XLII

Al entrar en la solitaria y triste estancia, vimos a Santorcaz apoltronado en el sillón y leyendo atentamente un libro. Alzó la vista para mirarnos. Inés, poniendo la mano en su hombro, le dijo con cariñoso gracejo:

-Padre, ¿sabes que me caso?

-¿Te casas? -dijo con asombro el anciano soltando el libro y devorándonos con los ojos-. ¡Tú!...

-Sí -continuó Inés en el mismo tono-. Me caso con este pícaro Gabriel, con un opresor del pueblo, con un verdugo de la humanidad, con un satélite del despotismo.

Santorcaz quiso hablar, pero la emoción entorpecía su lengua. Quiso reír, quiso después ponerse serio y aun colérico; mas su semblante no podía expresar más que turbación, vacilación y desasosiego.

-Y como mi marido tendrá que servir a los reyes, porque éste es su oficio -prosiguió Inés-, me veré obligada, querido padre, a reñir contigo. Ahora me ha dado por la nobleza; quiero ir a la corte, tener palacio, coches y muchos y muy lujosos criados... Yo soy así.

-Bromea usted, señora doña Inesita -dijo Santorcaz en tono agri-dulce, recobrando al fin el uso de la palabra-. ¿No hay más que casarse con el primero que llega?

-Hace tiempo que le conozco, bien lo sabes -dijo ella riendo-. Muchas veces te lo he dicho... Ahora, padre, tú te quedarás aquí con Juan y Ramoncilla, y yo me voy a Madrid con mi marido. Te entretendrás en fundar una gran logia y en leer libros de revoluciones y guillotinas para que acabes de volverte loco, como D. Quijote con los de caballerías.

Diciendo esto abrazó al anciano y se dejó besar por él.

-¡Adiós, adiós! -repitió ella- puesto que no nos hemos de ver más, despidámonos bien.

-Picarona -dijo él estrechándola amorosamente contra su pecho y sentándola sobre sus rodillas-. ¿Piensas que te voy a dejar marchar?

-¿Y piensas que yo voy a esperar a que tú me dejes salir? Padre, ¿te has vuelto tonto? ¿Has olvidado a la persona que ha estado en casa y que tiene tanto poder?... ¿No sabes que estás preso?... ¿crees que no hay justicia ni leyes, ni corregidores? Atrévete a respirar...

El masón apartó de sí a la muchacha, trató de levantarse, mas impidiéronselo sus doloridas piernas, y golpeando los brazos del sillón, habló así:

-Pues no faltaba más... marcharte tú y dejarme... Araceli -añadió dirigiéndose a mí con bondad-. Ya que mi hija tiene la debilidad de quererte, te permito que seas su marido; pero tú y ella os quedaréis conmigo.

-A buena parte vas con súplicas -dijo Inés riendo-. A fe que mi marido hace buenas migas con los masones. Él y yo detestamosel populacho y adoramos a reyes y frailes.

-Bueno, me quedaré -dijo Santorcaz con ligera inflexión de broma en su tono-. Me moriré aquí. Ya sabes cómo está mi salud, hija mía: vivo de milagro. En estos días que has estado enojada conmigo, yo sentía que la vida se me iba por momentos, como un vaso que se vacía. ¡Ay! queda tan poco, que ya veo, ya estoy viendo el fondo negro.

-Todo se arreglará -dije yo acercando mi asiento al del enfermo-. Nos llevaremos con nosotros al enemigo de los reyes.

-Eso es, eso... Gabriel ha hablado con tanto talento como Voltaire -dijo el masón con repentino brío-. Me llevaréis con vosotros... No tengo inconveniente, la verdad.

-Bueno, le llevaremos -dijo Inés abrazando a su padre-, le llevaremos a Madrid, donde tenemos una casa muy grande, grandísima, y en la cual estaremos muy anchos, porque mi madre se va con todos sus criados a vivir a Andalucía para no volver más.

-¡Para no volver más! -dijo el enfermo con turbación-. ¿Quién te lo ha dicho?

-Ella misma. Se separa de mí mientras tú vivas.

-¡Mientras yo viva!... Ya lo ves. Por eso conocerás la inmensidad de su aborrecimiento.

-Al contrario, padre -dijo Inés con dulzura-, se marcha porque tú no la puedes ver, y para dejarme en libertad de que te cuide y esté contigo en tu enfermedad. Lo que te decía hace poco de abandonarte y marcharme sola con mi marido era una broma.

