La Alpujarra:34
- IV - Playas y puntas.- ¿Llegamos o no llegamos?
editarTan luego como salimos de Adra, enderecé a mi primo el siguiente discurso, al compás del galope de nuestros caballos:
-Pepe: Acabamos de estar en la antigua Abdera, importante colonia fenicia... Acabamos de hollar la primera tierra que pisaron SAN TORCUATO y los demás Varones Apostólicos, discípulos de SANTIAGO el Mayor, cuando desembarcaron en Andalucía, a fin de propagar la fe de Cristo... Desde aquí penetraron en la Alpujarra, y, pasando el Puerto de la Ragua, se encaminaron a Guadix, nuestra ciudad natal, desde donde se repartieron por otras comarcas, y de este modo, según habrás leído, u oído leer, en la Lección Sexta del Oficio de San Torcuato, que con tal solemnidad se celebra en la catedral de nuestro pueblo, CECILIO llegó a ser obispo de Granada (Illiberi), TESIFON de Berja (Virgii), Segundo de Avila (Abulæ), INDALECIO de Almería (Urci), ESIGNIO de Cazorla (Cartejæ) y EUFRASIO de Andújar (Illurturgi), quedándose TORCUATO en Guadix (Acci), que es, por ende, la silla episcopal más antigua de toda España.
-Antójaseme -dijo mi primo -que eso de Ávila debe ser Abla, la villa de la provincia de Almería en que estuvimos hace años...
-Lo mismo he pensado yo alguna vez; pues, en efecto, parece raro que todos los Varones Apostólicos se quedasen en Andalucía la Alta, y que Segundo se fuese solo a Castilla la Vieja. Pero la verdad es, querido primo, que en Ávila hay una célebre, antiquísima iglesia de SAN SEGUNDO, y que SAN SEGUNDO, según todas las historias, fue el primer obispo de aquella ciudad...
-Yo no he estado en Castilla, -replicó mi primo.
-Ya lo sé, Pepe.- Pues, como te iba diciendo, o como te pensaba decir, esta playa en que nos encontramos es además la última tierra de España que pisó BOABDIL el Chico... Aquí se embarcó para África el desventurado Rey; y de aquí salieron también luego millares de moriscos, expulsados del suelo que habían cubierto de flores... Pero otro día hablaremos de la expulsión... Te contaré, en cambio, ahora la tremenda aventura del DAUD, de que todavía se acordarán las arenas que recorremos en este instante. El DAUD, Pepe, era uno de los jefes de los Monfíes, el cual, antes de la rebelión de ABEN-HUMEYA, pensó ir a África en busca de auxilios para principiarla por cuenta propia. Vino, pues, a Adra, a fin de embarcarse, y siguiéronlo algunas mujeres, que decían tener prisa de ser moras en libertad... Viendo que no pasaba ningún barco, el DAUD alquiló el de un pescador morisco, llamado NOHAYLA: pero éste le avisó a su amo, que era cristiano, y se llamaba GINÉS DE LA RAMBLA, si mal no recuerdo. GINÉS hizo entonces agujerear la barca y tapar los agujeros con cera...
-¿Y qué? ¿Se ahogaron todos?
-No; ninguno; porque los agujeros se destaparon a muy poca distancia de la orilla, y a los gritos de las mujeres acudieron lo mismo cristianos que moros y salvaron a todos los náufragos. Lo que se ahogó por entonces fue el proyecto de insurrección-, pues el DAUD, en su fuga por la playa, perdió una bolsa de papeles que ponían en descubierto todos los planes de los moriscos.
[...]
Durante este coloquio, nuestros caballos traían entre manos una cuestión no menos interesante, que nos estorbaba adelantar todo lo que deseábamos.
La mar estaba algo revuelta, y sus olas, después de llegar a la rompiente de aquella playa tan suave, se extralimitaban, por decirlo así, extendiéndose tierra adentro en dilatadas sábanas de hirviente espuma que pasaban a veces bajo los pies de los nobles brutos.
