- VI - Singularidad de las montañas alpujarreñas

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No bien nos convencimos de la gran verdad con que termina el capítulo anterior, echamos pie a tierra y nos sentamos al pie de unas robustas encinas que, en unión de los susodichos desollados alcornoques, sirven allí de penacho a la Contraviesa.

Serían las tres de la tarde. Para bajar a Albuñol, término de nuestra jornada, nos bastarían dos horas.- Podíamos, por consiguiente, descansar en aquella altura, donde hacía fresco, pero en la que, sin embargo, no venía mal la sombra de los árboles...

Salieron entonces a relucir las naranjas, el vino y las sabrosas pláticas propias de las amistades recientes, todo lo cual revestía una poesía inmensa en aquella región, más frecuentada por las nubes que por los hombres...

Entre tanto; sumando ya en nuestra imaginación todo lo que acabábamos de ver en globo desde allí y todo lo que llevábamos visto más al por menor desde que salimos de Órgiva, principiamos a caer en la cuenta de la verdadera singularidad de la Alpujarra, -singularidad que la hace diferenciarse esencialísimamente de los demás países montuosos de Europa...

Entonces uno de nosotros pidió la palabra; y, bien que no tomando un puño de bellotas en la mano como D. Quijote (pues las encinas no daban más que sombra en aquella estación); pero sí tendiéndose a la larga sobre un lecho natural de seco musgo, y fijando los ojos en aquellos árboles seculares que tantas bellotas habrían criado, -enderezó a la reunión (tendida también boca arriba en aquella azotea del globo terrestre) el siguiente elocuentísimo discurso... que os aconsejo leáis, puesto que os servirá de clave para entender todas mis pasadas y futuras descripciones de la comarca alpujarreña:



«Pues, señor, está visto; y se equivoca el que se figure lo contrario: -no basta, ni por asomos, haber recorrido la cadena de los Alpes o la de los Pirineos (entre las cuales ocupa el término medio, como elevación, la cadena de Sierra Nevada); digo más: no basta tampoco haber contemplado la faz septentrional de esta misma Sierra, para poder figurarse de manera alguna la fisonomía general de los montes y valles que van apareciendo a nuestros ojos.

»Los Alpes y los Pirineos, y todas las montañas de nuestra zona, ofrecen a la vista un mismo carácter... más o menos pronunciado, según su altura barométrica y su latitud geográfica... pero siempre idéntico en sus rasgos, en su entonación pictórica, en su género poético, en su influjo sobre la imaginación.- Nebulosas cimas, húmedas laderas, espumantes cascadas, brumosos lagos; un ambiente empapado de frescura; un cielo lleno de fantasmas; arroyos por todas partes; misteriosas quebradas, asilo de eternos crepúsculos; esponjadas hierbas, cabañas grises, valles melancólicos, muchas vacas, mucho humo, muchos puentecillos de madera... y algo, en fin, de yerto, de rugoso, de aterido, de huraño, de atormentado, en la austera vegetación que allí lucha a brazo partido con el inclemente Boreas... Tales son comúnmente los obligados distintivos de las montañas europeas, así en Santander como en la Toscana, así en Segovia como en el Tirol, así enfrente de Pau como en Suiza, así en la Auvernia como en las provincias vascongadas... Tales al menos os las representaréis, como yo, en este instante, recordándolas amorosamente, y poblándolas (con la propia inspiración bebida en ellas) de mil creaciones suaves, lánguidas, indecisas, vaporosas, impalpables...

»La Alpujarra, como veis, es absolutamente distinta.- Verdad que aquí hay también nieves (en lo alto de aquella Sierra...), y valles, y ríos, y peñascos, y derrumbaderos, y hasta alguna vez nubes... pero ¡cuán diferentes todas estas cosas! -El tono, el color, la luz, el ambiente, todo varía aquí por completo.- Un cielo, casi siempre despejado, y de un azul puro, intenso, rutilante, empieza por servir de fondo a todas las decoraciones, disipando con su viva refulgencia vaguedades, misterios, nebulosos contornos, indeterminadas fantasmagorías. Una tierra cálida y enjuta nutre con la sangre de sus entrañas, y no con el lloro de sus peñas, esos manantiales de luz y fuego que se llaman el olivo y la vid, o los elíseos frutos que roban sus más vistosos colores al iris. Aquestos valles no contrastan con lo petrificado por el frío, sino con lo calcinado por el sol. Aquestas rocas, lejos de sudar agua, funden y acrisolan metales. Las flores son fragantes y valientes, a pesar de la vecindad de los viejos ventisqueros, y el arroyo que baja de las regiones muertas se asombra de encontrarse con las adelfas silvestres o con las ferozmente grandiosas higueras chumbas, orladas de arrumacos verdes y pajizos, como las princesas etiopes. ¡Ah! La influencia de la Sierra es casi siempre vencida por la de los vientos de África. El sol puede aquí más que la nieve.

»Pero, en medio de todo, hago mal en acalorarme tanto; pues ni estoy defendiendo a la Alpujarra contra ningún injusto agresor; ni tengo deseo de malquistarme con otros montes, que también amo mucho; ni se trata de probar que el reverso de Sierra Nevada sea el más bello país montuoso de Europa; sino pura y simplemente de discernir una diferencia y de explicar en qué consiste.