En los párpados del anciano asomaban algunas lágrimas que él hubiera deseado poder contener:

-Lo creo; pero eso de que tu madre se separe de ti por concederme el inestimable beneficio de tu compañía, me parece una farsa.

-¿No lo crees?

-No: ¿a que no se atreve a venir aquí y a decirlo delante de mí?

-Eso quisieras tú, padrito. ¿Cómo ha de venir a decirte eso, ni ninguna otra cosa, cuando se ha marchado?

-¡Se ha marchado! ¡Se ha marchado! -exclamó Santorcaz con un desconsuelo tan profundo que por largo rato quedó estupefacto.

-¿Pues no lo sabes? ¿No sentiste la voz de unos señores ingleses? Esos la acompañan hasta Madrid, de donde partirá para Andalucía.

El dominio de aquella hermosa y excelente criatura sobre su padre era tan grande que Santorcaz pareció creerlo todo tal como ella lo decía. Clavaba los ojos en el suelo y lentamente se acariciaba la barba.

-Búscala por toda la casa -prosiguió Inés-. A fe que tendría gusto la señora en vivir dentro de esta jaula de locos.

-¡Se ha marchado! -repitió sombríamente Santorcaz, hablando consigo mismo.

-Y no me costó poco quedarme -añadió ella haciendo con manos y rostro encantadoras monerías-. Su deseo era llevarme consigo. Allá le dijo no sé quién... nada se puede tener oculto... que yo te había tomado gran cariño. Sólo por esta razón venía dispuesta a perdonarte,a reconciliarse contigo... Esto era lo más natural, pues tú la habías amado mucho, y ella te había amado a ti... Pero tú estás loco... la recibiste como se recibe a un enemigo... te pusiste furioso... te negaste a ser bueno con ella. Me has hecho pasar unos ratos que no te perdono.

Las lágrimas corrieron hilo a hilo por la cara de Santorcaz.

-Mi deber era huir de esta casa aborrecida, huir con ella, abandonándote a las perversidades y rencores de tu corazón -dijo Inés que reunía a la santidad de los ángeles cierta astucia de diplomático-. Pero me acordé de que estabas enfermo y postrado; se lo dije...

El masón miró a su hija, preguntándole con los ojos cuanto es posible preguntar.

-Se lo dije, sí -prosiguió ella-, y como esa señora tiene un corazón bueno, generoso y amante; como nunca, nunca ha deseado el mal ajeno, ni ha vivido del odio; como sabe perdonar las ofensas y hacer bien a los que la aborrecen... ¡ay! no lo creerás ni lo comprenderás, porque un corazón de hierro como el tuyo, no puede comprender esto.

-Sí, lo creo, lo comprendo -dijo Santorcaz secando sus lágrimas.

-Pues bien; ella misma convino en que no me separase de ti, para consolarte y fortalecerte en tus últimos días; y como ella y tú no podéis estar juntos en un mismo sitio, determinó retirarse. Acordamos que me case con el verdugo de la humanidad y que Gabriel y yo te llevemos a vivir con nosotros.

-¿Y se marchó?... ¿pero se marchó? -preguntó Santorcaz con un resto de esperanza.

-Y se marchó, sí señor. Venía dispuesta a reconciliarse contigo, a quererte como yo te quiero. Ha llorado mucho la pobrecita, al ver que después de tantos años, después de tantas desgracias como le han ocurrido por ti, después de tanto daño como le has hecho, aún te niegas a pronunciar una palabra cristiana, a borrar con un momento de generosidad todas las culpas de tu vida, a descargar tu conciencia y también la suya del peso de un resentimiento insoportable. Se ha marchado perdonándote. Dios se encargará de juzgarte a ti, cuando en el momento del juicio le presentes como únicos méritos de tu existencia, ese corazón insensible y perverso, o mejor dicho, ese nido de culebras, a las cuales has criado, a las cuales echas de comer todos los días para que crezcan y vivan siempre, y te muerdan aquí y en la eternidad de la otra vida.

El masón se revolvía con angustia en su sillón; el llanto había cesado de afluir de sus ojos; tenía el rostro encendido, las manos crispadas, echada la cabeza hacia atrás, y entrecortaba su aliento una sofocación fatigosa.

