XVI


Mi mujer y yo señalamos para la mañana del siguiente día la captura y examen del hojalatero; pero el oficioso polizonte, desviviéndose por servirme, nos trajo el chico aquella misma noche. Le cazó en la calle del Desengaño cuando salía con un recado de arandelas de latón para la Cofradía de la Leche y Buen Parto, y después de acompañarle hasta dejar las piezas en San Luis, le condujo a nuestra casa, en calidad de preso, sin darle más explicaciones que la oferta de una paliza si alborotaba por el camino. Llegó a nuestra presencia consternado el pobre rapaz, y lo menos que pensaba y temía era que le íbamos a condenar a cadena perpetua. A mi mujer y a mí nos dio lástima de verle tan compungido y lloroso, como un reo que se dispone a confesar sus tremendos crímenes, entregándose a la compasión y a la indulgencia de sus jueces. Trabajo nos costó apartarle de los ojos los puños, y hacerle comprender que no le haríamos ningún daño.

-Ya sé que te llamas Rodrigo Ansúrez -le dije-, y que eres buen aprendiz de hojalatería. Tu padre se llama Jerónimo... Mírame bien, y di si recuerdas haberme visto en alguna parte. Sus ojos empañados del llanto se fijaron en mí; mas no revelaron que me conociera. Cuando en el castillo de Atienza vi a la familia celtíbera, la rama más pequeña de aquel frondoso árbol humano era el niño a quien Miedes llamaba Ruy, buscando el son arcaico de los nombres. Hoy representa unos catorce años, y en su persona resplandece la hermosura y gallardía de aquella selecta casta de españoles. Yo no me cansaba de mirar en el rostro de él la impresión del de su hermana; impresión borrosa y triste, como la del rostro de Jesús que los cristianos vemos en el paño de la Verónica. Sólo que aquí era semblante de mujer, no impreso en una tela, sino en otro semblante; y por cierto que no era afeminada la cara de Rodrigo, sino muy varonil, en su adolescencia vigorosa.

Las primeras declaraciones del hojalatero fueron de cerrada negativa a cuanto le preguntamos; mas, al fin, Ignacia con dulzura, Sebo con rudeza policíaca, y yo con un tira y afloja entre ambos resortes de convicción, le trajimos a la verdad. Con decirle y asegurarle que no queremos descubrir a los salvajes para perseguirles, sino para socorrerles, acabé de traerle a nuestra confianza, y obtuvimos los secretos que embuchados tenía. Aquí pongo lo esencial de la revelación: Leoncio Ansúrez, hermano del declarante, es el robador, palabra textual, de la señora Virginia. Leoncio ha cumplido ya los veintidós años, y es muy hábil en cerrajería, en composturas de toda clase de máquinas, y conoce y maneja con admirable pericia las armas de fuego. De la arrancada inicial, se fueron los amantes a San Sebastián de los Reyes, donde estuvieron pocos días, y allí, tirando siempre hacia el Norte por la Mala de Francia, llegaron a la falda de la Sierra. Allí se establecieron, cambiándose los nombres y figurándose matrimonio por la religión. En diferentes parajes habitaron, acomodando su vivir errante a las necesidades de cada día, y a las ofertas de trabajo para satisfacerlas. En un pueblo que llaman Bustarviejo, Virginia lavaba, y Leoncio se contrató con el Ayuntamiento para matar los animales dañinos que en invierno bajan de la Sierra, cobrando tantos o cuantos reales por cada cabeza de alimaña que presentase. Por una loba, treinta y cinco reales, y veinticinco por el macho; por cada zorra, ocho reales; por cada gato montés, seis; por un tejón, doce; por un patialbillo, lo mismo. El turón, la garduña y la jineta se pagaban a siete reales, y el águila, el milano, el alcotán y el búho valían dos reales. De todo esto dio relación minuciosa el pobre chico, declarando con cierto orgullo que había él andado con su hermano en aquellas arriesgadas monterías, y terminó esta parte del relato diciéndonos que por una culebra que no tuviera menos de tres cuartas de largo, daban un real.

