La Primera República/XXII
XXII
Seguidme y veréis algunas líneas más de la página histórica. El Gobierno de Madrid había lanzado en la Gaceta un decreto, firmado por Salmerón, Presidente del Poder Ejecutivo, y Oreiro, Ministro de Marina, declarando piratas las naves que habían caído en poder del Cantón, y autorizando a las naciones amigas para que las detuvieran y apresaran. A esto contestó la Junta de Salvación Pública de Cartagena con otro decreto declarando a Salmerón y a sus Ministros traidores a la Patria y a la República, y ordenando a todas las autoridades su busca y captura. Gran escándalo y agitación en el Arsenal y en todo el pueblo.
Por la noche embarcaron el General Contreras y el diputado Sauvalle, con fuerzas de Mendigorría, en las fragatas Almansa y Vitoria, y salieron en son de reconocimiento del litoral. Llevaban bandera española. Luego se vio que todo se redujo a un paseo marítimo sin ninguna eficacia... Seguidme un día más, y veréis que al volver Gálvez de Torrevieja en el Vigilante, trayéndose a bordo la recaudación de las salinas, tuvo un mal encuentro. A la altura de Cabo Palos le salió al paso la fragata alemana Federico Carlos, mandada por el Comodoro Wernell, y con un cañonazo le mandó parar. Funcionó el telégrafo de señales, preguntando qué bandera era la que arbolaba el vapor, y como la respuesta no fuera satisfactoria, Gálvez y su gente fueron conducidos a bordo del barco alemán, y este siguió con rumbo a Escombreras, remolcando al Vigilante.
Excitación tan airada se produjo en Cartagena al conocerse el suceso que, a voz en grito, pedían pueblo y marinería que se declarara la guerra al Imperio Alemán. Contreras convocó a los Cónsules, los cuales declararon que no habían recibido instrucciones de sus Gobiernos para proceder contra los cantonales, y que nada harían en contra de ellos. Sólo el alemán indicó que el apresamiento estaba justificado por la desconocida bandera roja que llevaba el Vigilante. Entre tanto, los fuertes y las fragatas se disponían para cañonear al Federico Carlos. Al fin todo se arregló, poniendo el Comodoro en libertad a Gálvez y su gente, los cuales entraron en Cartagena, en varias lanchas, trayéndose sus armas y el dinero que habían recogido en Torrevieja. Entusiasmo loco y vocerío delirante al recibir a Tonete triunfador de la perfidia extranjera.
Adelante conmigo, lectores pacienzudos, y os presentaré el primer Gobierno Provisional de la Federación Española, que se constituyó en Cartagena el 27 de Julio de 1873: Presidencia y Marina, General Juan Contreras; Guerra, Félix Ferrer, Mariscal de Campo; Gobernación, Alberto Araus; Ultramar, Antonio Gálvez Arce; Fomento, Eduardo Romero Germes; Hacienda, Alfredo Sauvalle; Estado e interino de Justicia, Nicolás Calvo Guayti. Los flamantes Ministros no se asignaron sueldo ni retribución alguna, y establecieron su oficial residencia y las oficinas correspondientes en los salones de la Comandancia del Arsenal.
El mismo día en que se constituyó el Gobierno entró en Cartagena Roque Barcia. La presencia del profeta bíblico en Cartagena dio motivo a estos decretos, fielmente copiados de El Cantón Murciano, Diario Oficial de la Federación Española, que empezó a publicarse el 21 de Julio:
«Habiendo llegado hoy el ciudadano Roque Barcia, diputado y presidente de la Junta de Salvación Pública de Madrid, y no existiendo las razones de prudencia que vedaban la publicación de acuerdos anteriores nombrándole individuo del Directorio Provisional, venimos en confirmarle para dicho cargo. -Cartagena, 27 de Julio de 1873»... siguen las firmas de los Ministros Cantonales.
«Fijada para hoy mi salida al frente de la Escuadra Federal que ha de recorrer las costas españolas del Mediterráneo, y de acuerdo con el Consejo de Ministros, queda encargado de la Presidencia del Gobierno Provisional el ciudadano Roque Barcia. -Cartagena, 28 de Julio de 1873. -Juan Contreras».
«Durante la ausencia del General Contreras, Ministro de Marina, queda encargado de este departamento el ciudadano Félix Ferrer, Ministro de la Guerra. -Cartagena, 28 de Julio de 1873. -Roque Barcia».
