La Chapanay
de Pedro Echagüe
XIII

XIII


-Me hallaba yo en Santiago del Estero, y tuve curiosidad por conocer la iglesia aquella, cuya Virgen pasa por ser sumamente milagrosa y cuenta con innumerables devotos. Me trasladé, pues, a ella, y me hallaba contemplando los detalles decorativos de su interior, en medio de la nave, cuando el cura se me aproximó preguntándome:

-¿Sabe usted ayudar a misa, mi amigo?

-Cuando niño lo hacía muy bien, señor Cura -contesté. -Creo que todavía podría hacerlo...

-Entonces le ruego que me haga el favor: ayúdeme usted a oficiar una misa que debo decir dentro de poco. El sacristán está enfermo, y no veo ahora de quien valerme para el caso.

Me presté deferentemente a la solicitación del señor Cura, y éste fue a ordenar que llamaran a misa. Luego me hizo entrar en la sacristía. Debí desempeñarme correctamente en la ayuda que le presté al ministro del Señor, porque éste quedó sumamente complacido de mis servicios. Quiso recompensarme, pero yo rehusé su obsequio. Entonces me dijo:

-¿Podría usted venir durante algunos días, y hasta que el sacristán se reponga, a prestarme la misma ayuda?

-Yo no soy del lugar, señor Cura -le dije. -Vivo un poco lejos, en otro pueblo, pero vendré gustoso a servirle a usted y a Dios, cuantas veces sean necesarias. Con madrugar un poco...

Varios días estuve haciendo como que venía de lejos, al solo objeto de ayudar al cura a decir misa. La verdad era que me quedaba por las noches en un rancho de los alrededores del lugar, en el que me daban alojamiento. Mi conducta ejemplar sedujo al cura, que acabó por ofrecerme en propiedad el puesto de sacristán, después de pedirme algunos antecedentes sobre mi persona. Yo le di los antecedentes que quise darle, y el cura que me había tomado en simpatía, no los puso en duda. Me hice, pues, cargo sin más trámite, de la sacristía de Nuestra Señora de Loreto, con la cristiana idea de hacer pasar a mis bolsillos, en la primera oportunidad, estas alhajas que ustedes ven ahora, y cuya existencia en la iglesia tenía yo perfectamente advertida.

Cierto día me hizo saber, lleno de satisfacción, el señor Cura, que el siguiente era el de su cumpleaños. Sus feligreses vendrían a cumplimentarlo, y habría fiesta en la casa parroquial. Y efectivamente, los regalos y los mensajes empezaron a llegar desde la víspera.

Al día siguiente, muy temprano, recibió el sacerdote un llamado urgente. A uno de sus fieles lo había picado una víbora; estaba moribundo, y fue necesario ir en su auxilio espiritual. Pero nuestra expedición fue inútil, pues cuando llegamos, aquél había dejado de existir. Al regresar, oímos desde lejos los alegres repiques con que mi auxiliar, el muchacho campanero, celebraba por su cuenta el cumpleaños del cura, como se celebran las grandes festividades de la iglesia. El resultado fue que al término de los repiques, una de las campanas sonó en falso; el muchacho la había roto en su furioso entusiasmo.

Un notable vecino que se muere y una campana que se rompe... Los signos no parecían muy propicios para la comilona en preparación.

A las doce del día, los vecinos de más representacíón con que contaba el curato, llenaban la casa. Pavos, gallinas, pichones, lechoncitos rellenos, carne con cuero, pasteles de buena masa, aloja, fruta y ricos vinos: todo esto había recibido en profusión mi buen cura. Se dio comienzo al festín y a las cuatro de la tarde todo el mundo estaba alegre. A las seis no quedaba nadie en su sano estado ni en su sano juicio. A las diez de la noche los visitantes reventando de comida y de vino, dormían tirados a la buena de Dios bajo los corredores, en la más revuelta confusión. Este era el momento que yo esperaba.

Poco antes de acostarme me había presentado en el dormitorio del cura, que aún conservaba luz y se revolvía desvelado en la cama. El hombre de ordinario no bebía, y como esta vez lo había hecho con exceso, sentíase afiebrado. Cuando me vió, suponiéndome también borracho, se incorporó sobre las almohadas y me dijo groseramente: -¡Fuera de aquí! ¡A meterse al féretro a dormir la tranca!

Yo bamboleaba, hacía gestos nauseabundos y tartamudeaba palabras sin sentido. Por último me retiré gruñendo y tropezando, pero no para ir a meterme al féretro, sino en la sacristía.

