- II - Albuñol pintoresco, histórico, geográfico, estadístico, agrícola, poético. y otras muchas cosas editar

Habíamos dejado abiertas las maderas de los balcones para despertarnos en cuanto fuera de día. Y, en efecto; no había salido el sol, cuando los pájaros vinieron a llamar con sus alas a los cristales de nuestros dormitorios, o más bien a almorzar en las macetas que aquellos balcones adornaban, y cuyas verdes hojas y pintadas flores, coronadas de luz y de rocío por la risueña aurora, fue lo primero que vimos al abrir de nuevo los ojos a este mundo.- ¡Qué despertar tan apacible y tan sabroso, y de tan buen agüero para el resto del día!

Gracias al sumo Alá, que tan ricos y espléndidos hizo a nuestros patrones, y gracias a nuestros patrones, que tan cariñosa hospitalidad nos acordaron, habíamos dormido aquella noche como antiguos reyes; y, al reaparecer entonces en nuestra mesocrática vida, hallámosnos alojados en un gracioso departamento, más parecido a una confortable habitación de París o Londres que a todo lo que podíamos prometernos encontrar en el fondo de la Alpujarra...

¡Dios se lo pague a nuestro huésped! -Alá le pague, digo, a aquél su gran servidor, y a su noble y santa esposa, y a sus adorables hijas, y a sus angelicales pequeñuelos, todo lo que disfrutamos en su casa las muchas veces que demandamos en ella asilo y probamos el pan y la sal, al regreso de nuestras continuas peregrinaciones por los montes y valles alpujarreños!...

¡Auméntele la misericordia divina sus bienes de fortuna, hasta que sean tan largos de contar como las arenas de los Dos Zeheles!...

¡Prolongue sus días, para que vea las buenas acciones de los hijos de sus nietos!...

¡Defienda la sombra de su techo, en la ciudad, y la de su tienda, en el desierto, de la presencia de huéspedes ingratos!...

¡Conserve clara su vista, despierto su oído y fino su paladar, para que siga distinguiendo el hongo de la seta, el canto de la alondra del silbo de la serpiente, y el café de moka del indiano caracolillo!...

¡Dele, en fin, gratas ilusiones por el día y deliciosos ensueños por la noche!...

Y la paz.-



Hecha nuestra oración matutina, que no se diferenció mucho de la precedente, cogimos nuestros historiadores, geógrafos y poetas relativos a la Alpujarra; abrimos de par en par los balcones, que por cierto daban a la mismísima rambla; nos instalamos en ellos por lo pronto, y, ora valiéndonos de la lectura, ora de nuestras propias observaciones, emprendimos un doble estudio de la bienhadada villa de Albuñol.

La mañana estaba hermosísima. El sol, que salía en aquel momento, doraba únicamente, como la tarde antes, las crestas de los montes. La rambla, solitaria y silenciosa (pues no había para qué hacer alto en los pajarillos que revolaban y cantaban acá y acullá), tenía algo de exótico y ajeno a nuestro continente o a nuestra zona, algo de valle tropical, algo de África o de América. ¡Tanta era la templanza del aire, a pesar de ser las seis de la mañana de un día de marzo; tal la lujosa vegetación de las huertas; tan peregrina la índole de las plantas; tan ricos y penetrantes sus aromas!

Baste decir a buena cuenta (pues más adelante hemos de hablar hasta de botánica...) que en el propio arenal de la rambla crecía la caña de azúcar, mientras que por encima de las tapias de los huertos (que tanto abundan en aquel extremo de la villa) coloreaban las naranjas, amarilleaban los limones y verdegueaban las anchas hojas de los plátanos.

La intensa luz del sol, como una inundación descendente, amenazaba anegar muy pronto con sus olas de fuego aquella honda calle de montañas, a la sazón tan húmeda y deliciosa... Pero, entre tanto, respirábase allí no sé qué paz de los sentidos, que se convertía en paz del alma, y que traía a la imaginación los ideales de silencio, de reposo y de ventura de los poetas árabes.- La sombra es la alegría del africano, como el sol es la alegría del europeo.