-Padre -exclamó Inés echándole los brazos al cuello-. Sé bueno, sé generoso y te querré más todavía. Ya sabes mi deseo: prepárate a cumplirlo, y mi madre volverá. Yo la llamaré y volverá.

Los músculos de Santorcaz se tendieron, poniéndose rígidos, cerró los ojos, inclinó lacabeza, y su aspecto fue el de un cadáver. En aquel mismo instante abriose la puerta y penetró la condesa, pálida, llorosa. Andando lentamente, adelantó hasta llegar al lado del enfermo que seguía inerte, mudo y aparentemente sin vida. Alarmados todos, acudimos a él, y con ayuda de Juan y Ramoncilla le acostamos en su lecho; al instante hicimos venir el médico que ordinariamente le asistía.

Inés y la condesa le observaban atentamente, y fijaban sus ojos en el semblante demacrado, pero siempre hermoso, del desgraciado masón. Miraban con espanto aquella sima, aterradas de lo que en su profundidad había, sin comprenderlo bien.

El médico, luego que le examinara, anunció su próximo fin, añadiendo que se maravillaba de que alargase tanto su vida, pues el día anterior casi le diputó por muerto, aunque ocultó a Inés el fatal pronóstico. Cerca ya de la noche, un hondo suspiro nos anunció que recobraba de nuevo el conocimiento; abrió los ojos, y revolviéndolos con espanto por todo el recinto de la estancia, fijolos en la condesa, cuyo semblante iluminaba la triste luz.

-¡Otra vez estás aquí! -exclamó con voz torpe y expresión de hastío y cólera-; ¿otra vez aquí? Mujer, sabe que te aborrezco. ¡La cárcel, el destierro, el patíbulo... todo te ha parecido poco para perseguirme!... ¿Por qué vienes a turbar mi felicidad? Vete, ¿por qué agarras a mi hija con esa mano amarilla como la de la muerte? ¿Por qué me miras con esos ojos plateados que parecen rayos de luna?

-Padre, no hables así, que me das miedo -gritó Inés abrazándole, llenos los ojos de lágrimas.

La condesa no decía nada y lloraba también.

Santorcaz, después de aquella crisis de su espíritu, cayó en nuevo sopor profundísimo,y cerca de la madrugada, recobró el conocimiento con un despertar sereno y sosegado. Su mirar era tranquilo, su voz clara y entera, cuando dijo:

-Inés, niña mía, ángel querido ¿estás aquí?

-Aquí estoy, padre -respondió ella acudiendo cariñosamente a su lado-. ¿No me ves?

Inés tembló al observar que los ojos de su padre se fijaban en los de la condesa.

-¡Ah! -dijo Santorcaz sonriendo ligeramente-. Está ahí... la veo... viene hacia acá... ¿Pero por qué no habla?

La condesa había dado algunos pasos hacia el lecho, pero permanecía muda.

-¿Por qué no habla? - repitió el enfermo.

-Porque te tiene miedo -dijo Inés- como te lo tengo yo, y no se atreve la pobrecita a decirte nada. Tú tampoco le dices nada.

-¿Qué no? -indicó el masón con asombro-. Hace dos horas que estoy dirigiéndole la palabra... tengo la boca seca de tanto hablar, y no me contesta. ¡Ay! -añadió con dolor y volviendo el rostro- es demasiado cruel con este infeliz.

-¿La quieres mucho, padre? -preguntó Inés tan conmovida que apenas entendimos sus palabras.

-¡Oh, mucho, muchísimo! -exclamó el enfermo oprimiéndose el corazón.

-Por eso desde que la has visto -continuó la muchacha- le has pedido perdón por los ligeros perjuicios que sin querer le has causado. Todos te hemos oído y hemos alabado a Dios por tu buen comportamiento.

-¿Me habéis oído?... -dijo él con asombro, mirándonos a todos-. ¿Me has oído tú... me ha oído ella... me ha oído también Araceli? Lo había dicho bajo, muy bajito para que sólo Dios me oyera, y lo ignorara todo ser.

Amaranta, tomando la mano de Santorcaz, dijo:

-Hace mucho, mucho tiempo que deseaba perdonarte; si en cualquiera ocasión, desde que Inés vino a mi poder, te hubieras presentado a mí como amigo... Yo también he tenido resentimientos; pero la desgracia me ha enseñado pronto a sofocarlos...

Lágrimas abundantes cortaron su voz.