El cura guardaba en su poder todas las llaves. Pero yo tenía ya limado y arreglado en forma de ganzua, un gran clavo. La tenue luz de la lamparilla que alumbraba al Sacramento, alumbró también mi empresa, y a su amarillento reflejo, trepé las gradas del altar y emprendí mi conquista. Todo estaba en silencio; hasta el mismo cura debía haber concluído por dormirse. En la sacristía habían quedado por olvido estos dos mates, y los incorporé a mi botín. Tentado estuve de respetar al Santo Cristo, pero los gruesos diamantes que le sirven de clavos acallaron mis escrúpulos, y el crucifijo pasó a mis alforjas de cuero de zorro.

La puerta del templo se cerraba por dentro con pasadores que yo tenía de antemano aceitados. La abrí, pues, sin esfuerzo, y me hallé respirando el puro aire del campo. Todo estaba previsto. Había estudiado el terreno en un cuarto de legua a la redonda, y tenía ya elegido el punto en que, llegado el caso, buscaría escondite. Fui derecho a él, cavé un hoyo, deposité en su fondo la preciosa carga, y aplané luego sobre él la tierra.

Decididamente el cielo estaba de mi parte, porque apenas ponía de nuevo mis pies dentro de la iglesia, un formidable aguacero se descargó. Los rastros que yo hubiera podido dejar afuera se borrarían con el agua: en cuanto al interior, no había pisado sino sobre alfombras. Dejé la puerta del templo abierta, y la ganzúa arrojada allí cerca, en lugar visible. Luego me metí en el féretro y me dormí plácidamente.

Cuando al amanecer empezaron a moverse los huéspedes del cura, el muchacho campanero corría azorado de un lado a otro dando cuenta a voces del sacrilegio que se había consumado. Yo fingía seguir roncando dentro del féretro.

Los aspavientos del muchacho, excitaron la curiosidad de los presentes, y sobrevinieron los comentarios, las condenaciones y los lamentos. Todos se horrorizaban, todos exponían sus sospechas. Todos inducían, deducían, calculaban y pronosticaban, emitiendo suposiciones y juicios disparatados y contradictorios. El cura, exaltado y aturdido al mismo tiempo, había recurrido al tono y las actitudes del púlpito, y anatematizaba o apostrofaba en lenguaje de oratoria sagrada. El hombre iba y venía como loco de un lado a otro. No era posible, entretanto, que en tales circunstancias y por insignificante que fuera mi persona, se olvidaran de ella. Fue un paisano gordo y cachetudo, a quien le daban el título de "señor juez", el primero que extrañó no verme entre los presentes. Púsose el cura a la cabeza de un crecido número de feligreses y la cuadrilla se dio a recorrer los departamentos del edificio buscándome, con la idea de que, a no hallarme, era yo, y no otro, el autor del monstruoso robo. Pero hete aquí que, al atravesar el pasadizo en que se guardaba el féretro, la comitiva se detuvo azorada al descubrirme tendido largo a largo en la jaula fúnebre . -¡Aquí está, señor Juez! -gritó el cura.

-¿Dónde? ¡A ver! -añadieron, agrupándose alrededor del féretro, los demás.

-¡Está muerto! -gritaban algunos que aun no alcanzaban a distinguirme.

Pero dos gauchones que se inclinaban sobre mí, descargaron sobre mis espaldas unos azotes que me hicieron poner de un salto en pie, protestando de aquella brutal manera de despertar a las gentes. La cosa les pareció divertida a los circunstantes.

-¡Duro! -decían algunos.

-¡Por las vinajeras! -decían otros.

-¡Por los sahumadores y las caravanas de la Virgen!

-¡Por los mates y el Santo Cristo!

Un viejecito afirmaba:

-¡No hay duda; él es el ladrón! Yo le tomo olor a cera.

-A lo que apesta es a aguardiente -sostenían los más próximos.

-¡Qué olor a aguardiente, ni qué niño muerto! -vociferaba una vieja. -¡A lo que hiede es a mugre!

Entretanto los azotes seguían lloviendo sobre mis costillas. Yo, erguido sobre mi macabro pedestal, y tratando de atajarme los golpes, como podía, empecé a hablar: -¡Señor Cura! ¡Señor Juez! ¡Señores! se está disponiendo de mis lomos con un rigor que no me explico, y pido que se me escuche!

Vi que los azotes se detenían y que el público prestaba atención... Entonces continué elocuentemente mi discurso:

-¡Ni entre los salvajes se anticipa la pena a la comprobación del delito, y yo estoy siendo aquí víctima del rebenque de todo el mundo, sin que nadie me diga ni yo sepa por qué! ¡Se me ha dicho que tengo olor a cera, que apesto a difunto, que hiedo a aguardiente y que trasudo mugre, pero no creo que todos estos olores puedan ser causa de que se me infame y atormente! Mi patrón, mi jefe inmediato es aquí el señor Cura. ¡Que él diga si es o no verdad, que él me ordenó anoche que me, acostara a dormir en este féretro!