Ninguna casa más a propósito que la en que nos encontrábamos para apreciar y sentir todas las ventajas poéticas de la situación geográfica de Albuñol.- Recuéstase esta villa en una especie de cabo o promontorio determinado por la confluencia de la Rambla de Ahijon con la de Aldáyar, las cuales, al juntarse, forman un ángulo casi recto, y constituyen la Rambla de Albuñol.- Pues bien: aquella casa está edificada en el vértice de dicho ángulo, en la punta del promontorio, en el encuentro de las dos primeras ramblas, -sobre las cuales dan ora éstos, ora aquéllos de sus balcones.

Pero la verdad es que la fantasía del viajero menos soñador sólo se preocupa ya allí del que hemos calificado de boulevard alpujarreño, o sea de la gran Rambla, que pone en comunicación a Albuñol con la mar y sus pescados.

Si este boulevard fuera recto, se vería el líquido elemento hasta desde los balcones bajos de aquella casa; pero, como la Naturaleza sólo ama la línea curva, y la rambla, hace, por lo tanto, muchas eses, hay que subir a los balcones altos para persuadirse de que está uno, aunque disimuladamente, en la mismísima costa.

Desde allá arriba, esto es, desde el primer piso, descúbrese, sí, de un modo claro, entre el matizado verdor de la tierra y la diafanidad del horizonte, una ancha faja de azul mucho más turquí que el del cielo (cuando la reverberación del sol no hiere la vista), o (en el caso contrario) una bruñida lámina de acero, cuya refulgencia añade algo de sobrenatural y olímpico a tan espléndido paisaje...

Es el agua que media entre la Alpujarra y el Riff.

Y aquí debo explicaros el «aunque disimuladamente» que subrayé hace pocos renglones.



Un célebre historiador, haciendo la pintura de estas tierras, escribía en 1570:

«Todo lo que cae hacia la costa de la mar es muy despoblado, y por eso es muy peligroso; porque acuden de ordinario por allí muchos bajeles de cosarios turcos y moros de Berbería».

He aquí sencillamente expuesta la razón de que Albuñol y otros pueblos de su litoral, en vez de haber sido edificados en la misma playa, al lado de sus respectivos fondeaderos, estén escondidos tierra adentro, entre enmarañados montes, a tres o cuatro kilómetros de las olas.- Así se ocultaban, por una parte, a las codiciosas miradas de los piratas berberiscos, y así era fácil, por otra, a sus moradores tener tiempo de armarse y de reunirse si por acaso los rapaces nautas se atrevían a desembarcar y a adelantarse por aquellos misteriosos terrenos...

Albuñol, pues, es una población marítima, aunque con cierto disimulo: -con el mismo disimulo que lo es también Tetuán, edificado por igual razón a tres cuartos de legua de su rada.- Sólo que en Tetuán eran berberiscos los que temían, y alpujarreños los temidos.- España no ha sido nunca menos aficionada a la costa de África que África a la costa de España.



Por aquí íbamos en nuestras investigaciones, cuando tuvimos la dicha de ver entrar al joven Alcalde Primero de Albuñol, a quien habíamos conocido hacía algunos años... no creáis que en ningún bazar, mezquita o kiosco de Oriente, sino en lo alto de la Columna de Vendòme de la capital de Francia, y el cual sabe de Bellas Artes, de Arqueología, de Numismática, de Cerámica y de otras muchas cosas bastante más de lo que es lícito saber en estos tiempos a todo un señor Alcalde Constitucional...

Hablamos largamente su merced y las nuestras (su merced tiene la sal de Dios, y nos hizo reír lo que no es decible) acerca de los tiempos presentes, de los históricos y de los prehistóricos (sobre todo acerca de éstos en que está muy versado, como puede verse en el famoso libro de D. Manuel de Góngora y Martínez, titulado Antigüedades Históricas de Andalucía): paseamos luego por la villa y por la rambla; y, con lo que él nos dijo, con lo que nosotros mismos observamos y con lo que leímos en muchos autores, resultamos a la hora de almorzar sabiendo todo lo siguiente:



Albuñol se llamaba en tiempo de los moros Hisn Al-bonyul.

Hisn, según dijimos en otra parte, significa castillo; y al es el artículo árabe.

