XXIV
La araucana segunda parte
de Alonso de Ercilla
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XXV


Asientan los españoles su campo en Millarapué; llega a
desafiarlos un indio de parte de Caupolicán; vienen a la batalla
muy reñida y sangrienta; señálanse Tucapel y Rengo; cuéntase
también el valor que los españoles mostraron aquel día


Cosa es digna de ser considerada
y no pasar por ella fácilmente
que gente tan ignota y desviada
de la frecuencia y trato de otra gente,
de inavegables golfos rodeada,
alcance lo que así difícilmente
alcanzaron por curso de la guerra
los más famosos hombres de la tierra.

Dejen de encarecer los escritores
a los que el arte militar hallaron,
ni más celebren ya a los inventores
que el duro acero y el metal forjaron,
pues los últimos indios moradores
de araucano Estado así alcanzaron
el orden de la guerra y diciplina,
que podemos tomar dellos dotrina.

¿Quién les mostró a formar los escuadrones,
representar en orden la batalla,
levantar caballeros y bastiones,
hacer defensas, fosos y muralla,
trincheas, nuevos reparos, invenciones
y cuanto en uso militar se halla,
que todo es un bastante y claro indicio
del valor desta gente y ejercicio?

Y sobre todo debe ser loado
el silencio en la guerra y obediencia,
que nunca fue secreto revelado
por dádiva, amenaza ni violencia,
como ya en lo que dellos he contado
vemos abiertamente la esperiencia,
pues por maña jamás ni por espías
dellos tuvimos nueva en tantos días,



aunque en los pueblos comarcanos fueron
presas de sobresalto muchas gentes
que al rigor del tormento resistieron,
con gran constancia y firmes continentes.
Tanto que muchas veces nos hicieron
andar en los discursos diferentes
que pudiera causar notable daño,
creciendo su cautela y nuestro engaño.

Pero, como ya dije arriba, estando
apenas nuestro ejército alojado,
vino un gallardo mozo preguntando
dó estaba el capitán aposentado;
y a su presencia el bárbaro llegando,
con tono sin respeto levantado,
habiéndose juntado mucha gente,
soltó la voz, diciendo libremente:

«¡Oh capitán cristiano!, si ambicioso
eres de honor con título adquirido,
al oportuno tiempo venturoso,
tu próspera fortuna te ha traído:
que el gran Caupolicano, deseoso
de probar tu valor encarecido,
si tal virtud y esfuerzo en ti se halla,
pide de solo a solo la batalla;

»que siendo de personas informado
que eres mancebo noble, floreciente,
en la arte militar ejercitado,
capitán y cabeza desta gente,
dándote por ventaja de su grado
la eleción de las armas, francamente,
sin excepción de condición alguna,
quiere probar tu fuerza y su fortuna.

Y así por entender que muestras gana
de encontrar el ejército araucano,
te avisa que al romper de la mañana
se vendrá a presentar en este llano,
do con firmeza de ambas partes llana,
en medio de los campos, mano a mano
si quieres combatir sobre este hecho,
remitirá a las armas el derecho,



»con pacto y condición que si vencieres,
someterá la tierra a tu obediencia
y dél podrás hacer lo que quisieres
sin usar de respeto ni clemencia;
y cuando tú por él vencido fueres,
libre te dejará en tu preeminencia,
que no quiere otro premio ni otra gloria
sino sólo el honor de la vitoria.

Mira que sólo que esta voz se estienda
consigues nombre y fama de valiente,
y en cuanto el claro sol sus rayos tienda
durará tu memoria entre la gente;
pues al fin se dirá que por contienda
entraste valerosa y dignamente
en campo con el gran Caupolicano,
persona por persona y mano a mano.

Esto es a lo que vengo, y así pido
te resuelvas en breve a tu albedrío,
si quieres por el término ofrecido
rehusar o acetar el desafío;
que aunque el peligro es grande y conocido,
de tu altiveza y ánimo confío
que al fin satisfarás con osadía
a tu estimado honor y al que me envía».

Don García le responde: «Soy contento
de acetar el combate, y le aseguro
que el plazo puesto y señalado asiento
podrá a su voluntad venir seguro».
El indio, que escuchando estaba atento,
muy alegre le dijo: «Yo te juro
que esta osada respuesta eternamente
te dejará famoso entre la gente».