»Pues bien: concluirá haciéndoos notar que, así como todas las montañas de nuestra zona parecen hijas del invierno, la Alpujarra parece hija del verano.- En lo hondo de los valles de los Alpes y de los Pirineos, se ven, por ejemplo, a la puerta de las chozas, témpanos de hielo rodados de la altura, o algunas pobres piñas desprendidas de la ladera... A la puerta de los cortijos alpujarreños veis montones de almendras nacidas cerca de las nubes, o naranjas sin dueño que se han escapado del terromontero vecino.- Allí se sueña a la luz de la lámpara... Aquí se duerme a la luz de la luna.- Allí se esculpen, en setiembre, al fulgor de una tea, baratijas de palo... Aquí, en octubre, se pasan uvas e higos al calor del sol.- Los bardos de aquellas montañas las personifican siempre en deidades de ojos azules... La Alpujarra es una montaña de ojos negros.- "Montaña" suele implicar la idea de maga, de sílfide, de oréada, de ser quimérico, errante, vaporoso como la niebla... La Alpujarra es una saludable odalisca, o, cuando más, una peri, una hurí, una divinidad, en suma, de carne y hueso, prometida por El Corán a los méritos de los musulmanes»...



Terminó el orador, y quedose asombrado al ver que nadie aplaudía ni le contestaba...

Entonces reparó en que todos sus compañeros se habían dormido.

Y, por cierto, que (según le contaron después) cada cual estaba soñando una cosa diferente...

El uno soñaba que lo habían hecho rey, pero que no sabía serlo; -por lo que se alegró mucho cuando despertó y se vio libre de aquel cuidado y de aquella esclavitud...

Otro soñaba que se había encontrado, en el mes de julio, un tesoro de innumerables miles de millones, a pesar de lo cual seguía viviendo como cuando era pobre, pues no se le ocurría en qué gastar el dinero; pero que, llegado que hubo el invierno, sintió frío, y encargó que le hiciesen, para su exclusivo uso, trescientas sesenta y cinco capas.

Otro soñaba que se había muerto y estaba ya camino de la gloria; de cuyas resultas se apesaró luego extraordinariamente cuando despertó y vido que se hallaba todavía en este mundo...

Soñaba otro que estaba leyendo un libro titulado LA ALPUJARRA, muy parecido al presente, y que al llegar al punto por donde vamos, se había hartado ya de Orografía, Hidrografía, Topografía y demás ramos de la Geografía; -por lo que suplicó al autor no volviese a hablarle de montes y breñas con tanto detenimiento y procurase que la cuarta parte de su obra resultara más variada y entretenida que la tercera...- Y el autor se lo prometió solemnemente.

Otro soñaba que ABEN-HUMEYA, el MARQUÉS DE MONDÉJAR, el de los VÉLEZ, ABEN-ABOO, D. JUAN DE AUSTRIA y el DUQUE DE SESA lo llamaban desde lejos con grandes voces, para que fuese a presenciar los dramáticos lances, recias batallas y amorosas escenas en que estaban interviniendo; -y que él les ofreció correr en su busca tan luego como descansase en Albuñol.

Otro soñaba que todos los respetables curas párrocos de los pueblos de Sierra Nevada, correspondientes al partido de Ugíjar, nos habían enviado a decir con sus sacristanes que la Semana Santa iba a empezar, y que si no nos dábamos prisa en recorrer los pueblos del Gran Cehel, se frustraría nuestro propósito de conmemorar los Misterios del Jueves y Viernes Santo en las iglesias de la región de las nieves...; -a lo cual habíamos contestado nosotros que descuidasen; que llegaríamos a tiempo.

Soñaba, en fin, no sé cuál de los durmientes, que un pobre soldado, tenido por medio loco, se estaba examinando de ética ante un tribunal compuesto de El Valle de Lecrin, La Contraviesa, La Costa, y Sierra Nevada, y que, habiéndole preguntado esta última:

-¿Quién le parece a usted más grande y quién preferiría usted ser: Alejandro Magno, o D. Quijote de la Mancha?

-¡D. Quijote de la Mancha! -contestó sin vacilar el soldado.

Miráronse los examinadores, inclinando la cabeza en señal de asentimiento, y dieron al soldado la nota de nemine discrepante; pero el público que presenciaba los exámenes se reía entre tanto a mandíbulas batientes.

Irritose con esto Sierra Nevada, hasta ponerse más roja que cuando reverberan en su faz los últimos resplandores del ocaso, y, levantándose tan alta como es, prorrumpió en este brillante apóstrofe:

-¡Reíd, almas frías! ¡Reíd! ¿Qué entendéis vosotras de moral? ¡Reíd, mientras que los Quijotes os compadecen de tal manera que, por listos y aprovechados buzos que seáis, nunca lograréis medir las profundidades del mar de su desprecio, ni menos robarles las riquísimas perlas, tamañas como nueces, con que Dios se sirve hermosear y consolar el alma de los deshacedores de agravios!

[...]

Con que terminemos.

Visto que todos dormían, el orador, lejos de enfadarse, se durmió también...

Y poco después se durmieron los criados...

Y así se realizó lo que estaba escrito, de que fuese en lo alto de aquella montaña donde,


sin más testigos que el vecino cielo,
y a la sombra de encinas y alcornoques


(estos dos versos los hice yo al tiempo de dormirme), descabezáramos todos aquel sueño que habíamos sacado íntegro de la inolvidable Posada del Francés.

Quedaron, pues, únicamente de pie, aunque también inmóviles, en la solitaria cumbre de la Contraviesa nuestras silenciosas cabalgaduras..., que, vistas desde abajo, harían el efecto de aquellos grupos de caballos de bronce que en la antigüedad romana coronaban algunos Arcos de Triunfo.


FIN DE LA TERCERA PARTE