La aurora en Copacabana/Acto II

Acto I
La aurora en Copacabana
de Pedro Calderón de la Barca
Acto II

Acto II

Dentro cajas y trompetas.
UNOS:

(Dentro.)
¡Arma, arma!

OTROS:

¡Guerra, guerra!

UNOS:

Caciques, a la muralla.

OTROS:

A la muralla, españoles.

UNOS:

¡Guerra, guerra!

OTROS:

¡Al arma, al arma!
 

(Sale TUCAPEL huyendo.)
TUCAPEL:

Si no hubiera un coronista
que huyera de las batallas,
no hubiera cómo saberlas,
no habiendo cómo contarlas;
y pues es este el papel
que me toca, mientras andan
allá como suelen, yo
escondido entre estas ramas
también, como suelo, tengo
de estar a ver en qué para
el trance de hoy, que hasta ahora
solo dicen voces altas...

UNOS:

¡Arma, arma!

(Las cajas.)
OTROS:

¡Guerra, guerra!

UNOS:

¡Viva el Perú!

OTROS:

¡Viva España!
 

TUCAPEL:

¡Oh, si el señor Sol quisiera
que sus paisanos lograran
la vitoria, y yo el deseo
de poder irme a mi casa!
No tanto porque en la propia
ningún marido descansa,
cuanto por hacerme el gusto
de hacer el disgusto a Glauca;
pues desde que el español,
cautivándome en mi patria,
conmigo, sin saber cómo,
dio en unas tierras extrañas,
donde su lenguaje y mío
hicieron tal mescolanza
que ya ni es mío ni es suyo,
bien que hasta entendernos basta,
y desde que, pertrechados
de gentes, bajeles y armas,
volvieron él y los suyos
a navegar estas playas,
de donde tomando tierra
han talado las campañas
que hay desde el Callao al Cuzco,
cuya gran corte hoy asaltan,
(Dentro las cajas.)
nunca me han dado lugar
de escaparme, por dos causas:
una, servirles de guía
para ir salvando sus marchas
de pantanos y lagunas;
y otra, que a decir no vaya
cuán faltos de municiones
y de víveres se hallan.
Y así, por ambos pretextos
con tal cuidado me guardan,
que al que desmandarme viere,
que me dé la muerte mandan;
con que me es fuerza esperar
día en que huyendo les hagan
volverse al mar. Mas no creo
(Dentro las cajas.)
que hoy sea el de esta esperanza,
pues entre las confusiones
que solo repiten varias...
 

TODOS:

¡Arma, arma, guerra, guerra!

TUCAPEL:

Lo que desde aquí se alcanza
es que, aunque las eminencias
de la ciudad coronadas
de indios están, no por eso
los españoles desmayan,
por más que de sus almenas
no solamente disparan
diluvios de flechas, pero
de los peñascos que arrancan,
despedazados los montes,
rodando sobre ellos bajan.
Alguno lo diga, pues
cae de la escala más alta,
diciendo:
 

(Dentro mucho ruido y cajas, y sale PIZARRO cayendo con espada y rodela.)
PIZARRO:

¡Virgen María!
Vuestra gran piedad me valga.

ALMAGRO:

Acudid a retirarle,
no consigan la alabanza
estos bárbaros, de que
ni aun muerto pudo su saña
triunfar dél.

(Salen los dos y SOLDADOS, y él se levanta muy en sí.)
LOS DOS:

¡Pizarro!

PIZARRO:

¡Amigos!

LOS DOS:

¿Qué desdicha es esta?

PIZARRO:

Nada.

TUCAPEL:

Pues no enterréis al mozo, Luis Quijada.
Esta fue una bagatela,
volvamos a la importancia.
 

CANDÍA:

¿Cómo es posible que el golpe
de la peña y la distancia
del precipicio te deje
con la vida?

PIZARRO:

¿Qué os espanta,
si quien invoca a María
aun de más riesgos se valga,
mostrando su piedad (puesto
que en el Perú nos ampara,
repitiendo los favores
que nos hizo en Nueva España)
cuánto de aquestas conquistas
se da por servida, a causa
de que mejor sol se adore
en brazos de mejor alba?
Y pues conserva mi vida
para que vuelva a emplearla
en su servicio; ea, amigos,
volvamos a las escalas,
que hoy en la corte del Cuzco
hemos de entrar, si esa valla
primera rompemos, antes
que a socorrerla mañana,
según dicen las espías,
en persona llegue el Guáscar
con inmensas gentes.
 

ALMAGRO:

¿Quién
lo duda, si en esperanza
de propagación de fe
y honor de María, se ensalzan
la invocación de su nombre
en ti, y en Pedro de Candía
la exaltación de la Cruz,
pues vemos que en las montañas
como a árbol prodigioso
que vence fieras, la exaltan
ya infinitos indios?

PIZARRO:

Pues
con estas dos confïanzas,
¿qué hay que temer? Ea, españoles,
al arma otra vez.

(Vanse los tres, y tocan las cajas.)
[UNOS]:

(Dentro.)
¡Al arma
otra vez, fuertes caciques!

UNOS:

¡Viva el Perú!

OTROS:

¡Viva España!
 

TODOS:

¡Arma, arma, guerra, guerra!

TUCAPEL:

Pues nunca en estas andanzas
están bien los coronistas
donde las flechas alcanzan.
¿Qué haré yo de mí, y más viendo
que embisten con furia tanta
que habré de llorar mi ruina
si ellos su vitoria cantan?
Pues en venciendo me quedo
en mi patria sin mi patria,
y si quiero irme, a peligro
es de la vida. ¡Oh, mal haya
aquella sacerdotisa,
pues por volver a buscarla
con Yupanguí, a mí me toca
todo el daño  ! Y pues de nada
ella se duele, ¡oh, si hallase
de cuantos demonios hablan
en nuestros ídolos, uno
que a costa de vida y alma
me diga lo que he de hacer!
 

(Sale la IDOLATRÍA.)
IDOLATRÍA:

Sí habrá, pues que tú le llamas,
que esa es la razón con que
Dios la cadena te alarga.
Vente, Tucapel, conmigo,
que yo te pondré en tu casa.
(Aparte.)
Por lo que en ella me importas
para que vuelva a sus aras
la hurtada víctima al Sol.

TUCAPEL:

¿Quién eres tú que me agarras
sin que te vea?

IDOLATRÍA:

Quien puede,
abreviando las distancias
que hay desde el Cuzco a tu tierra,
valle de Copacabana,
llevarte sin que te vean
las más vigilantes guardas,
solo a precio de que tú
por mí en el camino hagas
primero la diligencia
que te dictaren mis ansias.
 