Con esto, sin pasar más adelante,
las espaldas volvió y tomó la vía,
mostrando por su término arrogante
en la poca opinión que nos tenía.
Algunos hubo allí que en el semblante
juzgaron ser mañosa y doble espía,
que iba a reconocer con este tiento
la gente, y pertrechado alojamiento.



Venida, pues, la noche, los soldados
en orden de batalla nos pusimos,
y a las derechas picas arrimados
contando las estrellas estuvimos,
del sueño y graves armas fatigados,
aunque crédito entero nunca dimos
al indio, por pensar que sólo vino
a tomar lengua y descubrir camino.

Ya la espaciosa noche declinando
trastornaba al ocaso sus estrellas,
y la aurora al oriente despuntando
deslustraba la luz de todas ellas,
las flores con su fresco humor rociando,
restituyendo en su color aquellas
que la tiniebla lóbrega importuna
las había reducido a sola una,

cuando con alto y súbito alarido
apareció por uno y otro lado,
en tres distantes partes dividido,
el ejército bárbaro ordenado.
Cada escuadrón de gente muy fornido,
que con gran muestra y paso apresurado
iba en igual orden, como cuento,
cercando nuestro estrecho alojamiento.

La gente de caballo, aparejada
sobre las riendas la enemiga espera;
mas antes que llegase, anticipada,
se arroja por una áspera ladera,
y al escuadrón siniestro encaminada
le acomete furiosa, de manera
que un terrapleno y muro poderoso
no resistiera el ímpetu furioso.

Pero Caupolicán, que gobernando
iba aquel escuadrón algo delante,
el paso hasta su gente retirando,
hizo calar las picas a un instante,
donde los pies y brazos afirmando
en las agudas puntas de diamante,
reciben el furor y encuentro estraño
haciendo en los primeros mucho daño.



Unos, sin alas, con ligero vuelo
desocupan atónitos las sillas;
otros, vueltas las plantas hacia el cielo,
imprimen en la tierra las costillas;
y los que no probaron allí el suelo
por apretar más recio las rodillas,
aunque más se mostraron esforzados,
quedaron del encuentro maltratados.

De sus golpes los nuestros no faltaron,
que todos sin errar fueron derechos:
cuáles de banda a banda atravesaron;
cuáles atropellaron con los pechos.
Todos en un instante se mezclaron,
viniendo a las espadas más estrechos
con tal priesa y rumor, que parecía,
la espantosa vulcánea herrería.

El bravo general Caupolicano,
rota la pica, de la maza afierra,
y a la derecha y a la izquierda mano
hiere, destroza, mata y echa a tierra.
Hallándose muy junto a Berzocano,
los dientes y furioso puño cierra
descargándole encima tal puñada,
que le abolló en los cascos la celada.

Tras éste otro derriba y otro mata,
que fue por su desdicha el más vecino,
abre, destroza, rompe y desbarata,
haciendo llano el áspero camino,
y al yanacona Tambo así arrebata
que como halcón al pollo o palomino,
sin poderle valer los más cercanos,
le ahoga y despedaza entre las manos.

Bernal y Leucotón, que deseando
andaba de encontrarse en esta danza,
se acometen furiosos, descargando
los brazos con igual ira y pujanza,
y las altas cabezas inclinando
a su pesar usaron de crianza
hincando a un tiempo entrambos las rodillas
con un batir de dientes y ternillas.



Mas cada cual de presto se endereza,
comenzando un combate fiero y crudo:
ya tiran a los pies, ya a la cabeza;
ya abollan la celada, ya el escudo.
Así, pues, anduvieron una pieza
mas pasar adelante esto no pudo,
que un gran tropel de gentes que embistieron
por fuerza a su pesar los despartieron.

Don Miguel y don Pedro de Avendaño,
Rodrigo de Quiroga, Aguirre, Aranda,
Cortés y Iuan Iufré con riesgo estrano
sustentan todo el peso de su banda;
también hacen efeto y mucho daño
Reynoso, Peña, Córdova, Miranda,
Monguía, Lasarte, Castañeda, Ulloa,
Martín Ruyz y Iuan López de Gamboa.

