La Guerra: 03
Ignoramos si la guerra puede ser suprimida de un modo definitivo en las relaciones de unos pueblos con otros. La historia, único criterio que tiene el hombre pensador para hacer conjeturas acerca de lo porvenir, deduciéndolas de las lecciones y las experiencias de lo pasado, no nos presenta en sus muchas páginas ejemplo alguno de un estado social en que la paz no haya tenido que temer verse remplazada á cada momento por la guerra. El dia en que la guerra pudiese ser considerada como imposible ya para siempre, la historia de la humanidad seria una cosa enteramente distinta de lo que ha sido sin interrupción desde su principio hasta nuestros dias. No sabemos lo que entonces podria ser el hombre; pero seguramente no seria lo que hasta aqui; ignoramos con qué se escribiria su historia, que hasta ahora siempre se escribió con sangre.
El primer hombre que tuvo un hermano, fué el primer fratricida; el primero, de quien se sabe que fué más fuerte y más poderoso que sus vecinos, fué el primer conquistador. Y las series de los fratricidas y de los conquistadores, inaugurados por Cain y por Nemrod, no se han interrumpido hasta nuestros dias, ni vemos próxima la época en que concluirán.
Cierto es que en los tiempos modernos las guerras son cada vez ó menos frecuentes, ó menos largas y desastrosas, y no parece que vuelvan á adquirir el carácter de universal matanza y destrucción que tenian las de los pueblos antiguos, y especialmente las que dieron fin al Imperio romano y principio á las naciones cristianas; pero, no porque haya cambiado de carácter, ha dejado de subsistir inalterable en su esencia la costumbre de la guerra. Por lo mismo que es un hecho universal y constante, han sido tan diversas sus condiciones como las circunstancias de cada época. Los siglos creyentes y piadosos emprenden guerras de religión; las razas poderosas y soberbias se arrojan á la guerra por vanagloria y por espíritu de conquista; los pueblos mercantiles y dados al cultivo de los intereses materiales, hacen la guerra cuando de algún modo favorece el desarrollo de su riqueza.
Y cuando los pueblos no combaten unos con otros, se fraccionan ellos mismos en partidos que guerrean entre si; las luchas civiles ó las luchas sociales suceden á los combates internacionales; los hombres no dejan de derramar la sangre de sus rivales sino para hacer correr la sangre de sus hermanos. El terreno que pierden la idea y la práctica de la guerra, lo ganan la idea y la práctica de las revoluciones.
Cuando las guerras sostenidas entre Francia y la Casa de Austria, y las religiosas de los siglos XVI y XVII llegaron á fatigar á Europa, y el espíritu público pareció tomar horror á las batallas, y cuidarse más de otras ideas pacíficas que de las eternas cuestiones de límites internacionales, con tanta constancia y con fruto tan escaso para todos debatidas anteriormente, estalló la revolución francesa, que excedió en desastres y horrores á todos los que las guerras habian engendrado. Y para distraer y terminar aquella revolución, fué preciso que viniera un conquistador por el estilo de los antiguos, cuya reproducción se juzgaba ya imposible, y ensangrentara la Europa con tantos y tan espantosos combates como no se creia que volverian á verse ya en nuestra época civilizada. Y después que la caida de aquel genio de las batallas hizo posible la paz general, cierto es que Europa la ha conservado la mayor parte del tiempo desde entonces trascurrido, aunque muy trabajosamente, y con lamentables interrupciones; pero en cambio las revoluciones han vuelto á invadir su suelo, y lo han agitado y conmovido de continuo y en todas direcciones. Los hombres no han traspasado con tanta frecuencia como en los pasados siglos, las fronteras de sus países respectivos, para llevar la desolación y la muerte á otras comarcas; pero han despedazado con manos parricidas las entrañas de su patria. El extranjero no ha entrado á saco las poblaciones, pero los pueblos han sido acuchillados dentro del recinto de sus propias moradas por sus propios soldados; las ciudades han sido bombardeadas por sus propios gobiernos. No se han visto monarcas hechos prisioneros, como Francisco I, en el campo de batalla; pero se han visto reyes y pontífices reducidos á prisión por las revoluciones dentro de sus mismos palacios, ó teniendo que apelar á la fuga para librarse de la ira de una parte de sus propios súbditos.