La azucena silvestre: 1
Primera parte
editarCapítulo primero : En que comienza la narración de la presente historia
editarMás pura que la luz de blanca luna
que en arroyuelo límpido riela;
más hermosa que el cisne en su laguna
cuando en ella se baña, nada o vuela,
y alegre más que en soledad moruna
suelta y errante y tímida gacela,
en gracias y virtud feliz crecía
la bellísima y cándida María.
Y aun no cumplidos sus catorce abriles
de noble estirpe y a reinar nacida,
ajena a devaneos mujeriles,
velada por su bien siempre servida.
flor era pronta a dar tallos gentiles
a los besos del céfiro mecida,
y a exhalar de su cáliz, aun cerrado,
delicioso perfume embalsamado.
Caía en anchas ondas de su frente
larga madeja de flotantes rizos,
y de inquieto mirar, mas inocente,
dos ojos revolvía antojadizos;
en su blanca mejilla transparente,
centros ambos a dos de sus hechizos,
marcaba su sonrisa dos hoyuelos,
luceros ambos que robó a los cielos.
Rebosa al verla en alegría intensa
su padre el buen Wifredo, y la corona
ceñirla aguarda de la tierra extensa
del condado feraz de Barcelona.
Sólo en su bien y en su fortuna piensa,
y honrada, sin rival, feliz matrona
en tiempo incierto de la edad futura
su ambición paternal se la figura.
Único amor del varonil guerrero
única prenda de su muerta esposa,
tiene Wifredo su cariño entero
puesto no más en su María hermosa;
y único amor el noble caballero
del alma de la niña candorosa,
en una el alma de los dos se encierra,
y uno para otro son todo en la tierra.
Su corona de conde, ennoblecida
con los laureles mil de mil campañas;
su ciudad populosa, defendida
por su tendido mar y sus montañas;
la mitad de los años de su vida;
la memoria y la prez de sus hazañas,
todo lo diera el caballero noble
por ver de su hija la fortuna doble,
Lumbrera del fanal de su esperanza,
riquísimo joyel de su cariño,
manantial de su interna bienandanza,
vuelve a su pecho el corazón de niño;
se le roba a la guerra y la venganza,
se le torna más puro que el armiño,
se le lava de impulsos terrenales,
se lo inunda en delicias celestiales.
Por eso da su corazón sincero
gracias humildes al Señor, y cuenta
por eso día a día el caballero,
y su esperanza en cada uno aumenta.
Y bendice al Señor, que lisonjero
a su vejez el tiempo representa,
de su edad concediéndole al otoño
tan hermoso y purísimo retoño.
Mayor felicidad en esta vida
el padre tierno concebir no sabe,
a otro mortal alguno concedida
más sagrada misión, cargo más grave;
ella es para él, del cielo bendecida,
de su dichosa eternidad la llave,
y del futuro en perspectiva bella,
todo lo aguarda de su Dios y de ella.
Mas cuán falsas ¡ay Dios! y cuán livianas
las cosas son de la mudable tierra.
¿Quién sondará las leyes soberanas
que el misterioso porvenir encierra?
Aura que arrastra en pos las hojas vanas,
la torre abate que al peñón se aferra,
y las menudas ondas de los mares
socavan las montañas seculares.
En una tarde del quemado estío,
que entolda nube negra y tenebrosa,
de su palacio en el jardín umbrío,
la niña entre los céspedes reposa.
De casto sueño dulce desvarío
la divierte la mente candorosa,
sonriendo, al gozar su fantasía,
el purísimo labio de María.
La casta mano de marfil, velada
entre su espesa y negra cabellera,
bajo la sien tranquila colocada,
y bajo seda fácil y ligera,
su modesta figura contornada,
el pie breve no más dejando fuera,
parece, sobre el césped, su figura
ejemplar de bellísima escultura.
Y ¡cuán bella y feliz es una niña
que con sus dichas infantiles sueña,
y sus caprichos, inocente, apiña,
de universo ideal soñando dueña!
Con infantiles galas se le aliña,
y en poblarle con fábulas se empeña,
y lo goza de fábulas henchido,
hijas de un corazón no corrompido.
Tal le gozaba y tan feliz se vía
de su sueño infantil con las visiones,
de su palacio, en el jardín, María,
mientras sobre ella en densos nubarrones
el nublado, apiñándose, crecía,
y amagaba, al rasgar sus pabellones,
sobre la tierra desplomar airado
todos los males de que va preñado.
Ya se sentía por su vientre obscuro
ronco el trueno rodar; ya se aspiraba
el aura ingrata del vapor impuro
que en su cargado seno fermentaba.
Y cual dragón enorme, que seguro
ala invisible en el ambiente traba,
avanzaba el nublado a paso lento,
cerrando en sombra la región del viento.
Viéndolo el buen Wifredo, iba afanoso
por el jardín buscando su hija amada;
mas de no amedrentarla cuidadoso,
moviendo en su redor planta callada.
Ya su ojo paternal en el frondoso
césped la vio durmiendo descuidada,
y ya en su labio paternal bullía
el dulcísimo nombre de María.
Cuando hondo, ronco y repentino trueno
el nublado al rasgar crujió estallante,
se alzó la niña, el corazón ajeno
de aquel peligro de que está delante;
mas al abrir los ojos fue de lleno
a herírselos relámpago brillante,
y exhalando agudísimo lamento
volvió en tierra a caer sin movimiento.
Tomóla al punto en los amantes brazos
y alzóla en ellos el varón robusto,
de pena el corazón roto en pedazos,
trémulo el cuerpo al repentino susto;
mas ni al calor de tan amigos lazos,
ni a su voz, que le turba pavor justo,
vuelve la pobre niña dolorida
señal a dar de movimiento y vida.
Por medio del horrísono aguacero
que se desgaja ya, corro exhalado
con su hija, para él peso ligero;
y con nerviosa fuerza a ella abrazado,
pasa el jardín, el pórtico, el crucero,
revuelve el caracol mal alumbrado,
y en su cámara y lecho al cabo posa
carga para él tan dulce y tan penosa.
A sus briosas voces acudieron
cuantos siervos tenía en su palacio,
cuantas damas en él su voz oyeron,
cuantos curiosos admitió su espacio;
y empíricos y sabios acudieron,
con cuyo pronto auxilio no reacio,
Wifredo logró, en lágrimas deshecho,
volver la vida a su virgíneo pecho.
—¡Ay! dijo la doncella, y exhalando,
débil suspiro perceptible apenas,
abrió sus ojos, en redor girando
miradas ¡ay! al parecer serenas.
Mas ambas manos con afán llevando
a las pupilas, de su llanto llenas,
volviólas a apartar la desdichada,
gritando con pavor:—¡No veo nada!
