El Valle de Lecrin.- El Padul.- Las aguas y los montes.- La Fuensanta del Valle editar

Durante aquella nuestra excursión por los libros y apuntes que llevábamos a mano, el terreno había principiado a cambiar de fisonomía.

Ya estábamos saliendo del angustioso y desolado tránsito que separa la Vega de Granada del Valle de Lecrin. El horizonte se ensanchaba gradualmente, y la lontananza del camino ofrecía un aspecto más simpático y gozoso.

La divisoria de las aguas había quedado atrás. Todas las vertientes iban ya al Mediterráneo, y la misma Diligencia, como rindiendo también vasallaje al mar, distante todavía nueve leguas, empezaba a rodar cuesta abajo, con gran contentamiento de las mulas.

Del flanco de la Sierra, que siempre veíamos a nuestro lado izquierdo, y que ya no era tan árido y monótono, manaban lucientes chorros de agua cristalina, los cuales se repartían luego por los entrecortados barrancos del otro lado de la carretera, esparciendo doquier vegetación, vida y hermosura, como silfos bullidores ganosos de engalanar y enriquecer la comarca...

El panorama era cada vez más amplio a nuestro frente y nuestra derecha... La temperatura se había dulcificado mucho...- Entrábamos en el Valle, llamado así por antonomasia en toda la provincia...

Y tan cierto era que en el Valle habíamos entrado, que pocos momentos después estábamos en el Padul.



El Padul (donde se releva tiro) es una rica villa de 3235 habitantes, sobre nacimiento o muerte más o menos, perteneciente ya al partido judicial de Órgiva, y el primer pueblo del Valle de Lecrin.

Lecrin, en árabe, quiere decir alegría. Este solo dato os hará formar juicio de la amenidad y belleza del territorio que íbamos a recorrer; belleza y amenidad que seguirían creciendo, sempre crescendo, hasta llegar al célebre Lanjarón...

Pero no anticipemos las sorpresas.

El Valle mide tres leguas de máxima anchura, por cinco de longitud. Nosotros lo abordábamos por su parte superior, y teníamos que seguirlo a todo lo largo (costeándolo, como si dijéramos, a cierta altura), hasta que poco a poco bajásemos a su planicie y girásemos con ella hacia el Oriente, en busca de la limítrofe Alpujarra...

Pero esto es volver a adelantar los sucesos.

Forman la desigual cuenca del Valle, toda tapada de arboledas, sembrados y cortijos, los estribos laterales de Sierra Nevada y una hija suya denominada la Sierra de las Albuñuelas; y riéganla nada menos que cinco ríos, amalgamados a la postre en uno solo.

Porque el Valle no es una concavidad lisa, como suelen serlo todos los valles, sino que contiene fértiles colinas y hondonadas interiores en que se abrigan sus diferentes pueblos... según veremos más adelante.

Aquella privilegiada región goza fama en la misma Andalucía por su exquisito aceite, claro como el agua, por sus muchos y excelentes cereales, por sus ricas y variadas frutas, etc., etc.

Y digo etc., etc., en razón a que ya hablaremos de cada cosa en su lugar respectivo.

Contentémonos ahora con saber que en el Padul inaugurábanse tímidamente todos los encantos de aquel nuevo paraíso, ¡digno prólogo de la selvática Alpujarra! -La naturaleza, inmortal artista, seguía complaciéndose en ofrecernos transiciones y contrastes.

Y, sin embargo, la imaginación tenía también tristezas que evocar en aquella tierra de delicias. El Valle de Lecrin chorrea sangre de cristianos y agarenos. Diríase que todos sus pueblos actuales son los humeantes escombros de otros pueblos incendiados.

Sin ir más lejos, aquella misma villa de Padul fue totalmente despoblada y quemada por los moriscos, como un reducto peligroso, después de habérsela ganado a los cristianos en una recia batalla dada a sus puertas.

De modo que sus presentes moradores, aquéllos que fijaban en nosotros y en la diaria novedad de la Diligencia una tranquila mirada, como diciéndonos: «También esto es mundo, aunque para ustedes sea un trámite», no eran descendientes ni de los vencidos ni de los vencedores en las refriegas de la Conquista y de la Rebelión. Eran, sí, nietos de los que, nacidos en otras comarcas, se establecieron como colonos en la región de las ruinas...

¡Qué soledad tan melancólica la que encuentra el alma en los pueblos así habitados! -«Hic Troja fuit» le dicen todos los azulejos de las calles.

Y, sin embargo, conste que el Padul es una villa alegre y aseada, donde además tuvimos la siempre agradable sorpresa de encontrar a un amigo, último inmigrante en aquella tierra de inmigrados.