TUCAPEL:

Si tienes tanto poder,
¿cómo no la haces tú, y tratas
de que un hombre la haga?

IDOLATRÍA:

Como
no puedo yo cara a cara
oponerme a quien me opongo,
y así, es fuerza que me valga
del hombre. Que él poseído
de mí, dándome él la entrada,
basta a cometer delitos,
a que el demonio no basta.

TUCAPEL:

¿Y cómo ha de ser el irme?

IDOLATRÍA:

Prestándote yo mis alas.

TUCAPEL:

¿De qué suerte?

IDOLATRÍA:

Desta suerte.
(En un pescante desaparece TUCAPEL.)
Ministros en quien entabla
su imperio la Idolatría,
dad al viento mi esperanza.
 

TUCAPEL:

¿Pues soy tu esperanza yo?

IDOLATRÍA:

Eres quien ha de lograrla,
pues revestido en ti el fiero
espíritu de mi rabia,
tuyas han de ser las voces,
pero mías las palabras,
cuando diciendo su afecto
el trance desta batalla,
digan el suyo mis iras;
y hasta entonces en dos varias
partes suene el eco, aquí
diciendo unos...

(Las cajas a rebato.)
[UNOS]:

(Dentro.)
¡Arma, arma!

IDOLATRÍA:

Y allí repitiendo otros...

(Otra caja a lo lejos a marchar.)
OTROS:

Alto, y pase la palabra.
 

IDOLATRÍA:

Con que a un mismo tiempo yo,
entre horrores y venganzas,
entre escándalos y estruendos,
diré influyendo en entrambas...

TODOS:

¡Arma, arma, guerra, guerra!

OTROS:

Alto, y pase la palabra.

(Con esta repetición, sonando a una parte el rebato y en otra la marcha, sale INGA con los INDIOS que pueda, armados a su modo y el SACERDOTE.)
INGA:

Supuesto que ya la noche
cubierta de sombras pardas
nos va retirando el día,
de aqueste monte en la falda
podrá restaurar la gente
las fatigas de la marcha,
para que con nuevo aliento
al amanecer mañana
demos vista a la ciudad,
llamando a campal batalla
a sus sitiadores, ya
que el socorrerla y librarla
a que yo en persona venga
me obliga.
 

(Sale YUPANGUÍ.)
YUPANGUÍ:

Dame tus plantas.

INGA:

¡Oh Yupanguí, bien venido
seas!

YUPANGUÍ:

Quien llega a besarlas
fuerza es serlo.

INGA:

¿Qué responde
Atabaliba?

YUPANGUÍ:

La fama
le tenía ya informado
desta prodigiosa entrada
que han hecho los españoles,
y antes de oír tu embajada
dijo que él mismo vendría
a darte auxiliares armas.
 

INGA:

¡Con qué vergüenza lo escucho,
ofendido de que hayan
cuatro desnudos, descalzos
y hambrientos hombres, en tanta
confusión puesto mis gentes,
que sea fuerza que me valga
de mi hermano y mi enemigo,
solo en fe de la ventaja
que artificiales sus rayos
llevan a nuestras aljabas!
En llegando a ponderar
que en una y otra campaña,
si se contara la gente,
más de mil indios se hallaran
para cada español, pierdo
el juicio, la vida, el alma,
y no sé... Dejadme solo,
idos todos, que se arranca
el corazón, y no quiero
que nadie me vea en la cara
el semblante de la ira
sin ver el de la venganza.
 

YUPANGUÍ:

¿Qué extraño furor es este
que su sentido arrebata?

SACERDOTE:

No sé más de que estos días
le aflige.

(Vanse los SOLDADOS.)
INGA:

Tú no te vayas,
Yupanguí.

YUPANGUÍ:

Siempre yo estoy
atento a ver qué mandas.

INGA:

Oye, pues solo contigo
pueden descansar mis ansias.
Desde el día, ¡ay infelice!,
que te mandé que libraras
aquella sacerdotisa,
todo es para mí desgracias,
sin que el mandarte después
que en su suerte la dejaras,
baste a que el Sol me remita
de aquella primera instancia
la culpa, pues en castigo
trae contra mí tan extrañas
gentes, como si el faltar
después fuese por mi causa.
 

YUPANGUÍ:

Ya que el querer impedir
un sacrificio le agravia,
¿por qué no mandas que otro
igual a aquel satisfaga
sus sentimientos?

INGA:

Porque
cuando lo intento, declaran
los sacerdotes del Sol
que sus sacros ritos mandan
que en echándose una vez
la suerte, porque no haya
favor o pasión que excuse
aquella sobre quien caiga,
no pueda hasta que ella mesma
sea la sacrificada,
echarse otra suerte. Y esto
dejado a sus observancias,
¿cómo pudo una mujer
intentar fuga tan ardua?

YUPANGUÍ:

Si es fácil amar, señor,
dos a una hermosura rara,
y fácil dar un mismo
pensamiento dos que aman,
¿qué admiras que otro intentase
lo mismo, y que...?
 

INGA:

Calla, calla;
que son mucho mal los celos,
para que el desdén les hagas
de acuadrillarlos con otros,
cuando ellos a matar bastan...
Mas no a mí, que en mí no hay celos.

YUPANGUÍ:

¿Por qué?

INGA:

Por la confïanza
de que aquí no hubo segundo
amante.

YUPANGUÍ:

¿De qué lo sacas?

INGA:

Si soberana deidad
tanto mi vida amenaza,
que no menos que de siglos
[alimentó mi mudanza,
¿cómo había de dejar,
siendo deidad soberana,
sin temor a otro?
 

YUPANGUÍ:

Bien dices.
(Aparte.
Quédese con su ignorancia;
que a mí me está bien que nunca
en que hubo otro amante caiga.)
Es sin duda que ella, o mal
conforme o desesperada,
del templo se huyó.

INGA:

El asombro
no es ese, sino que haya
ocultádose de suerte
que diligencias tan varias
no la hayan hallado. ¿Cuál
será el centro que la guarda?

YUPANGUÍ:

Eso es lo que yo no puedo
decir.
(Aparte.)
¡Ay Guacolda amada!
¡Y cómo que es verdad!, pues
no puede decir quien te ama
ni el villaje que te esconde,
ni el traje que te disfraza.
 

INGA:

Supuesto que en que parezca
estriban las esperanzas
de que el Sol se desenoje
para que venzan mis armas,
ya que todos por vencidos
se dan de que no la hallan,
haz tú por mí la fineza
de ser quien ponga en buscarla
desde hoy nuevos medios.