En cuanto a Bonyul, que es lo principal del caso, no sé lo que quiere decir.

Advertencia: el castillo de la Rábita lo nombran aparte los geógrafos islamitas.

La región en que se asienta Albuñol denominábase el Sehel o Cehel, que significa costa.

(De esto estoy segurísimo; pues todavía llaman los argelinos «el Sahel» a la marina de su comarca, como puede verse en el admirable libro Une année dans le Sahel de Eugenio Fromentin, que recomiendo a los que no lo hayan leído.)

En la Alpujarra había dos Ceheles, o sea dos Tahas con este nombre: El gran Cehel, cuyas más importantes poblaciones eran Albuñol y Jubiles; y el pequeño Cehel, o Suaihil, que otros llaman Zuayhel, y que es la parte occidental de la costa, donde están Rubite, Alcázar, Sorvilan, Polópos, etc.

Porque las Tahas de los Dos Ceheles comprendían, no sólo la marina alpujarreña, sino todos los pueblos de la Contraviesa, y del Cerrajón de Murtas.

«Esta tierra (decía el mencionado escritor del último tercio del siglo XVI) es de grandes encinares y de muchas hierbas para los ganados. Cógese en ella cantidad de pan».

¿No es verdad que parece que habla de una región acabada de descubrir en las Indias, en vez de hablar de un pedazo de la Península Española?

«Todos los vecinos de estos lugares (añade luego, refiriendo cómo fue secundada en los Dos Ceheles la insurrección iniciada por FARAG ABEN-FARAG) se alzaron viernes en la tarde; destruyeron y robaron las iglesias, captivaron y mataron todos los cristianos que había entre ellos; y, dejando sus casas, se subieron otro día a la aspereza de las sierras con sus mujeres, hijos y ganados, y la mayor parte de ellos se metieron en unas cuevas muy grandes y muy fuertes, que están media legua encima del lugar de Xorayrata.»

Y ya no sé más de la historia de Albuñol, sino que, desde la expulsión de los moriscos hasta fines del siglo XVII, estuvo la villa, como tantas otras, casi totalmente despoblada; -que, en tiempos de Felipe V, comenzó a animarse de nuevo, bajo la dependencia administrativa de la de Torbiscon, muy superior entonces a ella en importancia (naturalmente, Torbiscon, más próxima a la capital, y defendida por la Contraviesa de las correrías de los piratas berberiscos, tardaría mucho menos en repoblarse y volver a florecer); -que a principios del siglo presente, ya había recobrado por su parte la antigua prepotencia, y llegó a ser cabeza de partido judicial, de que a su vez dependió Torbiscon; -y que hoy día de la fecha continúan las cosas en tal estado, constituyendo la vieja Al-bonyul uno de los mayores centros de riqueza de la Alpujarra, granadina, en su múltiple calidad de pueblo industrial, comercial, agrícola, marítimo y minero.



La población de la villa de Albuñol ascendía hace poco tiempo (a la fecha del Nomenclátor General de la Dirección de Estadística) a 8078 habitantes, repartidos en: -La villa propiamente dicha: -Diez aldeas, denominadas El Bajo, Los Colorados, La Hermita, Casa Fuerte, La Haza de la Mora, Los Morenos, El Palomar, Los Pelados, El Pozuelo y Los Rivas: -Veintiséis cortijadas grandes: -Un lugar (la Rábita) compuesto de 219 casas; -y muchos cortijos, molinos, caseríos, etc.

Total: 1712 casas, 800 de ellas esparcidas por el campo.



Y basta ya de arideces, de guarismos y de antiguallas.

Eran las dos de la tarde, y estábamos en una deliciosa huerta del Conde de Santa Coloma, situada entre las últimas casas meridionales de la villa y la extensa Rambla de Aldáyar.

Un distinguido moro bautizado, tan discreto como afectuoso, abogado de los Tribunales Nacionales, hermano del joven Alcalde que ya conocemos, e hijo de un venerable anciano, administrador del dicho Conde y respetado Néstor político de la comarca... (a todos los saludo cariñosísimamente: ¡fueron todos ellos tan buenos con nosotros!...) -un distinguido moro bautizado, vuelvo a decir, nos hacía los honores de los naranjos y limoneros a cuya sombra nos habíamos sentado.