Pues don Luys de Toledo peleando,
Carranza, Aguayo, Zúñiga y Castillo
resisten el furor del indio bando
con Diego Cano, Pérez y Ronquillo;
los primos Alvarados Iuan y Hernando,
Pedro de Olmos, Paredes y Carrillo
derriban a sus pies gallardamente,
aunque a costa de sangre, mucha gente.

El escuadrón de en medio, viendo asida
por el cuerno derecho la contienda,
acelerando el tiempo y la corrida,
acude a socorrer con furia horrenda;
mas nuestra gente en tercios repartida
la sale a recibir a toda rienda,
y del terrible estruendo y fiero encuentro
la tierra se apretó contra su centro.

Hubo muchas caídas señaladas,
grandes golpes de mazas y picazos;
lanzas, gorguces y armas enastadas
volaron hasta el cielo en mil pedazos;
vienen en un momento a las espadas
y aun otros más coléricos a brazos,
dándose con las dagas y puñales
heridas penetrables y mortales.



El fiero Tucapel, habiendo hecho
su encuentro en lleno y muerto un buen soldado,
poco del diestro golpe satisfecho
le arrebató un estoque acicalado
con el cual barrenó a Guillermo el pecho,
y de un revés y tajo arrebatado
arrojó dos cabezas con celadas
muy lejos de sus troncos apartadas.

Mata de un golpe a Torbo fácilmente
y dio a Iuan Ynarauna tal herida
que la armada cabeza por la frente
cayó sobre los hombros dividida.
Tira una punta, y a Picol valiente
le echó fuera las tripas y la vida,
pero en esta sazón inadvertido
de más de diez espadas fue herido.

Carga sobre él la gente forastera
al rumor del estrago que sonaba,
y cercándole en torno como fiera
en confuso montón le fatigaba,
mas él con gran desprecio de manera
el esforzado brazo rodeaba,
que a muchos con castigo y escarmiento
les reprimió el furor y atrevimiento.

Tanto en más ira y más furor se enciende
cuanto el trabajo y el peligro crece,
que allí la gloria y el honor pretende
donde mayor dificultad se ofrece;
lo más dudoso y de más riesgo emprende
y poco lo posible le parece,
que el pecho grande y ánimo invencible
le allana y facilita lo imposible.

El último escuadrón y más copioso
su derrota y disignio prosiguiendo,
con paso aunque ordenado presuroso,
por la tendida loma iba subiendo;
y en el dispuesto llano y espacioso
nuestro escuadrón del todo descubriendo,
se detuvo algún tanto astutamente
reconociendo el sitio y nuestra gente.



Delante desta escuadra, pues, venía
el mozo Galbarín sargenteando,
que sus troncados brazos descubría,
las llagas aún sangrientas amostrando.
De un canto al otro apriesa discurría
el daño general representando,
encendiendo en furor los corazones
con muestras eficaces y razones,

diciendo: «¡Oh valentísimos soldados,
tan dignos deste nombre, en cuya mano
hoy la fortuna y favorables hados
han puesto el ser y crédito araucano!
Estad de la victoria confiados,
que este tumulto y aparato vano
es todo el remanente, y son las heces
de los que habéis vencido tantas veces.

Y esta postrer batalla fenecida
de vosotros así tan deseada,
no queda cosa ya que nos impida,
ni lanza enhiesta, ni contraria espada.
Mirad la muerte infame o triste vida
que está para el vencido aparejada,
los ásperos tormentos excesivos
que el vencedor promete hoy a los vivos.

Que si en esta batalla sois vencidos
la ley perece y libertad se atierra,
quedando al duro yugo sometidos,
inhábiles del uso de la guerra;
pues con las brutas bestias siempre uñidos,
habéis de arar y cultivar la tierra,
haciendo los oficios más serviles
y bajos ejercicios mujeriles.

»Tened, varones, siempre en la memoria
que la deshonra eternamente dura
y que perpetuamente esta vitoria
todas vuestras hazañas asegura.
Considerad, soldados, pues, la gloria
que os tiene aparejada la ventura,
y el gran premio y honor que, como digo,
un tan breve trabajo trae consigo.