Veíanse, pues, éstos a lo mejor metidos en medio del mar, rodeados por todas partes de un agua que rugía, que los golpeaba y que les olía de distinto modo que la de los ríos...
Los pobres eran del interior de la provincia, y no habían visto nunca a aquel monstruo inconmensurable que parecía pugnar por tragárselos. No era mucho, por consiguiente, que, a pesar del dominio que ya ejercíamos sobre ellos, de su noble condición y de la confianza que les inspirábamos, temblasen, se retemiesen, marchasen contraídos, sin quitar ojo de las olas, y que, al verlas venir, diesen unas bruscas huidas de costado, que nos hacían perder mucho tiempo, ya que de manera alguna los estribos.
Para allanar semejante dificultad, tuvimos que acometerla de frente, obligando a los caballos a caminar algunos segundos, no ya a lo largo de aquella ancha orla de espuma, sino mar adentro, de cara al enemigo, como si pretendiésemos que vadeasen toda la extensión del Mediterráneo con dirección a la costa de África. Ellos se resistieron al principio por la buena, y como dándonos razones; pero nuestros halagos y nuestra autoridad acabaron por convencerlos, y entraron en el agua hasta que les llegó a las corvas.- Entonces los paramos, y cuando hubieron resistido dos o tres de aquellos envites, muy desmayados por cierto en una playa tan mansa y tan reciente (el Mediterráneo se ha retirado de Adra cerca de un kilometro en los últimos cincuenta años), respiraron con satisfacción y como diciéndonos que ya estaban tranquilos.
Los habíamos curado de espanto efectivamente, y, en adelante, lo mismo les importó galopar sobre espuma que sobre arena.
[...]
A todo esto, el marinero que habíamos tomado como guía, y que recuerdo era un hombre muy alto (circunstancia rara en los andarines), nos llevaba todavía alguna delantera... gracias a lo poquísimo que hasta entonces habían andado nuestros caballos.
Revolaban acá y acullá algunas gaviotas, indicio de borrasca, y el guía, corriendo, volando materialmente por la orilla del mar, con sus anchurosos zaragüelles y su anguarina de flotantes mangas, blancos aquéllos y negras éstas, parecía a lo lejos otro pájaro marino, mensajero de desventuras.
Los caballos, libres ya de todo miedo, no tardaron en recobrar el tiempo perdido, y volaban a su vez en demanda de una fragosa punta, o prolongación de las sierras alpujarreñas, que se adelantaba al remate de aquel angosto arenal, para luchar cuerpo a cuerpo con las olas, cerrándonos completamente el camino.- Los pobres animales creían sin duda que iba a terminar allí nuestra jornada.
En cambio, el guía principió a flaquear... De vez en cuando se paraba, volvía la cabeza hacia nosotros, se limpiaba el sudor y tornaba a salir corriendo.
En tal momento, vimos que una mujer bajaba, o, mejor dicho, se precipitaba de roca en roca desde lo alto de aquella punta, como para atajarnos el paso, levantando los brazos al cielo con la mayor angustia o cruzando las manos con desesperación...
Ninguna actriz, ningún pintor ha imaginado nunca actitudes más dramáticas y conmovedoras. Parecía aquella mujer el numen de los peligros, el genio de los náufragos, la divinidad de aquel promontorio, deplorando con anticipación todos los desastres que la tempestad traería consigo...
El guía, tan luego como la hubo visto, torció su rumbo Y encaminose hacia ella con redoblada celeridad, dándole grandes voces, como si a su vez quisiese prevenir alguna desgracia...
Nosotros arrancamos también a todo escape en la misma dirección y llegamos al propio tiempo que él al pie de la enhiesta punta, en cuya ladera se había detenido la aparecida, atajada por una cortadura de las rocas.
El hombre del mar no estaba menos aterrado y afligido que la mujer de la montaña.
-¿Qué sucede? -gritó él desde lo hondo.
-¿Qué pasa? -gritó ella desde lo alto.
-¿Qué tienes, mujer? ¿Qué tienes? -añadió aquél, trepando por las peñas.