Dejo a un lado la Historia oficial para volver a la mía, personalísima y extravagante. En la tarde del 28 hallábame yo en la fonda, cuando recibí un recado de Fructuoso rogándome que fuese inmediatamente a la redacción de El Cantón Murciano, instalada en la Secretaría de la que fue Capitanía General de Marina. Acudí allá y encontré a mi amigo en la puerta, esperándome con febril impaciencia. Tanta era su prisa, que me cogió por un brazo y me llevó hacia el Arsenal, explicándome por el camino el motivo de su llamamiento: «A la redacción han traído una lista de los forasteros que se han enrolado en la tripulación de la Almansa. ¿Quién te ha puesto en esa lista? Yo no he sido. ¿Habrá sido Gálvez? Pronto lo sabremos... No recuerdo si vas como despensero o como condestable. Mi parecer es que, sea cual fuere la mano que te ha inscrito, no debes quedarte en tierra. Lo que sí haremos es ponerte en un rango más decoroso, por ejemplo, en la Infantería de Marina».
Perplejo y confuso intenté poner reparos a una determinación despótica tan contraria a mi libertad; pero al propio tiempo, un impulso misterioso, magnético, me llevaba cosido al brazo de Manrique, y cuando entrábamos en el Arsenal érame ya imposible desprenderme de él. Abriéndonos paso entre las multitudes llegamos a la machina, donde topé de manos a boca con el símbolo viviente de la picardía y la travesura, con la cifra del donaire gracioso y desvergonzado, la endiablada Graziella. Su cara era toda risas; sus ojos centelleaban. Llegose a mí, y pellizcándome y haciéndome mil carantoñas, me dijo: «A bordo, a bordo. La Señora lo manda».
Miré a mi derecha, y no vi a Fructuoso; miré a mi izquierda, y la figura de Graziella se había desvanecido en el aire vago o en el torbellino de la multitud. Lo que me pasó después, lo que hice, si se entiende por hacer el trasladarse automáticamente de un punto a otro, no puedo fácilmente referirlo. ¿Fui o me llevaron hacia un lanchón lleno de gente, atracado en una de las escalerillas? ¿Bajé yo a la embarcación, o me metieron en ella manos blandas invisibles?... Desatracamos; los remos hendían a compás la quieta superficie del agua. Pronto llegó el bote a la escala de proa de la fragata. Subí, y al entrar a bordo, dos o tres personas desconocidas me saludaron por mi nombre.
Internándome en los grupos de marineros y soldados de Infantería de Marina, saliome al encuentro un señor vestido de paisano que, después de mirar un largo pliego lleno de nombres, me dijo: «Usted, señor don Tito Livio, aunque viene aquí enrolado como Contador, no es usted contador de cuentas, sino de acontecimientos, o como quien dice, el vigía de la Historia. Puede usted recorrer libremente toda la cubierta de proa desde el puente hasta el cabrestante, y por la noche ocupará uno de los camarotes de maquinistas, que está vacío».
Poco después de estar yo a bordo, subió al puente el General Contreras con sus ayudantes y el diputado Torre Medienta, que yo había visto en el Congreso, en los escaños de la Intransigencia. Me entretuvo agradablemente la operación de levar anclas. Hecho esto, la fragata se deslizó majestuosa por el cristal de las aguas. Creyérase que estaba quieta y que se movían los edificios del Arsenal, las casas de la población, los montes próximos y lejanos.
Al hacer la virada para salir del Arsenal al puerto, atronaban el espacio las aclamaciones, los hurras del inmenso gentío que en tierra contemplaba el lento zarpar de las naves de guerra. Cuando la Almansa traspasó la boca del puerto, dejando a babor el dique de la Curra y a estribor el Empalmador grande, aceleró un poco su marcha, y desde proa oíamos, con leve trepidación, el golpear de la hélice pausado y rítmico. Al salir a Escombreras, los timbres del aparato que comunica el puente con la máquina, indicaban mayor velocidad. Mar afuera y a toda marcha, la fragata oscilaba levemente de costado.
