- IX - Toque de Diana.- Orden del día.- Mecina Tedel.- Los caballos no quieren matarse.- El Castillo de Juliana.- Jorairátar.- Recuerdos asesinato.- Una soirée en Cojáyar.- Casta Diva

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Sabéis ya, pacientísimos lectores, que, según el primer artículo de nuestro programa para el día siguiente, todo el mundo tenía que estar a caballo antes de salir el sol...

(Pero ahora caigo en que no os he dado los buenos días.- ¡Buenos días nos dé Dios, lectores! -Lo digo porque ya debe de estar amaneciendo...- ¡Qué frío hace! ¿no es verdad? -¡Cómo se conoce que no estamos en la costa, sino en Murtas! -Afortunadamente, encontráis ardiendo en la chimenea una carga de leña.- ¡A ver! ¡Nostramo! ¡Patrón! ¡Queridísimo huésped! ¡Más caridad con los forasteros! ¡Mande usted que echen una lágrima de cualquier cosa a estos pobres lectores!... ¡Aunque sea una gota de aguardiente sin rebajar! -¿Quién se para en grados cuando el termómetro marca uno bajo cero! -Y, por lo que hace a nosotros, queremos desayunarnos con gachas... ¿lo oye usted?... con gachas de las que comen los pastores; con gachas de caldo colorado y muy picante, que nos caliente el estómago antes de ponernos en camino.- El chocolate es bueno para las monjas.)

Con que volvamos al programa.

Los restantes artículos decían así:

«A las seis se pasará por el lugar de Mecina Tedel.

»A las ocho se estará en el lugar de Jorairátar, donde nos esperan a almorzar a las nueve.

»A las dos se saldrá de Jorairátar.

»A las cuatro se llegará al lugar de Cojáyar, donde tenemos una cita.

»A las cinco y media se pasará otra vez por Mecina Tedel.

»Y a las seis de la tarde se estará de vuelta en Murtas, a fin de comer y hacer noche».

Es decir, que aquel día recorreríamos hasta su extremo la parte septentrional del Gran Cehel; pero que, en vez de pasar más allá y saltar a los pueblos de Sierra Nevada, volveríamos pies atrás, con objeto de trasladarnos al otro día a la orilla del mar y concluir así nuestro estudio de la costa.- ¡Con tal arte íbamos aislando y dejando para lo último la expedición a la Gran Sierra y a Cádiar y a importantísimos pueblos asentados a sus plantas, en las márgenes de sus bulliciosos ríos!...- El método es la mitad del encanto de esta clase de viajes.

No creáis, sin embargo, que la excursión del día a que me refiero dejó de ser interesante y que su relato no merezca vuestra atención más cuidadosa...- Al contrario: por poco apego que nos hayáis tomado a los que la llevamos a término, os interesará muy mucho ver los grandes trabajos que nos costó, los atolladeros en que nos metimos, cómo escapamos de ellos, y las preciosas caras que contemplamos en medio de todo, a guisa de providencial recompensa de nuestros afanes.- fue un verdadero día de prueba.

Pero ya nos hemos comido las apetecidas gachas, y los caballos piafan de miedo, más que de impaciencia, presintiendo sin duda los malos pasos en que los vamos a meter...

¡En marcha, caballeros! -Y hasta la noche, gentilísimas damas.



De Murtas a Mecina Tedel, -llamado también Mecinilla, por ser, o haber sido, el menor de los Mecinas de la Alpujarra (Mecina Fondáles, Mecina Alfahar, Mecina de Bombaron...), -hay menos de un cuarto de legua; y es que Mecina Tedel está agarrado a las espaldas, y como colgado, del mismo cerro en cuyas crestas se esconde Murtas.

Así fue que a los pocos minutos de ponernos en camino, y al asomarnos a la tajada ladera que sirve de brusco remate al Cerrajón, descubrimos a nuestros pies las casas de Mecinilla, unas debajo de otras, como los peldaños de una escalinata, sin que por eso se nos alcanzara la posibilidad de bajar adonde empezaban los tejados.