YUPANGUÍ:

Yo
te doy, señor, la palabra,
en habiéndote asistido
en la facción de mañana
(que no es bien desparecerme
víspera de una batalla),
de ir a buscarla con tal
deseo, cuidado y ansia,
que ni descanse ni duerma,
ni sosiegue hasta encontrarla.
Y así, si me echares menos,
no preguntes por mí, a causa
de que en busca de Guacolda
estoy.
 

INGA:

Otra vez me abraza;
que bien de ti esa fineza
fío.

YUPANGUÍ:

Creo que he de hallarla,
aunque sus recatos digan...

INDIOS:

(Dentro.)
Sepúltennos las entrañas
de los montes, pues nos echa
de las suyas nuestra patria.

INGA:

¿Qué confusas voces son
las que parece que hablan
en nombre suyo? Pues dicen...

INDIOS:

(Dentro.)
Sean tumbas las montañas,
que antes nos entierren vivos
que esclavos.

INGA:

¡Ah de la guardia!
¿Qué voces aquestas son?
 

(Salen el SACERDOTE e INDIOS.)
SACERDOTE:

De tropas que desmandadas
con sus mujeres e hijos
y ancianos, en mil escuadras
huyendo a ampararse vienen
de los montes.

INGA:

Pues ¿qué causa
puede obligarles a tanto
desorden?

(Sale TUCAPEL.)
TUCAPEL:

Oye y sabrasla.

INGA:

Sin duda traes malas nuevas
pues a todos te adelantas.
¿Quién eres?
 

TUCAPEL:

El indio soy
que cautivó en esa playa
aquel primer español
que en ella puso las plantas;
con él fui, y volví con él,
sin poderme librar hasta
que la confusión de hoy
me ha dado la puerta franca:
pues habiendo la ciudad
entrado a fuerzas de armas
los españoles, en tanto
que hidrópicamente apagan
en su saco las dos sedes
de riquezas y viandas,
en tanto que por salvar
las vidas, la desamparan
sus naturales, dejando
bienes, familias y casas,
sin poner en más la mira
que en el celo con que sacan
los ídolos de los templos,
a fin de que sus estatuas
sin ultraje se retiren
en la custodia y la guarda
del mayor adoratorio
del Sol, que es Copacabana;
en fin, en la confusión
de hoy, logrando mi esperanza
vengo sin que lo veloz
sea en fe de traer las malas
nuevas, que quizás podrá
hacer buenas una traza,
conque pérdida tan grande
se trueque en mayor ganancia.
 

TUCAPEL:

Los más principales cabos
de esa española canalla
con los más soldados suyos
se alojan en ese alcázar
de los Ingas; este tiene
al reparo de las aguas
que suelen de la ciudad
inundar calles y plazas,
entre otras muchas surtidas
una mina que desagua
cerca de aquí, cuya boca
es preciso que ignorada
de hombres tan recién venidos,
esté a estas horas sin guardas;
y si por ella eligiendo
el cabo de mayor fama,
hicieses que con la gente
también de más importancia,
la mina entrase llevando
seca fajina a la espalda
y oculto fuego, no dudes
que si por el pie la llama
prende una vez, vuele todo,
pues su arquitectura rara
toda es preciosas maderas;
y más si a este tiempo mandas
que se inficionen las flechas,
en vez de nocivas plantas,
de embreadas cuerdas que
entre piedra y pluma, al asta
pendientes, el aire corten,
y medida la distancia
por elevación, hicieses
darlas fuego al dispararlas;
siendo como son los techos
solamente de enea y paja,
será fuerza que volando
en cada saeta una ascua ,
sean también rayos nuevos
adondequiera que caigan.
 

TUCAPEL:

Y, pues a darte este aviso
y este arbitrio me adelanta
quizá alto espíritu que
la voz mueve, el pecho inflama,
no lo desdeñes, creyendo
que no te habla quien habla,
pues aunque son mías las voces,
no son mías las palabras.

(Vase.)
INGA:

Oye, espera. Detenedle.

SACERDOTE:

Si aun el viento no le alcanza,
no es posible.
 

INGA:

Yupanguí,
bien este aviso declara,
pues por sendas nos le envía
tan nuevas y tan extrañas,
que ya el Sol se desenoja.
Y pues empresa tan alta
parece que para ti
la tuvo el cielo guardada,
pues esperó a que vinieses
para haber de ejecutarla,
de toda esa gente escoge
la de mayor confïanza,
y a ejecutar la sorpresa
parte; que en tu retaguardia
porque en todo trance tengas
segura la retirada,
con todo el grueso iré yo
guardándote las espaldas.

YUPANGUÍ:

Por tanto honor tus pies beso,
que en la guerra cosa es clara
que no sirve el que obedece
tanto como honra el que manda.
A obedecerte voy.
(Aparte.)
Bien
que con temor de que vaya
Tucapel donde Guacolda
está en la choza de Glauca.
¡Oh, quiera amor que sin verla
se oculte!

(Vase.)

 

INGA:

Sin tocar arma
marche el ejército en mudo
silencio. No, deidad sacra,
pues no proseguí en mi afecto
prosigas en tu venganza;
que cuando me desengañen
ilusiones y fantasmas
no ser mi natural padre,
al fin no me desengañan
no ser mi natural dios;
y de un dios ser hijo basta
adoptivo, para ser
del mundo el mayor monarca.
Marche el campo en tal silencio
que aun a sordina bastarda
no dé el orden.

(Vanse.)
(Sala en un palacio del Cuzco.)
(Salen PIZARRO, ALMAGRO, CANDÍA y SOLDADOS.)
ALMAGRO:

Pues ya quedan
las centinelas dobladas,
bien puedes, lo que a la noche
resta, dormir.
 

PIZARRO:

Vigilancias
de un heroico pecho, mientras
menos duermen, más descansan.
No solo al sueño he de dar
el tributo de esta humana
propensión, pero escribiendo
lo que de la noche falta
he de estar, porque es forzoso
que de tan gloriosa hazaña
como hoy hemos conseguido
lleguen las nuevas a España,
y sepan dos majestades,
Carlos que en Yuste descansa,
y Felipe, que en su nombre
reina, que es ya bien que añadan
a los coronados timbres
de sus católicas armas
las columnas del Perú,
que fijas sobre las aguas,
como el plus ultra al non ultra
las de Hércules aventajan.

CANDÍA:

En tanto que desvelado
tú en eso la noche pasas,
Almagro y yo rondaremos
con divididas escuadras
el palacio.
 

ALMAGRO:

Y no será
fineza; que su dorada
riqueza y sumas grandezas
aun más deleitan que cansan.

