XXVIII
La araucana segunda parte
de Alonso de Ercilla
XXIX

XXIX


Entran los araucanos en nuevo consejo; tratan de quemar sus
haciendas. Pide Tucapel que se cumpla el campo que tiene aplazado
con Rengo; combaten los dos en estacado brava y animosamente


¡Oh, cuánta fuerza tiene!; ¡oh cuánto incita
el amor de la patria, pues hallamos
que en razón nos obliga y necesita
a que todo por él lo pospongamos!
Cualquier peligro y muerte facilita:
al padre, al hijo, a la mujer dejamos
cuando en trabajo a nuestra patria vemos,
y como a más parienta la acorremos.

Buen testimonio desto nos han sido
las hazañas de antiguos señaladas,
que por la cara patria han convertido
en sus mismas entrañas las espadas,
y su gloriosa fama han estendido
las plumas de escritores celebradas,
Mario, Casio, Filón, Cosdro Ateniense
Régulo, Agesilao y el Uticense.

Entrar, pues, en el número merece
esta araucana gente, que con tanta
muestra de su valor y ánimo ofrece
por la patria al cuchillo la garganta,
y en el firme propósito parece
que ni rigor de hado y toda cuanta
fuerza pone en sus golpes la fortuna
en los ánimos hace mella alguna.

Que habiendo en sólo tres meses perdido
cuatro grandes batallas de importancia,
no con ánimo triste ni abatido
mas con valor grandísimo y constancia
estaban, como atrás habéis oído,
en consejo de guerra, haciendo instancia
en darnos otro asalto; mas la mano
tomó diciendo así Caupolicano:



«Conviene, ¡oh gran Senado religioso!,
que vencer o morir determinemos,
y en sólo nuestro brazo valeroso
como último remedio confiemos.
Las casas, ropa y mueble infrutuoso
que al descanso nos llaman, abrasemos,
que habiendo de morir, todo nos sobra
y todo con vencer después se cobra.

En necesario y justo que se entienda
la grande utilidad que desto viene:
que no es bien que haya asiento en la hacienda
cuando el honor aún su lugar no tiene,
ni es razón que soldado alguno atienda
a más de aquello que a vencer conviene
ni entibie las ardientes voluntades
el amor de las casas y heredades.

Así que en esta guerra tan reñida
quien pretende descanso, como digo,
piense que no hay más honra, hacienda y vida
de aquella que quitare al enemigo;
que a virtud del brazo conocida
será el rescate y verdadero amigo
pues no ha de haber partido ni concierto,
sino sólo matar o quedar muerto».

Oído allí por los caciques esto,
muchos suspensos sin hablar quedaron
y algunos dellos, con turbado gesto
enarcando las cejas, se miraron;
pero rompiendo aquel silencio puesto,
sobre ello un rato dieron y tomaron,
hallando en su favor tantas razones
que se llevó tras sí las opiniones.

Así el valiente Ongolmo, no esperando
que otro en tal ocasión le precediese,
aprueba a voces la demanda, instando
en que por obra luego se pusiese.
Siguió este parecer Purén, jurando
de no entrar en poblado hasta que viese
sin medio ni concierto, a fuerza pura,
su patria en libertad y paz segura.



Lincoya y Caniomangue, pues, no fueron
en jurar el decreto perezosos,
que aun más de lo posible prometieron,
según eran gallardos y animosos.
También Rengo y Gualemo se ofrecieron
y los demás caciques orgullosos,
Talcaguán, Lemolemo y Orompello:
hasta el buen Colocolo vino en ello.

Resueltos pues, en esto y decretado
según que aquí lo habemos referido,
Tucapelo, que a todo había callado
con gran sosiego y con atento oído,
después del alboroto sosegado
y aquel arduo negocio definido,
puesto en pie levantó la voz ardiente
que jamás hablar pudo blandamente,

diciendo: «Capitanes: yo el primero
en lo que el General propone vengo
por parecerme justo; y así quiero
que se abrase y asuele cuanto tengo;
en lo demás, al brazo me refiero,
que si un mes en su fuerza le sostengo,
pienso escoger después a mi contento
el mayor y mejor repartimiento.