—¡Hija! exclamó poniéndose delante
de sus ojos Wifredo. ¡Hija del alma!
Mira, mira: ¡yo soy! Torna el semblante,
mírame aquí,…—Mas con siniestra calma
la doncella hacia él tendió anhelante
la vista, no la descarriada palma;
y al asirle, burlando su deseo,
repitió tristemente:—Nada veo.
Volvió iracundo la ensañada mano
el trémulo varón contra sí mismo,
los cabellos mesándose inhumano,
y como ser en quien sopló el abismo
espíritu infernal, matando insano
la luz de la razón y el Cristianismo,
al cielo alzó los inflamados ojos,
torpe o blasfemo murmurando enojos.
Mas pronto a su razón, más sosegado,
el mísero volvió, y al mismo cielo
tornó a elevar los ojos humillado,
ambas rodillas oprimiendo el suelo.
Breve oración al corazón cuitado
prestó resignación, si no consuelo,
y con doliente voz que al alma llega,
dijo a los que le oían:—¡Está ciega!
¡Ay, Dios! Era muy cierto:
la lumbre centellante
del fúlgido relámpago,
que al despertar la hirió,
de sus hermosos ojos
mató la luz radiante,
y un velo de tinieblas
ante ellos extendió.
Los sabios más famosos
en vano convocaron;
los siervos de Mahoma,
los hijos de la Cruz;
los sabios de Judea
al fin desesperaron
de dar a sus pupilas
la apetecida luz. Hermosa como siempre
la cándida María,
fingiéndose esperanzas
de curación feliz,
al angustiado Conde
prestárselas quería,
y le lograba sólo
hacer más infeliz. Atento y cariñoso,
con paternal anhelo
el brazo la ofrecía
y la guiaba el pie,
sirviéndola de día,
y al piadoso cielo
orando por la noche
con encendida fe —¡Qué día tan hermoso
debe hacer hoy! decía
la niña, el sol sintiendo
sobre su blanca faz;
y oyéndola Wifredo,
del párpado sentía
una abrasada lágrima
huírsele fugaz. y su silencio acaso
María comprendiendo,
las manos alargaba,
sus ojos a tocar;
—y en ellas de su padre
las lágrimas sintiendo,
decía:—Y ¿por qué lloras?
y echábase a llorar.
Erraban a las veces
en dulce compañía
por una y otra senda
de su feraz jardín,y el amoroso padre
coronas la tejía
de frescas siemprevivas
y pálido jazmín.
Gozaba sus aromas
la niña, e inocente,
cediendo a los impulsos
de instinto femenil,
ornaba con las flores
su candorosa frente,
mostrándose con ellas
más linda y más gentil,
Y en las tranquilas noches
del abrasado estío,
a otro viajero acaso
volvían a escuchar,
ya bajo el verde toldo
del emparrado umbrío,
ya sobre el alto muro
que lame inquieto el mar.
¡Oh, cuán sencillos tiempos!
¡Cuán grata es su memoria!
¡Cuán dulce y cuán sabroso
oír en nuestra edad
las mágicas leyendas
de su olvidada historia,
sus crónicas sacando
de añeja obscuridad!
Edad por dos pasiones
regida y dominada,
guiada por dos astros,
la gloria y el amor.
La España por aquélla,
de moros rescatada;
por éste la hermosura,
corona del valor.
La edad de los prodigios,
la edad de las hazañas,
sin duda fue; nosotros,
de corazón sin fe,
sus crónicas leemos
llamándolas patrañas,
y en ella es donde el dedo
del Criador se ve.
Entonces juntamente
sin crimen invocaba
su Dios y sus pasiones
el rudo corazón,
y el cielo justo, a oírle
tal vez no se negaba
porque mezclara rudo
la fe con la pasión.
Entonces era el justo
columna de justicia;
valiente y obstinado,
más franco el criminal;
y ajeno aún en su crimen
de hipócrita malicia
obraba malamente,
mas confesaba el mal.
Entonces se creía;
la religión severa,
objeto del sarcasmo
jamás al necio fue,
ni la mentida ciencia
se la atrevió altanera,
de sus razones santas
a demandar por qué.
Pastor el sacerdote,
de su rebaño en vela,
guiaba o instruía
la ciega multitud,
y aquélla le escuchaba,
siguiendo sin cautela
la senda señalada
por senda de virtud.
Porque de Dios la recta
virtud apetecida,
no está en el raciocinio,
que está en el corazón;
y el que en el suyo guarda
su fe bien defendida,
le sobran los sentidos,
le sobra la razón.
Por eso, en la alta noche,
cuando en silencio y calma
del buen Wifredo todo
yacía en derredor,
enviaba al firmamento
las cuitas de su alma,
en oración humilde,
con sincero fervor.
Y oraba por su hija,
mientras cercana ella,
en cámara vecina,
oraba al par por él,
y entrambas las plegarias,
del noble y la doncella,
subían a las plantas
del Santo de Israel.
Como al pie del altar, del vaso de oro
de perfume oriental se exhala y sube
pura, ligera y transparente nube,
que embalsama la regia catedral,
así a los cielos la oración del justo
sobre sus alas místicas se eleva,
y el soplo de los ángeles la lleva
de Dios hasta el regazo paternal.
Y la divina Madre del Dios hombre,
al acoger benigna la plegaria
de la inocente virgen Solitaria,
que invocaba su amparo en la aflicción,
al ángel vaporoso de los sueños
la enviaba, y en sus alas vaporosas
bello tropel de imágenes dichosas
descendía a su casto corazón.
Capítulo II : De las razones que tuvieron el Conde y su Hija para emprender una peregrinación a Montserrat, y lo que allí pasó.
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- I -
Y yendo días, y viniendo días,
tras dos años de angustias y de afán
y de buscar inútiles remedios,
que no pudieron remediar su mal,
en una noche del templado Mayo,
por la ribera del tranquilo mar,
a la pálida luz de la alta luna
el Conde y su hija silenciosos van.
Las ondas transparentes, murmurando
se vienen a sus plantas a estrellar,
rodando lentamente unas sobre otras
con eterna y monótona igualdad.
A lo lejos tal vez se divisaba
la blanca lona del bajel pasar,
y la canción del pescador se oía,
llevada por la brisa desigual.
A veces se elevaba en la llanura
el ronco y melancólico graznar
de las marinas aves, que en la playa
buscan mansión, sustento y libertad.
¡Noche serena, deleitosa noche
a quien la puede sin dolor gozar;
melancólica noche para el triste
en cuyo pecho la aflicción está!
Tristes ideas en su mente excita
su nocturno silencio y soledad,
y aun el consuelo que le inspira, junto
con la hiel del recuerdo se lo da.
Y así una noche del templado Mayo,
por la ribera del tranquilo mar,
a la pálida luz de la alta luna
Wifredo y su hija silenciosos van.