(Vase cada uno por su puerta.)
PIZARRO:

(Llamando.)
Traedme aquí la escribanía
y el bufete. Esté la carta
escrita, porque con ella
Fernando, mi hermano, parta
al punto que...

ESPAÑOLES:

(Dentro.)
¡Fuego, fuego!

PIZARRO:

Mas ¿quién en confusión tanta
ciudad y palacio pone?
Iré a ver de qué se causa.

(Sale CANDÍA.)
CANDÍA:

¿De qué ha de causarse, si es
un volcán todo el alcázar,
que del centro de la tierra
humo aborta y fuego exhala?
De sus bóvedas empieza,
y es que, sin duda, minadas
los bárbaros las tenían.
 

PIZARRO:

Acudamos a atajarlas.

CANDÍA:

Por aquí será imposible,
porque el incendio tomadas
tiene esas puertas.

PIZARRO:

Pues vamos
por estotra parte.

(Sale ALMAGRO.)
ALMAGRO:

Aguarda;
que no solo...

ESPAÑOLES:

(Dentro.)
¡Fuego, fuego!

ALMAGRO:

...la salida el fuego ataja,
pero de un incendio en otro
irás a dar cuando salgas.
Encendidas flechas tanto
del aire la esfera abrasan,
que vagas exhalaciones,
puntas haciendo en su estancia,
neblíes de fuego suben
y sacres de fuego bajan
a hacer la presa.
 

CANDÍA:

Perdidos
somos, pues no hay quien nos valga,
cuando en toda la ciudad
común el incendio clama...

UNOS:

(Dentro.)
¡Que me abraso!

OTROS:

(Dentro.)
¡Que me quemo!

UNOS:

(Dentro.)
¡Virgen pura...

OTROS:

(Dentro.)
Madre intacta...

UNOS:

(Dentro.)
Inmaculada María...

OTROS:

(Dentro.)
María llena de gracia!

TODOS:

(Dentro.)
¡Favor, piedad!
 

PIZARRO:

¡Oh españoles!
¡Qué bien vuestra fe declara
que ella es sola en las tormentas
cabo de Buena Esperanza!
A morir iré con todos,
porque con todos añadan
mis voces la aclamación.

CANDÍA:

Ya que la muerte nos halla,
sea con su dulce nombre
en los labios.

LOS TRES y OTROS:

(Dentro.)
Madre intacta,
Inmaculada María,
¡favor, piedad!

(Vanse.)
(Vista exterior del Cuzco.)
(Salen el INGA, YUPANGUÍ, el SACERDOTE e INDIOS.)
INGA:

Pues lograda
tan felizmente la acción
dejas, para que no haya
tan generosa osadía,
que española salamandra
se atreve a salir del fuego,
toda la ciudad sitiada
tened, y dé en nuestras flechas
quien saliere de sus llamas.
 

YUPANGUÍ:

¿Quién ha de salir, no habiendo
átomo que no sea brasa,
y ya los gemidos suenan
en voces tan desmayadas,
que apenas se oyen o escuchan?

PIZARRO:

(Dentro.)
Hija elegida sin mancha,
del Padre...

CANDÍA:

(Dentro.)
Madre del Hijo,
doncella y fecunda...

ALMAGRO:

(Dentro.)
Casta
Virgen, esposa de Santo
Espíritu...

PIZARRO:

(Dentro.)
Tú nos salva .
 

CANDÍA y ALMAGRO:

(Dentro.)
Tú nos favorece .

ESPAÑOLES:

(Dentro.)

nos socorre y nos ampara .

INGA:

¿Quién será esta a quien invocan?

YUPANGUÍ:

Quien no les responde.

INGA:

Calla,
y volvamos a escuchar,
pues tan bien suenan sus ansias.

(La MÚSICA en lo alto.)
MÚSICA:

El que pone en María las esperanzas,
de mayores incendios no solo salva
rïesgos de la vida, pero del alma.

YUPANGUÍ:

¿Qué es esto? Tristes lamentos
de un instante en otro pasan
a ser dulces armonías
de sonoras voces blandas.]
 

(Aura de Copacabana, con el Niño Jesús en las manos y el tiempo que empieza a descubrirse , y todo lo que dura el paso, hasta desaparecerse, estará nevando la nube, y todo lo alto del tablado.)
INGA:

No es eso, no es eso solo
lo que admira y lo que pasma,
pues del oído a la vista
el prodigio se adelanta.
¿No ves, no ves que los cielos
sus azules velos rasgan,
y dellos luciente nube
sobre todo el fuego baja
lloviendo copos de nieve
y rocío, con que apaga
su actividad?

YUPANGUÍ:

Y aún más veo,
pues veo que la nube, basa
(guarnecida a listas de oro
y tornasoles de nácar)
es de una hermosa mujer,
que de estrellas coronada
trae el sol sobre sus hombros,
y trae la luna a sus plantas;
hermoso niño en sus brazos
trae también. ¿Quién vio que nazca
mejor sol a media noche,
a quien con voces más claras
hijo de mejor aurora
mejores pájaros cantan?
 

MÚSICA:

El que pone en María las esperanzas,
de mayores incendios no solo salva
riesgos de la vida, pero del alma.

INGA:

Verla intento, pero apenas
a ella los ojos levanta
la vista, cuando un rocío
me ciega.

SACERDOTE:

A todos nos pasa
lo mismo, que un suave polvo
de menuda arena blanda
ciegos nos deja.

UNOS:

¡Qué asombro!

OTRA:

¡Qué maravilla!

(Tropiezan todos como ciegos.)
INGA:

¡Qué magia
diréis mejor! Y pues no
hay contra ella fuerza humana,
acudid a la divina.
 

SACERDOTE:

Pues todas nuestras estatuas
ya en Copacabana están,
todos a Copacabana
vamos a pedir en todas
clemencia.

INGA:

Fuerza es buscarla
contra quien apaga un fuego,
y con otro nos abrasa.

(Vanse.)
YUPANGUÍ:

Con todos huiré; mas no
por el temor que me causa,
sino porque en mí conozco
que no merezco mirarla.
Pero aunque ya no la mire,
tan fija llevo su estampa
en mi idea, que ha de ser
vivo carácter del alma.

(Vase.)

 

(Ahora va pasando, y salen los ESPAÑOLES oyendo como elevados las voces.)
ÁNGEL 1.º:

Católicos españoles,
ya María el fuego aplaca,
porque perdió su violencia
en ella desde la zarza.

ÁNGEL 2.º:

Vivid, venced, pues ya
es tiempo que a estas montañas
amanezca mejor sol
en brazos de mejor alba.