-¿Y el niño? ¿Qué le pasa a mi hijo? -preguntó ésta con desgarrador acento.
-¡Malhaya seas, mujer! -exclamó entonces el hombre.- ¡Buen susto me has dado!
Y se sentó en el suelo, reventado, jadeante, bañado de sudor.
-El niño viene detrás de mí...- añadió en seguida.- Míralo por dónde asoma...
En efecto, allá, lejísimos, se veía un puntillo blanco que corría por la arena de la playa.
-¿Lo ves?
-Sí: lo veo. ¡Ay! ¡Dios me perdone! -exclamó la pobre madre, poniéndose en cruz.- Al verte venir de esa manera creí que el mar se había tragado al chiquillo.
-¡Ca!...- repuso el marinero.- Yo voy de guía.- ¡Mira! Aquí te dejo el capote.- Baja por él sin matarte... ¡Y hasta mañana, si Dios quiere!
Así diciendo, se levantó con gran trabajo, y echó a correr como un autómata.
El supuesto andarín estaba destrozado.
-¡Alto! -le dijimos entonces nosotros, que ya subíamos también el promontorio arriba.- Usted se queda aquí con su mujer y con su hijo. ¡Demasiado han padecido ustedes ya hoy por nuestra causa! De todos modos, ni usted, ni la misma Atalanta, podrían seguirnos al paso que vamos a tomar ahora.
El hombre se resistió, lloró, nos suplicó que le permitiéramos continuar acompañándonos; pero, vista nuestra tenacidad, hubo de reducirse a especificarnos, magistralmente por cierto, qué puntas podían doblarse sin peligro, siguiendo la orilla del agua, y cuáles había que cortar, pasándolas por encima.
Enterados de todo, nos despedimos de él y de su mujer, que al fin había logrado incorporársele; y escapamos hacia la cumbre, provistos, a falta de guía, de una infinidad de bendiciones muy dulces, muy tiernas y muy baratas.
-Aunque ya no lleguemos a tiempo, no me importa, -murmuré cuando estuvimos solos.
-¡Hay que llegar, sin embargo! -exclamó mi primo con más energía que nunca.
Pero creí notar que me ocultaba alguna cosa...
Puede que fuera una lágrima.
[...]
Dominada aquella punta, descubrimos a nuestros pies otra playa sumamente angosta, pero larguísima, a cuyo remate había un nuevo promontorio, coronado por una torre.
Era la Torre de Guáinos.
En un tiempo fue torre de moros: hoy es de carabineros...- ¡Siempre el hombre preparándose contra el hombre!
En un abrir y cerrar de ojos bajamos a aquella playa, la recorrimos de un extremo a otro y llegamos al pie de la torre.
Entre el cerro que la sostiene y el alborotado mar quedaba en seco una estrecha faja de arena.
Ya nos lo había anunciado el guía...
Pasamos, pues, por aquella especie de istmo, y salimos a otra playa.
Al comienzo de ella estaba el caserío de Guáinos, consistente en una sola hilera de casas, delante de las cuales había un largo porche, que les servía de soportal a todas, cubierto de zarzas y sostenido por enormes pilastras blancas.
Ni en las casas, ni en el porche, ni en parte alguna, se veía alma viviente.- Sin duda por ser domingo; y Domingo de Ramos, los pescadores que allí habitan se habían ido a Adra a oír misa y a echar una cana al aire.- Eramos, pues, en aquel momento (¡oh melancolía!), dueños absolutos de la costa.
Pero nosotros nos bastábamos y sobrábamos a nosotros mismos, como suele decirse...
Pepe: ¿te acuerdas? -Al cruzar a escape por debajo de aquel cobertizo, cuya elevación sería lo menos de seis metros, agachaste la cabeza cuidadosamente; y yo, que corría detrás de ti, solté una ruidosa carcajada.
-¿Por qué te agachas? -te pregunté.
-Porque esta tarde -respondiste -me parece que voy a dar con la frente en el mismo cielo, y me creo capaz, si me lo mandas, de descolgar el sol y traértelo para que lo apagues.
