Tucapel, que de rabia reventando
estaba oyendo al viejo, más no atiende,
que dice: «Yo veré si adivinando,
de mi maza este necio se defiende».
Diciendo esto y la maza levantando,
la derriba sobre él y así lo tiende,
que jamás midió curso de planeta,
ni fue más adivino ni profeta.
Quedóle desto el brazo tan sabroso
según la muestra, que movido estuvo
de dar tras el senado religioso,
y no sé la razón que lo detuvo.
Caupolicán, atónito y rabioso,
transportada la mente un rato estuvo,
mas vuelto en sí, con voz horrible y fiera
gritaba: «¡Capitanes!: ¡muera!, ¡muera!»
No le dio tanto gusto a aquella gente
lo que Caupolicano le decía,
cuanto al soberbio bárbaro impaciente
viendo que ocasión tal se le ofrecía;
era alto el tribunal, pero el valiente
los hace saltar dél tan a porfía,
que ciento y treinta que eran, en un punto
saltan los ciento, y él tras ellos junto.
Los que en el alto tribunal quedaron
son los en esta historia señalados,
que jamás de su asiento se mudaron
de donde lo miraban sosegados;
que de ver uno solo no curaron
mostrarse por tan poco alborotados,
aunque los que saltaron de tan alto
en menos estimaron aquel salto.
Cubierto Tucapel de fina malla
saltó como un ligero y suelto pardo
en medio de la tímida canalla;
haciendo plaza el bárbaro gallardo,
con silbos, grita, en desigual batalla,
con piedra, palo, flecha, lanza y dardo
le persigue la gente de manera
como si fuera toro o brava fiera.
Según suele jugar por gran destreza
el liviano montante un buen maestro,
hiriendo con estraña ligereza
delante, atrás, a diestro y a siniestro,
con más desenvoltura y más presteza
mostrándose en los golpes fuerte y diestro,
el fiero Tucapel en la pelea
con la pesada maza se rodea.
De tullir y mancar no se contenta,
ni para contentarse esto le basta;
sólo de aquellos tristes hace cuenta
que su maza los hace torta o pasta.
Rompe, magulla, muele y atormenta,
desgobierna, destroza, estropia y gasta;
tiros llueven sobre él arrojadizos
cual tempestad furiosa de granizos.
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