Que aquel que se mostrare buen soldado
tendrá en su mano ser lo que quisiere,
que todo lo que habemos deseado,
la fortuna con ella hoy nos requiere;
también piense que queda condenado
por rebelde y traidor quien no venciere,
que no hay vencido justo y sin castigo
quedando por juez el enemigo».

De tal manera el bárbaro valiente
despertaba la ira y la esperanza
que el escuadrón apenas obediente
podía sufrir el orden y tardanza;
mas ya que la señal última siente,
con gran resolución y confianza
derribando las picas, bien cerrado,
ir se dejó de su furor llevado.

En el esento y pedregoso llano,
que más de un tiro de arco se estendía,
nuestro escuadrón a un tiempo mano a mano
asimismo al encuentro le salía,
donde con muestra y término inhumano
y el gran furor que cada cual traía
se embisten los airados escuadrones
cayendo cuerpos muertos a montones.

No duraron las picas mucho enteras,
que en rajas por los aires discurrieron;
las estendidas mangas y hileras
de golpe unas con otras se rompieron.
Hubo muertes allí de mil maneras,
que muchos sin heridas perecieron
del polvo y de las armas ahogados,
otros de encuentros fuertes estrellados.

Trábase entre ellos un combate horrendo
con hervorosa priesa y rabia estraña,
todos en un tesón igual poniendo
la estrema industria, la pujanza y maña.
Sube a los cielos el furioso estruendo,
retumba en torno toda la campaña,
cubriendo los lugares descubiertos
la espesa lluvia de los cuerpos muertos.



Hierve el coraje, crece la contienda
y el batir sin cesar siempre más fuerte;
no hay malla y pasta fina que defienda
la entrada y paso a la furiosa muerte,
que con irreparable furia horrenda
todo ya en su figura lo convierte,
naciendo del mortal y fiero estrago,
de espesa y negra sangre un ancho lago.

Rengo orgulloso, que al siniestro lado
iba siempre avivando la pelea,
de la roedora afrenta estimulado
que en Mataquito recibió de Andrea,
el ronco tono y brazo levantado
discurre todo el campo y lo rodea
acá y allá por una y otra mano,
llamando el enemigo nombre en vano.

Andrea, pues, asimesmo procurando
fenecer la quistión, le deseaba;
mas lo que el uno y otro iba buscando,
la dicha de los dos lo desviaba,
que el italiano mozo, peleando
en el otro escuadrón, distante andaba,
haciendo por su estraña fuerza cosas
que, aunque lícitas, eran lastimosas.

Mata de un golpe a Trulo y endereza
la dura punta y a Pinol barrena,
y sin brazo a Teguán una gran pieza
le arroja dando vueltas por la arena;
lleva de un golpe a Changle la cabeza
y por medio del cuerpo a Pon cercena;
hiende a Norpo hasta el pecho, y a Brancolo
como grulla le deja en un pie solo.

Veis, pues, aquí a Orompello, el cual haciendo
venía por esta parte mortal guerra,
que al gran tumulto y voces acudiendo,
vio cubierta de muertos la ancha tierra;
y al ginovés gallardo conociendo,
como cebado tigre con él cierra,
alta la maza y encendido el gesto,
sobre las puntas de los pies enhiesto.



Fue de la maza el ginovés cogido
en el alto crestón de la celada,
que todo lo abolló y quedó sumido
sobre la estofa de algodón colchada.
Estuvo el italiano adormecido,
gomita sangre, la color mudada,
y vio, dando de manos por el suelo,
vislumbres y relámpagos del cielo.

Redobla otro gallardo mozo luego
con más furor y menos bien guiado,
que a no ser a soslayo, el fiero juego
del todo entre los dos fuera acabado.
El ginovés, desatinado y ciego,
fue un poco de través, mas recobrado,
se puso en pie con priesa no pensada,
levantando a dos manos la ancha espada.

Y con la estrema rabia y fuerza rara
sobre el joven la cala de manera
que si el ferrado leño no cruzara,
de arriba a bajo en dos le dividiera:
tajó el tronco cual junco o tierna vara,
y si la espada el filo no torciera,
penetrara tan honda la herida
que privara al mancebo de la vida.