Y acaso desde lejos percibiendo
la forma de la virgen blanquear,
y las armas lucir del caballero
que la presta su apoyo paternal,
creyeran que el espíritu doliente
de náufrago infeliz que expele el mar,
en los brazos del ángel de las aguas
encontraba el amparo celestial.
Y acaso al ver en la nocturna niebla,
rodeando la lóbrega ciudad,
creyeran que velándola vagaba
el espíritu de ella tutelar.
Y así sumidos en memorias tristes
la hermosa ciega y el varón feudal,
iban vagando con pisada ' incierta
por la ribera del tendido mar,
cuando a la tibia luz creyó el guerrero
negra figura distinguir quizá,
que a lento paso hacia los dos viniéndose,
con cada paso se aclaraba más.
Rápido impulso de temor muy vago
sintió en su pecho varonil brotar,
e incomprensible repugnancia interna
al ser que llega junto de ellos ya.
Era un anciano, cuya blanca barba,
cuyo cuerpo inclinado por la edad,
movía a reverencia más que a miedo,
ministro acaso del divino altar.
Báculo tosco a caminar la ayuda,
ciño sus miembros áspero sayal,
y al suelo vueltos los humildes ojos,
muestra severa y penitente faz.
—Padre, ¿quién llega? preguntó María
sintiendo de aquel ser la vecindad,
cual si pavor le diera el que llegaba
no más que por instinto natural.
—Es un anciano, contestó Wifredo.
—No sé por qué, desconocido afán
al sentirle probé, padre. —
—Hija mía,
cálmate y calla, porque ante él estás.
—Dios vele sobre ti, noble Wifredo,
dijo llegando, con humilde voz
el viejo anacoreta.
—Él os ampare,
el Conde cortésmente replicó.
Y trabando de aquí plática entrambos,
siguieron luego ya su vez los dos,
y de este modo con sonrisa dulce
el anciano extranjero la empezó:
¿Cómo tan tarde en tan desierto sitio?
WIFREDO El aura por gozar de la estación.
EL ANCIANO El aura de la mar es insalubre
para su mal.
WIFREDO Sabéisle?
EL ANCIANO Y ¿cómo no?
La fama de esa inmensa desventura,
la España entera recorrió veloz.
WIFREDO ¡Ay de mí, y cuán en balde! En toda ella,
remedio nadie a mi pesar halló.
EL ANCIANO Las hierbas de la tierra y sus virtudes,
secas, Wifredo, e impotentes son
cuando en el mismo mal, compadecido,
su dedo paternal no pone Dios.
WIFREDO Noches y días con fervor lo ruego.
EL ANCIANO Busca quien goce su feliz favor.
WIFREDO Vos, anciano, tal vez…
EL ANCIANO Tente, insensato;
para tanto intentar, ¿qué puedo yo,
pecador miserable? Hay en la tierra
otros más justos, que lo harán mejor.
WIFREDO ¡Ah! ¡Por Dios, explicaos!
EL ANCIANO Los peñascos
de Monserrate, en su áspero fragor,
la luz esconden que sus rayos toma
en las pupilas del potente Dios.
WIFREDO ¿En Monserrate?
EL ANCIANO Sí; Dios manifiesta
el poder de una santa intercesión
con divinos portentos cada día.
Lleva, pues, a la hija de tu amor,
si la quieres sanar, a Monserrate;
y en la grieta más honda de un peñón
que en las nubes esconde su alta cresta,
el justo habita, y con el justo Dios.
Y así diciendo, el misterioso anciano
sus pasos adelante enderezó,
de la esperanza el bálsamo vertiendo
de María en el limpio corazón.
—¿Dó vais? dijo atajándole Wifredo;
en mi palacio reposad, señor,
y admitid a lo menos hospedaje
por esta noche.
—Es lejos donde voy;
las horas de la noche son muy breves,
y todas me hacen falta, replicó,
siguiendo su camino, el extranjero.
Todavía insistiendo el buen varón,
—Mis gentes, mis caballos, todo es vuestro,
le dijo; y el anciano, en ronca voz,
—Basta, repuso; límites no tiene,
Wifredo, para mí la creación;
y la raza del hombre toda entera,
no podrá nunca lo que puedo yo.—
Y así diciendo, como arista leve
que arrebata del suelo el aquilón,
una sonora ráfaga pasando,
al monje entre sus ondas arrastró.
Tembló María al percibir su rastro,
arrodillóse atónito el varón,
y de ir a Monserrate voto hicieron,
a vista del prodigio, ambos a dos.
Cual marinero errante, que perdido
su soberbio bajel contra las olas,
lucha a los restos del bajel asido,
cercana viendo la ribera ya;
cual golondrina errante, que los mares
cruza extraviada, y la cansada pluma
agita, conociendo los lugares
donde anidar acostumbrada está;
Cual cierva que en la fuerza del estío
sedienta vaga por el bosque espeso,
y el agua oyendo del cercano río,
hacia él se lanza cuando el agua ve,
así impaciente la infeliz María,
en alas del deseo y la esperanza,
llegar a Monserrate apetecía
con inspirada y religiosa fe.
Wifredo, al par, con la esperanza misma,
el sol de la partida apresuraba,
y con la misma fe ver esperaba
la omnipotencia santa del Señor.
Inmensa suma de regalos y oro
y comitiva inmensa provenía,
y un santuario fundar se proponía
y hacer del penitente un fundador.
«En medio de las peñas solitarias,
monasterio suntuoso se levante,
memoria eterna que el prodigio cante,
señal eterna del favor de Dios.
Bajo sus anchas bóvedas, eternos
himnos de gracias al Señor resuenen,
y sus campanas el desierto atruenen,
el alma al cielo remontando en pos.»
Así exclamaba el piadoso Conde,
de su fe en el fervor,
con tamaños intentos emprendiendo
su peregrinación.
Del fresco Mayo en la postrer mañana
al despuntar el sol,
con su hija y comitiva numerosa
de la ciudad salió.
Por plazas y por calles se agolpaba
su inmensa población,
todos rogando por la hermosa niña
a la piedad de Dios.
Y así de Monserrate enderezaron
al áspero fragor,
y en la distancia del camino largo
la comitiva santa se sumió.
Aun se alcanzaba de las altas torres,
como leve vapor,
el polvo espeso que sus pies alzaban;
pero también al fin se disipó.
A Monserrate van. Pero ¿quién sabe
lo que les guarda en su honda soledad
el que posee del corazón la llave,
el que puede medir la eternidad?
Sí; Dios es Dios, y Dios tan sólo puede
romper el velo a la futura edad;
sólo a sus ojos el destino cede:
Dios es la luz, la fuerza y la verdad.