Disentimientos de Leoncio con el señor Alcalde por la informalidad en el pago de alimañas muertas, moviéronle a largarse de Bustarviejo, corriéndose hacia los altos de la Sierra. El declarante, obligado a volverse a Madrid para seguir en el oficio, no les siguió en esta nueva etapa de azarosos trabajos. Sabe que Leoncio llevaba una vida muy aperreada, sacando piedra de las canteras, y que estuvo muy malo, en gravísimo peligro de muerte. Ignora por qué los salvajes abandonaron la Sierra viniéndose a tierra llana. Seguramente, alguien les ofreció por acá mejores medios de vida. El pueblo donde ahora se encuentran es Coslada, a mano derecha del camino real, más allá de Canillejas. De Coslada escribió Virginia su última carta con las instrucciones para que yo le diese en la forma que he referido las seguridades de mi protección, y Rodrigo tenía órdenes de al transmitir al mismo pueblo lo que resultara de mi paseo telegráfico, si en efecto yo respondía por tan ridículo lenguaje. Con esto concluyó la declaración del hojalatero, y dimos por bien empleada su captura.

Alegres por este feliz resultado, tranquilizamos al hojalatero, añadiendo a nuestras palabras cariñosas una gratificación en metálico, que no quería tomar ni a tiros. Para que consintiese en aceptarla, fue preciso que mi mujer le repitiera una y otra vez que no haríamos ningún daño a Virginia y Leoncio; antes bien, ellos y toda la familia tendrían de nosotros cuanto pudieran necesitar. No quise dejarle partir sin que me diese informes de su parentela. Díjome que su padre vivía tranquilo y satisfecho en la Villa del Prado, al frente de la labor de su yerno el señor Halconero. De su hermana Lucila diome la estupenda noticia de que ha engrosado considerablemente, y tiene ya dos chicos. Oí estas referencias como el estallido de una bomba de poesía que se deshace en cascos de prosa. Hízome el efecto de una esfera de cristal, lumínica, que se rompe, se apaga, disolviéndose en un vapor rastrero... ¡Gorda y campesina, con principios de numerosa prole!... Guiada por el tiempo, la Naturaleza nos baja desde las cumbres de la vida soñadora al llano de la vida ordinaria.

31 de Junio.- Indulgente Posterioridad: Antes que yo te lo diga, comprenderás que, sabido el paradero de Mita y Ley, determiné correr hacia ellos. Menos vehemente que yo, mi mujer quiso que lo tomase con calma, pues tiempo había de sobra para ejercer la caridad con el libre matrimonio. Mas no me convenció, y aquella misma noche mandé preparar un coche de colleras con buenas mulas, para salir a la siguiente mañana con la fresca. Viéndome tan decidido, María Ignacia no insistió, pues harto conoce cuán pernicioso es para mi salud el continuo encierro dentro de la esfera de un vivir acompasado y sin accidentes. Bien sabe mi esposa que contenerme en estas expansiones de generosidad es reducirme a tristeza y desaliento. Convinimos, al fin, en que llevaría conmigo al criado de más confianza, un hombrachón atenzano, llamado Zafrilla; y para ir reforzado de un poquitín de autoridad gubernativa, que bien podía ser necesaria, acordé llevarme también al gran Sebo. Figúrate, ¡oh Posteridad!, el júbilo con que esta idea fue acogida por el interesado. Pero como tiene, según dijo, servicio en el barrio de la Plaza de Toros, desde media noche hasta el amanecer, me rogó que pues yo había de salir por la Puerta de Alcalá, mandase parar el coche en el Parador de Muñoz, donde se uniría conmigo para custodiarme hasta Coslada.

Salí, pues, tempranito con Zafrilla. Guiaba un excelente cochero, y el ganado era de lo mejor: tres mulas capaces de llevarme a Pekín, si necesario fuese. Para que nada faltara, llevábamos provisiones para sustentarnos durante todo el día, y aun para dejar surtidas las flacas despensas de la desamparada Mita. Nada digno de contarse nos ocurrió a la salida de Madrid. Pero al llegar al Parador de Muñoz, serían las seis y media de la mañana, me vi sorprendido por la súbita emergencia de un interesante capítulo de la Historia de España. Entró Sebo en el coche con risueño semblante, el bigote más cerdoso y erizado que de costumbre, y entre salivas, me roció estas palabras: «Señor, ya se armó la trifulca. Ya está O'Donnell en campaña con sin fin de tropas de Caballería y mucha Infantería.

-O usted sueña, o al tomar la mañana, ha empinado más de lo regular.

-Yo no empino sino cuando tengo disgustos en casa. Pero en todo lo que es del procomún, guardo la serenidad para hacerme cargo bien de las cosas, y ver qué postura me conviene... Por aquí han pasado, serían las dos y media, tropas que no sé si son de Extremadura. Iban algo desmandadas. La Caballería, según me han dicho, salió por la Mala de Francia, y con ella los del Príncipe, mandados por Echagüe, y en el Campo de Guardias hicieron alto. Al frente de la Caballería iba el Director del Arma, general Dulce.

