XXI

Díjome en seguida la diablesa que a su bienhechora daba Floriana el nombre de Madrina, y la quería más que a su madre. Oyéndolo, rompí en este exabrupto: «Y la Madrina es Mariclío, la Madre alta y piadosa que nos enseña el arte de hacer felices a los pueblos. No me lo niegues. Esta es una verdad que yo siento en mi corazón...».

Alzó Graziella los hombros, ademán que en ella solía tener una significación afirmativa. Luego sacó de su faltriquera un cigarrillo, lo encendió y se puso a fumar tan tranquila, sin pronunciar palabra. Yo proseguí: «Pues ahora te digo que Mariclío está en Cartagena. Lo sé. Y como estoy seguro de ello, quiero que me lleves a su lado, que para eso, no para cosas fútiles y livianas, eres consumada hechicera».

Fija la mirada en el suelo, y quitando la ceniza a su cigarrillo, me dijo la diabla que no podía llevarme a donde yo quería, sin obtener permiso y orden expresa de la señora mil veces augusta, que a menudo cambiaba de residencia y sabía ocultarse y aun perderse de vista, cuando pensaba que los nacidos no eran dignos de su presencia. «Es abeja -añadió- que labra su panal a escondidas, y no quiere que la molesten zánganos ni abejorros».

Amparados por el ruido de la máquina y el parloteo vivo de las mozuelas, pudimos Graziella y yo hablar con libertad. Desperezándose con mugido despertó Manrique. El breve sueño ahuyentó de su cabeza los vapores vinosos, y al poco rato nos hablaba de estirar las piernas y sacudir la galbana con un paseíto por el Arsenal. Del mismo parecer fuimos Graziella y yo. Dorita quiso agregarse a la partida; pero teniendo que terminar unos pespuntes, nos dijo que fuéramos por delante, que ella nos alcanzaría antes de media hora. Salimos, pues, y no paramos hasta franquear la puerta del Arsenal. Entramos en la Comandancia, donde algo tenía que hacer Fructuoso, y siguiendo luego por entre los edificios y talleres, llegamos a la dársena. ¡Qué hermosura! ¡Cómo me deleitaba ver aquel inmenso tazón rectangular, en cuyas quietas aguas flotaban inmóviles las naves más poderosas que en aquellos tiempos se conocían!

Advertimos gran movimiento a bordo y en tierra, y continua comunicación de gente afanosa transportando enseres y vituallas, en chinchorros, gabarras y lanchas de vapor. Junto a la machina vi a Gálvez rodeado de gentes de mar y tierra, y esperé que se aclarara el grupo para saludarle, pues de Madrid le conocía. Era de mediana estatura, doblado, fornido, de recios hombros; la cabeza grande y firme, atezado el rostro, la nariz ancha y algo aplastada, los ojos pequeños, vivos y muy a flor de cara, por lo que esta resultaba como un bajo-relieve. Su barba, bien poblada y negra, descendía del rostro hasta la mitad del pecho. Hablando en lo íntimo era dulce y candoroso como un niño; perorando en público sacaba una voz áspera y honda, con la que premiosamente expresaba su pasión fanática y sus indomables arrestos.

Viendo al fin un claro en la multitud, acerqueme a estrechar su mano. Saludome con afecto, y como yo le preguntase si se disponían a salir a la mar, me contestó con cierta jactancia pueril: «Teniendo como tenemos una plaza fuerte de primer orden, con buenos castillos, y una escuadra pistonuda, ¿qué ha de hacer nuestro Cantón más que salir a posesionarse de la costa? ¿Sabe usted lo que vale una costa en un Estado moderno? Pues es la vida, la riqueza y el poder. Si cuando salgamos quiere venir con nosotros, pondremos a prueba sus agallas».