Pero los caballos se ingeniaron a su modo, y fueron descolgándonos lentamente por una serie de trancos esculpidos en la roca (los cuales constituyen una especie de vereda retorcida, trocada luego en ondulante callejuela, que pasa por delante de la puerta de todas las casas, después de haber pasado por encima de todas las chimeneas, y que en seguida deja otra vez de ser calle para volver a convertirse en sendero), hasta que al fin quiso Dios que llegásemos a todo lo hondo, o sea al Arroyo de Mecinillas, donde los animales lanzaron un relincho de triunfo...

Respiramos también nosotros, aunque menos militarmente, y entonces pudimos hablar algo acerca de Mecina Tedel.

Cuatro fueron las noticias que adquirí allí acerca de su historia, estadística y costumbres:

Primera: Que a Mecina Tedel le faltaban el año pasado dos habitantes para tener mil.

Segunda: Que allí murió de una fiebre maligna, después de reñir las batallas que veremos más adelante, D. FERNANDO el Zaguer, o sea ABEN-XAGUAR, el tío y protector de ABEN-HUMEYA; fallecimiento ocurrido a los pocos meses de haber exclamado ABEN-ABOO: -«¡Por Dios, que el ZAGUER vive y yo muero!» (¿Habría hierbas de por medio en aquella fiebre maligna?)

Tercera: Que el patrón del lugar es San Fernando, Rey de España, cuya fiesta se celebra allí, no el 30 de mayo, como determina la Iglesia, sino el 8 de setiembre, unida a la de la Natividad de la Virgen.

Y cuarta: Que en tan solemne día hacen los vecinos una función de moros y cristianos, y corren la pólvora como los actuales marroquíes (supongo que todo esto será allá abajo, en el arroyo), saliendo a relucir con tal motivo algunas antiguas armas y vestimentas, entre las cuales no es raro ver, dicen, más de una prenda morisca de pura raza.

¡Todavía! -¡Y eso que la Alpujarra ha sido objeto de mil escrupulosos expurgos, no sólo de parte de los inquisidores del siglo XVII, sino de los anticuarios y coleccionistas del siglo XIX, representados por sagaces prenderos, vulgo baratilleros, granadinos!

¡Ah! Los pueblos son como el mar: a lo mejor se halla en su fondo tal o cual mísero resto de antiquísimos naufragios.



El camino que seguimos (¡a cualquier cosa se le llama camino en la Alpujarra!) para ir de Mecinilla a Jorairátar, es el más imaginario y menos real que recuerdo haber andado en toda mi vida. Básteos una muestra:

Llegó el caso de tener que, pasar, no ya por una estrecha repisa tallada sobre un abismo, como cuando bajamos a la Cueva de los Murciélagos; sino por donde no había repisa siquiera, entre una altísima pared cóncava y un espantoso derrumbadero...

Y digo que ni siquiera había repisa, porque la senda que se destacaba ligeramente de aquella pared, más como pintada que como esculpida en ella, era una especie de chaflán vaciado hacia la hondura en transversal pendiente, que apenas interrumpía la oblicuidad general de la ladera...

Me parece estar viendo todavía aquella vereda puesta de canto, de treinta o cuarenta metros de longitud, trazada en un resbaladizo muro de color de ceniza; y recuerdo el asombro con que los forasteros nos detuvimos, exclamando:

-¡Por aquí no se puede pasar!

-Sí se puede. ¡Adelante! -contestaron los alpujarreños.- Nosotros pasamos todos los días.

-Nos apearemos entonces...

-Fuera peor. Se les iría a ustedes la cabeza... No hay más que dejar a los caballos que se las compongan a su modo.

-Pero ¿dónde van a poner los pies los caballos? ¿Han de andar por la pared, como las lagartijas?

-Los caballos no quieren matarse. Entréguense ustedes a su instinto. Cuando ellos conozcan que no deben seguir, no darán un paso más.

-¿Y entonces? ¿Cómo retrocederemos?