LOS DOS:

      Y América sepa
      con la fe de España.

MÚSICA:

Que el que pone en María las esperanzas,
de mayores incendios no solo salva
riesgos de la vida, pero del alma.

(Desaparece.)

 

PIZARRO:

Pues tan milagrosamente
vemos que el fuego se apaga,
debiendo a la invocación
de María dicha tanta;
en nombre suyo, pues va
de su vista huyendo Guáscar,
sigamos su alcance, y diga
el hacimiento de gracias;
si María es con nosotros,
¿quién contra nosotros basta?

TODOS:

¡Arma, arma, guerra, guerra!

UNOS:

Vea América.

OTROS:

Y vea España.

MÚSICA y TODOS:

Que el que pone en María las esperanzas,
de mayores incendios no solo salva
riesgos de la vida, pero del alma.

TODOS:

¡Guerra, guerra, arma, arma!
 

(Con esta repetición han de sonar a un tiempo las cajas y trompetas, la MÚSICA y la representación y sale la IDOLATRÍA como oyendo a lo lejos, y repitiendo con todos las voces.)
IDOLATRÍA:

¿Que el que pone en María las esperanzas
de mayores incendios no solo salva
riesgos de la vida, pero del alma?
Bien se deja conocer,
pues cuando pensé que había
logrado la industria mía
en ver la ciudad arder,
no solo para acabar
con los españoles fue,
mas para aumentar su fe
y destruir y turbar
la de los indios, pues ciegos,
en ellos crece el temor
y en los otros el valor,
viendo aceptados sus ruegos;
con que ya mi monarquía
se va estrechando tirana,
pues solo hoy Copacabana
corte es de la Idolatría.
En ella me han retirado
con mis ídolos; mas no
por eso he de darme yo
por vencida, que obstinado
mi espíritu, que no ha sido
capaz nunca de enmendarse,
vencido puede mirarse,
mas no darse por vencido.
 

IDOLATRÍA:

A cuyo efecto, pues cuantas
estatuas culto me dan
ya en Copacabana están,
en ellas influirán tantas
sañas, iras y venganzas
mis respuestas, que me atrevo
a hacer que vuelvan de nuevo
a vivir mis esperanzas.
Y así, siguiendo el intento
de que una amante pasión
no quite a mi adoración
lo horroroso y lo sangriento
de mis sacrificios, hoy
el Guáscar ha de saber
de Guacolda, para hacer
si al Sol este obsequio doy,
mayor la vitoria mía;
que si fue odio de la Cruz,
ya lo es della y de la luz
que trajo tras sí María.
Esté Guacolda segura
en el oculto villaje
que la veo, y fío el traje
rústico y vil la ventura
de verse libre de mí;
que aunque la desdicha no
ha menester medios, yo
sabré hacer que la halle allí.
(Vase.)
 

(Salen GUACOLDA y GLAUCA, como hablando entre sí.)
GLAUCA:

Notable melancolía
es la tuya.

GUACOLDA:

¿Cómo puedo
perder, Glauca amiga, el miedo
a la triste suerte mía?

GLAUCA:

Viendo cuán segura estás,
de villana disfrazada,
y demás de eso encerrada
donde no ha entrado jamás
nadie que a buscarme viene,
y no dejándote ver,
ni pudiendo otro saber
quién eres ni quién te tiene
aquí, sino yo, parece
que es desconfiar de mí.
 

GUACOLDA:

No lo creas, que ya vi
cuánto tu lealtad merece.
Si sé que en casa naciste,
hija de antiguos crïados
de Yupanguí, y que en tus hados
primeros con él creciste.
Si sé que con Tucapel,
criado también, te casó,
y que esta alquería te dio,
para pasarlo con él
si no rica, acomodada;
si sé que el día que hubo
de fiarse de alguien, no tuvo
satisfación más fundada
que en ti por tu obligación,
y porque sola vivías,
pues tan ausente tenías
a tu esposo, ¿qué razón
pudo haber para pensar
que desconfíe de ti?
Y porque creas que aquí
no me aflige ese pesar,
sabe que mi desconsuelo
no es sino que un bien que hubiera
solo para mí en que viera
a Yupanguí, aun ese el cielo
le niega a mi suerte esquiva;
pues apenas me dejó
aquí, cuando le envió
el Guáscar a Atabaliba.
 

GUACOLDA:

Dél no he sabido, con ser
la ausencia ruina de amor,
aun no es ese mi mayor
cuidado, sino temer
no haya muerto en tanto estruendo,
como noticias nos dan
cuantos desde el Cuzco van
a Copacabana huyendo
por todo aqueste distrito,
donde en fe estoy solamente
de que nadie al delincuente
busca donde hizo el delito.

GLAUCA:

De dos extremos no sé
cuál venga a ser el mayor,
tu temor o mi temor.

GUACOLDA:

¿Cómo?

GLAUCA:

Como en ambas fue
una la pena crüel
y contraria, pues si no
sabes de Yupanguí, yo
tampoco de Tucapel.
Y en tormento tan esquivo,
que el mío es mayor es cierto,
pues tú temes que esté muerto
y yo temo que esté vivo.
 

GUACOLDA:

¿Eso dices?

GLAUCA:

Si supieras
tú lo que un marido ha sido
a todas horas marido,
eso y mucho más dijeras.
¡Qué es verle entrar muy hinchado,
diciendo...!

(Sale TUCAPEL.)
TUCAPEL:

Glauca, la mesa,
y trae la comida apriesa,
que aunque no vengo cansado,
porque en diablos de alquiler
es gran cosa caminar;
con todo, ya que el no andar
canse, cansa el no comer .

GLAUCA:

¿Qué miro?

GUACOLDA:

[Aparte.]
Desdichas mías
que han de descubrirme, pues
posible esconderme no es.
 

GLAUCA:

Al cabo de tantos días,
¿es ese modo de entrar
en tu casa?

TUCAPEL:

Dices bien,
abrázame en parabién,
mas no sirva de ejemplar,
que abrazo recién venido
no es abrazo propietario,
sino supernumerario
con gajes de entretenido.

GLAUCA:

De cualquier suerte que sea,
agradece mi deseo
el verte vivo.
 

TUCAPEL:

¿Qué veo?
Vuelva a inflamarse mi idea,
hermosa sacerdotisa,
que por más que te disfraces,
no pueden obstar al sol
nubes de villano traje;
ahora veo que eres
la deidad cuyas piedades
(compadecidas de ver
que por volver a buscarte
con Yupanguí a la marina,
ocasionaron mis males)
me han buscado y me han librado
del cautivo vasallaje
en que estaba, y pues a precio
de ejecutar el dictamen
que en mi inspiración tus voces
favor a favor añades;
pues no contenta con que
libre en mi casa me halle,
también la palabra cumples
de que cuando a ella llegase
había de saber quién eras,
ya que lo sé, y sé que sabes
favorecida del Sol
obrar prodigios tan grandes,
permite que a tus pies, ya
que tanta deuda no pague,
la reconozca a lo menos.
 