-Lo de traérmelo, -contesté yo, -estaría bien hecho, José mío; pero lo que es de apagarlo guardárame muy mucho. Precisamente estoy observando que él va a tardar muy poco en apagarse por sí mismo, dejándonos a oscuras en estos arrabales del planeta.
Así dije, viendo que, en efecto, el sol principiaba a descender al occidente.
-Podemos impedir que se nos ponga, -replicó mi primo.- ¿No marchamos en su misma dirección? ¡Pues corramos tanto como él!
-Pepe: el sol anda sobre la tierra setecientas cincuenta y cinco leguas por hora. Lo único que podríamos hacer, fuera pedirle a Dios que lo parase en nuestro obsequio, como lo paró en obsequio de Josué; pero ni nuestro viaje ni nosotros somos dignos de merced tan señalada.
-¡Pues entonces... metamos espuelas!
[...]
No sé qué más espuelas quería mi primo que metiésemos. Los pobres caballos no podían portarse mejor. El terreno huía bajo sus pies como la sombra de una nube... y, a pesar de las detenciones qué sufrimos al principio, habíamos andado una legua en menos de media hora.
A los pocos momentos (cerca de las seis en el reloj de mi primo: el mío se había parado tenazmente) se puso el sol detrás de la Sierra de Guálchos...
Al verlo desaparecer, sentí que me abandonaba la esperanza de triunfar. Quedábannos tres leguas de tierra desconocida que recorrer entre las sombras de la noche, sin más guía, camino ni sendero que las revueltas olas del mar, de las cuales teníamos que alejarnos muchas veces para enfrascarnos en las breñas de los promontorios...
Entonces comprendí toda la temeridad de nuestra empresa.- De día hubiera sido difícil: de noche era mortal, desesperada, irrealizable.
Pero ya no había más remedio que seguir marchando.
El crepúsculo fue largo aquella tarde, y, durante él, corrimos espantosamente; mas, cuando cerró la noche, los bramidos del viento, el rugido del mar y la oscuridad absoluta llegaron a imponer también a mi primo.
Lo digo porque callaba mucho y arreaba poco.
-¿A qué hora salió anoche la luna en Cojáyar? -preguntó al fin con voz desapacible.
-A las nueve. Lo cual quiere decir que saldría a las siete para estas playas. Tú sabes que en los breves horizontes de aquellos barrancos no se ve el sol ni la luna hasta que ya están casi en el zenit...
Mi primo volvió a callar.
[...]
Poco después, y en el momento en que íbamos a pasar una punta por la parte de abajo, creyendo que era de las que se prestaban a ello, oímos una voz que gritaba sobre nuestra cabeza:
-¿Adónde van ustedes? ¡Por ahí no se pasa!
Levantamos los ojos, y, a los reflejos del mar, vimos el brillo de un fusil entre las rocas de aquel promontorio.
-Pues ¿por dónde se pasa? -preguntamos nosotros.
-¡Por aquí arriba! -contestó otra voz más lejos.- ¡Ahí no hay camino! ¡Ahí no hay más que agua!
-¿Y quiénes son ustedes? -gritó mi primo con tanto recelo como osadía.
-Esa es otra conversación...- repuso el primero que había hablado.
Y sonó un pito.
-Estoy, -dijo la segunda voz.
La oscuridad era densísima.
-Son carabineros, -advertí yo a mi primo.
-¡Poco pitar! -exclamó entonces éste con mucha sorna.- No somos contrabandistas.
-Aunque fuesen ustedes el mismo diablo, lo primero es que no se ahoguen, -dijo una tercera voz detrás de nosotros.
Y luego agregó, cambiando de tono como un ventrílocuo, y con acento de bajo profundo:
-Buenas noches, caballeros.
Era un carabinero del Reino, y pronto fueron cuatro los que nos rodeaban en las tinieblas.
-¿Adónde se va tan tarde? -nos preguntaron afectuosamente.
-A Albuñol.- ¿Nos queda mucho?