- II -
Entre los rudos peñascos
que por la extensión desierta
de Monserrate, en las nubes
esconden sus altas crestas;
entre los cóncavos huecos
de sus obscuras cavernas,
guarida oculta y salvaje
de reptiles y de fieras;
en medio de aquellos valles,
do en lagos el sol fermenta
los vapores que son nubes,
empezando en leve niebla;
allí donde humanas voces
a los ecos no despiertan,
ni el humo de los hogares
en espirales se eleva,
de un gigantesco peñasco
en la socavada grieta,
pasa sus días un hombre
en áspera penitencia.
Rústico sayo le viste,
e insípidas le alimentan,
agua de un arroyo manso,
raíces de cruda hierba;
y a su escondida morada
diez años ha que no llegan
más que las águilas que hacen
su nido en aquellas peñas.
Una de techo le sirve,
y audaz la naturaleza,
por un capricho inclinándola,
la colocó de manera,
que el corazón más valiente
temblara entrar bajo de ella,
por miedo de que al hundirse,
su sepultura no fuera.
Tosca cabaña de troncos,
espinos y ramas secas,
construyó allí el eremita,
por su morada eligiéndola,
y allí los días y noches
en soledad y abstinencia
pasando, el cielo conquista
y en paz a la muerte espera.
Y ni el alma de aquel justo
rumor mundano atormenta
con sus pasiones mezquinas
de vanidad y de tierra,
ni su alma, en sus devociones
sumida, jamás recuerda
los humanos devaneos
ni las delicias terrenas.
Es todo cuanto sus ojos
en torno sayo contemplan,
a Dios solamente mira,
a Dios nada más encuentra.
Las florecillas silvestres
que escasas tal vez vegetan;
los arbustillos que exhalan
campesino olor; la tierra
que da al gusano guarida
y sustento a aves y a fieras;
los mil vistosos insectos
que por la atmósfera vuelan,
al sol tendiendo sus alas,
que sus rayos transparentan,
todo, todo de su Dios
el poder le manifiesta,
y él le conoce y le adora
en sus obras más pequeñas.
Así pasa Juan Guarino
su virtuosa existencia,
siendo del cielo delicia
y haciendo al infierno guerra.
Y aunque en el uno fiado,
tal vez al otro desprecia,
Satán, que es muy poderoso,
fieros combates le apresta.
Y aunque con astucia inútil
de continuo le guerrea,
y con oración y lágrimas
Juan de continuo le ahuyenta,
es mucho lo que la irrita
su virtud y penitencia,
para que Satán el campo
de la tentación le ceda.
Ángel que bebió algún día
del manantial de la ciencia
con que el Hacedor Supremo
cuanto es y será penetra,
del corazón de los hombres
conoce bien la flaqueza,
y por su entrada más débil
sus tiros sagaz asesta.
Contrario irreconciliable
del Dios cuya omnipotencia,
conoce, hollado y vencido
por su poderosa diestra,
ya que contra el mismo Dios
volverse otra vez no pueda,
en buscar imperfecciones
sobre sus obras se empeña.
Y de sus manos, el hombre,
siendo la obra más perfecta,
de su despecho a la saña
es la obra mas expuesta.
Y, «mío es el mundo», exclama,
viendo la locura ciega
con que al pecado los hombres
desbocados se despeñan.
Mas cuando en medio su turba
un justo a encontrar acierta,
por derribar a aquel justo
olvida su raza entera
Y, ¡ay si a impulso de su astucia
o de su malicia inmensa,
logra engañarle o vencerle,
que, tras la culpa primera,
tal vez le arrastra al abismo,
y a Dios insulta y blasfema!
Y así, de aquellos peñascos
entro las cóncavas grietas,
entro consuelos y lágrimas
que Dios y Satán le aprestan,
pasa el justo Juan Guarino
su virtuosa existencia,
siendo del cielo delicia
y haciendo al infierno guerra.
De las agudas montañas
tras de las enhiestas lomas,
una alborada de Junio
rayaba apenas la aurora.
Ya el sol a través brillaba
de nubes de azul y rosa
con que al salir, los espacios
del horizonte se alfombra;
y los purpúreos destellos
de su lumbre creadora
reflejaban del rocío
en las cristalinas gotas
y en las aguas del arroyo
y en las relucientes rocas
cuya superficie pulen
los vientos que las azotan,
y a su influencia se vían
de las quebradas recónditas
elevarse transparentes
nieblecillas vaporosas,
y al reflejo de la lumbre
que desde lo alto las dora,
tomaban ricos cambiantes
y tintas encantadoras;
ya de sus lóbregas grutas
a las escondidas bocas,
los reptiles asomaban
a ver su luz bienhechora,
y abajo en el valle obscuro
las avecillas canoras
himnos cantaban al alba,
despertando bulliciosas,
cuando saliendo Guarino
a la entrada de su choza,
y de rodillas poniéndose,
al Dios que amanece adora.
Mas con harto asombro suyo,
rompiendo la pura atmósfera,
a sus oídos llegaron
voces de humanas personas.
Tendió la vista a la falda
de las empinadas rocas,
y de gran tropel de gente
las vio rodeadas todas.
Todos los ojos se tienden
hacia él, todas las bocas
le llaman, todas las manos
suplicantes se le tornan.
Delante de aquella turba,
por una senda tortuosa,
conduciendo un cortesano
a una niña encantadora,
subía a espacio, acercándose
a su cabaña. Medrosa
el alma de Juan Guarino,
juzgando farsa ilusoria
de tentación infernal
cuanto ve sobre las rocas,
siguió orando de rodillas,
como quien sabe que logra
vencer la o ración constante
las tentaciones diabólicas.
Y en el espacio los ojos,
que le nublan ardorosas
dos lágrimas penitentes,
en su devoción se arroba,
sin que de la gente el ruido,
que ya de cerca le acosa,
su pensamiento distraiga,
turbe su oración devota.
Virtud que sólo concede
de Dios la misericordia
a quien en él cree de veras,
a quien de veras le invoca.
¡Ante esta virtud sublime,
ante esta fe religiosa,
postraos enmudecidas,
mundanas pasiones locas!
Callad y desvaneceos,
necias y mundanas glorias,
que el nombre de inspiraciones
os apropiáis mentirosas!
¡Inspiración del que canta
torpes y profanas trovas;
inspiración del que pinta
desnudez escandalosa;
inspiración del que a mármoles
da provocativas formas;
a esta inspiración postraos,
que es más santa que vosotras!
DIOS ES EL GENIO: Él inflama
su inspiración vigorosa
en las almas que con ella
a altas hazañas se arrojan.
DIOS ES EL GENIO; y donde Él
no enciende su luz radiosa,
ni hay inspiración ni hay genio,
no hay más que miseria y sombras.