GUACOLDA:

Hombre, ¿qué dices?, ¿qué haces?

GLAUCA:

Él fue simple y vuelve loco.

GUACOLDA:

¿Cuándo yo he podido hablarte?
¿Cuándo dictar en tus voces
que nada en mi nombre entables,
ni cuándo darte palabra
de que en tu casa me hallases?

TUCAPEL:

No disimules conmigo,
que ya sé que las deidades
hacen el bien y no quieren
blasonar de que le hacen.
Glauca, este hermoso milagro,
que sin querer desdeñarse
de pisar de nuestro albergue
los siempre humildes umbrales,
se desdeña de que cuente
yo sus liberalidades;
es a quien la vida debo.
Llega, pues, llega a postrarte
a sus pies, agradecida
de que a tus ojos me trae.
 

GLAUCA:

Tucapel, no una aprehensión
tanto tu discurso engañe,
que aquesa aldeana es
mi hermana, que a acompañarme
vino en tu ausencia.

TUCAPEL:

¡Qué presto,
lisonjeramente afable,
viendo que su gusto es ese,
te pones tú de su parte!
Pero una cosa es que ella
modestamente recate
sus prodigios, y que tú
complacer con ella trates,
y ahora obligarme las dos
a que yo ingrato los calle.
Sepa el mundo sus venturas:
¡moradores destos valles,
vecinos de aquestas selvas!

GUACOLDA:

No los nombres.

GLAUCA:

No los llames.
 

TUCAPEL:

¿Cómo no? De igual bien todos
han de ser participantes.
Vuestro antiguo compañero
Tucapel os llama; a darle
venid todos de sus dichas
el parabién.

UNO:

(Dentro.)
¿No escuchasteis
sus voces?

TODOS:

Sí.

UNO:

Pues lleguemos
todos a verle y hablarle.

GUACOLDA:

¡Ay de mí! Forzoso es verme.

GLAUCA:

Retírate a aquesta parte.
 

(Salen algunos INDIOS.)
TODOS:

Tucapel, muy bien venido
seas.

TUCAPEL:

Que a todos abrace
es mi mejor bienvenida.

UNO:

Desde el día que faltaste
de la marina, por muerto
te tuvimos.

TUCAPEL:

Dios os guarde
por la merced.

OTRO:

¿Es posible
que te vemos?

TUCAPEL:

¿Veis cuán tarde
os parezca que he venido?
Pues ha sido por el aire,
gracias a aquesa deidad.
No te escondas, no te apartes,
que es bien que sepan la mucha
piedad que conmigo usaste.
Ella es la que prodigiosa
ha tratado mi rescate:
llegad, llegad, porque todos
la deis gracias de mi parte.
 

TODOS:

Todos a tus pies rendidos
te estimamos que le ampares
y nos le traigas.

GUACOLDA:

¿Quién, ¡cielos!,
pudo nunca semejante
acaso prevenir?

GLAUCA:

Dimos
con todo el secreto al traste,
si la conocen.

(Aparte los villanos.)
[INDIO] 1.º:

¿No es esta,
si no es que el deseo me engañe,
aquella sacerdotisa
que por no sacrificarse
del templo huyó?

[INDIO] 2.º:

Sí, y por quien
tantas diligencias hace
Guáscar, que a quien diga della
ofrece tesoros grandes.
 

[INDIO] 3.º:

Famosa ocasión tenemos
de enriquecer, con contarle
que está aquí. Pues según dice
la gente que va delante,
a Copacabana viene
a que el Sol su enojo aplaque,
para volver a la lid.

[INDIO] 1.º:

Supuesto que estos villajes
el paso son, al camino
le salgamos para darle
la nueva.

[INDIO] 2.º:

Disimulemos.

[INDIO] 3.º:

Tucapel, justo es descanses.
Después de espacio hablaremos.

TUCAPEL:

Sabréis sucesos notables.
Id ahora con Dios.

TODOS:

Adiós.

(Vanse los villanos.)

 

TUCAPEL:

Glauca, ¿qué hay con que regales
a tal huéspeda?

GLAUCA:

Bien digo
yo, oyendo tus disparates,
que fuiste simple y que vienes
loco. ¿Qué es, no me escuchaste,
mi hermana?

TUCAPEL:

También a mí
me escuchaste tú que en balde
por complacerla, a que no
es quien yo sé me persuades;
y cuanto tú, por llevar
tus lisonjas adelante,
no la agasajes, sabré
traer yo con que la agasaje,
pues por lo menos estamos
en tan goloso paraje
que no faltarán tortillas
de maíz y chocolate.

GUACOLDA:

¿A qué más pudo llegar
mi desdicha? Ya quedarme
aquí no es posible, ni irme;
quedarme por si se esparce
quién soy; ni irme, pues no sé
donde Yupanguí me halle.
 

GLAUCA:

Solo un medio se me ofrece.

GUACOLDA:

¿Qué es?

GLAUCA:

Por si vuelve, oye aparte.

(Hablan las dos y sale YUPANGUÍ.)
YUPANGUÍ:

Vehemente aprehensión que siempre
me estás poniendo delante
aquella hermosa deidad
que vi iluminando el aire;
deja, deja de seguirme
siquiera un rato, en que allane
que el vivir absorto no es
dejar de vivir amante.
Hermosa Guacolda mía,
si otros hicieron constantes
los instantes de la ausencia
siglos, no, ¡ay de mí!, te espantes
que hallándolos yo hechos siglos,
los haya hecho eternidades.
Dame los brazos mil veces.
 

GUACOLDA:

Es tan inmenso, es tan grande
el bien, Yupanguí, de verte,
que es forzoso que le extrañe,
porque persuadirse un triste
a que hay contento, no es fácil.
En hora dichosa vengas,
que aunque siempre fuera amable
tu presencia para mí,
pues con afectos iguales
también para mí eran siglos
las vidas de los instantes,
nunca en mejor ocasión
verte pude.

YUPANGUÍ:

¿Cómo?

GUACOLDA:

Sabe
que Tucapel ha venido,
y no sé con qué dictamen,
empeorado de talento,
mejorado de lenguaje,
se ha persuadido a que soy
yo la que pude sacarle
de su esclavitud; con que
solicitando mostrarse
agradecido, me ha muerto;
culpa de amigo ignorante,
matar con buena intención.
 