-Dos leguas y media. A las nueve estarán ustedes allí. Pero ¡cuidado con las puntas! Esta noche hay que evitarlas casi todas. La mar está muy mala, y como no se calme a la salida de la luna, las olas llegarán a lo alto de nuestras torres.
-¡A las nueve! -pensé yo, con la angustia que podréis imaginaros.
-Vengan ustedes por aquí, -añadió otro de aquellos buenos hombres.
Y nos condujeron a una vereda que pasaba por encima del promontorio.
Luego que nos hubimos despedido de ellos.
-¿Has oído? -le pregunté a mi primo.
-¡Adelante! -contestó éste, sacando fuerzas de flaqueza, o confiando en algo que no se me alcanzaba.
Corrió él, pues, a toda brida, sin saber por dónde, y yo lo seguí maquinalmente, sin más aliento que el que me prestaba su tenacidad inquebrantable, muy parecida al fatalismo mahometano.
[...]
Y así cruzamos playas, doblamos puntas, saludamos torres, cortamos promontorios, durante no sé cuánto tiempo, en medio de la orfandad de la noche, entre los bramidos del viento y el estruendo de las olas, entregados al instinto de los caballos, aunque sin dejarlos descansar un momento, y esperando a cada instante que un tropezón en las cuestas arriba, un resbalón en las cuestas abajo, o un hundimiento de la floja arena que a veces atravesábamos entre golfos de espuma, pusiese fin a aquella insensata carrera.
Yo había perdido la conciencia de la hora que podría ser.
Una vez se la pregunté a mi primo, y éste me contestó en unos términos tan grandiosos, que diome vergüenza de volver a preguntársela.
-La que sea es, -me dijo.- Nosotros no podemos andar más de lo que andamos o llegamos o no a la hora de la cita. El resultado dirá. Lo que haya de suceder... ¡está escrito!
No hubiera hablado mejor un árabe.
Pero pronto se encargó el cielo de sacarme de dudas, o sea de acabar con mis esperanzas...
El horizonte empezó a blanquear hacia Levante... Es decir... ¡iba a salir la luna!...
-Suponiendo -pensé -que anoche saliera a las siete, esta noche le toca salir a las ocho menos cuarto. Es así que aún no hemos llegado a la Rábita, y que desde la Rábita a Albuñol hay una legua; luego... ¡imposible llegar a Albuñol a las ocho! ¡Imposible... imposible... como nos dijeron en Turón! ¡Imposible, como nos lo dijo también el antiguo carabinero, antes de que se lo llevara el aire!.- ¡Llegaremos a las nueve, como nos anunciaron los carabineros en activo servicio!
En aquel momento apareció la luna, plena, hermosa, rutilante, indiferente a todas las inquietudes humanas, y, por lo tanto, sin reparar siquiera en la mía.
Pero el mar se calmó a su vista como por arte de magia, y empezó a jugar mansamente con sus luces y a devolverle sus cariñosos besos...- El mar y la luna se entienden hace muchos siglos.
[...]
-¡Entramos en la Rambla de Albuñol! -gritó en esto mi primo, que corría siempre delante...- Pero ¿dónde está la Rábita?
-Ésta no es la Rambla de Albuñol: éste es el Barranco del Muerto, -contestó una voz en los aires, o sea en lo alto de una roca.
Era la voz del carabinero encargado de guardar aquel portillo o callejón de la Alpujarra, que mi primo había tomado por la desembocadura de la gran rambla o boulevard que ya conocéis.
-¿Y cuánto hay desde este respetable barranco a la Rambla de Albuñol? -pregunté yo tímidamente.
-Media legua, -contestó el carabinero.
¡Media legua más! ¡Es decir, que nos faltaba legua y media de camino! ¡Y ya eran las ocho, a juzgar por la luna!
-¡Pepe! ¡Pepe! -grité, una vez echada aquella cuenta, al parecer infalible.
Pero mi primo no me oía. Mi primo volaba de nuevo por la orilla del mar adelante.
-Se ha vuelto loco, -dije.- ¿Adónde va ya de ese modo?
