La Revolución de Julio/XXVIII

XXVIII


Detonación cercana nos hizo estremecer. Recogió Leoncio todos sus bártulos de guerra para lanzarse a la calle. Mita quiso detenerle un rato más, y no lográndolo, dijo que ella también saldría... Salimos todos. ¿Qué habíamos de hacer allí? En la calle vimos sin fin de paisanos que subían a la plaza por la Escalerilla. No tomó Leoncio aquella dirección, sino la de Latoneros, donde le aguardaban los amigos a cuyo lado combatía siempre. Entramos en una tienda de cedazos, ratoneras, cucharas de palo y molinillos para el chocolate. Celebrose allí una especie de consejo de guerra o conferencia entre caudillos. No me enteré bien de lo que discutían; sólo al fin pude comprender que todos los patriotas allí presentes, que eran más de siete y más de ocho, declaraban que no se batirían a las órdenes de Gracián, a quien tacharon de orgulloso y déspota, execrando su vanidad y su afán de lucirse él solo y de tomar para sí las glorias de los demás. No llegaron a mi oído razonamientos más detallados ni pormenores precisos de la conducta del héroe popular, porque Mita y el hojalatero me hablaban de cosas diferentes a las cuales no podía negar mi atención. Cuando de la tienda salimos, anochecía ya. En la calle obscura veíanse, como sombras fugaces, los patriotas que acudían a sus puestos. Despidiose Leoncio de su mujer, con la orden de que se fuese a la casa de Lucila y le esperase allí a media noche, o cuando tuvieran fin las refriegas que se preparaban. Le vi partir sereno, y acompañé a Mita hasta los soportales de la calle de Toledo, frente a la Imperial, notando que a pesar de su fe ciega en la invulnerabilidad de Ley, la salvaje no gozaba de tranquilidad. Es difícil que la fe y las balas se pongan de acuerdo, y a lo mejor la divinidad que protege a ciertos hombres escogidos sufre lamentables distracciones. Sobre esto me dijo algo la pobre Mita cuando íbamos hacia los porches, añadiendo que si Dios se volviese atrás de lo dicho y dejase morir a Ley, ella se iría para el otro mundo sin perder momento.

Ni Mita me invitó a subir a la habitación del señor Halconero, ni habría yo subido aunque me invitara. El síntoma más penoso de mi Ansia de belleza era que la atracción y el miedo del ideal se juntaban en un punto. Después me dijo Ruy que el señor Halconero es muy celoso, y aunque Lucila no le da motivo de escama, no gusta de que en su casa entren hombres, ni menos señoritos. Yo no entraría, ni tenía para qué. Entendía que mi dolencia, más punzante y angustiosa en aquel triste anochecer, requería como eficaz remedio el largo pasear y el tender mi espíritu por diferentes calles. Así lo hicimos, metiéndonos por la calle del Grafal y la Cava Baja hasta Puerta de Moros, regresando luego por la Costanilla de San Pedro y calle del Nuncio. Animación y bulla vimos por todas partes; ventanas y balcones con luminarias en todos los sitios dominados por el pueblo; obscuridad siniestra en los parajes ocupados por tropa. El acaso nos trajo de nuevo al punto de partida. Desde Puerta Cerrada habíamos querido salir a Platerías por la plazuela de San Miguel, para irnos a casa por las Hileras y Santa Catalina de los Donados; pero no hallamos camino franco. Tenebrosas estaban aquellas barriadas, y a cada momento daban los soldados el quién vive.