-¡Ah! Entonces... entonces... Pero, ¿a qué hablar de lo que no ha de suceder? Miren ustedes cómo se pasa por aquí...

Y el que así dijo, metió espuelas.

El caballo vaciló antes de echar a andar. Luego marchó con mucho tiento, cruzando las manos y los pies cual si fuera zopo, y sosteniéndose sobre el filo de las herraduras; pero llegado que hubo a la mitad del mal paso, o sea a lo más grave del peligro, se paró con la mayor calma y asomó la cabeza al despeñadero, como para medir su profundidad...- Hecho esto, siguió andando, y pasó.

Excusado es decir que todos los caballos y mulos fueron pasando lo mismo.- No hay cosa peor que un mal ejemplo.

[...]

A la otra banda del Arroyo de Mecinilla, cruzamos por delante del llamado Castillo de Juliana, del que sólo quedan en pie tres o cuatro ángulos sueltos de otras tantas hundidas torres.

Nadie sabe a la presente, o a lo menos yo no he podido averiguar, qué Castillo ni qué Juliana fueron aquéllos.

«Periit memoria eorum cum sonitu», dice la Sagrada Escritura. Pero es aún más triste y miserable, que el sonido, el nombre, sobreviva a la memoria.- Y esto acontece con la tal Juliana, a pesar de haber tenido por cenotafio toda una fortaleza.

Cuando nosotros pasamos por allí, algunos perales en flor alegraban con su juventud aquellas melancólicas ruinas, despojadas por el tiempo hasta de historia...

Es cuanto puedo declarar y la verdad, advirtiéndoos que, según mis cálculos, las cosas continuarán ya así indefinidamente: los escombros del castillo expuestos a la indiferencia pública, como un cadáver insepulto que la justicia humana no consigue identificar, y los perales dando peras, a falta de noticias, al dueño de tan romántico paraje.

[...]

Entregados íbamos a estas y otras consideraciones filosóficas, cuando renovadas dificultades del camino llamaron nuestra atención a más próximos cuidados; entre ellos, al de no perecer por el momento, bien que a la postre tuviésemos que morir algún día.

Nos acercábamos a Jorairátar, y Jorairátar, está metido en los mismísimos infiernos. Allí se arremolinan, antes de espirar al pie de Sierra Nevada, las últimas estribaciones de la Contraviesa y del Cerrajón de Murtas, formando una especie de reducto de agrias y rotas peñas, cuyo aspecto tiene algo de terremoto en acción. Hondas grietas, negros tajos, quebrantados riscos, desgajados peñones, todo se ve allí confundido, dislocado, acumulado, superpuesto, como en una derruida obra de titanes.- ¡Nada más terrible y majestuoso!

Sobre el mismo pueblo hay un enorme peñón desprendido, suelto, amenazante, próximo siempre a caer y aplastarlo todo...- Los alpujarreños llámanle antonomásticamente, y como en son de lúgubre vaticinio, el Peñón de Jorairátar.

¿Quién lo subió a aquella altura? -Yo quiero creer que Sísifo en persona, y que la inmensa mole no tornó a rodar a lo hondo, según su costumbre, porque en aquel crítico instante los dioses se fueron... y Sísifo quedó indultado ipso facto -como todos los demás penados del paganismo.

Pero todavía no me explico cómo Jorairátar fue fundado, a sabiendas, debajo de aquella espada de Damócles...

¡Verdad es que en las faldas del Vesubio se reedifican hoy pueblos siete veces aniquilados por la lava!

Por lo visto, puede aplicarse al temor lo que Horacio dijo de la esperanza:

Vitæ summa brevis spem nos vetat inchoare longam.



Jorairátar, adonde al fin llegamos con vida, tiene 1900 habitantes.

Su riqueza principal consiste en la cosecha de aceite, del cual hay allí varios molinos, -cuyo nombre propio es almazaras.

Produce además bastante vino, y tiene muchísima arriería, aunque ni lo uno ni lo otro hasta el extremo de competir con el poderoso Murtas...