GUACOLDA:

De suerte que ya ocultarme
aquí no es posible: mira
a donde podrás llevarme,
pues ya, a no haber tú venido,
me iba yo a las soledades
de los montes más incultos,
en cuyos páramos, antes
que los ministros del Guáscar,
o los del Sol, me encontrasen
o las señas del león
o las astucias del áspid.

YUPANGUÍ:

No dudes que cuidadoso
solicite yo ausentarte
adonde nuestro amor pueda,
sin que el rencor nos alcance,
celebrar de nuestras bodas
las más amorosas paces.
¡Oh bello divino asunto!
No tanto tras ti me arrastres;
yo iré tras ti.

GUACOLDA:

No prosigas.
 

YUPANGUÍ:

Sí, mi bien. Vuelva a cobrarme.

GLAUCA:

Cuantos vienen no parece
que traen los juicios cabales.

YUPANGUÍ:

Por poder celebrar, digo,
de nuestras bodas las paces,
me valí de Atabaliba,
a quien di de todo parte.
Él, por hija de quien tanto
siguió sus parcialidades,
tomándome la palabra
de que yo en su vasallaje
haya de vivir, me ofrece
dichosas seguridades.
Jurado lo dejé, en cuya
fe, prevenido el viaje
tengo; vente, pues, conmigo,
si no es que el ir me embarace
contigo yo, otra hermosura.

GUACOLDA:

¡Qué ventura! Glauca, dame
los brazos, y adiós.

GLAUCA:

Los cielos
con bien te lleven.

(Vase.)

 

GUACOLDA:

Cobarde
tus pasos sigo.

YUPANGUÍ:

¿Qué temes?
Que cuando el asegurarte
no fuera en mí obligación,
me obligara el homenaje
de haber dado a quien la di
la palabra de llevarte
a su presencia.

(Al entrarse diciendo estos versos, sale oyéndolos GUÁSCAR, el SACERDOTE, los villanos y todos los INDIOS que pudieren.)
INGA:

No era
menester que yo escuchase,
para saber tus finezas
y acrisolar tus lealtades;
que cumpliendo, Yupanguí...

GUACOLDA:

¡Triste pena!

YUPANGUÍ:

¡Extraño lance!
 

INGA:

Con la palabra que a mí
me diste, seas quien trate
de llevar a mi presencia
esa infeliz; y no en balde,
al decirme esos villanos
de ese camino en el margen
que aquí quedaba, previne
que fueses tú quien la hallases
a cuya causa la nueva
me movió a que me adelante
a ser el primero yo
que a ella admire y a ti abrace.

GUACOLDA:

¡Qué dolor!

YUPANGUÍ:

Ya aquí no hay más
que morir a todo trance.
 

INGA:

Infausta, triste hermosura,
que tímida e inconstante
desdeñas en ser esposa
del Sol la dicha más grande;
él sabe que cuanto hubiera
dado por hallarte antes
de verte, diera después
por no haber llegado a hallarte.
Superior causa, que tú
no puedes saber ni nadie
saber puede, es quien me obliga
a que a mi pesar restaure
su sacrificio a las aras,
su víctima a los altares.
Llevadla al templo, que hoy,
sin esperar días legales,
ha de morir: ¿qué esperáis?
Quitádmela de delante,
que temo que me enternezcan
los desatados cristales,
que aun suelen ser vivo afeite
de menos bello semblante.

GUACOLDA:

Primero...

YUPANGUÍ:

¡Ay de mí!

GUACOLDA:

Que llegue
a morir, has de escucharme.
 

INGA:

¿Qué podrás decirme, cuando
apóstatamente fácil,
contra el Sol has cometido
el más sacrílego ultraje?

GUACOLDA:

Aunque pudiera valerme
de la repugnancia que hace
a toda ley natural
que un dios beba humana sangre,
y dentro de una ley misma
el fiel muera y el fiel mate,
no lo he de hacer; que no quiero
(aunque en mí esta razón cabe)
escandalizar, y así
para otra apelo. Mi padre,
a quien desterrado tienes
desde las enemistades
tuyas y de Atabaliba,
sabiendo que me inclinase
amor a un cacique noble,
por ser de opuesto linaje,
forzada me trajo al templo,
donde mientras él no falte
he vivido, con estar
casada en secreto antes;
y así, no pudiendo ser
sacerdotisa, tocarme
no pudo la suerte, y pudo
aquel natural ditamen
ausentarme sin delito.
 

INGA:

Contra que esas sean verdades
y no inventadas disculpas,
una sola razón baste.
¿Quién fuera noble y felice,
tanto que esposo y amante
mereciera entrambas dichas,
y en tantas penalidades
morir te dejara aleve?
Y así, mientras no declares
quién es, y él muera en castigo
de robarte y de ocultarte,
rompiendo el templo en lo uno,
y en lo otro mis bandos reales,
será en balde que te admita
la apelación.

GUACOLDA:

Más en balde
será, advertida en su riesgo,
decirlo yo, pues librarle
a él de su afrentosa muerte
hará la mía suave.

INGA:

¿A eso te resuelves?
 

GUACOLDA:

Sí.

INGA:

Yupanguí, ella no sabe
la lástima que se quita
con los celos que se añade.
Persuádela tú a que diga
quién es, pues con eso hace
menos grave su delito,
y podrá ser que la salve
la apelación.

YUPANGUÍ:

¿Para qué
queréis, señor, que me canse
en persuadírselo a ella,
si el decirlo yo es más fácil
a precio de que ella viva?

INGA:

¿Luego tú el cómplice sabes?

YUPANGUÍ:

Sí, señor.

INGA:

Por ti me vienen
todas las felicidades,
y hoy la mayor es saber
de un agresor tan cobarde,
de quien no estaré vengado,
sin que el corazón le arranque.
¿Qué aguardas, pues? ¿Quién es?
 

YUPANGUÍ:

Yo.

INGA:

¿Qué dices?

YUPANGUÍ:

Que no te espantes,
pues de ocultación y hurto
fuiste tú quien me enseñaste
el modo, cuando dijiste
que para ti la robase.

INGA:

Pues ¿cómo, traidor vasallo,
falso amigo, siendo infame
la confïanza ofendiste
que hiciste de ti?

GUACOLDA:

No le ultrajes,
que no es él.

YUPANGUÍ:

Sí soy.
 

GUACOLDA:

No es,
que yo, pensando librarme,
fingí esposo que no tengo,
y él, por pensar que templases ,
siendo él tu enojo, eso ha dicho
y así, ¿qué esperáis? Llevadme
donde a precio de que él viva,
con roja púrpura bañe
las aras.