Viéndose el araucano, pues, sin maza,
no por eso amainó al furor la vela,
antes con gran presteza de la plaza
arrebata un pedazo de rodela,
y al punto sin perder tiempo lo embraza
y, como aquel que daño no recela,
con sólo el trozo de bastón cortado
aguija al enemigo confiado.

Hirióle en la cabeza, y a una mano
saltó con ligereza y diestro brío
hurtando el cuerpo, así que el italiano
con la espada azotó el aire vacío.
Quiso hacello otra vez, mas salió en vano,
que entrando recio al tiempo del desvío,
fue el ginovés tan presto que no pudo
sino cubrirse con el roto escudo.



Echó por tierra la furiosa espada
del defensivo escudo una gran pieza,
bajando con rigor a la celada,
que defender no pudo la cabeza.
Hasta el casco caló la cuchillada,
quedando el mozo atónito una pieza,
pero en sí vuelto, viéndole tan junto,
le echó los fuertes brazos en un punto.

El bravo ginovés, que al fiero Marte
pensara desmembrar, recio le asía
pero salió engañado, que en este arte
ninguno al diestro joven le excedía.
Revuélvense por una y otra parte,
el uno el pie del otro rebatía,
intricando las piernas y rodillas
con diestras y engañosas zancadillas.

Don García de Mendoza no paraba,
antes como animoso y diligente
unas veces airado peleaba,
otras iba esforzando allí la gente.
Tampoco Juan Remón ocioso estaba,
que de soldado y capitán prudente
con igual diciplina y ejercicio
usaba en sus lugares el oficio.

Santillán y don Pedro de Navarra,
Ávalos, Viezma, Cáceres, Bastida,
Galdámez, don Francisco Ponce, Ybarra,
dando muerte, defienden bien su vida;
el fator Vega y contador Segarra
habían echado aparte una partida,
siguiéndolos Velázquez y Cabrera,
Verdugo, Ruyz, Riberos y Ribera.

Pasáronlo, pues, mal al otro lado
según la mucha gente que acudía,
si don Felipe, don Simón, y Prado,
don Francisco Arias, Pardo y Alegría,
Barrios, Diego de Lira, Coronado
y don Iuan de Pineda en compañía,
con valeroso esfuerzo combatiendo,
no fueran los contrarios reprimiendo.



También acrecentaban el estrago,
Florencio de Esquivel y Altamirano,
Villarroel, Dorán, Vergara, Lago,
Godoy, Gonzalo Hernández, y Andicano.
Si de todos aquí mención no hago,
no culpen la intención sino la mano,
que no puede escrebir lo que hacían
tantas como allí a un tiempo combatían.

Sonaba a la sazón un gran ruido
en el otro escuadrón de mediodía
y era que el fiero Rengo embravecido,
llevado de su esfuerzo y valentía
se había por la batalla así metido
que volver a los suyos no podía,
y de menuda gente rodeado
andaba muy herido y acosado:

aunque se envuelve entre ellos de manera
al un lado y al otro golpeando
que en rueda los hacía tener afuera,
muchos en daño ajeno escarmentando,
pero la turba acá y allá ligera
le va por todas partes aquejando
con tiros, palos y armas enastadas
como a fiera, de lejos arrojadas.

Uno deja tullido y otro muerto,
sin valerles defensa ni armadura;
a quien acierta el golpe en descubierto
del todo le deshace y desfigura;
y el de menos efeto y más incierto
quebranta brazo, pierna o coyuntura;
vieran arneses rotos y celadas
junto con las cabezas machucadas.

Mas aunque, como digo, combatiendo
mostraba esfuerzo y ánimo invencible,
le van a tanto estrecho reduciendo
que poder escapar era imposible;
y por más que se esfuerza resistiendo,
al fin era de carne, era sensible,
y el furioso y continuo movimiento
la fuerza le ahogaba y el aliento.



Estaba ya en el suelo una rodilla
que aun apenas así se sustentaba,
y la gente solícita, en cuadrilla
sin dejarle alentar le fatigaba,
cuando de la otra parte por la orilla
de la alta loma Tucapel llegaba,
haciendo con la usada y fuerte maza,
por dondequiera que iba larga plaza.