Y aquí terminan mis datos estadísticos.-

Encima del pueblo se ven aún las ruinas de un castillo moro. Así nos lo contaron, al menos. Nosotros no las visitamos.-

Y, a propósito de moros: en Jorairátar, hay también función de moros y cristianos el día de la fiesta del pueblo; -lo cual quiere decir que allí se juega con recuerdos históricos como éste:

Cuando se alzaron los moriscos de aquel lugar, y los Monfíes tenían ya reunidos en la iglesia a todos los cristianos para matarlos, el beneficiado FRANCISCO DE NAVARRETE, varón muy estimado por sus virtudes, aún entre la misma gente agarena, pidió la gracia de doce horas más de vida, tanto para él como para sus infelices compañeros.

Accedieron a ello los moriscos, aplazando la ejecución para la siguiente mañana, y el beneficiado aprovechó aquellas doce horas para confesar a sus fieles y disponerlos, por medio de un sermón, a una muerte cristiana. «El tiempo que le sobró de la noche (añade la historia) estuvo de rodillas, puesto en oración, pidiendo al cielo misericordia de sus culpas».

Llegado con el día el momento del sacrificio, los verdugos, queriendo dar otra muestra de afecto y reverencia a tan digno Sacerdote, preguntáronle qué clase de muerte prefería.

-Degollado -contestó el noble mártir.

Y degolláronlo efectivamente.

Con el Sacristán no fueron tan considerados.

«Al Sacristán (dijeron), que con muncho cuidado apuntaba la falta de los que no íbamos a misa los domingos y días de fiestas, y castigaba a los muchachos que no querían aprender la Doctrina cristiana, cuando estaba borracho, quitadle asimesmo la cabeza y echadla en una tinaja de vino, y entregad después el cuerpo a los muchachos para que le den tantas pedradas como él les dio azotes.»

«Dicho esto (concluye Mármol), los enemigos de Dios ejecutaron luego la inicua sentencia.»

También era aquello jugar a moros y cristianos.



El nombre de Jorairátar, áspero y feroz como el terreno convulso que lo lleva, despertó aquella mañana profundos ecos en mi memoria y en mi corazón; no sólo por haber nacido en aquel pueblo cierto insigne Prelado a quien mucho amo y reverencio, y un ex-Diputado a Cortes con cuya amistad me honro, sino porque trajo a mi mente un lúgubre recuerdo de los primeros años de mi vida.

Era yo, en efecto, muy niño, cuando una noche triste, la Noche de Todos los Santos, víspera del día de Difuntos, -allá, en lo alto de Sierra Nevada, a mitad de camino entre la Alpujarra y Guadix, en la Venta del Puerto de Ferreira, donde estaban detenidos varios trajinantes, a causa de la mucha nieve que caía, -un hombre terrible, aceitero de oficio, llamado El Tuerto de Jorairátar (así lo nombraba el vulgo), había matado malamente, de una puñalada alevosa y atroz, a otro de los pasajeros que cenaban con él, dejándolo clavado en la mesa...

Aquel asesinato fue muy sonado en Guadix, donde se siguió el consiguiente proceso, y sobre todo en mi casa, por ciertas razones especiales.- Pasé yo, pues, mucho tiempo oyendo hablar a todas horas de tan bárbara escena; y aquella fúnebre y clásica noche; aquella venta solitaria, incomunicada con el resto del mundo por la nieve; aquel matador, aquel cadáver y aquellos testigos que siguieron allí encerrados y juntos otros dos días; -aquella circunstancia de ser tuerto el asesino, y aquel salvaje nombre del pueblo de su naturaleza..., todo aquello excitó de tal modo mi imaginación infantil, que la palabra Jorairátar, parecíame sinónima de infierno.

Pero es más (y ved cómo se compaginan y forman a la postre una sola novela los incongruentes episodios de la vida humana): por entonces llegó a Guadix un distinguido caballero alpujarreño, joven y brioso, natural de Jorairátar, a fin de amparar en su triste situación al encarcelado reo, ahijado y antiguo servidor de su familia; y estuvo en mi casa; trabó amistad con mi buen padre; negociáronse perdones; impetráronse gracias, y con todo ello se logró que el Tuerto, en lugar de ser ajusticiado, fuese a presidio por diez años con retención, -que era en aquel tiempo la pena inmediata a la de muerte.