Sin rehusar su invitación, quedamos en que nos veríamos. Le di las gracias por su amabilidad, y me aparté a corta distancia porque noté que Fructuoso quería hablar con él reservadamente. Al seguir ojeando por entre la multitud trabajadora, vi que Graziella se nos había escabullido. «Es que ha visto a Perico bajar de la Vitoria para venir a tierra -me dijo Fructuoso-, y corrió a esperar la llegada del bote. Ya nos la encontraremos». Yo pregunté a mi amigo: «¿Y qué habéis hecho de la oficialidad de la Armada?». La respuesta fue bien sencilla. Algunos se fueron con Anrich; otros quedaron presos, y por fin se les dio a todos pasaporte para que fueran a donde quisiesen.

Hice la misma pregunta referente a las autoridades militares, y Fructuoso me dio estas explicaciones: «El día catorce ordenó Contreras que Cárceles y Gálvez se entrevistaran con el General Guzmán, Gobernador militar de la plaza, para exigirle la entrega de los fuertes Atalaya, San Julián, Despeñaperros, Moros y los de la entrada del puerto. Yo fui con ellos y presencié la escena. Los Voluntarios que nos acompañaban se quedaron en la calle. El General Guzmán nos recibió pálido y descompuesto. Gálvez apoyó su intimación con tan ruda energía, que a los pocos momentos salíamos con una orden firmada para que las fuerzas Centralistas desalojasen los castillos. Desde aquel día quedamos absolutamente dueños de Cartagena. Vamos muy bien. Ahora nos falta que venga Roque Barcia a prestarnos ayuda con su talento macho. Nos falta el hombre que ilumina los entendimientos con su palabra y su filosofía, y aquel estilo sublime con que escribe de Jesucristo y de Dantón, del Papa y de Garibaldi. No ha venido ya, porque el hombre anda mal de bolsillo, y aquí están reuniendo diez mil reales para mandárselos. Es seguro que le tendremos muy pronto acá».

En esto vimos que Graziella, cogiendo del brazo a un hombre que debía de ser Perico, acabado de saltar en tierra, se metió con él a bordo de la Almansa, atracada al muelle. La llamamos y se asomó a la borda. Al mismo tiempo oímos ruido de guitarras y canticios dentro de la fragata. «¿Qué gente va en ese barco? -preguntó Manrique a la moza. -«Para mí -replicó esta riendo- que casi todos los que van aquí son presidiarios». Y Fructuoso siguió preguntando: «¿Perico se embarca también?». Asomó entonces el novio de Graziella, mocetón guapo, todo afeitado, con aspecto de matador de toros, y dijo así: «Yo voy de despensero en la Vitoria, amigo Fructuoso, y llevo mi carabina Berdan por si vienen mal dadas. Hemos entrado aquí para visitar a un primo mío que va de matarife. Todos tenemos que ayudar».

Se nos apareció de improviso Dorita, que venía muy sofocada, y al oír rasgueo de vihuelas a bordo de la Almansa, pidió permiso a Fructuoso para entrar a divertirse un rato. Vacilaba el amigo, y ella insistió con estas razones: «Déjame, tontaina, que baile un poquito. ¡Pobre de mí! Mira que esta noche tenemos que velar. Acabaditos de salir ustedes llegó Zalamero con varias piezas de lanilla colorada. Para mañana tenemos que tener cosidas y dobladilladas veinte banderas rojas del Cantón. Ya que trabajamos por la República, déjanos que nos alegremos con un poco de canto y zarandeo». Comprendiendo Manrique que las almas cantonales se vigorizaban con el meneo de los cuerpos, accedió a que su ojinegra entrase en la fragata.

En tanto, yo entablé con Graziella este vivo diálogo: «No te dejo vivir hasta que me lleves a donde sabes.

-Espérate a mañana, Titín gracioso. Si ello puede ser, te mandaré recado con Doña Gramática.

-¡No, eso no! Mándamelo con un mudo del Infierno o con el propio Satanás... Hazme el favor de bajar un momento, que quiero hablarte.

-No puedo. Perico no me deja. Es muy celoso... Y basta de conversación».