Como el toro feroz desjarretado
cuando brama, la lengua ya sacada,
que de la turbamulta rodeado
procura cada cual probar su espada,
y en esto de repente al otro lado
la cerviz yerta y frente levantada,
asoma otro famoso de Jarama,
que deshace la junta y la derrama,

así el famoso Rengo ya en el suelo
hincada una rodilla combatía
en medio del montón que sin recelo
poco a poco cerrándole venía,
cuando el sangriento y bravo Tucapelo
que por allí la grita le traía,
viéndole así tratar, sin poner duda,
rompe por el tropel a darle ayuda.

Dejó por tierra cuatro o seis tendidos,
que estrecha plaza y paso le dejaron,
y los otros en círculo esparcidos
del fatigado Rengo se arredraron,
y contra Tucapel embravecidos,
las armas y la grita enderezaron;
mas él daba de sí tan buen descargo,
que los hacía tener bien a lo largo.

Llegóse a Rengo y dijo: «Aunque enemigo,
esfuerza, esfuerza Rengo, y ten hoy fuerte,
que el impar Tucapel está contigo
y no puedes tener siniestra suerte;
que el favorable cielo y hado amigo
te tiene aparejada mejor muerte,
pues está cometida al brazo mío,
si cumples a su tiempo el desafío».



Rengo le respondió: «Si ya no fuera
por ingrato en tal tiempo reputado,
contigo y con mi débito cumpliera,
que no estoy, como piensas, tan cansado».
En esto más ligero que si hubiera
diez horas en el lecho reposado,
se puso en pie y a nuestra gente asalta,
firme el membrudo cuerpo y la maza alta.

Tucapel replicó: «Sería bajeza
y cosa entre varones condenada
acometerte, vista tu flaqueza,
con fuerza y en sazón aventajada.
Cobra, cobra tu fuerza y entereza,
que el tiempo llegará que esta ferrada
te dé la pena y muerte merecida,
como hoy te ha dado claro aquí la vida».

No se dijeron más y por la vía
los dos competidores araucanos,
haciéndose amistad y compañía,
iban como si fueran dos hermanos.
Guardaba el uno al otro y defendía,
y así con diligencia y prestas manos,
abriendo el escuadrón gallardamente,
llegaron a juntarse con su gente.

En esto a todas partes la batalla
andaba muy reñida y sanguinosa,
con tal furia y rigor, que no se halla
persona sin herida, ni arma ociosa;
cubre la tierra la menuda malla,
y en la remota Turcia cavernosa
por fuerza arrebatados de los vientos,
hieren los duros y ásperos acentos.

Era el rumor del uno y otro bando
y de golpes la furia apresurada,
como ventosa y negra nube, cuando
de vulturno o del céfiro arrojada
lanza una piedra súbita, dejando
la rama de sus hojas despojada,
y los muros, los techos y tejados
son con priesa terrible golpeados.



Pues de aquella manera y más furiosas
las homicidas armas descargaban,
y con hondas heridas rigurosas
los sanguinosos cuerpos desangraban.
El gran rumor y voces espantosas
en los vecinos montes resonaban;
el mar confuso al fiero són retrujo
de sus hinchadas olas el reflujo.

Pero la parte que a la izquierda mano
la batalla primera había trabado,
donde por su valor Caupolicano
contrastaba al furor del duro hado,
a pura fuerza el escuadrón cristiano
del contrario tesón sobrepujado,
comenzó poco a poco a perder tierra
hacia la espesa falda de la sierra.

Fue tan grande la priesa desta hora,
y el ímpetu del bárbaro violento,
que por el araucano en voz sonora
se cantó la vitoria y vencimiento.
Mas la misma Fortuna burladora
dio la vuelta a la rueda en un momento,
en contra de la parte mejorada,
barajando la suerte declarada.

Que el último escuadrón, donde estribaba
nuestro postrer remedio y esperanza
metido en el contrario peleaba
haciendo fiero estrago y gran matanza,
que ni el valor de Ongolmo allí bastaba,
ni del fuerte Lincoya la pujanza,
ni yo basto a contar de una vez tanto,
que es fuerza diferirlo al otro canto.