-¡Al coche, señores! -gritó en esto el mayoral. Y salimos para Dúrcal, distante del Padul cosa de una legua.

Esta legua es interesantísima bajo el aspecto orográfico y fluvial.

La Sierra principia a suministrar al Valle, no delgados arroyuelos como anteriormente, sino verdaderos ríos.

Debajo del Padul está la Laguna, del propio nombre, que desagua en el Dúrcal.

Poco más allá pasamos sobre los dos brazos originarios del mismo Dúrcal, cuyas fuentes brotan a poca distancia, al pie del Cerro Caballo, bastión de la gran cordillera, que hace dar allí una brusca vuelta al camino.

Aquellas dos endebles hebras de agua son más lejos una sola y vigorosa corriente, que luego se llama Río Grande y al cabo se transforma en el respetable Guadalfeo, tributario directo del mar.



Todas estas efectividades brutales, que en los dichosos tiempos en que mi espíritu sólo se alimentaba de novelas, me hubieran parecido materialidades insulsas, iban cautivando poderosamente mi atención.

Y es que cuando ya se ha vivido; cuando desde la cumbre de la edad empieza uno a discernir sintéticamente el casuismo de cada existencia humana y las vicisitudes generales de la Historia, la mente se recrea en hacer la sinopsis de los montes y las aguas; en ver, por ejemplo, dónde nacen los ríos, cómo se enriquecen, qué fatalidades físicas les trazan rumbo, por qué se convierten de vasallos en señores y de qué manera fenecen en el piélago insondable.

Adviértese entonces con filosófica humildad que las aguas influyen en la estructura de los montes casi tanto como los montes en el curso de las aguas. Estas raen y rebajan las cumbres de los cerros con la lima de las lluvias; los hienden y cortan en profundos barrancos; desgastan sus laderas; horadan y derrumban sus diques para abrirse camino; construyen colinas, deltas y barras con sus arrastres; forman valles y cañadas a su paso, y determinan la condición y aspecto de cada terreno, su aridez o su amenidad, su depresión o su altura.

Tales contingencias secundarias, y los primitivos fenómenos geológicos que edificaron caprichosamente aquí o allí ésta o aquella cordillera, para que diese origen o leyes a las mismas nubes y calidad o fisonomía a cada comarca, llegan a parecernos otras tantas alegorías de las grandezas del mundo, del sino de los hombres, de los antojos de la suerte, de las revoluciones de los pueblos, de los decretos de la Providencia.- Son lágrimas de las cosas, dice Virgilio.

Mas ¿qué digo? Esos accidentes geográficos no son meras imágenes poéticas aplicables a los hechos de la Historia: son la Historia misma. El terreno decide del carácter de las razas: aguas y montes demarcan lo que considera su patria cada uno: quien dice montaña, dice frontera: el río se convierte en foso henchido de sangre cuando intenta pasarlo el extranjero: toda batalla tuvo por clave y objetivo la posesión o la conquista de un vado, de un desfiladero, de una eminencia.- La Historia es esclava de la Geografía.



Cerca ya de Dúrcal, hacia donde bajábamos resueltamente, vimos una graciosa quinta edificada en el zócalo mismo de la Sierra, especie de pensil babilónico, compuesto de escalonadas mesetas y cuajado de árboles en flor o de otros de verdura inmarcesible.

Entre las hojas de algunos de éstos, mostraban escandalosamente su olímpica hermosura, o más bien se avergonzaban de no hallar medio de esconderla, coloradas naranjas y amarillos limones, imagen fiel de aquellas cautivas orientales esterotipadas por la pintura byroniana, que no consiguen tapar con sus cruzados brazos todos los tesoros de su pudor.

Aquel invernadero natural; aquella primera traición hecha, bajo el amparo de Sierra Nevada, a los vientos del Norte, a la altura sobre el nivel del mar y a la tiranía del Almanaque; aquella primera bocanada de aire tibio del mediodía, cuajada y convertida allí en flores y frutos de otras regiones; aquel paréntesis de amenidad, aquel escondite de primavera, llámase la Fuensanta del Valle.

Conste.



Poco después, espaciose algo el terreno por el mismo lado, gracias a una breve condescendencia de la Sierra, proporcionándosele por tal medio una bonita vega al lugar de Dúrcal, que, sin aquella circunstancia orográfica, probablemente habría sido fundado en otro sitio, o no hubiera sido fundado en ninguna parte, resultando así un pueblo menos en el mundo.

Pero Dúrcal existe donde existe, y nosotros íbamos a entrar en él, pues ya divisábamos su campanario a poquísima distancia; lo cual significaba que habíamos andado otra legua y algunos metros más desde que salimos del Padul.