La Batalla de los Arapiles/XLIII
XLIII
Los que quieran saber cómo y cuándo me casé, con otras particularidades tan preciosas como ignoradas acerca de mi casi inalterable tranquilidad durante tantos años, lean, si para ello tienen paciencia, lo que otras lenguas menos cansadas que la mía narrarán en lo sucesivo. Yo pongo aquí punto final, con no poco gusto de mis fatigados oyentes y gran placer mío por haber llegado a la más alta ocasión de mi vida, cual fue el suceso de mis bodas, primer fundamento de los sesenta años de tranquilidad que he disfrutado, haciendo todo el bien posible, amado de los míos y bienquisto de los extraños. Dios me ha dado lo que da a todos cuando lo piden buscándolo, y lo buscan sin dejar de pedirlo. Soy hombre práctico en la vida y religioso en mi conciencia. La vida fue mi escuela, y la desgracia mi maestra. Todo lo aprendí y todo lo tuve.
Si queréis que os diga algo más (aunque otros se encargarán de sacarme nuevamente a plaza, a pesar de mi amor a la oscuridad), sabed que una serie de circunstancias, difíciles de enumerar por su muchedumbre y complicación, hicieron que no tomase parte en el resto de la guerra; pero lo más extraño es que desde mi alejamiento del servicio empecé a ascender de tal modo que aquello era una bendición.
Habiendo recobrado el aprecio y la consideración de lord Wellington, recibí de este hombre insigne pruebas de cordial afecto, y tanto me atendió y agasajó en Madrid que he vivido siempre profundamente agradecido a sus bondades. Uno de los días más felices de mi vida fue aquel en que supimos que el duque de Ciudad-Rodrigo había ganado la batalla de Waterloo.
Obtuve poco después de los Arapiles el grado de teniente coronel. Pero mi suegra, con el talismán de su jamás interrumpida correspondencia, me hizo coronel, luego brigadier, y aún no me había repuesto del susto, cuando una mañana me encontré hecho general.
-Basta -exclamé con indignación después de leer mi hoja de servicios-. Si no pongo remedio, serán capaces de hacerme capitán general sin mérito alguno.
Y pedí mi retiro.
Mi suegra seguía escribiendo para aumentar por diversos modos nuestro bienestar, y con esto y un trabajo incesante, y el orden admirable que mi mujer estableció en mi casa (porque mi mujer tenía la manía del orden como mi suegra la de las cartas) adquirí lo que llamaban los antiguos aurea mediocritas; viví y vivo con holgura, casi fui y soy rico, tuve y tengo un ejército brillante de descendientes entre hijos, nietos y biznietos.
Adiós, mis queridos amigos. No me atrevo a deciros que me imitéis, porque sería inmodestia; pero si sois jóvenes, si os halláis postergados por la fortuna, si encontráis ante vuestros ojos montañas escarpadas, inaccesibles alturas, y no tenéis escalas ni cuerdas, pero sí manos vigorosas; si os halláis imposibilitados para realizar en el mundo los generosos impulsos del pensamiento y las leyes del corazón, acordaos de Gabriel Araceli, que nació sin nada y lo tuvo todo.
FIN DE «LA BATALLA DE LOS ARAPILES»
Y DE LA PRIMERA SERIE DE LOS EPISODIOS NACIONALES.
Febrero-Marzo de 1875.