Y si algún miserable no concede
lo que tan justamente le es pedido,
por enemigo de la patria quede
y del militar orden escluido:
que ya por nuestra parte no se puede
venir a ningún medio ni partido
sin dejar de perder, pues la contienda
es sobre nuestra libertad y hacienda.

Así que yo también determinado
de seguir vuestros votos y opiniones,
aunque parece en tiempo tan turbado
que muevo nuevas causas y quistiones,
del natural honor estimulado
y por otras legítimas razones
no puedo ya dejar por ningún arte
de echar del todo un gran negocio a parte.



Ya tendréis en memoria el desafío
que Rengo y yo tenemos aplazado;
asimismo el que tuve con su tío
que quiso más morir desesperado.
Viendo el gran deshonor y agravio mío
y cuánto a mi pesar se ha dilatado
quiero, sin esperar a más rodeo,
cumplir la obligación y mi deseo.

Que asaz gloria y honor Rengo ha ganado
entre todas las gentes, pues se trata
que conmigo ha de entrar en estacado
y así vanaglorioso lo dilata;
mas yo, de tanta dilación cansado,
pues que cada ocasión lo desbarata,
pido que nuestro campo se fenezca,
que no es bien que mi crédito padezca.

Pues ya Peteguelén, viejo imprudente,
con aparencia de ánimo engañosa,
a morir se arrojó entre tanta gente
por parecerle muerte más piadosa,
y así se me escapó mañosamente,
que fue puro temor y no otra cosa,
pues si ambición de gloria le moviera
de mi brazo la muerte pretendiera.

También Rengo, de industria, cauteloso,
anda en los enemigos muy metido,
buscando algún estorbo o modo honroso
que le escuse cumplir lo prometido,
y debajo de muestra de animoso
procura de quedar manco o tullido
y para combatir no habilitado,
glorioso con me haber desafiado».

Así hablaba el bárbaro arrogante,
cuando el airado Rengo, echando fuego,
sin guardar atención, se hizo adelante
diciendo: «La batalla quiero luego,
que ni tu muestra y fanfarrón semblante
me puede a mí causar desasosiego;
las armas lo dirán y no razones
que son de jatanciosos baladrones».



Arremetiera Tucapel, si en esto
Caupolicán, que a tiempo se previno,
con presta diligencia en medio puesto,
la voz no le atajara y el camino,
y con severa muestra y grave gesto
reprehendiendo el loco desatino,
por rematar entre ellos la porfía
concedió a Tucapel lo que pedía.

Pues el campo y el plazo señalado
que fue para de aquel en cuatro días,
nacieron en el pueblo alborozado
sobre el dudoso fin muchas porfías.
Quién apostaba ropa, quién ganado,
quién tierras de labor, quién granjerías;
algunos, que ganar no deseaban,
las usadas mujeres apostaban.

Cercaron una plaza de tablones
en un esento y descubierto llano,
donde los dos indómitos varones
armados combatiesen mano a mano,
publicando en pregón las condiciones
por el estilo y término araucano,
para que a todos manifiesto fuese
y ninguno inorancia pretendiese.

Llegado el plazo, al despuntar del día
con gran gozo de muchos esperado,
luego la bulliciosa compañía
comenzó a rodear el estacado.
Era tal el aprieto, que no había
árbol, pared, ventana ni tejado
de donde descubrirse algo pudiese
que cubierto de gente no estuviese.

El sol algo encendido y perezoso
apenas del oriente había salido,
cuando por una parte el animoso
Tucapel asomó con gran ruido;
por otra, pues, no menos orgulloso,
al mismo tiempo aparecer se vido
el fantástico Rengo muy gallardo,
ambos con fiera muestra y paso tardo.



Las robustas personas adornadas
de fuertes petos dobles relevados,
escarcelas, brazales y celadas,
hasta el empeine de los pies armados;
mazas cortas de acero barreadas
gruesos escudos de metal herrados,
y al lado izquierdo cada cual ceñido
un corvo y ancho alfanje guarnecido.

Tenía, Señor, la plaza a cada parte
puertas como palenque de torneo,
por las cuales el uno y otro Marte
entran en ancho círculo y rodeo.
Después que con vistoso y gentil arte
su término acabaron y paseo,
airoso cada cual quedó a su lado
dentro de la gran plaza y estacado.