Pues bien: al cabo de más de treinta años de no haber vuelto a parecer por Guadix aquel caballero ni sabídose más de él en mi casa, y cuando ya hacía cerca de diez que mi buen padre cerró los ojos a este mundo; al llegar yo a Jorairátar, en virtud de una serie de contingencias de mi propia vida, y preguntarle al respetable anciano en cuya casa estábamos convidados a almorzar «si tenía idea de un joven (de cuyo nombre no me acordaba) que en tal año fue a Guadix a interesarse por un reo, etcétera, etc., etc.», encontreme con la siguiente contestación, que me llegó al alma:

-Aquel joven... soy yo; y yo sé que usted es hijo de un amigo mío de quien no tengo noticias hace más de treinta años.

[...]

Enterado que lo hube de la melancólica parte que correspondía a la eternidad en aquel período de tiempo..., recayó luego la conversación en el sangriento drama de la Venta de Ferreira.

-¿Y qué fue del Tuerto? -pregunté.

-Estuvo muchos años en presidio, -respondiome nuestro anfitrión; -y al cabo de ellos, vino a Jorairátar: dedicose a las labores del campo, dando muestras de arrepentimiento y hombría de bien: pero no le favoreció la suerte; y este año pasado ha muerto sumamente viejo, pobre y desdichado... Ya llevaba algún tiempo de vivir de la caridad pública.

Yo respiré, cual si despertara de una pesadilla.

Y desde aquel momento Jorairátar, me pareció menos lúgubre y espantoso.



Mucho contribuyeron también a ello las cariñosas atenciones de nuestro huésped, la dulce presencia de sus hijas, la alegría que reinó en el almuerzo, y la riente hermosura de aquella mañana de primavera que inundaba de luz y perfumaba con su aliento la gozosa estancia en que tan claros habían reaparecido a mis ojos los distantes días de la niñez...

Por lo demás, nuestro huésped de Jorairátar, era el hermano mayor, en armas y en edad, de nuestro huésped de Albuñol, lo cual explica también nuestra presencia en aquella casa. El caudillo de la costa nos había enviado al caudillo de la montaña, escribiéndole antes alguna de aquellas cartas a lo Pérez de Hita, medio árabes, medio españolas, con que los alpujarreños de una misma sangre se confieren y delegan el alto ministerio de la hospitalidad respecto de unos determinados peregrinos.

Lo mismo hacían los frailes en la añeja España: por lo que las personas aceptas a una orden religiosa podían recorrer toda la Península de convento en convento, sin necesidad de ir a dar con sus huesos en ninguna posada de mala muerte...

Y lo mismo pasa en el desierto de Sahara, donde es muy frecuente que las caravanas vayan precedidas de un emisario del jefe dominante en cada región, a fin de disponerles lo más difícil o imposible de hallar por el dinero así en el África de siempre como en la España de ayer, como en la Alpujarra de hoy: un alojamiento soportable.

En la Alpujarra, pues, el viajero tiene que vivir, o recibiendo merced de sus hospitalarios hijos, o como nosotros vivimos en la Posada del Francés de Órgica.

De todo lo cual se deduce que la moderna propagación de buenos hoteles, fondas y restaurants traerá consigo la desaparición absoluta de los santos placeres de la hospitalidad activa o pasiva.

Es la triste ley de estos tiempos. Nuestra época parece encargada por el Antecristo de acabar con las más puras satisfacciones del alma humana.

«¡Dad posada al peregrino!»... decía ayer el catecismo cristiano... y el moro.

«¡Que se vaya a la fonda!»... contestarán mañana en todas partes.

Y tendrán razón los que esto digan.