Hacía mucho calor, y la deslumbradora llama del astro-sultán, si no abismaba todavía a la Naturaleza en los letargos febriles del estío alpujarreño, iluminaba tan enérgicamente casas, huertas, arenales y montes, que una vez más creímos encontrarnos, no en el Reino de Granada, sino en el Bajalato de Tafilete, en el Valle de la Orotava o en la feraz Isla de Cuba.- A lo menos, la pintura, la fotografía y los libros nos habían hecho concebir, acerca de estas regiones tropicales, el ideal que veíamos allí realizado ante nuestra vista.

Otras huertas como aquélla formaban una especie de zócalo de verdura al pie de la morisca Albuñol. Luego se dilataban, amarilleando como en el desierto, las tostadas arenas de la Rambla de Aldáyar. Después se veía, en el ángulo formado al Sur por esta rambla y por su heredera, una infinidad de nuevas huertas, extensos plantíos de caña de azúcar, un laberinto de alamedillas y de enmarañados setos, y, donde quiera y por donde quiera, árboles frutales originarios de las otras cuatro partes del mundo.- Al término de todo se adivinaba siempre el mar, pie forzado de la especie de poesía de descubrimiento y de colonia que respiraba para nosotros aquel paisaje.

Difícil me sería hacer la enumeración puntual de las plantas que crecen precisamente en aquella parte de la costa; pero, en cambio, me será fácil, con ayuda de mis libros, daros una idea de los productos más extraordinarios de la costa, en general, para que vengáis en conocimiento del asombro y la veneración que causa al observador menos botánico una tierra tan privilegiada.



Manos a la obra.

«Dios (dice El Corán, recomendando la contribución del Diezmo) ha criado las legumbres y los arboles que hermosean nuestras huertas; hace brotar las olivas, las naranjas, los dátiles, las diversas frutas de forma y sabor infinitamente vario: usad de estos dones».

Y dice Abu-Zacaría, en el prólogo de su Libro de Agricultura:

«Todo aquél que plante o siembre alguna cosa y con el fruto de su simiente proporcione sustento al hombre, al ave o al fiera, ejecutará una acción tan recomendable como la limosna».

«El que construya edificios o plante árboles, sin oprimir, a nadie ni faltar a la justicia, recibirá premio abundante del Criador, Misericordioso».

Y añade Abu-Harirat, citado por el mismo Abu-Zacaría:

«Cuida con esmero y vigilancia de tu pequeña posesión, para que se haga grande; y no la tengas ociosa cuando grande, para que no se haga pequeña».

Abu-Sofian escribe, en fin, estas hermosísimas palabras:

«La heredad dice a su dueño: "HAZME VER TU SOMBRA"».

Los moros que se establecieron a ambos lados de Sierra Nevada cumplieron religiosamente estos preceptos y máximas de su libro santo y de sus grandes escritores.

«Los Granadinos (dice Lafuente Alcántara) aclimataron en los valles templados de la costa, en la serranía, en la Alpujarra y en las Vegas de Granada, de Guadix y Baza, los frutos que la Naturaleza había creado en los bellos climas del Oriente, y en las abrasadas praderas del África...

»La seda había sido una mercancía reservada en tiempo de los romanos a los pueblos del Oriente... Las colonias de árabes españoles iniciados en secreto de esta granjería, encontraron en los valles andaluces un clima acomodado a ella, y poblaron el terreno con los árboles que alimentan a la más útil de las orugas. Concentrados los moros en el territorio granadino, y animados por un saneado lucro, multiplicaron las moreras, perfeccionaron las fábricas de seda, y mantuvieron una ventajosa competencia con Pisa, Florencia y demás ciudades de la escala de Levante. El Zacatin y la Alcaicería ostentaban toda suerte de ropas, tafetanes, sargas, ricos terciopelos y otras manufacturas del gusto persiano y chinesco... Años después de la Conquista se contaban en Granada 5000 tornos...