Hecho por los padrinos el oficio,
cual se requiere en actos semejantes,
quitando todo escrúpulo y indicio
de ventaja y cautelas importantes,
cesó luego el estrépito y bullicio
en todos los atentos circunstantes,
oyendo el són de la trompeta en esto
que robó la color de más de un gesto.

Luego los dos famosos combatientes
que la tarda señal sólo atendían,
con bizarros y airosos continentes
en paso igual a combatir movían;
y descargando a un tiempo los valientes
brazos, de tales golpes se herían,
que estuvo cada cual por una pieza
sobre el pecho inclinada la cabeza.

Redoblan los segundos de manera
que aunque fueron pesados los primeros,
si tal reparo y prevención no hubiera,
no llegara el combate a los terceros,
¡Quién por estilo igual decir pudiera
el furor destos bárbaros guerreros,
viendo el valor del mundo en ellos junto
y la encendida cólera en su punto!



Fue de tal golpe Tucapel cargado
sobre el escudo en medio de la frente,
que quedó por un rato embelesado,
suspensos los sentidos y la mente.
Llegó Rengo con otro apresurado
pero salió el efeto diferente,
que el estruendo del golpe y dolor fiero
le despertó del sueño del primero.

Serpiente no se vio tan venenoso
defendiendo a los hijos en su nido,
como el airado bárbaro furioso,
más del honor que del dolor sentido;
así fuera de término rabioso,
de soberbia diabólica movido,
sobre el gallardo Rengo fue en un punto,
descargando la rabia y maza junto.

Salióle al fiero Rengo favorable
aquel furor y acelerado brío;
que la ferrada maza irreparable
el grueso estremo descargó en vacío;
fue el golpe, aunque furioso, tolerable,
quitándole la fuerza el desvarío,
que a cogerle de lleno, yo creyera
que con él el combate feneciera.

Mas aunque fue al soslayo, el araucano
se fue un poco al través desvaneciendo;
al fin puso en el suelo la una mano,
sostener la gran carga no pudiendo;
pero viendo el peligro no liviano,
sobre el fuerte contrario revolviendo,
con su desenvoltura y maza presta
le vuelve aun más pesada la respuesta.

Era cosa admirable la fiereza
de los dos en valor al mundo raros,
la providencia, el arte, la destreza,
las entradas, heridas y reparos;
tanto que temo ya de mi torpeza
no poder por sus términos contaros
la más reñida y singular batalla,
que en relación de bárbaros se halla.



Así el fiero combate igual andaba
y el golpear de un lado y de otro espeso,
que el más templado golpe no dejaba
de magullar la carne o romper hueso;
el aire cerca y lejos retumbaba
lleno de estruendo y de un aliento grueso,
que era tanto el rumor y batería
que un ejército grande parecía.

Dio el fuerte Rengo un golpe a Tucapelo,
batiéndole de suerte la celada,
que vio lleno de estrellas todo el suelo
y la cabeza le quedó atronada;
pero en sí vuelto, blasfemando al cielo,
con aquella pujanza aventajada
hirió tan presto a Rengo al desviarse
que no tuvo lugar de repararse.

Cayó el pesado golpe en descubierto,
cargando a Rengo tanto la cabeza
que todos le tuvieron ya por muerto
y estuvo adormecido una gran pieza;
mas del peligro y del dolor despierto
la abollada celada se endereza
y sobre Tucapel furioso aguija,
que la maza rompió por la manija.

Mas viéndole sin maza en esta guerra
(que en dos trozos saltó lejos quebrada),
la suya con desprecio arroja en tierra,
poniendo mano a la fornida espada;
en esto Tucapel otra vez cierra,
la suya fuera en alto levantada
mas Rengo, hurtando el cuerpo a la una mano,
hizo que descargase el golpe en vano.

Llegó el cuchillo al suelo y gran pedazo
aunque era duro, en él quedó enterrado,
y en este impedimento y embarazo
fue Tucapel herido por un lado
de suerte que el siniestro guardabrazo
con la carne al través cayó cortado,
y procurando segundar no pudo,
que vio calar el gran cuchillo agudo.



Debajo del escudo recogido
Rengo el desaforado golpe espera,
el cual fue en dos pedazos dividido
con la cresta de acero y la mollera.
El bárbaro quedó desvanecido
y por poco en el suelo se tendiera,
mas el esfuerzo raro y ardimiento
venció al grave dolor y desatiento.