Al decir esto retirábase de la borda. Fructuoso me cogió de un brazo, y llevándome adelante me dijo: «No hagas caso de esa loca, que es algo bruja y anda en trato con los espíritus del aire y del fuego. Vivamos en lo positivo y dejemos lo ilusorio. Cuando las potencias invisibles quieran decirnos algo, ya sabrán ellas cómo han de hacerlo».

Platicando de estas sutilezas y tiquismiquis avanzábamos despacio. Pasamos por delante del presidio, ya vacío de su contingente criminoso. Díjome Manrique que los pobres galeotes, sacados de su purgatorio penal, se portaban como buenos chicos, procediendo como federales ardientes y honrados ciudadanos. Desde que los soltaron, la propiedad y las personas no habían sufrido ninguna violencia. Incorporados a las fuerzas defensoras del Cantón, deseaban que llegasen los momentos de peligro para ser los primeros en afrontarlo, como redención de sus pasadas culpas.

Por la Puerta de Mar entramos en la Plaza de las Monjas, y en ella nos disolvimos pacíficamente, quiero decir que nos separamos. Fructuoso se metió en el Ayuntamiento, donde estaba en sesión la Junta de Salud Pública, y yo me fui a la fonda decidido a esperar tranquilamente el mañana... Y el mañana ¡Dios me valga! se marcó en la Historia con la salida matutina de la fragata de hélice Almansa, llevando a Gálvez, Cárceles y el coronel Pernas con rumbo a una potencia extranjera, Alicante. Arbolaban bandera española.

Por la tarde, sin cuidarme de la ruidosa entrada de los Cazadores de Mendigorría, pronunciados por la causa Cantonal, me fui a San Antón, donde Floriana, según me dijo, solía pasear. La mala sombra de aquel día no me trajo ningún accidente placentero. Desesperado me volví a la fonda, donde me sacudió los nervios y me encendió la imaginación un fenómeno inaudito. Por matar el tiempo abrí mi maleta para ver la ropa limpia que me quedaba... Imaginad, curiosos lectores, cuál sería mi sorpresa al encontrarme un envoltorio de papel que contenía dinero en oro y plata. Si me holgué con el hallazgo no hay para qué decirlo.

Precisamente me alarmaba ya la merma del escaso metálico que traje de Madrid. ¡Y en esta situación precaria, los Dioses inmortales dejaban caer sobre mí una lluvia metalífera que me aseguraba la existencia por dos o tres meses! En ello vi la sutil taumaturgia de la excelsa Madre, Madrina de la sin par Floriana. ¡Medrados estaríamos los pobres mortales -me dije escondiendo mi tesoro- si lo esperáramos todo de la dura y seca realidad, renegando, como propuso Fructuoso, de los poderes espirituales o suprasensibles!

No necesito deciros, lectorcitos míos, que se me alegró el alma, no sólo por las reverendísimas monedas que entraron en mi bolsillo, sino porque el divino socorro era señal de que Mariclío me ordenaba permanecer en Cartagena; señal también de que me concedería el don de su presencia.

Los mosquitos, el ardor de las sábanas y la nerviosidad retozona ocasionada por mi opulencia mágica, se confabularon aquella noche para no dejarme conciliar el sueño. Me lancé a la calle, y en los alrededores del puerto pasé tumbado no sé cuántas horas, respirando el aire fresco de la mar... Amanecía cuando volví a la fonda. Dormí hasta las once, y a la hora del almuerzo pude anotar otras páginas de la historia cantonal, que fueron como sigue: Volvió de Alicante la fragata Almansa, sin hacer nada de provecho ni traer fondos. Su único botín fue un vapor pequeño, llamado Vigilante, que apresaron, y a remolque lo trajeron a Cartagena... Llegueme por la tarde al Arsenal. Vi que estaban armando el Vigilante a toda prisa. Gálvez, que dirigía la faena, me dijo si quería ir con él a Torrevieja. No me determiné... Otra vez sería... Presencié su salida, llevando a bordo un puñado de hombres bien bragados. El Vigilante arboló una bandera que las aguas del Mediterráneo no habían visto desde tiempos muy remotos... Era la bandera de Barbarroja.