La Vitoria salió tras de nosotros. Próximamente a una milla por el Este, vimos la fragata alemana Federico Carlos. Como al salir habíamos visto a la goleta inglesa Pigeón encendiendo sus calderas, comprendimos que íbamos a tener escolta. Tanto mejor: así presenciarían los extranjeros nuestras hazañas si en efecto las había... La Almansa puso rumbo creo que al Sudeste, con un resguardo de dos millas de la costa, la cual se iba desvaneciendo tras de nosotros. Nos cogió la noche a la altura de Mazarrón, cuya luz indecisa distinguí en la penumbra crepuscular. El cielo estaba limpio y en todo su esplendor la infinita muchedumbre de estrellas. Me recosté cómodamente junto a un rollo de cables, y largo rato permanecí contemplando la gala del firmamento. Ya me entretenía reconociendo las constelaciones que había visto mil veces, ya esparcía mis ojos por la inmensidad de astros derramados como polvo luminoso en la bóveda inmensa y profunda. Mi pensamiento, en el ir y venir de la tierra al cielo, voló hacia la Madre augusta; a ella y a mi señora la sin par Floriana se encomendó mi espíritu pidiéndoles que me guiaran y socorrieran en los trances de aquella expedición, a que yo concurría por mandato y aviso de mis divinidades tutelares.
No puedo precisar el tiempo que duró mi éxtasis ante la belleza sideral y las imágenes que yo veía entremezcladas y confundidas con las más brillantes constelaciones. Después de media noche, me dijeron que descansaría mejor en el camarote de maquinista que me habían designado. En él me metí a punto que los marineros señalaban ya la luz de Águilas. Tumbado en la litera dormí hasta el amanecer. Me despertó la faena de baldeo, a la que siguió un movimiento general de toda la gente de a bordo. Estábamos frente a Almería.
Media hora después, las dos fragatas se aguantaban sobre máquina, a prudente resguardo de la población. A simple vista distinguíamos enorme gentío apiñado en el muelle, en las azoteas y en las alturas de la Alcazaba. El General Contreras mandó a tierra a su ayudante con la orden de que viniesen a bordo las autoridades. Pasó una hora. Vimos llegar un bote de la Comandancia del puerto trayendo a varios señores que, según oí, eran el Gobernador civil, el Cónsul inglés y comisionados de la Milicia Nacional y de los contribuyentes. Subieron a bordo, y allá se fueron todos con el General a la cámara de popa.
Lo que allí trataron, en una hora larga, yo no lo supe por el momento; pero lo que pasó después me indicó que no accedieron los almerienses a lo que nuestro intrépido General les pedía, a saber: contribución en metálico y que se retirasen de la plaza las fuerzas militares... Volviéronse a tierra un tanto mohínos los caballeros que nos habían visitado, y poco después advertimos que en la población construían a toda prisa parapetos. Las cornetas de nuestra fragata y de la Vitoria tocaron zafarrancho de combate.
A eso de las diez empezamos a disparar balas contra la población, previo aviso a los Cónsules. La Vitoria disparó una sola granada. Comprendimos que el General quería causar a la plaza el menor daño posible. Como yo en mi vida había visto un combate naval, me imponían, no diré sólo respeto sino cierta pavura, la trepidación de la nave a cada disparo, y las nubes de humo que por todas partes me cerraban la vista. Era como el bosquejo de una catástrofe. Pensaba yo que ya estaban hechos polvo los pobrecitos almerienses. No sé a qué hora se dispuso que salieran dos lanchas con fuerzas de desembarco. Aquel señor vestido de paisano que me recibió a mi entrada en la fragata, se me acercó con una carabina en la mano, y así me dijo: «En la cara le conozco, señor don Tito, que está usted rabiando por que le mandemos unirse a las fuerzas de desembarco. Tome usted esta carabina y véngase conmigo».
En la cara no debía de conocérseme lo que aquel buen señor decía, porque en mi temperamento jamás anidó el heroísmo ni nada que se le pareciese. Pero la misma fuerza magnética que en el Arsenal de Cartagena me había traído a bordo, llevome tras de aquel sujeto hasta llegar a la escala, descender por ella y meterme en la lancha. Esta y otra que salió de la Vitoria bogaron trabajosamente hacia tierra. Cuando el que nos mandaba dio la voz de ¡fuego! empezamos a soltar tiros sin ton ni son. Yo me sentí héroe, y consideraba el espanto que estábamos produciendo en los inocentes pececillos que nadaban en derredor nuestro.
Cuando más enfoguetados estábamos, nos largaron de tierra una espesa lluvia de balas de fusil, que hirieron a dos de los nuestros. Ante tal modo de señalar, viramos en redondo y nos volvimos a los barcos. A las seis de la tarde, convencido el General de que Almería no daba un cuarto, cesó el fuego. Se habían hecho cuarenta disparos de cañón... Poco después, las fragatas volvieron sus gallardas popas a la ciudad y navegaron mar adentro.