»La caña de azúcar fue también conocida y su plantación esmerada entre los moros de la costa. Miles de ingenios destilaban el precioso líquido, y era tal la abundancia de miel y de azúcar, según los historiadores árabes, que bastaba para el consumo y sobraba para hacer rico el comercio...

»Cuantas frutas, legumbres e hilazas son conocidas hoy (concluye el ameno historiador), eran por ellos cultivadas con singular conocimiento... y les somos deudores de la introducción de nuevos árboles, entre los cuales merecen citarse la higuera chumba, el níspero, el algodón, el membrillo, el naranjo, la palma, el madroño y el azofaifo, y muchas plantas aromáticas y medicinales».



Interrupción importantísima:

Además de todo lo que acabamos de leer, la costa tenía sus correspondientes viñas durante la dominación de los sectarios del profeta; pues, si bien éstos no bebían vino (o no podían beberlo, según el Alcorán), comían muchísimas uvas y amaban la sombra lujosa y transparente de los parrales.

Hay más: según Al-Katib, conocían la elaboración del vino, del vinagre y del aguardiente, cuyos líquidos (añade) aplicaban a medicinas o vendían a los cristianos».

Conste.

Y no es esto todo: Abu-Zacaría refiere que en tiempo de los califas de Córdoba, hubo ejemplos de altos dignatarios destituídos o burlados por sus excesos en la bebida.- «El Rey Abul Walid Ismael de Granada (añade luego) promulgó una ley para reprimir a los consumidores de vino, y su hijo Jusef mandó en sus ordenanzas que en reuniones familiares no incurriesen los convidados en embriaguez».

Conste de igual manera.



Con que vengamos a tiempos más recientes. Dice el geógrafo Sr. Miñano:

«Las faldas meridionales de la Contraviesa y de Sierra de Gádor, presentan el cuadro más variado y delicioso que la Naturaleza puede ofrecer al hombre para morada suya... Cerca de la costa prospera el algodón, y la caña dulce, y han llegado a connaturalizarse un gran número de vegetales de la zona tórrida, como las ananás, el café y el añil. Son muy pocas las plantas que no pueden cultivarse al aire libre...»

Otro geógrafo, el erudito Sr. Carrasco, enumera de este modo los productos tropicales del litoral alpujarreño:

«Allí se ven el plátano, la caña de azúcar, el café, el añil, que da el hermoso azul, el chirimoyo, las ananás, el algodonero y el nopal, que cría el precioso insecto de la cochinilla».

Pero lo que dicen que hay que leer, respecto de la flora alpujarreña, es lo que escribió el ilustre botánico Rojas Clemente, comisionado por nuestro gobierno, en 1803, para describir las producciones -naturales del Reino de Granada.- Él formó, a lo que parece, la primera escala vegetal detallada que se ha hecho hasta el día acerca de aquel país, como parte principal de su Geografía Botánica Bética, y la Ceres Española.

Estos interesantes trabajos originales no se han publicado, que yo sepa; mas sin duda se refieren a ellos los escritores contemporáneos que nos cuentan cómo y de qué modo crecen en las playas granadinas «las períplocas, los áloes, las estapelias, las leiseras, notóceras, y casi todas las especies de la flora atlántica, muchas todavía inéditas, y aún géneros enteramente nuevos»...

En fin, lectores: yo, -que rara vez sé cómo se llaman las cosas que más me gustan, y que si os he suministrado los anteriores datos botánicos ha sido bajo la responsabilidad de mis libros, que no bajo la mía, -concluiré esta larga disertación repitiéndoos que, por lo que toca a su fisonomía poética y a su aspecto pictórico, el litoral de la Alpujarra trae a la imaginación del viajero presentidas imágenes de África y de América; que estas imágenes le hacen soñar con patios marroquíes sombreados por cortinajes de seda y plata, o con lascivas hamacas sombreadas por el plátano y el caobo; y que, en tal situación de ánimo, no puede uno comprender que, a cinco leguas de allí, aguarden su visita los eternos hielos y las plantas hiperbóreas de la virginal Sierra Nevada.



