- V - Mapa de piedra y agua editar

Realizábase, pues, en aquel momento mi deseo de toda la vida. La revelación era completa. ¡Todo el ámbito de la inexplorada región se hallaba descifrado ante nuestros ojos!

Sí: desde allí descubríamos todo el suelo alpujarreño...orográficamente considerado; esto es, la misma Sierra Nevada, toda la Sierra de Gádor, toda la Sierra de Lújar, y toda la costa, toda la orilla del mar...- ¡Las cuatro fronteras, en fin, de la comarca de mis sueños!



¡El mar! -¡Calle todo ante su grandeza!

¡Salud al mar, siempre nuevo, siempre joven, siempre el mismo!

¡Salud al mar eterno, indiferente a los estragos que los siglos y los hombres hacen en esta caduca tierra, patria de los calendarios y de los mortales!

¡Salud al mar, que no entiende de razas ni de civilizaciones, y que así acaricia con sus olas el litoral de África como el litoral granadino, y del propio modo se encoge hoy de hombros ante nuestra República ateísta, que ayer se encogía de hombros ante... ABEN-HUMEYA!

¡Salud al mar!...



Pero he exagerado un poco al decir que se veía toda la costa, cuando precisamente lo que había allí de más notable era: -que se divisaba una gran extensión del líquido elemento, sin descubrirse por eso sus playas.

Más claro: los oteros australes de la Contraviesa se destacaban sobre la bóveda del mar, -en vez de destacarse, como los otros montes, sobre la bóveda del cielo.

Y digo la bóveda del mar-, porque desde aquella suma eminencia (¡oh maravilla!) veíamos el Mediterráneo..., no debajo de nosotros como una llanura, sino colgado del firmamento como un telón; no tendido en semicírculo horizontal, como resulta cuando se le mira desde sus riberas, sino levantando un enorme arco, o más bien un enorme disco, sobre la línea del horizonte, cual si fuese una inconmensurable sierra de agua.

Nunca había reparado yo hasta entonces en aquel sorprendente efecto de óptica, -que, si no me engaño, se debe, entre otras causas, a la redondez (tantos siglos desconocida) del planeta en que escribo estos renglones...



Por cierto que detrás de aquel arco o mitad de disco, o sea por encima de él, se percibían vagamente, a pesar de esa redondez de la tierra, algunas cumbres del gigantesco Atlas, rey de los montes africanos...- ¡Tan elevadas se hallan sobre el nivel del mar!...

Pero, como nos constaba que en la prosecución del viaje habíamos de distinguir varias veces, y mucho más claramente que aquella tarde, la que ya hemos llamado Sierra Nevada del Imperio de Marruecos (pues de algo habría de servirnos trepar, como treparíamos el Miércoles Santo, a la Sierra Nevada de la Península Española), aplazamos para entonces todas las consideraciones a que se prestaba aquella exótica lontananza... aún a los ojos de los que no teníamos parientes moros, judíos, renegados, presidiarios, ni de guarnición en Melilla.

Reduzcámonos, pues, también ahora a la contemplación de la Alpujarra, dejando en paz el vecino continente.- Miremos, sí (ya que, gracias a Dios, la tenemos ante la vista), la célebre tierra por que tanto hemos suspirado, y no seamos como los ambiciosos o los amantes, que matan, al mismo tiempo que el deseo, la cosa deseada, y en seguida se ponen a llorar por lo que queda.



Y bien: desde lo alto de Cerro Chaparro se veía lo siguiente...

Pero digamos antes lo que no se veía.

No se veían ni los pueblos, ni las vegas, ni las playas, ni las puntas, ni las torres (¡unas de carabineros y otras de faros!) que bordan, según descubrimos más adelante, las solanas y el zócalo de aquellos colosales cerrajones.

No se veían tampoco (sino vagamente indicados por las curvas y vueltas de un redundante laberinto de cerros y gargantas) los valles interiores de aquella entrecortada tierra, -todos los cuales quedaban ocultos (como en una especie de subsuelo, que dicen las leyes de minas) bajo el recio oleaje formado por tantas sucesivas eminencias.

Menos aún se veían (aunque se adivinara su trayecto) los prolongados ríos de Cádiar, de Yátor y de Adra, -cuyos hondos lechos seguía la imaginación leguas y leguas, sin más ayuda que el continuo paralelismo con que serpenteaban ciertas y ciertas lomas.

No se veían, en fin, ni tan siquiera los mismos pueblos de la Contraviesa, a pesar de encontrarnos encima de casi todos ellos.

¡Tanto influye la más leve oblicuidad del punto de vista en la perspectiva del dédalo de escarpaduras y derrumbaderos que constituye la Alpujarra!...- como, en el orden moral, influye también mucho en nuestras ideas y sentimientos el punto de partida del rayo visual de nuestras apreciaciones, o sea el aspecto más o menos escorzado que nos ofrecen el mundo y la vida.



Pero, aún así, ¡cuán revelador y cuan interesante era aquel desmesurado mapa de piedra y agua que nos exhibía, en escala natural, el efímero Reino de ABEN-HUMEYA! ¡Cuán imponente resultaba aquel panorama de ochenta leguas cuadradas de tierra firme y de no sé cuántos centenares de leguas cuadradas de flotantes olas, del cual nuestras pupilas sacaban una descompasada fotografía, iluminada y colorida por el pincel de la Naturaleza! ¡Cuán grandioso era, en una palabra, todo lo que se veía!