Y continué gritándole, al par que lo seguía:
-¡Pepe! ¡Pepe!
-¿Qué quieres? -respondió él desde muy lejos.
-¡No corras! ¡Ya hemos perdido la apuesta!
-¡No se sabe! ¡Sígueme! ¡Allá veo la Rábita!
-¡Pepe! ¡Son las ocho y cuarto!
-Sígueme, te digo..., ¡Estamos en la Rambla de Albuñol!
[...]
Aquella vez no se equivocaba...
La naciente luna alumbraba el torreón árabe de la Rábita, sus casas, sus iglesias y los barquichuelos de los pescadores, mientras que a nuestra izquierda se extendía, negra y misteriosa, la mayor de las ramblas alpujarreñas.
De allí hasta Albuñol apenas había una legua, toda por terreno llano, expedito y no sujeto a equivocaciones ni riesgos de ninguna especie.
-Descansemos aquí un poco, -dijo mi primo parando su caballo a la entrada de la Rambla.
-Podemos descansar cuanto quieras, -respondí tristemente: -de todos modos, ya ha pasado la hora.
-¿Pues qué hora crees que es? -replicó él con indiferencia.
-¡Mucho más de las ocho! ¿No ves la luna?
-Sí que la veo. Pero ¿no me has dicho tú mismo que en Cojáyar sale mucho después que aquí?
-Sí; pero esta noche sale aquí y en todas partes tres cuartos después que anoche.
-Pues figúrate que no fuesen dos horas, sino tres, las que tardara anoche la Casta Diva en llegar al cielo de Cojáyar...
-¿Qué estás diciendo?
-¡Ni yo mismo lo sé! -contestó mi primo, descubriendo al fin una emoción extraordinaria.- ¡Me he propuesto no mirar la hora hasta que lleguemos a las puertas de Albuñol, y aunque me muera no la miro antes! Pero sé que hemos corrido muchísimo: sé que el tiempo se nos ha hecho muy largo: sé que la noche aflige y que la luna engaña... ¡Me da el corazón que todavía vamos a llegar a tiempo!
-¡Pues en marcha, Pepe, aunque revienten los caballos!...
-¡En marcha, sí! Este es el último galope.
[...]
El último fue; pero bueno.
Diríase que los caballos se alegraban de huir del mar, o que pronto reconocieron aquella rambla, cuyas aguas habían bebido tres días antes...
Ello es que sus fuerzas parecieron renovadas, y que corrieron como exhalaciones por aquel arenal arriba.
Minutos después apareció a nuestros ojos Albuñol, reclinado en su cerro, argentado por la luna, y tachonado de mil puntos de oro...
Eran las luces de sus calles... y de sus casas...- No podía ser muy tarde.
-Mira el reloj, Pepe... Estamos llegando...
-Tómalo, y míralo tú mismo, -dijo con acento supersticioso.
Yo lo cogí con mano trémula: volví su esfera hacia la luna, y lancé un grito de admiración y de alborozo.
¡No eran más que las siete y media!
-¡Las siete y media! -exclamé frenéticamente.- ¡Hemos triunfado!
-Me lo figuraba, -respondió Pepe.- ¡Somos los primeros hombres del mundo!
Y saludó al cielo con su ademán acostumbrado.
Mas entonces di yo otro grito espantoso.
-¿Qué es eso? -exclamó mi primo, viniendo hacia mí.
-¡Pepe, somos los últimos hombres del mundo! ¡Tu reloj está también parado!
Mi primo no replicó al pronto una palabra. Cogió el reloj; se lo llevó al oído; conoció que en efecto no andaba; se lo metió en el bolsillo; quitose el sombrero; se encaró con la luna, y la insultó malamente.
[...]
Pero en aquel instante oímos un lejano ruido a nuestra izquierda, esto es, hacia la Rambla de Aldáyar, que, como sabéis, confluye allí con la de Albuñol...
-¡Calla! -pronunció sordamente mi primo, tendiéndose sobre el cuello del caballo para oír mejor. ¡Son ellos!
