XXVI


Vi un taller parecido a los laboratorios de nigromantes o brujos que aparecen en las comedias de magia, calderos y vasos de extraña forma, hornillas, telarañas, y una pátina de polvo y mugre sobre paredes y techo; el suelo de tierra, apelmazado y endurecido por las pisadas. Suspenso el trabajo, sin fuego los hornos, volcados los calderos, todo revelaba pobreza y el mísero rendimiento de las industrias que viven un día sí y otro no, conforme a la desigual demanda de consumidores. Verdad que aquellas modestísimas artes se relacionan con otras artes o granjerías de alguna importancia: las obleas son hermanas de las hostias; el lacre tiene algo que ver con los barnices, y los fósforos con la pirotecnia. Por esto había surtido de carretillas de pólvora para jugar los chicos; pasta para pegar cristalería y porcelanas rotas, y diversas materias malolientes, en frascos y pucheros, solidificadas al enfriarse; cola, pez, trementina, ingredientes tintóreos y mixturas de todos los diablos... Me detuve a contemplar aquella miseria, y a considerar los esfuerzos que representa, titánicos, pero ineficaces para obtener un pedazo de pan. ¡Lo que luchan y se afanan estas clases inferiores de la industria para sostener una existencia mezquina sin esperanzas de mejora! Y los infelices que en aquel taller echan diariamente el quilo, estarían seguramente en las calles haciendo fuego contra el poder establecido, y presentando su pecho a las balas y a las bayonetas del Ejército.

A mis preguntas sobre este particular, contestó Ruy que era dueño del titulado establecimiento un pobre hombre, que había gastado su vida en aquellos trajines. Un hijo le quedaba, de los tres que tuvo, y ambos eran tan furibundos patriotas como cuitados menestrales, que empleaban toda su fuerza física y moral en la conquista de unas sopas, y éstas, ¡ay!, no se lograban todos los días. Representaban allí el patriotismo dos estampas: una, de Espartero a caballo; de Martín Zurbano la otra, en el acto de ponerle la venda para fusilarle. Yo no las había visto: estaban adheridas con engrudo a la pared, y del humo y la mugre apenas se conocían las figuras. Díjome Ruy que ambos, hijo y padre, tienen la monomanía de las revueltas, y son los primeros en echarse a la calle en días de motín, y que apetecen los puestos de mayor peligro. ¿Y por qué lucha esta gente? Por ésta o la otra Constitución que no conocen, por derechos vagos que no entienden, o por idolatría fetichista de hombres y principios, cuyas ventajas en la práctica no han de disfrutar jamás. De fijo que si esta revolución triunfa y tenemos Milicia Nacional sobre sólidas bases, como dice el programa de Manzanares, estos dos hombres, Erasmo Gamoneda y su hijo Tiburcio, serán los primeros que se gasten cuanto tienen para endilgarse el uniforme y salir a pintarla militarmente en procesiones y paradas. Y con esto se quedarán muy satisfechos, sin reparar que siguen y seguirán tan pobres como antes, y que irán al sepulcro sin que conozcan ni aun parte mínima del bienestar posible dentro de los humanos. ¡Inocentes y generosos hombres! De veras les admiro.

-Señor -me dijo Ruy-, espérese aquí un poquito, mientras yo subo a ver si está Virginia... Ella no bajará, ni le mandará subir a usted sin saber quién la visita, porque no se le pasa el miedo de la policía ni aun con estas trifulcas. Siempre está con cuidado. Se viene acá, porque los Gamónedas, primos de mi padre, son gente de toda confianza que en ningún caso la venderían».

Desapareció Ruy por una escalera empinadísima, angosta como de dos tercias, con los peldaños de fábrica, gastados. Empezaba en un pasillo, al fondo del taller, y no se le veía el fin... Yo no quitaba mis ojos de los peldaños más altos, últimos para el que subiera, primeros para el que bajase, y no tardé en ver unos pies de mujer, una falda azul... Pies y falda se pararon cuando sólo estaba visible menos de la mitad inferior del cuerpo. Yo me agaché para ver algo más... La media figura seguía inmóvil. «¿Será Mita?», me decía yo. Salí de dudas cuando ella, doblándose por la cintura, me mostró su cabeza ladeada al nivel del techo del taller... Con una exclamación de júbilo avancé hacia la escalera, y ella gritó: «Pepe, Pepillo, pero ¿eres tú de veras?» Bajó dos escalones y me alargó su mano para darme apoyo y guía en aquella subida gimnástica... Sin soltarme de la mano, me llevó a un aposento de bajo techo, pobrísimo, lleno de estrafalarios objetos, herramientas y cacharros. En el fondo obscuro, una mujer de mediana edad, sentada cerca de un anafre, cuidaba de los pucheros puestos a la lumbre. Era la dueña de la casa... Después de presentarme, Virginia me acercó una silla de paja desfondada, y en otra se sentó ella. «Me parece mentira que nos vemos, que me ves tú -fue lo primero que ella dijo en cuanto nos sentamos-. ¿Sabes, Pepe, que por primera vez, en mi vida de salvajismo, siento... no sé cómo lo diga... vamos, que me da vergüenza de que me veas en esta facha?»