Cuando llegamos a los portales de la calle de Toledo, ya habían echado los insurrectos el fundamento de la barricada, la cual avanzaba en ángulo para hacer frente con una de sus caras a la calle Imperial, y con otra a la de Toledo. Mi admiración de aquellos inocentes vecinos subió de punto viéndoles trabajar como hormigas en el parapeto que había de protegerles contra las iras del poder público, y no sólo sacrificaban su vida y su tiempo por un ideal político que entendían como la escritura chinesca, sino que también ponían en ello el ajuar pobre de sus casas. Era de ver la diligencia con que hombres y mujeres, y también chiquillos, acarreaban de las casas trastos y trebejos para echarlos en el montón, y luego ponían encima los colchones, privándose de dormir en blando con tal de ofrecer cómodo abrigo a los defensores del pueblo. ¿En dónde y cuándo se ha visto mayor abnegación, ni entusiasmo más candoroso? El señor Erasmo Gamoneda, que como artillero con pujos de ingeniero dirigía la barricada, me dijo que los españoles sacrifican colchones, esteras, y aun sofás de paja de Vitoria, en aras del patriotismo. Cuando les pareció que la barricada tenía bastante altura y que la escarpa de ella ofrecía resistencia eficaz a las balas enemigas, se ocuparon en decorar la fortificación. Eran pueblo, que es como decir niños, y el poder imaginativo les arrastraba a la juguetería. En el extremo de la derecha, tocando al portal último, pusieron un retrato de Espartero clavado en la pared; al otro extremo, unas banderas en pabellón, donadas por un vecino ebanista, y que habían hecho su papel en el adorno de la calle cuando entró doña María Cristina para casarse con Fernando VII, y en el vértice del ángulo, un lienzo con el retrato de la Virgen de la Paloma, desclavado del bastidor y muy estropeadito. Después de servir de imagen titular en una tienda de la calle de Latoneros en el pasado siglo, estuvo largos años en un portal, con ofrenda de velas y aceite, parando al fin Nuestra Señora en patrona y capitana de la plebe amotinada. Desde el palo en que pusieron la Virgen hasta los dos extremos de la barricada, tendieron cuerdas con banderolas y pingajos de diferentes colorines; moñas de toros, y el indispensable cartel de Pena de muerte al ladrón.

Dentro de la barricada, en las dos bandas de soportales, tenía la calle aspecto de feria. Paseamos por un lado y otro, viendo las hileras de tiendas, que de día me parecían cavernas forradas de bayetas y paños. En noche de revolución estaban cerradas, o a media puerta, para entrar y salir la gente armada. Las mujeres y los niños se refugiaban en los entresuelos, tan lóbregos de noche como de día. Cerradas las tiendas, se destacan los rótulos: aquí nombres muy acreditados en el comercio, como el famoso Tío Rico, celebridad choricera; allí denominaciones simbólicas al uso, como La Perla, El Jazmín, que anuncian ropa de niños, camisería y género de punto. De todo hay en aquellas grutas, donde guarda su hacienda un pueblo de afanosas hormigas. Desde la puerta de una de estas tiendas señaló mi escudero al piso segundo de la casa de enfrente, dirigiendo mi atención a una ventana más iluminada que las demás de la calle, y me dijo: «Vea, señor: aquella ventana de tanta luz que parece un retablo, es de las habitaciones donde viven mi hermana Lucila y su marido don José Halconero». «Liberal de veras será tu cuñado -observé yo-, cuando tan espléndida luminaria pone en su casa». Y él: «Liberal y patriota fue, según dicen, en tiempo de aquel que llamaron Héroe de las Cabezas, verbigracia, Riego; y él mismo cuenta que en una batalla que dieron los Milicianos en el Arco de Triunfo, el día tantos del mes de Julio de un año de aquel tiempo, se batió como un león, y sacó dos heridas en la cabeza que por poco le cuestan la vida. Hoy sigue liberal y partidario del Progreso; pero ya no le queda más que el compás, y todo lo que dice es: «¡Ah, en mi tiempo!... ¡Oh, aquellos eran hombres!...». También mi hermana Lucila es patriota, al modo de mujer, clamando por que triunfe el Adelanto; pero dice que no vendrá civilización grande si no tenemos antes Diluvio... el Diluvio, señor.

-Tiene razón Lucila. En este inmenso secano, no puede haber buena cosecha sin lluvias abundantes.

Sin hablar más de esto, pasamos al otro lado: nos llamaba Erasmo Gamoneda con fuertes voces, y en cuanto nos tuvo al habla díjonos que habíamos de tomar las armas o largarnos de la Plaza; éramos un estorbo y un cuidado, y no estaban allí los valientes para custodiar a los petimetres que venían de mirones. Antes de que yo le manifestara mi ineptitud para el heroísmo, y aun para el manejo de las armas de fuego, salió Ruy diciendo que bien podía yo permanecer en la Plaza sin necesidad de cargar el chopo, pues venía como historiador, y a los historiadores se les respeta en los campamentos por el bien que traen narrando las hazañas. Al oír esto Gamoneda, cambió de tono, y con gesto y expresiones corteses demostró la admiración que siente por los que consagran su ingenio a reproducir y encomiar las glorias de la patria. «Bien, muy bien, señor mío -me dijo estrechándome la mano-. Ya leeremos todo lo que Vuecencia escriba de este sufrido pueblo... y si sale esa Historia por entregas, a cuartillo de real, los pobres podremos comprarla...