A las cuatro de la tarde; es decir, dos horas después de lo establecido en el programa del día, salimos de Jorairátar, totalmente reconciliados con aquel fiero lugar, donde tan bien lo habíamos pasado todos... y yo particularísimamente.- Es muy dulce poder reír de corazón después de haber llorado dentro del alma..., y es más dulce todavía heredar amistades de nuestros padres, ¡herencia bendita, que parece un legado de su honra!

Decía que salimos de aquel pueblo con dos horas de retraso. Resultó, pues, que, por mucho que apretamos a las cabalgaduras, ya oscurecía cuando dimos vista a Cojáyar, -lo cual consistió también en que rodeamos mucho, a fin de pasar por el Cortijo de los Naranjos.

Cojáyar, es un lugarcillo de 579 habitantes, dependiente de Jorairátar en lo eclesiástico, y famoso por sus riquísimos higos, que constituyen su principal cosecha.- El patrón del pueblo es San Antonio, pero se celebra el 9 de setiembre.

No puedo decir más de Cojáyar, pues mientras subimos desde la estrecha rambla de su nombre al alto cerro en que está situado, hízose noche completa, y por cierto una noche tan oscura como boca de lobo.

En cambio, mucho y muy bueno pudiera contar de la agradabilísima velada que pasamos en casa del excelente amigo con quien estábamos citados.

(Y digo velada, porque fueron cerca de tres horas las que estuvimos allí, en medio de su familia, esperando a que saliera la luna para continuar nuestro viaje...)

Pero me contentaré con meras indicaciones de los componentes de aquel cuadro, tal y como en este momento se lo representa mi memoria.

Figuraos todas las tinieblas nocturnas sobre los misteriosos montes de la Alpujarra: figuraos en uno de los negros pliegues de esos montes un pueblo solitario, casi desconocido del mundo, sin alumbrado ni sereno, y sumergido en el silencio más hondo, cual si fuesen ya las dos o las tres de la madrugada: figuraos una casa de ese pueblo, cerrada y muda como todas las demás, y al parecer invadida, si no por la muerte, por su hermano el sueño; y figuraos, en fin, dentro de esa casa una tertulia como las del mundo civilizado: su camilla con su brasero, su alegre quinqué, una amabilísima señora, cuatro señoritas a cuál más guapa y más discreta, un afortunado novio (que hoy ya es marido), delicadas labores, libros modernos, chispeantes conversaciones, amor en unos ojos, en otros melancolía, en otros jubilosa indiferencia, sonrisas en todos los labios, buenas ausencias hechas a personas queridas, y, en el fondo del cuadro, -unos viajeros que aguardan la salida de la luna para seguir su peregrinación a través de espantosos breñales y del frío desamparo de la noche...

Así fue: a cosa de las nueve nos avisaron que la Casta Diva había aparecido en el humilde horizonte de Cojáyar...; y, acompañados de ella, o más bien acompañándola nosotros en su melancólico viaje; después de darnos muchas veces por muertos en los malos pasos que ya conocéis, y sobre todo en la famosa vereda puesta de canto y en las cuestas de Mecinilla, llegamos al fin a Murtas sanos y salvos y muy satisfechos de nosotros mismos, aunque yertos de frío, rendidos de cansancio y cayéndonos de sueño.

Eran las once y media de la noche.

[...]

-¡Orden del día para mañana! -díjosenos entonces, más militar que parlamentariamente:

Levantarse al romper el día.

Oír misa de alba (era domingo, y Domingo de Ramos por más señas).

Montar a caballo al salir el sol.

Viaje a Turón.- Almorzar allí.

Excursión a Adra.

Caminata por la orilla del mar.

Llegada a Albuñol..., etc., etc., etc.

Total: -ocho o nueve leguas de camino.

Pero ¡qué leguas tan bien empleadas! ¡Qué seductora perspectiva! ¡Al fin íbamos al mar! ¡Cómo deseábamos que amaneciera!

¡Y cuánto, y cuán a poca costa, va a divertirse y a gozar y a aprender ahora el que leyere, si sigue abandonando sus más sagradas obligaciones por acompañarnos en nuestro viaje! [...]


FIN DE LA CUARTA PARTE