La tranquilicé, mirándola bien y apreciando con rápido examen toda su persona, de pies a cabeza. Entiendo que está más bella de salvaje que lo estuvo de señorita y señora, y que los efectos del sol y el aire superan a cuantos cosméticos inventa la industria del tocador. No obstante, se advierte en su rostro la fatiga del trabajo duro, que acabará por deteriorar su belleza si no le depara Dios un vivir reposado. Entre la Virginia de Madrid y la Mita de los bosques, entre la damisela frívola y la dríada correntona, ha puesto la Naturaleza sus mayores distancias elementales. Es ya otra mujer: figura, modales, expresión, y hasta la voz, han cambiado; conserva la gracia y el ingenio. Hablando con ella largo rato, pude advertir que sobre sus facultades brilla hoy un sol nuevo que todo lo ilumina, la razón, antes apenas perceptible, como un resplandor de aurora entre brumas. Noto que se han desmejorado extraordinariamente las manos, antes blancas, finísimas, de perfecta forma, hoy ásperas, coloradotas; los dedos, que fueron los más bellos instrumentos de la holgazanería, son hoy duros, acerados, con lóbulos que marcan la deformación de los huesos, por causa de la ruda faena de lavar ropa en agua muy fría... En su vida silvestre ha sabido Mita conservar la limpieza y corrección de su dentadura; su peinado no es del estilo de pueblo, con moñitos y picaporte, ni tampoco el que en Madrid se usa, sino más bien un estilo propio suyo, sencillo y airoso; el calzado muy tosco, y bastante usadito, disimula la pequeñez y buena forma de sus pies. En su ropa, de todo hay: remiendos, agregados, telas que lucieron en Madrid, y otras que proceden del mercado de Bustarviejo, así como el corte del cuerpo denuncia los figurines de Miraflores de la Sierra.

Las primeras expresiones de Mita fueron para sus padres, dulce recuerdo acompañado de la indispensable ofrenda de lágrimas. Como yo hablase de posible reconciliación, con el solo objeto de sondar su ánimo, me dijo: «Pensar en eso es locura, Pepe. Para volver a llamarme hija, mis padres me pedirán que deshaga yo todo lo hecho desde mi fuga, y que me ponga el capisayo de un arrepentimiento que me parece tan absurdo como si el sol saliera por Poniente. ¡Arrepentirme yo de lo único bueno que he sabido hacer en mi vida! Esto no lo verá mi familia... Por encima de mi familia está Ley y el amor que le tengo. Los padres son padres, y una les quiere porque a ellos debe la vida; pero sobre todos los amores está el del hombre que será padre de los hijos que una tenga... ¿No lo ha establecido así el mismo Dios?... El amor entre hombre y mujer ha de mirar más a lo que ha de venir que a lo que pasó. ¿Me das en esto la razón?

-Te la doy, hija... Pero es lástima que por algún medio no puedas consolar a tus padres de la tristeza en que viven.

-Pues busca tú ese medio, Pepe; búscalo con ayuda de los Cuatro Evangelistas, de los Siete Sabios de Grecia y de las Nueve Musas; porque yo he pensado mucho en ello, y no veo de dónde puede venir ese consuelo, que deseo más que nadie. Que maten al que se llamó mi marido por la Iglesia, o que reformen todo ese catafalco de la Religión y la Sociedad... A ver, a ver... vengan esos guapos reformadores y consoladores. Yo, dispuesta estoy a todo... a todo lo que quieran, de Ley para abajo... porque lo que es sin Ley, siendo Ley menos que el mundo entero, que no me hablen a mí de arreglitos...».

Por giro natural, la conversación fue a parar a su hermana. «Sácame de dudas, hombre -me dijo-. ¿Es dichosa Valeria? ¿Está contenta de su marido? En Valeria pienso cuando me sobra algún rato del tiempo que tengo que consagrar a mis cosas... y no sé por qué se me figura que mi hermana no es feliz... Siempre tuve a Rogelio por un tarambana; sería milagro que, por la sola virtud de las bendiciones de un cura, se volviera listo y bueno el que de soltero no inventó la pólvora, ni supo hacer nada con sentido... No, no me digas que mi hermana es dichosa, porque no lo creeré... Sospecho que se aburre, que se distrae recibiendo y pagando visitas, y asistiendo a todos los teatros... A no ser que le dé por matar el fastidio en las iglesias, comiéndose los santos... Si es así, de veras la compadezco».