Y esta inspiración divina
es la que Guarino goza,
cuando María y Wifredo
ante él humildes se postran.
Y de ese célico arrobo
es del que Guarino torna,
cuando estas palabras oye
del Conde de Barcelona:,
—Hombre santo, en quien habita,
el espíritu sublime
del Dios cuyo aliento solo
alimenta cuanto existe,
mira a tus plantas, y duélante,
dos seres a quien aflige
pena por el cielo impuesta
en su juicio incomprensible.
Relámpago repentino
cerró las puertas sutiles
del ver a los claros ojos
de esta doncella; y humildes
a suplicarte venimos
que otra vez los ilumines,
y del Dios en que creemos
la grandeza patentices.
JUAN GUARINO ¡Apartaos, tentadores!
¡Vagos fantasmas, huidme!
Dios su poder no demuestra
por instrumentos tan viles.
Dios es grande, sí, muy grande,
mas prodigios tan insignes
no ha de fiar a mis manos,
hechas de tierra y de crimen.
¡Dejadme, apartad!
WIFREDO En vano
vuestra humildad se resiste;
la voz del cielo, a estas peñas
milagrosa nos dirige.
GUARINO Señor, si me da el orgullo
esta tentación horrible,
si este poder me atribuye
Satanás por afligirme,
o dadme fuerza, Señor,
y fe para resistirlo,
o mostrad vuestro poder
y que el soberbio se humille.
Así exclamó el penitente,
y a la doncella la voz
dirigiendo, dijo: —Eleva,
mujer, en nombre de Dios,
al firmamento los ojos,
y alúmbretelos el sol.
Y obedeciendo María,
miró a los cielos y vio.
Postróse el Conde de hinojos
adorando al Criador:
la comitiva, asombrada,
por tierra se prosterno,
y elevando Juan Guarino
al cielo su corazón,
las manos al sol tendidas,
un punto en silencio oró.
Gozaba absorta María
de la luz el resplandor,
por todas partes mirando
con grata enajenación;
y pasaban sus miradas
en escrutinio veloz
de una peña en otra peña,
de una flor en otra flor,
recordando con delicia
las ideas que guardó,
de su ceguera en las sombras,
de la luz y, del color.
Lanzó el infierno un gemido
de despecho y confusión,
contra Guarino aprestando
todo entero su furor.
Y el justo, que interiormente
el ataque presintió,
preparóse a resistir
su más fuerte tentación.
Y comenzando avisado
por el contrario mayor,
vuelto a Wifredo y su gente,
de esta forma les habló:
—Ya Dios de remediaros fue servido:
de vuestra alma adoradle en lo profundo,
y apartaos de mí, que con el mundo
no puedo nada de común tener.
Mis votos escucharos me prohíben,
y está robando a Dios vuestra presencia
el tiempo de oración y penitencia
de que mi salvación ha menester.
Así habló el justo, y acogerse quiso
al fondo de su gruta retirada,
cuando María le atajó, postrada
cayendo ante sus pies, hablando así:
—La luz de Dios por mis cegados ojos
entró en mi pecho, y a su luz divina
la niebla del futuro se ilumina,
y leo lo que guarda para mí.
Las inmensas riquezas de mi padre
me elevarán un santo monasterio
en medio del silencio y el misterio
de esta extensa y desierta soledad.
Yo eternamente en su recinto sacro
alabaré de Dios la omnipotencia,
y en él ha de acabarse mi existencia,
y ha de empezarse en él mi eternidad.
De esta montaña, en cuya excelsa cumbre
volví a gozar la luz del mediodía,
no bajaré ya más; la planta mía
otra tierra a pisar no volverá.
Tembló al oír el penitente austero
tan gran resolución, al punto mismo
el lazo viendo que el contrario abismo
tendiendo astuto a su virtud está.
Presentóse a su mente la grandeza
de su alta santidad; mundano orgullo,
brotando cual vapor en su cabeza,
descendió a obscurecer su corazón,
y un momento en la duda vacilando
de la afanosa e interior pelea,'
calló, temiendo que vencida sea
la recta fe por mundanal razón.
A María con lágrimas Wifredo
postróse a suplicar, pero fue en vano;
ella le dijo: —No, padre, no puedo
a la voz de los cielos resistir.
Tornó el padre a insistir y a negarse ella,
la religión y el mundo largo trecho
combatiendo de entrambos en el pecho;
pero túvose el mundo que rendir.
Y alzando entre los peñascos
de la desierta montaña,
cabe la de Juan Guarino
otra rústica barraca,
y el Conde y los suyos yéndose
a la ciudad más cercana,
en la soledad dejaron
a la doncella, con lágrimas.
Wifredo, desde aquel punto
las órdenes necesarias
para alzar el monasterio
expidió por la comarca.
Cundió por ella el prodigio,
y a Barcelona llevándola
la fama, la celebraron
con fiestas y luminarias.
Capítulo III : Que trata de un misterio que se aclara más adelante y en oportuno lugar
editar- I -
En tanto, allá en las alturas
de las peñas solitarias,
el ermitaño y María
al cielo en unión alaban.
Y la doncella, de hinojos
ante la imagen sagrada
de la Madre del Dios niño,
las horas orando pasa;
y el eremita, en su choza,
con toda la fe de su alma
dando por tales favores
a Dios acciones de gracias.
Era del día siguiente
la hora apenas del alba,
cuando el penitente austero
salía de su cabaña.
Ya en el césped de la roca
de hinojos María estaba,
bendiciendo al Dios que alumbra
la luz que el Oriente baña.
Y suelto el cabello rizo
por la mal cubierta espalda,
cuyas hebras de azabache
mece revoltosa el aura,
al cielo alzados los ojos,
ambas las manos cruzadas
sobre el pecho, y el semblante
alumbrado por la blanca
luz de una aurora de Junio
que entre nubes de oro radia,
parecía la doncella
imagen leve y fantástica
que crea el sueño de un niño
sin comprenderla ni amarla.
Los ojos de Juan Guarino
la vieron, y contemplándola
quedaron por un instante
con indecisas miradas.
Pidióle al verle la niña
su bendición, y él, al dársela,
sobre la hermosa cabeza
tendió las enjutas palmas.
—Orad, la dijo, y velad,
porque muy rudas batallas
que sostengáis será fuerza
contra Satán… —Y, apenada,
repuso ella: —Padre mío,
Dios por vuestros labios habla
sin duda, y en vuestro pecho
su fuerza depositada
tiene; guiadme, instruidme,
y si batallas me aguardan,
enseñadme a resistirlas,
acostumbradme a afrontarlas.
—Sí haré, mi deber es éste;
y si en mí el Señor derrama
su luz y su omnipotencia,
su fe en mi pecho no apaga,
sobre el ángel de tinieblas
ha de apoyarse tu planta.