YUPANGUÍ:

Yo soy, a mí
me llevad donde derrame
deshecho coral que ilustre
más el altar que le manche,
a precio de que ella viva.

INGA:

Si ambos lo desean constantes,
ya que por sacerdotisa
el castigo no le alcance,
alcáncela por haber
profanado el templo. Iguales
mueran los dos; ¿qué esperáis?
Llevadlos, pues, de aquí.
 

(Al llevarlos se desasen y se abrazan.)
YUPANGUÍ:

Antes,
dulce esposa...

GUACOLDA:

Amado dueño.

YUPANGUÍ:

...que yo expire...,

GUACOLDA:

...que yo acabe...,

YUPANGUÍ:

...feliz con mirarte muera.

GUACOLDA:

...feliz yo con abrazarte.

INGA:

Apartadlos, divididlos.

(Apártanlos y volviéndose a desasir se buscan.)
YUPANGUÍ:

¡Triste pena!

GUACOLDA:

¡Dolor grave!
 

YUPANGUÍ:

Mas aunque todos me fuercen...

GUACOLDA:

Mas aunque todos me arrastren ...

YUPANGUÍ:

...volver podré...

GUACOLDA:

...podré ir...

LOS DOS:

...a darle el último vale.

GUACOLDA:

¡Noble dueño!

YUPANGUÍ:

¡Esposa mía!

INGA:

¡Que esto sufran mis pesares!
Llevadlos, digo otra vez,
donde ni se vean ni hablen.

GUACOLDA:

Hasta perderle de vista
a aqueste tronco me enlace.

(Abrázase a una cruz.)

 

YUPANGUÍ:

En aqueste árbol me enrede
hasta que a verla no alcance.

(Abrázase a otro árbol.)
GUACOLDA:

Y pues que no acaso fuiste
el que vencer fieras sabe,
a cuya causa te han puesto
colocado en tantas partes.

YUPANGUÍ:

Y pues plátano no acaso
eres, en quien veo la imagen
que desde que la vi la tuve
en el alma por carácter.

(Quieren desasirlos y no pueden.)
GUACOLDA:

Tú me favorece, puesto
que tienes poder tan grande
en fieras, y fieras son
los hombres que usan crueldades.

YUPANGUÍ:

Tú me ampara, pues en ti
me ocurre su luz radiante.
 

GUACOLDA:

Infeliz amante esposo.

YUPANGUÍ:

Infeliz esposa amante.

GUACOLDA:

Adiós.

YUPANGUÍ:

Adiós.

INGA:

¿Cómo así
permitís verse ni hablarse?

UNOS:

Como a apartarla del tronco
no hay fuerza, señor, que baste.

OTROS:

Como no hay para moverle
fortaleza que le arranque.
 

INGA:

¿Todo, ¡cielos!, ha de ser
prodigios en estos valles
de Copacabana, siempre
que a pisar llego su margen?
¿Con qué, oh soberano Sol
que adoro, no digo padre,
desenojarte podré,
si traerte no es bastante
por una víctima dos?
Respóndeme: ¿qué te aplace
de mí, para que ejecute
tus órdenes?

(Sale la IDOLATRÍA.)
IDOLATRÍA:

Que los mate
le diré.

INGA:

Si en una estatua
mil respuestas solías darme,
¿cómo en mil estatuas hoy
que a tu templo se retraen,
aun no das una respuesta?

IDOLATRÍA:

Sí daré.
 

INGA:

¡Dicha notable,
pues que ya desenojado
responde! ¿Qué haré, di?

IDOLATRÍA:

Darle...
[Aparte.]
Muerte iba a decir, y no
puedo pronunciar.

INGA:

No calles
tu decreto, pues me ves
obediente a ejecutarle.

IDOLATRÍA:

Si deseas...
([Aparte.]
Proseguir
no puedo, que al declararme
tengo un dogal en el cuello
y en el corazón un áspid.)
Si pretendes...
 [Aparte.]
No es posible
que ya en mis ídolos hable,
siendo para mí dos veces
bronce el bronce y jaspe el jaspe,
con que en más estatua que ellos
todos mis sentidos yacen.
 

INGA:

Si a hablarme empiezas, ¿por qué
no prosigues? Y si es darme
a entender que hasta que mueran
no merezco que me ampares,
ya que apartar a los dos
de los dos troncos no es fácil,
flechados en ellos mueran
por sacrílegos amantes.
Disparad contra sus pechos.

GUACOLDA:

Árbol, pues tal poder traes...

YUPANGUÍ:

Deidad, pues tal poder tienes...

GUACOLDA:

...tú me ampara.

YUPANGUÍ:

...tú me vale.

(Desaparecen los dos en los dos árboles, y suenan truenos y ruido de terremoto.)
INGA:

¿Qué aguardáis? Disparad, digo.

UNO:

¿Contra quién, si ciego el aire,
el mismo polvo, la misma
arena nos ciega que antes?
 

(Terremoto y cajas a un tiempo.)
[ESPAÑOLES]:

(Dentro.)
¡Arma, arma, guerra, guerra!

INGA:

Si el español en mi alcance
viene, ¿quién duda que venga
con él quien al viento esparce
nieblas que la vista cieguen,
nieves que el incendio abrasen?
No doy paso que hoy no sea
tropezando en mi cadáver;
y pues contra sus encantos
no hay fuerza o poder que baste,
¡al templo!

UNOS:

¡Al monte!

OTROS:

¡A la selva!

TODOS:

Sin duda, ¡cielos!, es grande
este Dios de los cristianos,
pues tantos portentos hace.
 

PIZARRO:

¡A ellos, españoles!

TODOS:

¡A ellos!

PIZARRO:

Mueran antes que se amparen
de las breñas.

IDOLATRÍA:

¿Cielos, luna,
sol, estrellas, montes, mares,
no bastaba enmudecerme,
sino a mí de mí privarme?
Pero ¿qué mucho que vea
contra mí prodigios tales
el día que ella se ampara
de la Cruz y que él se vale
del plátano, que atributo
de María es, cuya imagen
tan fija en el alma lleva?
Mas no por eso desmayen
mis rencores; y pues soy
genio de las tempestades,
mi aliento el aire inficione,
mi fuego los campos tale,
mi rabia los frutos yele,
mi ira las mieses abrase,
para que muriendo todos,
primero que a Cristo aclamen
a los embotados filos
de pestes, sedes y hambres,
ninguno pueda lograr
en las siguientes edades
ver que mejor sol en brazos
de mejor aurora nace.