
de esta escondida fuente,
hallando entre los céspedes descanso
en el llano terreno
que estaba de ellos lleno,
formó entre aquellas hierbas un remanso;
y entre ellas a su curso abriendo calle,
dejando aquel lugar verde y fecundo,
iba a perderse en la mitad de un valle
de los montes formado en el profundo.
De este remanso, el centro
formaba un montecillo
por el agua cercado,
seco, verde y aislado,
por aquel manantial fecundizado,
que de las altas rocas guarnecido,
cubierto por el pico adelantado
sobre la cueva obscura,
por la fuente regado
y en la pendiente randa concluido,
era un bello paisaje en miniatura.
Y de aquel montecillo, en el altura
cubierta de verdura,
fresca, olorosa, amena,
brotaba una purísima azucena,
la cual, aunque era flor sola y silvestre,
más que en jardín cuidado
brillaba hermosa en su rincón campestre
que estaba con su aroma perfumado.
Sus blancas hojas a la luz tendidas,
su simiente encerrada en los martillos
que de su centro se alzan amarillos,
sa tallo verde, fresco, alto, flexible,
mecido por el aura, que perdida
a aquel rincón llegaba imperceptible
dándola oculto movimiento y vida,
hacían de la cándida azucena
un animado ser, solo habitante,
solo genio y señor de aquella escena.
Al llegar de la gruta ante la boca
en que aquella hendidura
escondida en Ia roca
guardaba de este sitio la hermosura
y do la entrada de la cueva toca,
postróse de rodillas Juan Guarino;
y absorto el noble Conde,
viendo el primor que esconde
aquel sitio desierto y campesino,
se detuvo un momento
embebido en gozar el suave aroma
de la flor de aquel grato apartamiento.
—He aquí— exclamó Guarino derramando
lágrimas —el lugar en que escondido
mi delito lloró, sobre la tierra
do fue mi doble crimen cometido.
He aquí, señor, la tumba en que reposa
la hija de que os privé; bajo la altura
de ese montón de tierra y de verdura
duermen los restos de la más hermosa
e inocente criatura,
y esa blanca azucena
tal vez del jugo de su sangre pura
el jugo bebe que su cáliz llena.
Cuando en fiera tornado a esta montaña
me volví desde Roma peregrino
a cumplir penitente mi destino,
había aquí brotado
el manantial bullente y cristalino
que tenía cercado
el lugar a su tumba señalado.
La azucena sobre él ya abierta estaba,
y cual lugar sagrado
que el Señor me vedaba,
por mí en mi penitencia respetado
fue, y con mi llanto de dolor regado.
Yo he visto en esa flor siempre marchita
una futura prenda de esperanza
por el cielo bendita;
y en esa flor a quien jamás alcanza
el fin que a todas dio naturaleza,
de la mujer a mi maldad rendida
el símbolo miré de la pureza,
atropellada sí, mas no perdida.
único amor del triste solitario,
su única compañía en el desierto,
única luz del tenebroso osario
del mundo para el cual vivía muerto,
único paso a mi esperanza abierto,
mi corazón en ella ha concentrado
cuanta fe y cuanto amor ha conservado.
Única prenda que me liga al mundo,
sólo recuerdo de la edad pasada,
tras del amor a Dios, es el segundo
en mi alma con mis lágrimas lavada
el amor a esa flor inmaculada.
Yo creo ver en ella
vivir a la hija que lloráis, yo creo
que su alma pura y bella
vive dentro del cáliz conservada;
y entre sus hojas su semblante veo,
y oigo sonar su voz cuando se mece
entre sus blancas hojas,
y si el tiempo a mis ojos la agostara,
tanto cuanto lloré por el pecado
que dentro de esa tumba la encerrara,
sobre el tallo trancado
de esa azucena mística llorara.
Y así diciendo, el infeliz Guarino
por tierra prosternado,
de aquel último bien se despedía
tanto tiempo por él idolatrado,
la sepultura en que raíz tenía
a destruir él mismo preparado.
Y el Conde embebecido
en lo que al labio de Guarino oía,
en pie junto a él seguía,
inmoble, silencioso y distraído.
Wifredo, de repente
de esta meditación saliendo, dijo
con decidida voz al penitente:
—No perdamos, hermano,
el tiempo neciamente;
esa tumba cavemos
y apartemos de aquí su resto humano.
Y obediente Guarino,
resignado con calma a su destino,
con la azada en la mano,
resuelto se llegó a la verde altura
do la hermosa azucena
marcaba la campestre sepultura.
Y Wifredo, a su vez, la aguda pena
del corazón paterno
desahogando en dos lágrimas espesas,
gotas que lanza al manantial interno
que inextinguible en sus entrañas mana,
de otro azadón asiendo, se dispuso
lo que resta a buscar de lo que un día
fue de sus ojos luz, fue su María.
Con el secreto intento
de que aquella azucena perfumada
quedara, a ser posible, respetada
en el lugar en donde tiene asiento,
por el opuesto lado comenzaron
del fúnebre montón do está arraigada;
mas apenas hundieron
en tierra el azadón, de ver echaron
que el verde montecillo, que creyeron
tierra compacta y dura,
blanda y recientemente removida
estaba, y seca y leve mantenida
entre el agua, y debajo la verdura
que la tiene cubierta y circuída,
y cuanto con más tiento la tocaban,
más fácilmente, por entrambos lados,
sus golpes a la par desmoronaban
la tierra, y los arbustos que arraigados
en ella vegetaban.