-Y yo -dijo Santorcaz con voz apacible y ademán sereno-. Yo que voy a morir, no sé lo que pasa en mi corazón. Él nació para amar. Él mismo no sabe si ha amado o ha aborrecido toda su vida.

Después de estas palabras todos callaron por breve rato. Las almas de aquellos tres individuos, tan unidos por la Naturaleza y tan separados por las tempestades del mundo, se sumergían, por decirlo así, en lo profundo de una meditación religiosa y solemne sobre su respectiva situación. Inés fue la primera que rompió el grave silencio, diciendo:

-Bien se conoce, querido padre, que eres un hombre bueno, honrado, generoso. Si has tenido fama de lo contrario, es porque te han calumniado. Pero nosotras, nosotras dos y también Araceli, te conocemos bien. Por eso te amamos tanto.

-Sí -respondió el masón, como responde el moribundo a las preguntas del confesor.

-Si has hecho algunas cosas malas -continuó Inés- es decir, que parecen malas, ha sido por broma... Esto lo comprendo perfectamente. Por ejemplo: cuando te perseguían... apuesto a que la persecución no era ni la mitad de lo que tú te figurabas... pero, en fin, sea lo que quiera. Lo cierto es que te enfadaste, y con muchísima razón, porque tú estabas enamorado, querías ser bueno, querías... Pero hay familias orgullosas... Es preciso también considerar que una familia noble debe tener cierto punto... Dios primero y el mundo después no han querido que todos sean iguales.

-Pero se ven castigos, o si no castigos, justicias providenciales en la tierra -dijo Santorcaz bruscamente, mirando a Amaranta-. Señora condesa, hoy mismo ha consentido usted que su hija única y noble heredera se case con un chico de las playas de la Caleta. ¡Bravo abolengo, por cierto!

-Mejor sería -repuso la condesa- decir con un joven honrado, digno, generoso, de mérito verdadero y de porvenir.

-¡Oh! señora mía, eso mismo era yo hace veinte años -afirmó Santorcaz con tristeza.

Después cerró los ojos, como para apartar de sí imágenes dolorosas.

-Es verdad -dijo Inés entre broma y veras-; pero tú te entregaste a la desesperación, padre querido, tú no tuviste la fortaleza de ánimo de este opresor de los pueblos, tú no luchaste como él contra la adversidad, ni conquistaste escalón por escalón un puesto honroso en el mundo. Tú te dejaste vencer por la desgracia; corriste a París, te uniste a los pícaros revolucionarios que entonces se divertían en matar gente. Agraviados ellos como tú y tú como ellos, todos creíais que cortando cabezas ajenas ganabais alguna cosa y valían más los que se quedaran con ella sobre los hombros... Viniste luego a España con el corazón lleno de venganza. Tú querías que nos divirtiéramos aquí con lo que se divertían allá; la gente no ha querido darte gusto y te entretuviste con las mojigangas y gansadas de los masones, que según ellos dicen, hacen mucho, y según yo veo, no hacen nada...

-Sí -dijo el anciano.

-Al mismo tiempo procurabas hacer daño a la persona que más debías amar... Yo sé que si ella no te hubiera despreciado como te despreciaba, tú habrías sido bueno, muy bueno, y te habrías desvivido por ella...

-Sí, sí - repitió él.

-Esto es claro: Dios consiente tales cosas. A veces dos personas buenas parece que se ponen de acuerdo para hacer maldades, sin caer en la cuenta de que diciéndose dos palabras, concluirían por abrazarse y quererse mucho.

-Sí, sí.

-Y no me queda duda -continuó Inés derramando sin cesar aquel torrente de generosidad sobre el alma del pobre enfermo-, no me queda duda de que te apoderaste de mí porque me querías mucho y deseabas que te acompañara.

Santorcaz no afirmó ni negó nada.

-Lo cual me place mucho -prosiguió ella-. Has sido para mí un padre cariñoso. Declaro que eres el mejor de los hombres, que me has amado, que eres digno de ser respetado y querido, como te quiero y te respeto yo, dando el ejemplo a todos los que están presentes.

El revolucionario miró a su hija con inefable expresión de agradecimiento. La religión no hubiera ganado mejor un alma.