-Eso no puede ser, Sebo. Don Domingo Dulce dio al Gobierno polaco seguridades de lealtad.

-Lealtad es palabra de dos caras: con una mira al Gobierno de la Reina; con otra, a la Reina del mundo, que es la Libertad sacratísima.

-Revolucionario estáis, amigo Sebo.

-Es que no como; es que once reales y medio al día dan poco de sí, excelentísimo señor, y una de dos: o las revoluciones no sirven para nada, o sirven para que el español un poco listo ponga unos garbanzos más en el puchero, y si a mano viene, una pata de gallina... Digo y repito que el general Dulce ha sacado la Caballería, que es como sacar el Cristo. Vuecencia no podrá negarme que este Dulce no lo es más que por su apellido, pues tiene un genio más agrio que las uvas verdes, y la mano, como las de almirez, muy dura. Esto va de veras, señor; esto no es ya jugar a los soldaditos. Hoy temblará Madrid.

-Pero, a todas éstas, de O'Donnell nada se sabe.

-Se sabe que a las tres de la mañana salió por la Puerta de Bilbao, en coche que guiaba el propio marquesito de la Vega de Armijo... No sé si se agregó a la Caballería en el Campo de Guardias. Los sublevados a pie y a caballo, otros que iban en coche, y muchos paisanos, bajaron, antes de amanecer, del Campo de Guardias a la Fuente Castellana, siguiendo por los tejares hasta la venta y portazgo del Espíritu Santo.

-Llevan, como nosotros, la dirección de Canillejas o de Alcalá de Henares.

-Para mí que no pasan de Canillejas, donde aguardarán a las tropas del Gobierno para darles la batalla.

Cuánto me alegré de este inopinado brote de sucesos graves, no hay para qué decirlo. Frente a mí tenía una revolución, no de éstas que se manifiestan en las declamaciones teóricas de libros y discursos, sino viva, con choque formidable de hombres y caballos, caídas de cuerpos y de ideas, alzamiento de nuevos principios. El asunto que motivaba mi viaje por el camino real de Aragón quedaba ya en segundo término, y lo más interesante para mí era la página histórica que de improviso ante mis ojos se abría. Mi alma necesita hoy, más que nunca, un poco de drama. La comedia me aburre ya, y sus blandas emociones no satisfacen el hambre de mi espíritu. Hasta la política, desde las guerras últimas, ha venido a ser casera, cominera y familiar, como las comedias del amigo Bretón. Ya llevamos largos años de una paz tediosa, empapada en la insulsez administrativa. Por ley física, han de venir ahora estremecimientos que despierten la vitalidad de la Nación, que hagan circular su sangre y sacudan sus nervios. Tendremos, pues, enfermedad saludable, de esas que hacen crisis en el individuo, y promueven el crecimiento, la adquisición de fuerza nueva.

Pensando esto, deseaba yo que las mulitas de mi coche se convirtieran en hipogrifos, para que velozmente me transportasen al lugar en que la página histórica había de ser escrita con empujones, gritos, choque de armas, sangre, y todo lo demás que es del caso, hasta que caen unos hombres y otros suben, y las utopías derriban del pedestal a las verdades para ponerse ellas... De estas meditaciones me distraía el gran Sebo, haciéndome notar los grupos de paisanos armados que por el mismo camino que nosotros iban. Unos llevaban trabucos, otros escopetas; reían y bromeaban como si fueran a una feria. Vi caras conocidas; otras que anualmente se ven en la función patriótica del Dos de Mayo, en las algaradas callejeras, en las ejecuciones de pena de muerte, en las Vueltas del día de San Antón, y en el Entierro de la Sardina. A muchos designó Telesforo como gente alborotada y maleante, patriotas de oficio que acuden a donde hay tumulto y bullanga por la Libertad o la Constitución, aunque ninguno sepa cuál de las que tenemos está vigente... Y también iban entre ellos algunos de quien Sebo se recató, agachándose para no ser visto. «Estos que ahí van, señor -me dijo-, son los de más cuidado entre la familia patriotera. Si llegan a verme, no escapamos sin que nos tiren una piedra, a mí, que no a Vuecencia... y a uno de los dos nos podían machacar un ojo. Me tienen tirria porque les he metido mano más de cuatro veces cuando andaban en el trajín de acariciar lo ajeno. Ahora van tras de O'Donnell, como irían tras de José María o del moro Muza. Éstos confunden a la diosa Libertad con el dios... ¿No hay un dios que se llama Caco?

-No era dios, según creo. Para mí era de la Policía».