El cura, cuyo aturdimiento iba en aumento, reconoció que, en efecto, para castigarme por mi estado de ebriedad, me había dado esa orden.

De pronto, un feligrés se abrió paso por entre los apiñados curiosos que me estrechaban, y gritó, jadeante, enseñando la ganzúa:

-¡Aquí está el cuerpo del delito!

Yo levanté entonces la voz y agregué con dignidad.

-¡Ahí tienen ustedes, señores! Esto puede ser una maquinación diabólica de los mismos que manejan las llaves del templo, para despistar a la justicia. ¿Con qué objeto se ha arrojado esa ganzúa a la puerta misma de la iglesia, según afirma la honorable persona que la trae? Esto es atroz, señores, ¡atroz! ¡Perdóneme Dios y su Santísima Madre! pero ¡quién sabe si no va a haber algún maligno que suponga que la inocente acción de despacharme al féretro de mi virtuoso y bien querido cura, ha sido una treta estudiada!

Un murmullo cundió en el auditorio.

-¡Caramba con el sacristán!

-¿De dónde habrá salido?

-¡Qué bien habla!

-Debe ser un sabio disfrazado...

-¡O algún sabio loco!

-Todo puede ser. ¿Por qué estará tan harapiento?

-Pero es que también tiene buena ropa... Yo le vi ayer con ella, cuando acompañaba al señor cura.

-Y yo también... Tiene un machito muy gordo, que montaba cuando llegó a la villa.

-Este no puede ser ladrón.

-No, hombre, ¡qué ha de serlo!... ¿Has visto qué bien parado acaba de dejar a nuestro Párroco?... Porque me parece que la indirecta... -Sí, la indirecta no puede ser más directa.

El hombre gordo y cachetudo habló a su vez en tono severo:

-¡Bueno! Aquí no tenemos ya nada que hacer. Yo me retiro a mi juzgado a tomar las medidas que mejor convenga. Los vecinos todos de esta villa, entretanto, deben, por su parte, secundar la acción de la autoridad, evitando que el tiempo pase sin resultado. El daño que deploramos, no sólo perjudica y burla a la iglesia, sino que burlará y perjudicará a todo el vecindario.

El sol empezaba a levantarse anunciando un día de terrible calor, y el campo se oreaba a gran prisa. La mayoría de los asistentes a la comilona, tanto a pie como a caballo, se puso en retirada. Pocos fueron los amigos del cura que tuvieron a bien despedirse de él y darle el pésame por el infausto suceso.

La campana trizada empezó a llamar con eco triste y destemplado, como si también ella estuviera de duelo por la desgracia acaecida. Debía realizarse una misa de cuerpo presente, por el descanso del vecino emponzoñado, cuyo cadáver había sido conducido a la iglesia a primera hora.

Pero era el caso que la tal misa no podía oficiarse sin mi concurso, y el muchacho campanero fue a llamarme a nombre del cura. Dueño del campo, después del rudo ataque que se me llevara hasta la trinchera en que supe convertir el féretro, establecí junto a él mis reales, y contesté muy atentamente que si para algo precisaba mi persona el señor cura, tuviera la bondad de llegarse adonde yo me encontraba, pues estaba resuelto a no moverme de allí hasta la tarde, hora en que me marcharía de la iglesia, ausentándome para siempre de un paraje donde tan ignominiosamente se me había tratado.

Irritado el cura por mi excusación a su llamado, vino en persona a dirigirme palabras chocantes y amenazadoras; pero yo me acordé del Santo Job y quise dejar sin réplica su desahogo. Herido en lo más hondo de su amor propio y elevada su irritabilidad a mayor grado con mi silencio, cerró sus puños y se lanzó sobre mí... Apenas pude contener los golpes que me dirigió a la cara.

En aquel momento asomó su cabeza el campanero diciendo:

-¡Aquí está el señor Juez!

Efectivamente: el hombre gordo y cachetudo interpuso su busto entre nuestras dos personas. Su presencia moderó un tanto las iras del Párroco, mientras yo hacía resaltar estudiosamente mi fingida prudencia.

-Aunque tan escandaloso robo -dijo pavoneándose el robusto y colorado Juez- reclama mi presencia en todas partes, he regresado, al oír la campana, para asistir a la misa que se va a decir por el ánima de mi amigo. Pero he dado ya órdenes para que se lleve adelante la investigación.