-Muero -dijo con voz conmovida D. Luis, alargando la mano derecha a Amaranta y la izquierda a su hija- sin saber cómo me recibirá Dios. Me presentaré con mi carga de culpas y con mi carga de desgracias, tan grandes la una y la otra, que ignoro cuál será de más peso... Mi pecho ha respirado venganza y aborrecimiento por mucho tiempo... he creído demasiado en las justicias de la tierra: he desconfiado de la Providencia; he querido conquistar con el terror y la violencia lo que a mi entender me pertenecía; he tenido más fe en la maldad que en la virtud de los hombres; he visto en Dios una superioridad irritada y tiránica, empeñada en proteger las desigualdades del mundo; he carecido por completo de humildad; he sido soberbio como Satán, y me he burlado del paraíso a que no podía llegar;he hecho daño, conservando en el fondo de mi alma cierto interés inexplicable por la persona ofendida; he corrido tras el placer de la venganza, como corre en el desierto el sediento tras un agua imaginaria; he vivido en perpetua cólera, despedazándome el corazón con mis propias uñas. Mi espíritu no ha conocido el reposo hasta que traje a mi lado un ángel de paz que me consoló con su dulzura, cuando yo la mortificaba con mi cólera. Hasta entonces no supe que existían las dos virtudes consoladoras del corazón, la caridad y la paciencia. Que las dos llenen mi alma, que cierren mis ojos y me lleven delante de Dios.

Diciendo esto, se desvaneció poco a poco. Parecía dormido. Las dos mujeres, arrodilladas a un lado y otro, no se movían. Creí que había muerto; pero acercándome, observe su respiración tranquila. Retireme a la sala inmediata, e Inés me siguió poco después. Entre los dos convenimos en llamar al prior de Agustinos, varón venerable, que había sido amigo muy querido del padre de Santorcaz.

Por la mañana, después de la piadosa ceremonia espiritual, Santorcaz nos rogó que le dejásemos solo con la condesa. Largo rato hablaron a solas los dos; mas como de pronto sintiéramos ruido, entramos y vimos a Amaranta de rodillas al pie del lecho, y a él incorporado, inquieto, con todos los síntomas de un delirio atormentador. Con sus extraviados ojos miraba a todos lados, sin vernos, atento sólo a los objetos imaginados con que su espíritu poblaba la oscura estancia.

-Ya me voy - decía-, ya me voy... ¡adiós! es de día... No tiembles... esos pasos que se sienten son los de tu padre que viene con un ejército de lacayos armados para matarme... No me encontrarán... Saldré por la ventana del torreón... ¡Cielo santo! han quitado la escala me arrojaré aunque muera... Dices bien, mi cuerpo, encontrado al pie de estos muros, será tu vergüenza y la deshonra de esta casa... ¿Esperaré? ¿No quieres que aguarde?... Ya están ahí; tu padre golpea la puerta y te llama... Adiós: me arrojaré al campo... También allá abajo hay criados con palos y escopetas. Dios nos abandona porque somos criminales. Me ocurre una idea feliz. Estás salvada... escóndete allí... pasa a tu alcoba. Déjame recoger estos vasos de valor, estos candelabros de plata. Los llevaré conmigo, y procuraré escurrirme con mi tesoro robado por la cornisa del torreón hasta llegar al techo de las cuadras. Adiós... saldré; abre la puerta y grita: ¡al ladrón, al ladrón! Conocerán tu deshonra Dios y tu padre, si quieres revelársela; pero no esa turba soez. Vieron entrar un hombre, pero ignoran quién es y a lo que vino. Alma mía, ten valor; haz bien tu papel. Grita ¡al ladrón, al ladrón!... Adiós... Ya salgo; me escurro por estas piedras resbaladizas y verdosas... Aún no me han visto los de abajo. Es preciso que me vean... ¡Oh! Ya me ven los miserables con mi carga de preciosidades, y todos gritan: ¡al ladrón, al ladrón! ¡Qué inmensa alegría siento! Nadie sabrá nada, vida y corazón mío; nadie sabrá nada, nada...

Cayó hacia atrás, estremeciéndose ligeramente, y su alma hundiose en el piélago sin fondo y sin orillas. Inés y yo nos acercamos con religioso respeto al exánime cuerpo. En nuestro estupor y emoción creímos sentir el rumor de las aguas negras y eternas, agitándose al impulso de aquel ser que había caído en ellas; pero lo que oíamos era la agitada respiración de la condesa, que lloraba con amargura, sin atreverse a alzar su frente pecadora.