Digo más: considerando bien las cosas, veíamos con los ojos del espíritu aún aquello mismo que no se veía; -como se contemplan imaginativamente todas las calles, casas y personas de una vasta población cuando, desde su más empinado campanario, se pone uno a tirar líneas y echar cálculos sobre un piélago de tejados y azoteas...

Ni ¿qué otra cosa era el revuelto océano de montes que dominábamos desde allí, sino los tejados y azoteas de la Alpujarra, debajo de los cuales estaban sus valles, alias sus plazas; sus ramblas, alias sus calles; sus barrancos, alias sus callejones, y sus pueblos, alias sus gentes?

Ochenta leguas cuadradas, vuelvo a decir, ocupaban aquellas cordilleras sucesivas, aquellas encrespadas olas inmóviles (semejantes a las que el hielo petrifica en los mares del polo), aquellos ejércitos de cerros, aquellas cumbres amotinadas; verdes unas; pardas otras; blancas éstas; rojas aquéllas; cuáles erizadas de cenicientas rocas; cuáles dentadas de negros riscos; dónde vestidas de aterciopeladas siembras; dónde coronadas de oscuras encinas; aquí dibujándose en el azul del cielo, que resultaba de color de esmeralda comparado con el azul de Prusia del mar; allí destacándose sobre las limpias nieves de Sierra de Gádor, o sobre los amarillos arenales del Campo de Dalias...

Verdaderamente, tal espectáculo tenía mucho de extraordinario y maravilloso.- ¡Qué soledad tan engañadora! -Aquel suelo, que no era suelo, sino la techumbre de la Alpujarra, (escondida allí debajo, como una nación de trogloditas), podía compararse a la espesa capa de ceniza y tierra vegetal que disimuló durante diez y siete siglos la supervivencia de Pompeya.

Así es que nuestra curiosidad. de conocer los pueblos y valles alpujarreños subió más y más de punto al ver la tenacidad con que se ocultaban, y sobre todo al oír a nuestros compañeros de viaje hacernos su enumeración y señalándonos con el dedo el lugar en que caía cada uno.



Sólo en la Cordillera cuya cima coronábamos hacía una hora -siempre a caballo, a fin de ganar otro metro de altura y de ir buscando los miradores más eminentes-, escondíanse catorce pueblos, ora colgados de sus cumbres, ora guarecidos en lo profundo de sus barrancos, ora asomados al mar por las ramblas y laderas de la costa.- Dichos pueblos se llaman Mecina-Tedel, Murtas, Turón, Albondon, Albuñol, Sorvilan, Polópos, Rubite, Oliar, Bárgis, Alfornon, Fregenite, Jalcázar y Torbiscon.

Por éste último ya habíamos pasado aquella mañana.- A Alfornon y Albuñol los veríamos aquella misma tarde.- Murtas, Mecina-Tedel y Turón formarían parte de nuestra inmediata excursión al cerrajón de Murtas y a la costa.- Albondon sería objeto de un viaje especial, e inolvidable por todo extremo.- A los demás lugares de la Contraviesa no habíamos de llegar a ir, si bien pasaríamos por la jurisdicción de casi todos ellos al abandonar la Alpujarra.

En cambio, nuestra ansía investigadora no perdonó (como veréis en su día), ni siquiera uno de los pueblos de Sierra Nevada correspondientes al Distrito de Ugíjar...

Y es que estos otros pueblos y la Taha de Andarax (enclavada ya en la provincia de Almería; pero de la cual veíamos claramente la descubierta entrada), tenían para nosotros el encanto de haber sido el teatro de las más célebres hazañas y aventuras de ABEN-HUMEYA y ABEN-ABOO, -de quienes seguíamos acordándonos a todas horas.



Pero concluyamos ya, diciendo algo de la Contraviesa en sí, o sea de su propia configuración.

La Contraviesa, es una cordillera secundaria, paralela a Sierra Nevada, y al mar; lo que quiere decir que, mientras los demás hijos del Mulhacén corren de Norte a Sur, ella corre de Poniente a levante.- De aquí su particularidad y el llamarse como se llama.

La Contraviesa es, por consiguiente, el gran contrafuerte o antemural del Mulhacén por la parte del Sur, como Sierra Arana, en el partido de Iznalloz, lo es por la parte del Norte.- El río de Fárdes responde al río de Cádiar.

Para los principales geógrafos españoles (y también en mi humilde opinión), el Cerrajon de Murtas y la Sierra de Lújar, forman parte integrante del sistema de la Contraviesa.- La Contraviesa, tiene, pues, once leguas de longitud.

El corresponsal del Sr. Miñano en la Alpujarra (corresponsal que debió de ser un hombre muy ilustrado), le dijo que «las puntas de Carchuna y de Guardias Viejas parecen dos áncoras arrojadas al mar por la Contraviesa para afianzar su estabilidad en el punto que ocupa en la península».- Yo, por decir también algo gráfico, añado: que la Contraviesa parece una pantera enorme, de remendada piel, cuya cabeza es la Sierra de Lújar; cuyas manos se llaman la Punta de Carchuna, y la Sierra de Jubiley; cuyas patas forman los Montes de Adra y los Cerros de Cojáyar, y cuya cola se extiende tanto como el Cerrajon de Murtas.

Finalmente: la cadena de la Contraviesa es la espina dorsal de la Alpujarra; el eje de su esqueleto; lo que la quilla en un barco, vuelto lo de abajo arriba; lo contrario de lo que sería la misma Contraviesa, vuelto lo de arriba abajo (!!!).