-¡A esas órdenes, señor Juez, -dijo el cura- debe usted añadirle una indispensable!

-¿Cuál?

-¡La de que se ponga inmediatamente preso a este bribonazo!

¿Ha descubierto usted algo que lo comprometa?

-No; pero trata de perjudicarme en mucho.

-¿Cómo así?

-Se niega redondamente a salir de este local hasta la caída de la tarde, lo que importa negarse a ayudarme la misa. ¡Y el pobre viejo a quien por servir a este pícaro despedí en mala hora, está postrado en cama, tal vez de pena por haber perdido la sacristanía!

-Hago notar al señor cura que yo no la solicité...

-Y bien, ¿por qué se excusa usted ahora de... ? díjome el juez, al parecer preocupado por secretas conjeturas.

-Por una trinidad de causas, señor Juez.

-Veamos.

-Primera: porque me doy por muerto, y no quiero reaparecer deshonrado. No creo que, como para Lázaro, sonará para mí la voz divina de Jesucristo; pero los que han tratado de arrojarme a la fosa del menosprecio y el descrédito, están en el deber de venir a solicitar mi perdón, declarando en público que no tuvieron razón para infamarme. Todavía siento en mis pulmones el ardor de los azotes, y peno en este lugar, como han de penar las ánimas en el purgatorio... Soy, pues, una ánima en pena; no estoy en condiciones para orar ni prestar ayuda en los oficios divinos.

-¡Sofisterías, señor Juez, argucias!

-No son sofismas, mi respetable señor Cura. Ya iré luego a apreciaciones más sólidas. Ayer suenan de repente las campanas tocando aleluya, en vez de haber sonado un poco antes tocando agonía. Un muchacho zonzo, que nada sabe, porque nada se le ha enseñado, rompe de repente la mayor, y mi generoso cura, en vez de administrarle una tunda, le enseña sus blancos y pulidos dientes, en prueba de agradecimiento porque se celebraba su propio natalicio cuando la campana se rompió. Este proceder puede demostrar mucha bondad en el fondo del carácter del señor cura, o una tolerancia especulativa emanada de la necesidad de halagar al muchacho. He aquí el dilema: si esa conducta fue obra de su bondad, debió extenderse hasta mí, no permitiendo el inhumano vapuleo que se me aplicó; pero sí se mostró tolerante por pura especulación, la causa que produjo efecto debe ser tal, que bien podría compararse con la recíproca tolerancia que la complicidad impone a los delincuentes... Ejemplo verdaderamente extraño, señor Juez, es el que deja a examen de la fría razón este estupendo robo, único acaso por su forma en los anales de la rapiña. Los ladrones buscan siempre para darse a sus labores, la sombra, el silencio, la mayor soledad. En cambio, los de Nuestra Señora de Loreto esperan la noche en que casi todos los habitantes de la villa rodean su templo, para venir a saltearlo. Hay un solo hombre que pueda inspirarles recelo y da la casualidad que ese hombre sin relaciones ni valimientos es alejado a gran distancia de las habitaciones por el señor cura que le impone por cama la de los cadáveres. A las pocas horas se le viene a buscar allí para achacarle el robo mientras que las llaves todas del edificio se hallan cuidadosamente guardadas bajo las almohadas del Párroco...

-¡Señor Juez! -interrumpió el cura medio sofocado. -Lo que este malvado está exponiendo, importa una inicua y pérfida criminación, y me querello de ser calumniado... y pido el reparo de mi honra. El espanto, la ofuscación que me produjo la noticia del robo en el primer momento, me impidieron condenar las alusiones insidiosas de este infame: pero ahora...

-Ahora, como antes, señor Cura, yo tengo derecho para repeler las imputaciones que usted, en silencio, ha permitido que se me dirijan. Sobre todo, señor, yo no afirmo nada: deduzco. Hablo en hipótesis, mientras que a mí se me ha gritado ladrón a las claras, y se me ha marcado la espalda como a un galeote, sin acusación fundada ni prueba alguna... Y ya, señor Juez, que es prudente precisar esta cuestión, declaro sin ambages, que la causa esencial de mi resistencia a ayudar al señor párroco en la misa por decirse, proviene de los escrúpulos que mortificarían mi pura conciencia si, al verificarse el Evangelio, el diablo me tentara, sugiriéndome la sospecha de que acaso sea el sacerdote sacrificador el que ha consumado el robo...

Un brusco estremecimiento sacudió la persona del cura, que perdiendo el equilibrio, vino a dar con el cuello sobre la cabecera del féretro. -¡Bárbaro!... -alcanzó a exclamar.

Yo me dije riendo interiormente: -¡A ver cómo sales de ésta!