La Chapanay
de Pedro Echagüe
IV

IV

La joven asilada por Juan Chapanay se llamaba Teodora. Era nativa de San Juan, contaba veinte años, y hacía diez que quedara huérfana. Fue recogida por unas tías que le hicieron pagar cara la hospitalidad que le acordaron, tratándola con brusquedad, con desprecio y hasta con crueldad. Una prima de Teodora, que habitaba la misma casa, se complacía en humillarla y vejarla de todos modos, enrostrándole el pan que allí se le daba, y haciéndola sentir a cada paso la inferioridad de su situación. Teodora era bella, y esto no se lo perdonaban sus parientes; en particular su perversa prima, cuya nariz exagerada y deforme era la pesadilla de toda la familia. Cumplía Teodora sus diez y ocho años, cuando un gran acontecimiento vino a cambiar su porvenir, que tan triste se le había presentado hasta entonces.

Eran aquellos los tiempos de la sencillez, la franqueza, la generosidad y la confianza. Una carta de recomendación valía entonces más que una letra de crédito. En las familias no había lujo, pero sí holgura, y como faltaban hoteles, las puertas de los hogares estaban siempre abiertas para los forasteros que trajesen una carta de recomendación. La hospitalidad practicada así, es propia de los pueblos primitivos y patriarcales. La civilización, o más propiamente, el progreso, transforma estas costumbres cordiales en relaciones ceremoniosas y egoístas, y aleja a los seres humanos entre sí, en vez de aproximarlos.

En casa de las tías de Teodora se presentó cierta mañana un joven bien parecido, de maneras cultas y bizarro continente. Venía recomendado por un hermano de aquéllas, residente en Coquimbo, y fue recibido en la casa con la debida deferencia. Quedó alojado en la mejor habitación, y Teodora recibió la orden de servirlo, con lo cual se buscaba disminuirla y rebajarla a los ojos del huésped. Las tías habían visto en el recién llegado un buen candidato a marido para la prima de Teodora, y trataban de suprimir a esta última desde el primer momento, como rival posible.

Pero el plan dio resultados opuestos. El semblante y las maneras de Teodora denotaban nobleza de sentimientos y natural distinción, cosas que no pasaron desapercibidas para el viajero, que se prendó de la muchacha. No comprendió la prima lo que ocurría, y siguió alimentando ilusiones de conquista para con el huésped. Sin embargo, las cosas se aclararon bien pronto. Colocaba Teodora una mañana flores en el cuarto de aquél, cuyo nombre era Carlos Tarragona, -cuando fue interrogada en tono a la vez tierno y deferente:

-¿Sufre Vd., Teodora? -le dijo Carlos observando que tenía los ojos húmedos.

-¡Oh! sí, señor... -respondió Teodora abandonándose a la confianza que Tarragona le inspiraba.

-¿Y no podría remediar yo sus penas, siquiera en parte?

-¿Usted?

-Sí, Teodora, yo. Y ya que Vd. ha sido franca conmigo, quiero serlo yo también con Vd. Hace tiempo ya que observo y comprendo sus padecimientos y sus humillaciones. Yo estoy en mejor situación que otro cualquiera para darme cuenta de ellos, pues también yo sé lo que es ser huérfano, siéndolo yo mismo desde la infancia. Su desamparo de Vd., su belleza, su bondad, hasta sus propios sufrimientos, me han ido inclinando a Vd. día a día. ¿Y sabe Vd. lo que he pensado más de una vez?... Que si Vd. lo quisiera, podría ser mi esposa...

Ante aquella declaración inesperada y deslumbrante, Teodora quedó atónita. No sabía qué contestar. Por último tartamudeó:

-¿Yo esposa de Vd.?... Supongo que no quiere burlarse de mí...

-No, Teodora. Eso sería una acción indigna. Hablo en serio y le repito mi proposición. ¿Quiere Vd. ser mi esposa?

Teodora no contestó sino llorando y reclinando su cabeza en el pecho de Carlos.

Justamente en aquel instante una de las tías hizo irrupción en el cuarto, y se encontró ante tan expresivo cuadro.

Tarragona sin inmutarse, le dijo:

-Señora, lo que acaba Vd. de ver me ahorra mayores explicaciones. Esta señorita y yo pensamos en casarnos...

La decepción y la cólera se pintaron en el rostro de la tía.

-¿Casarse Vd. con Teodora? ¿Y se contenta Vd. con eso?

-¡Oh! señora... "eso" es para mí la personificación de la dulzura, de la belleza y del sacrificio ...

Pareció que a la vieja señora le iba a dar un síncope de rabia. Dio media vuelta y se fue a poner al corriente de lo que sucedía al resto de la familia.

No hay para qué describir el despecho que de la otra tía y de la prima se apoderó, cuando conocieron la noticia. Quisieron poner a Teodora en la calle inmediatamente, y a duras penas pudo conseguir Tarragona, que le acordaran tres días de plazo para encontrar domicilio. Sin pérdida de tiempo se dirigió a la Curia, y gracias a la buena voluntad de un sacerdote, a quien le expuso con franqueza y claridad el caso, pudo contraer enlace con Teodora y encontrar alojamiento para ambos, dentro de los tres días que las furiosas tías le habían concedido. Poco tiempo después, los recién casados se ausentaban con rumbo a Buenos Aires, de donde Carlos era nativo, y donde debía entrar en posesión de una herencia. Regresaban a San Juan, después de dos años de permanencia en aquella ciudad, cuando acaeció la aterradora tragedia en cuyo epílogo le había tocado intervenir a Juan Chapanay, como salvador de Teodora.

Los ladrones de caminos ejercían su siniestra industria casi impunemente por aquellos tiempos. Las grandes distancias que separaban entre sí los centros poblados, lo primitivo de los medios de transporte, limitados a la cabalgadura y a la galera, lo desierto de los campos que para trasladarse de pueblo a pueblo y de ciudad a ciudad, era necesario atravesar, todo eso facilitaba el salteo y el robo en descampado. Las policías bastaban apenas para mantener el orden en los departamentos urbanos, y los salteadores podían operar en completa libertad, refugiándose luego, como en seguras guaridas, en los vericuetos de las serranías, o en los montes de algarrobos, y chañares que crecen en las desoladas travesías. Cuando las poblaciones estaban en extremo aterrorizadas por el sangriento vandalismo de los ladrones, solían las autoridades organizar expediciones para ir a perseguirlos. Y cuando caían aquéllos en manos de éstas, se procedía en forma sumaria e implacable a ejecutarlos. El terror sólo podía combatirse con el terror.

Una de las bandas de ladrones que infestaban la región, había atacado a Carlos Tarragona y a su mujer, cuando hacían a caballo la última etapa de su viaje, de Mendoza a San Juan, acompañados por un peón. Asaltados de improviso, los dos hombres se defendieron como pudieron, y Carlos consiguió traspasar a uno de los atacantes, pero su defensa fue dominada por el número, y sólo sirvió para exasperar la saña de aquéllos, que degollaron a sus víctimas después de acribillarlas a puñaladas. Teodora había querido intervenir en el combate, y había recurrido, a falta de otra arma, a una caldera de agua que hervía en el fuego, cuando vio que su esposo se quedaba desarmado, después de haber descargado su pistola; mas también ella recibió una cuchillada en la cara, y fue luego colgada de un árbol en la forma en que Chapanay la encontró. Los ladrones pudieron, pues, huir tranquilamente, después de consumar su crimen bárbaro, llevándose su herido, y los veinte mil pesos que constituían la herencia que Carlos había ido a buscar a Buenos Aires.