Lejos de sí los instrumentos rudos
arrojaron, y a impulso de un instinto
igual, hundieron en la blanda tierra,
y a apartarla empezaron cuidadosos
con sus dedos desnudos.
Pronto dieron sus manos
con un oculto objeto
de la tierra distinto,
mas suave al tacto, con calor, con vida;
no era él objeto oculto el esqueleto
de enterrada mujer, a quien los años
y la tierra tendrían consumida.
El secreto terror y afán interno
heló la voz en su garganta, y ambos,
apartando en silencio el polvo leve,
descubrieron, y entrambos asombrados,
dos pies que, como el ampo de la nieve,
mantenía la tierra conservados.
Un ligero color rosado y puro
bajo su piel se percibía apenas,
y a través de la piel el trazo obscuro
se veía de sus venas,
cual si la vida aún de sangre líquida
las mantuviera llenas.
De aquellos pies purísimos la planta
verticalmente inmoble,
que siempre en los cadáveres espanta,
lejos de dar horror; a la mirada
solamente exponía
la perfección, pureza y hermosura
de una obra de escultura
diestramente pulida y acabada.
El grato anhelo, la interior zozobra
que ambos a dos sintieron,
seguir les hizo la empezada obra;
y apartando los céspedes y tierra,
en silencio siguieron
hasta que el tronco entero descubrieron,
que envuelto en sus vestidos,
apenas por el agua humedecidos,
y apenas arrugados
por la tierra en que estaban enterrados,
envolvían el cuerpo de María,
que dormida y no muerta parecía.
Escondida no más de su belleza
quedaba la bellísima cabeza
y la garganta blanca,
donde una herida fresca se descubre,
desde la cual arranca
la raíz de la cándida azucena,
que sobre el sitio en que descansa brota,
y que fuerza será cuando el semblante
descubran que la flor se arranque rota.
Comprendiéndolo al par ambos, a un tiempo
las manos detuvieron,
y arrasados en lágrimas los ojos
ante aquellos para ambos
sagrados y bellísimos despojos,
gran trecho sin acción se mantuvieron.
Mas el Conde, por fin, de irresistible
voluntad impelido,
con un postrer esfuerzo despejando
el rostro aún escondido
de su María hermosa,
vio de la virgen la figura entera,
cuyo labio animaba
dulcísima sonrisa placentera;
cuya tez inmarchita coloraba
animado color de nieve y rosa,
y en cuyos tenues párpados cerrados
transparentó se veía
la pura luz que a su través lucía
en sus ojos aún iluminados
con la lumbre vital que dentro ardía.
Mas en tanto la flor fragante y pura
que sobre ella crecía,
y de la muerta virgen en el cuello
sus raíces asía,
por el suelo trancada
por entro el cósped húmedo yacía
roto su tallo, pero no manchada.
Tendió el Conde sus manos
a la prenda de su alma idolatrada
y a la caída flor el penitente,
cuando ésta de repente,
por invisible mano arrebatada,
se perdió en el azul del manso ambiente,
y la pura región del vago viento
armonizó una música divina
que venía del alto firmamento
detrás brotando de su azul cortina.
El celestial compás de aquella santa
misteriosa armonía, llamó al cielo
la atención de Wifredo y de Guarino;
y al ver el cuadro mágico y divino
que les mostró su descorrido velo,
se borró de María en la garganta
la señal de su herida;
y a ver la aparición en luz radiante
que en medio de los aires suspendida
de su vista mortal está delante,
tornó a su corazón la dulce vida.
Por el sol coronada,
de las estrellas fúlgidas vestida,
de la luna calzada,
y de ángeles en hombros conducida,
la Madre del Cordero inmaculada
sonreía a los tres, que arrodillados
y absortos contemplaban
la divina visión embelesados.
La Purísima Madre del Dios Niño
en sus manos más blancas que el armiño
la azucena silvestre mantenlo,
y con celeste acento
que empapó la montaña en armonía
de son más apacible, grato y lento
que el murmullo del bosque, el mar y el viento,
con sonrisa hechicera
dijo vuelta a los tres de esta manera:
«Donde no hay voluntad, tampoco crimen;
ilesa, pues, la virginal pureza
María conservó, y en la aspereza
de los montes siete años penitentes
de otro castigo al matador redimen
en los juicios de Dios omnipotentes.
En medio de estas peñas se levante
sombrío monasterio,
que del Señor las maravillas cante;
otra vez a arraigar esa azucena
vuelva en las rocas de perfume llena,
prenda y señal de celestial misterio.
Y cuando en el sepulcro preparado
vuestro despojo corporal se suma,
sobre el sepulcro de los tres cerrado
la azucena silvestre se consuma.»
Expiró de la Virgen el acento,
y cesando la célica armonía
la mística visión deshizo el viento.
Volvió a brotar la flor, y a un tiempo ante ella
cayeron bendiciendo su destino
el noble Conde, la feliz doncella
y el santo penitente Juan Guarino.