Y así diciendo Guarino,
de la doncella se aparta,
perdiéndose de las peñas
entre las hondas quebradas.
De mil varios pensamientos,
de mil sensaciones varias
su espíritu atormentado,
por el monte caminaba.
Y apoyándose de un pino
en una nudosa rama,
por el desierto callado
el buen penitente avanza.
Penoso es, duro, terrible,
el viaje que hacer nos manda
la justicia del Señor
cuando a la tierra nos lanza.
Terribles son en el mundo
las tentaciones mundanas,
y allí en contra de los hombres
mucho Satanás trabaja.
Pero ¡con cuánta más furia
su infernal poder desata
contra el alma que del mundo
en el desierto se guarda!
Todo le desencadena,
toda su astucia nefanda
contra la virtud del justo
empeña por derrocarla.
Traidores lazos le tiende,
viles amaños le fragua,
de varias formas se viste,
de varios modos le asalta.
Dios lo dejó gran poder
e infinita perspicacia,
y el espíritu satánico
aborrece nuestra raza.
¡Ay de aquel cuyos sentidos
tan alerta no se hallan,
que con alguna quimera
el espíritu le engaña!
Tiéndale el Señor su mano,
porque si el Señor le falta,
será su virtud despojo
de la diabólica audacia.
La punta de alto peñón
el eremita doblaba,
que de un abismo a la boca
sobresalía inclinada,
cuando al apoyar el pie
sobre la vereda escasa,
faltóle un punto la tierra.
Las manos extendió rápidas,
mas, lejos de todo apoyo,
ya el cuerpo se despeñaba,
cuando sintió que le asía,
con ayuda inesperada,
una mano vigorosa
que a la muerte lo robaba.
Fijó los pies en seguro,
y volviendo la faz pálida,
vio a otro severo ermitaño
que a tenerse le ayudaba.
Hízosele a Juan Guarino
allí su presencia extraña,
mas dióle sinceramente,
después de a los cielos, gracias.
Y entendiendo la extrañeza
que Juan Guarino mostraba,
entabló de esta manera
el otro ermitaño plática:
—Veo que mi presencia en estos sitios
os extraña, ¡oh Guarino!
GUARINO Sí, en verdad;
diez años ha que los habito, y sólo
en elles siempre me creí.
ERMITAÑO Ya va
más de un invierno que sus rudas peñas
a mí también habitación me dan.
GUARINO Nunca os he visto, ni noticia tuve,
santo eremita, de fortuna tal.
ERMITAÑO Algo lejos de aquí me hice una choza,
y de ella salgo rara vez.
GUARINO ¿Quizá
sitio buscáis mejor?
ERMITAÑO No; vengo a veros,
que la fama hasta allí me fue a llevar
la nueva del prodigio que habéis hecho,
y venero tan grande santidad.
GUARINO Dios fue servido a mis mortales manos
por un momento su poder prestar.
ERMITAÑO Y yo vengo a adorarle en sus prodigios;
la feliz criatura, ¿dónde está?
GUARINO En esas rocas su morada ha puesto,
do quiere un monasterio edificar.
ERMITAÑO Y ¿así la abandonáis?
GUARINO Dios es muy grande,
mas débil es mi corazón mortal;
me alejo del peligro,
ERMITAÑO Juan Guarino,
injuria a Dios tan ruin debilidad.
Quien muestra en vos su grande omnipocia
¿su auxilio en el combate os negará?
Por vos estos desiertos, lo preveo,
de austeros monjes a poblarse van;
flores fragantes que del mundo impuro
van el árido campo a embalsamar.
Por vos Guarino, sus ejemplos santos
muchas almas al cielo volverán;
muchos impíos sus contritos ojos
al pïadoso cielo han de elevar.
Y por no arrostrar vos peligro escaso,
de que os guarda vuestra alta santidad,
¿vais a dejar que la mujer voluble
ceda inexperta al tentador Satán?
Si él la recuerda la mundana pompa,
todo el terreno bien que deja allá,
acaso, sus designios olvidando,
a ese mundo otra vez quiera tornar.
Y entonces, ¡ay! en vez de monasterios,
en vez de monjes que a morar vendrán
sus claustros y estas rocas, en su seno
lloraremos nosotros nada más,
estériles palmeras infecundas
que ni sombra ni flor podremos dar.
Así hablaba el anciano, y sus palabras
con respeto y dolor oía Juan,
y le daba en el fondo de su pecho
la razón, imposible de negar.
Batallaba la suya acongojada,
suspensa entre el peligro y la verdad,
sin acertar a sacudir su espíritu
el peso enorme de tan hondo afán.
—Volved a vuestra gruta, le decía
el venerable viejo; id, Y soplad
el fuego santo que la enciende el alma,
y a su alma débil fortaleza a dar.
¿Qué puede la hermosura, ¡oh Juan Guarino!
atractivos tener a ojos que están
a contemplar de Dios acostumbrados
la hermosura y la lumbre celestial?
Id y venceos; conquistad del todo
para el cielo de Dios su alma inmortal,
y si a la vuestra Satanás se acerca,
como quien sois, con su poder lidiad.
Ese es vuestro deber.
GUARINO Yo lo conozco,
santo ermitaño, y mi deber real
veo que Dios para intimarme os manda,
y obedezco su voz.
ERMITAÑO Aun haré más:
pondré bajo esta peña mi cabaña;
a mi choza venid en vuestro afán,
y de la loca tentación el peso
dividiremos ambos por mitad.
Postróse ante sus plantas Juan Guarino,
y sintiendo sus fuerzas aumentar
a la voz del anciano venerable,
cedió humilde a su justa voluntad.
Quedó el viejo en el borde de la sima
viéndole hacia su gruta caminar,
su figura elevándose sombría
encima del peñasco colosal.
Es un anciano cuya blanca barba,
cuyo cuerpo encorvado por la edad,
a reverencia mueve más que a miedo,
ministro acaso del divino altar.
Báculo tosco a caminar le ayuda,
ciñe sus miembros áspero sayal,
y al valle vueltos los sombríos ojos,
muestra severa y penitente faz.
Pero la negra sombra que proyecta
sobre la roca cuando el sol le da,
mancha siniestra en el peñón dibuja
de contornos horrendos de mirar.
Sombra que vida en su interior parece
tener…; ilusión óptica quizás.
Al fin, tras el peñón despareciendo,
volvió todo al silencio y soledad.
- II -
A más de la mitad de su carrera
ya en el cóncavo azul llegaba el sol,
cuando a los pies del venerable anciano
.prosternado con honda confusión,
escuchaba Guarino, él conminándole
de esta manera con airada voz:
—¡Miserable de ti! Tu infando crimen,
del mundo nos va a hacer la execración,
siendo por ti el escándalo del mundo
y objetos de la cólera de Dios.