-Yo -declaró un ciudadano, que a nuestro grupo se acercó, fusil al hombro- me quitaré el pan de la boca para tener en casa esa Historia y leérmela de corrido... Pero tenga cuidado de que no se le olvide nada.

-¡Ah! -indiqué yo-, de eso trato, de no perder el menor detalle de estas grandezas.

-Nos dará luego la Segunda Parte -dijo Gamoneda-, que traerá todo el relato del establecimiento de la Milicia Nacional... Yo, como dije al señor don José, seré de Artillería, por lo que entiendo de materias para disparos y explosiones...».

Invitáronme a visitar el local que allí tenían, en la cabecera de la barricada, un almacén que fue de paños, ya desalquilado y vacío. Ocupáronlo por ley de guerra los patriotas, y en él pusieron su almacén de provisiones de guerra y boca, con botijos de agua fresca, dos catres para los heridos, depósito de armas, y líos de esteras viejas para refuerzo de la barricada. Entramos y nos ofrecieron como asiento unas cubas vacías. Mientras Gamoneda daba órdenes a unos tipos con morriones de miliciano del año 22, y que debían de ser ayudantes o cosa parecida, el otro ciudadano me hacía los honores del Cuartel general, y de paso daba unos toques políticos y sociales: «Para mí, señor, la Revolución no debe cuidarse sólo de traer más Libertad. Venga, sí, toda la Libertad del mundo; pero venga también la mejora de las clases... porque, lo que yo digo, ¿qué adelanta el pueblo con ser muy libre, si no come? Los gobernantes nuevos han de mirar mucho por el trabajo y por la industria. Hay que proteger al trabajador, y echar leyes que abaraten el comestible y den mayor precio a las cosas de fabricación. Yo, señor, soy fabricante de zorros para quitar el polvo a los muebles. Mi establecimiento está en la rinconada del Almendro, donde el señor tiene su casa, y puede visitar los talleres cuando guste. La muestra dice: Hermosilla. Zorros y plumeros. Hermosilla es un servidor, para lo que guste mandar... Mis zorros son especiales... Castiga usted con ellos los muebles de tapicería sin deteriorarlos, porque empleo material escogido de orillo. Ahora me dedico también al plumero, que fabrico para los muebles finos de Francia, que están de moda. Es un plumero tan suave, que se come todo el polvo y hasta el polvillo, y es de larga duración si cae en manos de criadas que lo manejen con suavidad, acariciando, señor, acariciando, sin dar golpes...».

Con todo lo que dijo estaba yo conforme, y así se lo manifesté al bueno de Hermosilla con franca urbanidad, añadiendo que la Revolución no sería eficaz si no nos traía un gran desarrollo de las artes industriales. Luego me quedé solo con Ruy, el cual me llevó por los espacios interiores de aquel local vacío, que iba a parar a la calle de Cuchilleros. «Esta puerta -me dijo mostrándome una claveteada y con fuertes cerrojos- da a la escalera por donde se sube al piso en que vive mi hermana Lucila, y por la misma se puede salir a cuchilleros; pero está cerrada y por aquí no podemos salir. Vámonos por donde entramos, señor, y veamos de procurarnos un sitio de descanso, ya que no pueda el señor ir a su casa y yo acompañarle, como es mi deber». La idea de volverme al seguro de mi casa me halagó un instante; pero me sentía perezoso, o más bien, una fuerza de adhesión casi irresistible, pegajosa, en aquellos lugares me retuvo. Cierto que mi mujer estaría sin sosiego; pero ya se tranquilizaría viéndome entrar a media noche o a la madrugada... Con esta idea fuimos a la Plaza, y después de vagar por ella nos refugiamos en el quicio de una cerrada puerta, junto a la calle de la Sal... Fatigado yo y anhelando la quietud, me senté en el suelo; Ruy se puso a mi lado. Parecíamos dos mendigos: no nos faltaba más que alargar una mano y soltar la quejumbrosa plegaria para solicitar la caridad del transeúnte. El vivo resplandor de mi espíritu en aquella hora triste de la noche, que no parecía sino que cien hogueras ardían en él, es de tal importancia en estas memorias, que necesito tomarme tiempo y descanso para referirlo como Dios manda. Mañana, amiguita Posteridad, seré otra vez contigo.