La vuelta de Martín Fierro (1879)/2

Nota: Se respeta la ortografía original de 1879.
2

Triste suena mi guitarra
Y el asunto lo requiere—
Ninguno alegrías espere
Sinó sentidos lamentos,
De aquel que en duros tormentos
Nace, crece, vive y muere.—

Es triste dejar sus pagos
Y largarse á tierra agena
Llevándose la alma llena
De tormentos y dolores,
Mas nos llevan los rigores
Como el pampero á la arena.

Irse á cruzar el desierto
Lo mesmo que un foragido,
Dejando aqui en el olvido
Como dejamos nosotros,
Su mujer en brazos de otro
y sus hijitos perdidos.—

Cuantas veces al cruzar
En esa inmensa llanura,
Al verse en tal desventura
y tan lejos de los suyos
Se tira uno entre los yuyos
A llorar con amargura.

En la orilla de un arroyo
Solitario lo pasaba,
En mil cosas cavilaba
y á una güelta repentina
Se me hacia ver á mi china
O escuchar que me llamaba.


Llegada de Cruz y Fierro á las tolderias


Y las aguas serenitas
Bebe el pingo trago á trago—
Mientras sin ningun halago
Pasa uno hasta sin comer,
Por pensar en su mujer,
En sus hijos y en su pago.

Recordarán que con Cruz
Para el desierto tiramos
En la pampa nos entramos,
Cayendo por fin del viage
A unos toldos de salvajes,
Los primeros que encontramos.

La desgracia nos seguia,
Llegamos en mal momento—
Estaban en parlamento
Tratando de una invasion,
y el indio en tal ocasion
Recela hasta de su aliento.

Se armó un tremendo alboroto
Cuando nos vieron llegar,
No podiamos aplacar
Tan peligroso hervidero;
Nos tomaron por bomberos
y nos quisieron lanciar.

Nos quitaron los caballos
A los muy pocos minutos;
Estaban irresolutos,
Quien sabe que pretendian,
Por los ojos nos metian
Las lanzas aquellos brutos.

Y dele en su lengüetéo
Hacer gestos y cabriolas;
Uno desató las bolas
y se nos vino en seguida;
Ya no creiamos con vida
Salvar ni por carambola.

Allá no hay misericordia
Ni esperanza que tener—
El indio es de parecer
Que siempre matarse debe.
Pues la sangre que no bebe
Le gusta verla correr.

Cruz se dispuso a morir
Peliando y me convidó—
Aguantemos, dije yó,
El fuego hasta que nos queme—
Menos los peligros teme
Quien más veces los venció.—

Se debe ser mas prudente
Cuanto el peligro es mayor;
Siempre se salva mejor
Andando con alvertencia,
Porque no está la prudencia
Reñida con el valor.—

Vino al fin el lenguaraz
Como a trairnos el perdon,
Nos dijo: —«La salvacion
«Se la deben á un cacique,
«Me manda que les esplique
«Que se trata de un malon.»

«Les ha dicho á los demas
«Que ustedes queden cautivos,
«Por si cain algunos vivos
«En poder de los cristianos,
«Rescatar á sus hermanos
«Con estos dos fugitivos.»

Volvieron al parlamento
A tratar de sus alianzas,
O tal vez de las matanzas,
Y conforme les detallo—
Hicieron cerco á caballo
Recostándose en las lanzas.

Dentra al centro un indio viejo
Y allí á lengüetiar se larga,
Quien sabe que les encarga,
Pero toda la riunion
Lo escuchó con atencion
Lo menos tres horas largas.

Pegó al fin tres alaridos
Y ya principia otra danza;
Para mostrar su pujanza
Y dar pruebas de ginete
Dió riendas rayando el flete
Y revoliando la lanza. —

Recorre luego la fila,
Frente á cada indio se para,
Lo amenaza cara á cara
Y en su juria aquel maldito
Acompaña con su grito
El cimbrar de la tacuara.

Se vuelve aquello un incendio
Mas feo que la mesma guerra—
Entre una nube de tierra
Se hizo allí una mescolanza,
De potros, indios y lanzas
Con alaridos que aterran.

Parece un baile de fieras,
Sigun yo me lo imagino—
Era inmenso el remolino,
Las voces aterradoras—
Hasta que al fin de dos horas
Se aplacó aquel torbellino.

De noche formaban cerco
Y en el centro nos ponian—
Para mostrar que querian
Quitarnos toda esperanza
Ocho ó diez filas de lanzas
Al rededor nos hacian.

Allí estaban vigilantes
Cuidándonos á porfia,
Cuando roncar parecian
«Huaincá», gritaba cualquiera,
Y toda la fila entera
«Huaincá» — «Huaincá» repetia.

Pero el indio es dormilon
Y tiene un sueño projundo—
Es roncador sin segundo
Y en tal confianza es su vida,
Que ronca á pata tendida
Aunque se dé güelta el mundo.

Nos aviriguaban todo
Como aquel que se previene—
Porque siempre les conviene
Saber las juerzas que andan,
Donde están, quienes las mandan,
Que caballos y armas tienen.

A cada respuesta nuestra
Uno hace una esclamacion—
Y luego en continuacion
Aquellos indios feroces—
Cientos y cientos de voces
Repiten el mesmo son.

Y aquella voz de uno solo
Que empieza por un gruñido—
Llega hasta ser alarido
De toda la muchedumbre—
Y ansi alquieren la costumbre
De pegar esos bramidos.