Esa mujer, al acusarte, entera
traerá la raza humana en derredor
a maldecir la hipócrita malicia
que encerraba tu torpe corazón.
El prodigio real que por tus manos
piadoso Dios y omnipotente obró,
a diabólica magia atribuido
será sin duda, sí. Mira el baldón
con que cubres ¡infame! estos desiertos,
santuarios otro tiempo del Señor.
—¡Ay, ay de mí! exclamaba Juan Guarino
con eco del más íntimo dolor.
Todo el infierno a castigarme es poco,
a lavarme de crimen tan atroz.
—Pues piensa, le decía el otro anciano,
piensa en el modo que podrá mejor
ocultar a los ojos de la tierra
ejemplo de tan vil profanación;
al menos porque en todos no recaiga
la pena que uno solo mereció.
—Y ¿eso me aconsejáis? Y ¿es este el modo
de ayudarme a arrostrar la tentación?
—Y ¿qué puede tenerte, miserable,
en la senda del mal y del error?
Cubre al menos tu crimen en la sombra
del misterio, y al menos desde hoy
evita de tu crimen el escándalo,
pecado que maldice el Salvador.
Tal vez el vulgo crédulo, engañado
por tu virtud hipócrita anterior,
en un milagro más creyendo estúpido,
te tribute mayor veneración.
Borra astuto su rastro de la tierra,
engaña al universo por ta honor,
y piensa bien que volverá su gente
mañana, y urge que lo enmiendes hoy.
Y así diciendo el eremita anciano,
de hinojos en las peñas se postró,
abismado dejando a Juan Guarino
en horrenda y febril meditación.
Veíase que dentro de su pecho
empeñada traían con furor
espantosa batalla sus pasiones,
desgarrando su triste corazón.
Y en el borde sentado del peñasco,
fijo, inmoble, en silencio… daba horror
contemplar su semblante contraído,
de sus hondos tormentos expresión.
Así Guarino batallando a solas,
dos largas horas de pesar pasó,
y dos horas el monje venerable
sin entibiar un punto su oración.
Al fin Guarino, cual preñada nube
que arrebata en sus alas el turbión,
con raudo paso y con temblor convulso
del anciano en silencio se apartó.
Dejó aquél su postura penitente,
sus miradas de Juan tendiendo en pos,
vaga sonrisa contrayendo el labio,
sus ojos infernal satisfacción.
Ya a Guarino, perdido entre las peñas,
no se alcanzaba a ver, mas él siguió,
cual si a través del monte le alcanzara,
mirándole con íntima atención.
En ella unos minutos pasó el monje;
de ellos al cabo, a parecer volvió
Guarino, descompuesto y alterado,
diciendo al monje con horrenda voz:
—Viejo, todo está hecho; no habrá escándalo.
¡Maldito el día que nacer me vio!
Ronca, histérica, horrible, soltó entonces
el monje repentina carcajada,
que de Juan en el ánima espantada
como afilado acero penetró.
Volvió la vista atónita hacia el sitio
do vio al volver al eremita santo,.
y su vista y su sangre heló de espanto
lo que a su lado en su lugar halló.
Gigantesca, satánica figura,
de inmensas alas que ante el sol tendía
y el resplandor del sol obscurecía,
sus fieros ojos en su faz clavó.
Sobre el monstruoso labio le mostraba
sonrisa de desprecio triunfadora,
y con solemne voz aterradora
en sarcástico tono así le habló:
—¿Quién trajo esa mujer a este desierto?
¿Quién de sus ojos apagó la lumbre?
¿Quién a par con la inmensa muchedumbre
el milagro de Dios reconoció?
¿Quién encendió un volcán en tus entrañas
de furiosa y carnal concupiscencia?
¿Quién diez años de llanto y penitencia
inutiliza en un instante? Yo.
Dijo Satán; y las enormes alas
en la nublada atmósfera tendiendo,
por el espacio se perdió, diciendo:
—¡Maldito el día que nacer te vio!—
Y los cóncavos ecos de las peñas,
al bronco son de su garganta heridos,
repitieron su voz estremecidos,
y estremecido el monte, vaciló.
Quedóse el penitente
al borde de la roca
sentado, sin aliento,
sin voz ni voluntad,
sumido en la amargura;
y por su mente loca
rodaban las ideas
en ronca tempestad.
Confuso torbellino
de espíritus impuros
escucha imperceptibles
zumbar en torno de él;
sus labios se resisten
a preces y conjuros,
y el aire que respira
le amarga como hiel.
«¡Diez años de virtudes,
de austera penitencia;
diez años de esperanzas,
de lágrimas y afán,
perdidos en un punto!
¡Cedió mi resistencia
á la tenaz astucia
del tentador Satán!
»¡He cometido un crimen
horrendo, abominable;
un crimen que no tiene
disculpa ni perdón!…
¡Soy presa del infierno!»,
decía el miserable
mirando hacia el abismo
con bárbara intención.
«Dios es muy compasivo»,
decía su conciencia.
«Mi culpa es infinita»,
decía su razón;
y entre la muerte fácil
que tiene en su presencia,
y el arrepentimiento,
vacila el corazón.
Capítulo IV : Donde verá el lector un capricho que tuvo el autor al escribir la presente leyenda
editar¡Ay, triste del viajero que pierde su camino
por el espeso bosque donde extraviado fue!
¡Ay, triste del que el cielo de su feliz destino
con negros nubarrones encapotarse ve!
¡Ay, triste del que siente que airado torbellino
la lámpara lo apaga de su dudosa fe!
Y ¡ay, triste del que sufre, cual sufre Juan Guarino,
tribulaciones tales de la montaña al pie!
El día, entretanto, pasando declina,
cercano al dudoso crepúsculo ya;
con rayos postreros el sol ilumina
la faz de Guarino, que inmóvil está.
Cualquiera que de lejos le mirara
tan inmoble yacer sobre el peñón,
por efigie sin vida le tomara,
por sueño vano o ideal visión.
Él sus ojos sombrío, errantes,
fijos tiene en ocaso, sin ver
los destellos del sol fulgurantes,
que se va el horizonte a sorber.
Y la pena de su alma
embrutece su razón,
y en siniestra y fría calma
paraliza el corazón.
Cual suele, tras sombrío
espeso nubarrón,
brotar en el estío
mefítico vapor,
que deja nuestro espíritu
sin fuerza ni vigor;
cual pesadilla odiosa
que en sueños nos acosa,
girando en fatigosa
perpetua confusión,
sin que podamos, débiles,
calmar su agitación,
Tal su ánimo, al peso
de crimen secreto,
prensado y sujeto
con miedo se ve,
y a impulso de asombro
que infúndele pánico,
el soplo satánico
ni espera ni creo.