Como población urbana, Albuñol es Guadix, es Loja, es el Albaicín de Granada, es cualquiera de tantas poblaciones moriscas como aún ostenta aquel antiguo reino, edificadas todas en anfiteatro sobre pendientísimas laderas. El mismo gracioso apiñamiento de casas; las mismas retorcidas y pendientes cuestas; la misma planta árabe en los edificios; el propio animado y pintoresco conjunto. Calles en que nunca entra el sol: huertos más altos que las azoteas colindantes: mucha maceta en los balcones: mucha tertulia en la puerta de las tiendas; y un poema de amor o de odio en todas las miradas...

En cuanto a las costumbres, vicios, virtudes y vestimentas de los albuñolenses que habitan dentro de la villa, son iguales a los del resto de los granadinos.

De los cortijeros y cortijeras y gentes de mar, ya tratarémos en ocasión más oportuna...



Porque habéis de saber que, según indiqué antes, no fue aquella la última vez que estuvimos en Albuñol, y que, si por entonces nos limitamos a descansar allí un día, consistió en que nos solicitaban o soliviantaban las siguientes cosas notables, que sabíamos encerraban los Dos Ceheles y que deseábamos visitar antes de emprender nuestra gran excursión final a Sierra Nevada:

La prehistórica Cueva de los Murciélagos:

Las célebres Angosturas de Albuñol:

La renombrada Encina Visa:

El famoso Cerrajón de Murtas:

Las reputadas Higueras de Turón,

y las nunca bien ponderadas Olas del Mar.

Que tal era la índole de aquel viaje, y tal tiene que ser por ende la naturaleza del presente libro: -buscar y describir unas peñas, un árbol, un monte o una playa con el propio afán y la misma delectación que si se tratase de la Basílica de San Pedro, de la Venus de Milo o de las ruinas de Pompeya.

Y eso y no otra cosa es la Alpujarra: -un rincón del mundo que sirvió de teatro a grandes y memorables tragedias, pero de donde la intolerancia y el miedo de los vencedores de un día arrancaron de cuajo la población, arrasando palacios y castillos, poniendo fuego a villas y aldeas, arando hasta los cementerios, y no dejando en pie otros monumentos u otros testigos de la dominación de la raza vencida y expulsada, que algún hueco en las rocas, algún árbol que se salvó del hacha, los montes inconmovibles, los ríos de históricos nombres, el mar eterno, y los miles de fantasmas que la imaginación del caminante pueda ir evocando en el mudo imperio de tanta soledad y tanta muerte.

Ni ¿a qué más? El arqueólogo podrá necesitar vestigios reales y fehacientes de lo pasado para enriquecer colecciones y museos; pero el poeta sólo necesita verificar los sitios históricos para sentir en ellos la infinita melancolía de los destinos humanos. Las sabanas de arena que cubren hoy los antiguos campos de Babilonia no impiden que el peregrino se detenga en ellos, con reverente tristeza, a evocar y restablecer por medio de su fantasía las escenas en que figuraron Nemrod, Sardanápalo y Baltasar.

[...]

Quedó, pues, acordado que a la mañana siguiente saldríamos hacia el Norte con dirección a Murtas y Jorairátar: que desde aquí retrocederíamos luego al Sur hasta bajar al mismísimo mar por la parte de Adra, y que de esta villa regresaríamos a Albuñol, recorriendo para ello todas las playas del Gran Cehel.

Formado este plan, que sumaba unas diez y seis leguas, repartidas entre caminos por las nubes y caminos por los abismos, pasamos el resto de aquella tarde empapando nuestro espíritu y nuestro cuerpo en el dulce reposo oriental que el cielo y la tierra brindan en Albuñol.

¡Ay! En Albuñol hubiéramos podido repetir lo que dijo de Berja (distante de allí cuatro leguas a vuelo de pájaro) un poeta árabe llamado Abulfadhl-ben-Xafat-Alcairawani:

«Cuando llegues a Berja dispuesto a marchar, detente en ella y deja el viaje».

«Porque todo lugar es en ella un paraíso, y todo camino hacia ella un infierno».

O, lo que dijo el antiquísimo poeta Abulatahia, favorito del Califa Harum Arraxid:

«El mundo procura nuestra seducción. ¡Dios sea loado!»