-¿Cómo ellos?
-Sí: nuestros compañeros, que llegan ahora de Turón... ¿No los oyes hablar? ¿No sientes las pisadas de sus caballos? ¡Por cierto que no se dan ninguna prisa!
-¡Entonces, es muy temprano! Por lo visto, tu reloj se paró aquí mismo al propio tiempo que nosotros.
-Temprano o tarde, nos cabe al menos la gloria de entrar antes que ellos en Albuñol...
-Eso no tiene duda; pero, por si acaso, no entremos hasta cerciorarnos de que son ellos, y no otros caminantes, los que por allí vienen...
-Cerciorémonos, -repitió mi primo.
Y, penetrando algunos pasos en la Rambla de Aldáyar, gritó resueltamente:
-¿Quién vive?
Confusas voces nos contestaron al principio, y luego se oyeron grandes risotadas.
-¿Qué gente? -volvimos a preguntar.
Una mezcla de aplausos y silbidos fue entonces la única respuesta.
-¿Oyes, Pepe? La injusticia humana empieza a dudar de nuestra gloria. Ésos que silban creen que no hemos pasado por Adra...
-Lo que yo oigo es que aprietan el paso para cogernos la delantera y entrar en Albuñol antes que nosotros.- ¡Sígueme! ¡Sígueme! Esa gente sabe mucho.
Y mientras esto decía mi primo, galopábamos ya hacia la moruna villa.
[...]
Un minuto después estábamos en brazos de nuestro amadísimo huésped.
-¿Qué hora es? -le preguntamos con un ansia febril.
-La que quiera que sea... ¿Qué nos importa? -contestó él bondadosamente.- El caso es que lleguen ustedes bien... ¿Y los compañeros?
-Ahí vienen... Pero ¿qué hora es? ¡Necesitamos saberlo!
-Las ocho menos diez minutos, -respondió nuestro huésped, mostrándonos su reloj.
Mi primo y yo nos abrazamos, locos de alegría.
En aquel momento sonó ruido de caballos a la parte afuera...
¡Eran nuestros amigos, que llegaban después que nosotros!
[...]
Que explicamos en plena tertulia todo lo ocurrido; que nuestros compañeros de viaje empezaron por poner en duda que hubiésemos estado en Adra; que los documentos que llevábamos acabaron por convencerlos plenamente; que entonces nos celebraron y felicitaron con la mayor nobleza; que los hijos del país nos admiraron y elogiaron también muchísimo, diciendo que no había ejemplo de una caminata semejante; que mi primo y yo no cabíamos de orgullo en el pellejo; que comimos como ogros, que no nos acostamos sin abrazar y besar a nuestros caballos, y que aquella noche dormimos como Napoleón después de la batalla de Austerlitz, o como Castaños después de la batalla de Bailén, son cosas que se caen de su peso y que no tengo para qué contaros...
Pero lo que sí me cumple referiros, a riesgo de que no lo creáis, es que no me dormí sin reunir antes en torno de mi lecho a los historiadores y celebrar con ellos una nueva consulta...
Érame absolutamente indispensable estudiar a fondo aquella misma noche la gran campaña del MARQUÉS DE LOS VÉLEZ contra ABEN-HUMEYA, o por mejor decir, de ABEN-HUMEYA contra el MARQUÉS DE LOS VÉLEZ, en que ambos compitieron en heroísmo, y que cierra brillantemente la historia militar del reyezuelo de la Alpujarra...
Pues bien: he aquí el rápido y sustancioso resumen que el más joven de los escritores allí congregados me hizo de todo lo que sabían los demás acerca de aquellos seis meses de continuas batallas, últimos de la vida del que fue bautizado con el nombre de D. FERNANDO DE VALOR y murió con el nombre de MULEY MAHOMET ABEN-HUMEYA...
No dejéis de leerlo, por mucha prisa que tengáis.- Considerad que alguna razón me asistirá para insertarlo íntegro, cuando no reparo en su extensión, a pesar de lo muy sobrado que estoy de materia para completar este volumen.