Y solo y sombrío,
inmóvil, callado,
al borde sentado
del peñón está,
la sima profunda
mirando indeciso,
por sino preciso
teniéndola ya.
Y en tanto que siente
pesada la vida,
y al ánima olvida
y al cielo quizá,
Sepultando
su áurea lumbre,
tras la cumbre
el sol va,
sus postreros
resplandores
tembladores
dando ya.
Sobre el cárdeno
horizonte
a que el monte
pone fin,
se despide
de la tierra
que ha en la sierra
su confín.
Y se mira
la ancha hoguera,
de su esfera
vacilar,
más radiantes
y más bellos
sus destellos
al finar.
Y sus rayos
por las crestas
de las cuestas
al tender,
del prado hacen
por la alfombra
su ancha sombra
negrecer.
Rojas nubes
le coronan,
que amontonan
en redor
los vapores
que pasando
va creando
su calor.
Y sus pliegues,
más espesos
y más gruesos
cada vez,
entoldando
en masa densa
van su inmensa
brillantez.
Poco a poco
su cerrado
y agrupado
nubarrón,
en su centro
da al sol paro
un obscuro
pabellón.
Poco a poco
descolora
y devora
su arrebol,
y así el día
roba al orbe
cuando sorbe
todo el sol.
Queda envuelto
de este punto
todo junto
en luz igual,
y en el cárdeno
horizonte
sobre el monte
cardinal.
Jirón roto,
desgarrado
del cerrado
pabellón,
queda suelta
nube roja
que acongoja
al corazón.
Banda torva,
que tendida
por la corva
loma hendida
de las peñas,
va rasando
por las breñas,
de la cumbre,
y apagando
las centellas
de la lumbre
que da el sol.
Lienzo rojo
que demuestra
de alto enojo
la siniestra
señal santa;
y en pos suya
se adelanta,
y en pos suya
se levanta;
con él viene,
con él gira,
cuando nace,
cuando expira;
con él hace
su camino
matutino
o vespertino,
de él perpetuo
girasol.
Nube hermosa
que se inclina,
la colina
a transponer,
circundando
su camino
purpurino
rosicler.
Nube errante
pasajera,
vagarosa,
do contempla
Juan Guarino
el destino
que le espera;
que expirante,
congojosa
e indecisa,
a su labio
la sonrisa
postrimera
le arrancó;
y el agravio
a su Dios hecho,
en el fondo de su pecho
con su luz iluminó.
Luz postrera
de esperanza,
que ir ligera
Juan alcanza
desde el monte,
su alma ajena
no de pena,
mas de fe.
De la cresta,
de la roca
más enhiesta
puesto al pie,
contemplando
cuál con blando
movimiento
surca el viento,
se lo ve;
mientras rota,
informe, vaga,
su derrota
va acortando
pie tras pie.
Palidece,
se enrarece,
se consume,
desparece…
Ya se sume,
ya se fue.
Y noche
sombría
tras día
fugaz,
aleja
su alma
de calma
y solaz.
Y feas,
y varias,
contrarias
ideas
están
su mente
quemando,
doblando
su afán.
Y el cielo,
y el suelo,
velando
se va;
la noche
se cierra;
la tierra,
pavura
de obscura
le da.
Y en tanto
que acude
al llanto
quizá,
cuanto
existe,
niebla
triste
puebla
ya.
Las sombras
más densas
y extensas,
doquier,
sus velos
despliegan,
y ciegan
el ver.
Y la tierra
toda inunda
la profunda
lobreguez,
montes, valles
y collados
sepultados
a su vez.
Espesas nubes
que apiña el viento
al firmamento
robando van
su luna pálida;
las luces bellas
de sus estrellas
muertas están.
Y en vez de los ojos
sirviendo el oído
ya sólo es el ruido
quien guía los pies,
al alma infundiendo
sus vagos rumores
extraños temores
de mundo que no es.
y se oye por las peñas
sonar en las montañas
de fieras y alimañas
los pasos o la voz,
mostrando en sus sonidos
sus cóncavos gruñidos,
sus ásperos graznidos,
ya agudos y ya graves,
las fieras y las aves
su natural feroz.
Y a cada tenue lamento,
a cada salvaje son
de ave o fiera, de agua o viento,
se estremece el corazón.
¿Y quién podrá en tal momento
dar del desierto razón?
¿Quién puede los pasos seguir de Guarino
por medio tan denso nocturno vapor?
¡Quizá entre las peñas perdido el camino
sepulcro escondido le dió su fragor!
Porque, ¿quién los senos abrir del destino
podrá, ni del crimen medir el horror?
¡Lenta, amarga, terrible es la agonía
que su remordimiento al hombre da!
Quizá a Guarino, al despuntar el día,
sentado en el peñón le encontrará
de sí mismo espantado todavía,
muerto al impulso del dolor quizá.
La noche entretanto se pasa. Sumido
monte, llano, río, desierto y ciudad
en lóbrega noche, doquiera dormido
cobijan al mundo el silencio y la paz.
Ni de hombre ni de fiera, gemido ni lamento
resuena por los senos de las montañas ya.
Y sólo tal vez se oye el susurrar del viento
o el ruido del arroyo que murmurando va.
Rayó el siguiente día,
y la rosada lumbre de la aurora
tornó a ahuyentar la umbría
nocturna obscuridad; encantadora
con nueva juventud, con nueva vida,
tornó naturaleza
a mostrarse de nuevo enriquecida
con doblada belleza.
Y el día entraba apenas, cuando a lento
cansado caminar, por la aspereza
subía la montaña
Wifredo, y de María a la cabaña
llamó, llegado con pausado acento.
Mas nadie dentro respondió; María
ausente estaba de ella.
Llamó a la de Guarino,
mas ¡ay! estaba sola como aquélla.
Siguió el Conde a la altura
subiendo. Desde allí se descubría
gran trecho de montaña y de llanura,
mas no alcanzó a Guarino ni a María.
A voces los llamó, mas a sus voces
respondieron no más ecos lejanos,
cuyos sones livianos
se llevaron las ráfagas veloces.
A su gente llamó desesperado;
corrió el pueblo exhalado;
sus siervos, sus vasallos, sus amigos
por doquiera los montes recorrieron;
en lo espeso del monte se metieron,
pero en vano en los montes se cansaron:
¡ay! con el rastro de ninguno dieron.
Presa el Conde de amargo sentimiento
y de fiebre ardorosa,
cercano de su muerte vio el momento,
y a manos de su horrenda desventura
lleváronle a su corte populosa
su enfermedad rayando en la locura.
Y el vulgo maldiciente
se perdió de una en otra conjetura
haciendo cada uno más obscura
la historia y la razón de este accidente,
y cada uno a su antojo
a Dios o a Satanás atribuyendo
la oculta causa del suceso horrendo.