No por esto medroso se retira
antes hacer cruda venganza piensa
y así lleno de rabia, ardiendo en ira
acrecentada por la nueva ofensa,
furioso de revés un golpe tira
con la estrema pujanza y fuerza inmensa,
que a no topar tan fuerte la armadura,
le dividiera en dos por la cintura.

Metióse tan adentro que no pudo
salir del enemigo ya vecino
por lo cual, arrojando el roto escudo,
valerse de los brazos le convino.
Tucapel, que robusto era y membrudo,
al mismo tiempo le salió al camino,
echándole los suyos de manera
que un grueso y duro roble deshiciera.

Pero topó con Rengo, que ninguno
le llevaba ventaja en la braveza:
de diez, de seis, de dos él era el uno
de más agilidad y fortaleza.
Llegados a las presas, cada uno
con viva fuerza y con igual destreza,
tientan y buscan de una y de otra parte
el modo de vencer la industria y arte.

Así que pecho a pecho forcejando
andaban con furioso movimiento,
tanto los duros brazos añudando
que apenas recebir pueden aliento,
y al arte nuevas fuerzas ayuntando,
aspira cada cual al vencimiento,
procurando por fuerza, como digo,
de poner en el suelo al enemigo.



Era, cierto, espectáculo espantoso
verlos tan recia y duramente asidos,
llenos de sangre y de un sudor copioso
los rostros y los ojos encendidos;
el aliento ya grueso y presuroso,
el forcejar, gimir y los ronquidos
sin descansar un punto en todo el día
ni haber ventaja alguna o mejoría.

Mas Tucapel ardiendo en viva saña,
teniéndose por flojo y afrentado,
ara y revuelve toda la campaña,
cargando recio deste y de aquel lado.
Rengo con gran destreza y cauta maña,
recogido en su fuerza y reportado,
su opinión y propósito sostiene
y en igual esperanza se mantiene.

Viendo, pues, al contrario algo metido,
le quiso rebatir el pie derecho
mas Tucapel, a tiempo recogido,
lo suspende de tierra sobre el pecho,
y entre los duros músculos ceñido
le estremece, sacude y tiene estrecho
tanto, que con el recio apretamiento
no le deja tomar tierra ni aliento.

Creyendo de aquel modo, fácilmente
dar fin al hecho y rematar la guerra,
Rengo, que era destrísimo y valiente,
hizo con fuerza pie cobrando tierra,
y de rabiosa cólera impaciente
de un fuerte rodeón se desafierra,
llevándose en las manos apretado
cuanto en la dura presa había agarrado.

Fue Tucapel un rato descompuesto
dando al un lado y otro zancadillas,
y Rengo de la fuerza que había puesto
hincó en el suelo entrambas las rodillas.
Ambos corrieron a las armas presto,
rajando los escudos en astillas
con tempestad de golpes presurosos,
más fuertes que al principio y más furiosos.


Estaban los presentes admirados
de aquel duro tesón y valentía,
viéndolos en mil partes ya llagados
y la sangre que el suelo humedecía;
los arneses y escudos destrozados
y que ningún partido y medio había
sino sólo quedar el uno muerto
aunque morir los dos era más cierto.

Dio Rengo a Tucapel una herida,
cogiéndole al soslayo la rodela
que, aunque de gruesos cercos guarnecida,
entró como si fuera blanda suela.
No quedó allí la espada detenida,
que gran parte cortó de la escarcela
y un doble zaragüel de ñudo grueso,
penetrando la carne hasta el hueso.

No se vio corazón tan sosegado
que no diese en el pecho algún latido
viendo la horrenda muestra y rostro airado
del impaciente bárbaro ofendido
que, el roto escudo lejos arrojado,
de un furor infernal ya poseído,
de suerte alzó la espada que yo os juro
que nadie allí pensó quedar seguro.

¡Guarte, Rengo, que baja, guarda, guarda,
con gran rigor y furia acelerada
el golpe de la mano más gallarda
que jamás gobernó bárbara espada!
Mas quien el fin deste combate aguarda
me perdone si dejo destroncada
la historia en este punto, porque creo
que así me esperará con más deseo.

FIN DE LA SEGUNDA PARTE