Respondile que yo también dudo de la felicidad matrimonial de Valeria, y que ésta no tiene el mal gusto de distraer sus ocios en devociones insustanciales, entre clérigos y beatas. La señora de Navascués, desatendida por su esposo, busca en los trapos elegantes y en los muebles de lujo y novedad el regocijo de su alma. Mimada por sus padres, Valeria es protectora de los que se dedican a la importación de telas suntuarias y de tapicería y ornamento de casas nobles. No hace muchos días me dijo: «¿Cuándo volverá Rogelio? No quiero estar sola: le aguardo y le tiemblo... todo me lo estropea. ¡Es tan bruto!... En cuanto entra en casa, se tumba en los sillones de la sala, forrados de terciopelo, y allí echa sus siestas... como si mis sillones fueran camastros de campaña. Por más que le riño, no hace caso. Las colchas de seda, que cubren las camas durante el día, y otras cosas que son de puro adorno, no le merecen ningún respeto. A lo mejor se quita las espuelas y las pone en el platillo de ágata que tengo en la chimenea de mi gabinete; las alfombras las trata como si fuesen esteras; entra con las botas llenas de barro y todo me lo deja perdido... La mantelería fina la he retirado del uso diario, porque... parece que lo hace adrede... siempre que come en casa, derrama el vino y hace mil porquerías... En fin, que es muy bestia... no se hace cargo de mis afanes para tener la casa tan bien adornada y tan decentita».

Todo esto le conté a Virginia para que se enterara del estado psicológico de su hermana. Me oyó con interés, mostrando sorpresa, disgusto... después se distrajo, haciendo menos caso de mí que de su propia inquietud y sobresalto por la tardanza de Ley. «¿Qué te pasa, hija?... ¿Esperas a tu hombre?... ¿Temes por él?

-Siempre temo, Pepe, y no puedo estar tranquila -dijo Mita mirando a la calle por un ventanucho no mayor que su cabeza-. Tengo una fe ciega en que Dios ha de guardar a Ley y librármele de todo daño; pero la fe es una cosa y el temor es otra. No estoy tranquila, y las horas que pasa en esas calles, disparando sus armas, se me han hecho siglos...

-Si tienes fe, no temas... Yo le he visto, serían las cuatro... Estaba en la plaza Mayor recogiendo heridos...

Rodrigo corroboró este informe; pero Mita, sin acabar de tranquilizarse, mandó al hojalatero que se diese una vuelta por la plaza Mayor y calle Imperial. Luego seguimos hablando de Valeria y de Navascués, y contesté como pude al sin fin de preguntas que me hizo acerca de ellos y de los Rementerías, hijo y padre, sin ocultar el desprecio que estos le merecen. De los míos también hablamos. Tanto se interesó Virginia por María Ignacia y por mi niño, que hube de referirle las gracias de éste, y hacer cuenta de los dientes que le han salido.

«Sácanos de una duda, Virginia. Ni mi mujer ni yo hemos podido desentrañar el significado de tu nombre salvaje. ¿Qué quiere decir Mita?

-Tonto, el amor tiene lengua de niño para abreviar los nombres. Al declaramos libres, quisimos olvidamos hasta de cómo nos llamábamos... Él me decía Mujercita... y quitando letras y letras, vino a parar en Mita... Yo, sin saber cómo, convertí el Leoncio en Ley... Los salvajes, ya lo sabes, cuando no tienen otra cosa que comer, se comen las sílabas...

En esto llegó Rodrigo diciendo que detrás de él venían su tío Gamoneda y su primo Tiburcio... A Leoncio nada le pasaba. Entró un momento en casa de su hermana Lucila... Pronto llegaría. Tranquilizadas Virginia y la otra mujer, activaron la comida que hacían en el anafre, y pusieron la mesa. Entraron el Erasmo y su hijo, satisfechos, alabándose de su ardimiento, y de haber causado a la tropa el mayor daño posible. Por la noche tendríamos barricadas. Hijo y padre eran hombres de talla menos que mediana, desmedrados, paliduchos. El tizne de sus rostros y el desgaire de su ropa derrotada amedrentaría a cualquiera que se les encontrase de noche en un camino solitario. Arrimaron sus escopetas a la pared y vinieron a saludarme, a punto que Mita les decía mi nombre y mi antiguo conocimiento con su familia. Hablamos de la revolución, y de lo que vendría o debía venir. «Para mí -dijo el fabricante de obleas y lacre-, la partida está ganada. La Reina no tendrá más remedio que llamar a la gobernación a los hombres del Progreso, y lo primero que pongan será la Milicia Nacional... Con Milicia no puede haber polaquismo, ni pillería, ni chanchullos. Ya estaremos al tanto para llevar al gobierno por buen camino... y todo marchará como Dios manda, y habrá pan para las clases... ¡Abajo el monopolio!» De estas y otras frases que luego echó de su boca tiznada, colegí su inocente optimismo. Pensaba que con el establecimiento de la Milicia Nacional se venderían más obleas, más lacre y más fósforos.

Alguien subía la escalera silbando, canturriando. Con decir que desalada corrió Mita a su encuentro, se dice que era Leoncio el que subía.