La Alpujarra:15
- V - En Órgiva (por la noche).- Más de un candil en viga.- El Rosario.- La taza de Teresa.- Entre el día y la noche no hay pared
editarMis recuerdos de aquella noche no se parecen en nada a los del día.
Es el primero (en el orden cronológico nada más) nuestra comida en la Posada, -reunidos los diez viajeros en un grupo digno de Velázquez, o de David Teniers, -a la pretendida luz de dos candiles (¡y eso que eran dos!), -y celebrando y sellando recientes amistades con el placer de yantar allí juntos... no así como quiera en mesa redonda, sino en sartén redonda, todos a una, con militar franqueza, a fin de que la paella de rigor no perdiese su virginal perfume al pasar por el trámite de la vajilla...
¡Cuántos banquetes, precedidos de programa de divertirse mucho en ellos, y muy preparados, muy costosos y muy opíparos, no han resultado tan alegres, tan cordiales, tan apetitosos, tan gratos al alma y al cuerpo, como aquel improviso y humilde festín, sazonado de hambre, de novedad, de indulgencia, de cariño, de confianza, de pimientos picantes, y de aquella cortesía del corazón que vale más que todos los primores del ingenio!
Sin embargo, confieso que no nos hubieran venido mal otro par de candiles.
Mi segundo recuerdo se refiere a unas religiosas campanillas, a unas grandes farolas, a unos santos estandartes, a muchas ramas de tejo, y a más de cien indescriptibles caras de chiquillos, cuyas alzadas bocas cantaban en coro y a voz en cuello: «¡Dios te salve, Reina y Madre!»...
Porque habéis de saber que todo esto, y algo más, penetró de golpe en la Posada, cuando estábamos en lo más profundo del arroz, dejándonos suspensos, atónitos, embelesados, y sin saber a qué atribuir aquella súbita visita de tanta luz, de tanta melodía, de tanta inocencia, de tanta piedad, de tan sencilla y tierna serenata a la Reina y Madre de los desterrados hijos de Eva...
¡Ah! La voz de los niños tiene algo del cielo; y cuando esta voz canta y reza a un tiempo mismo, cuando, en medio de las borrascas de la vida, óyense sus puros acentos en son de mística plegaria, más que los hijos de los hombres empezando a gemir y llorar en este valle de lágrimas, parecen ángeles que desde la Gloria intervienen por nosotros, repitiendo como suyas nuestras preces.- Los que conservéis la buena costumbre de ir a la iglesia, habréis sentido esto mismo oyendo a los seis niños de coro de nuestras catedrales alzar sus francas y agudas voces sobre el concertado estruendo del órgano, de los sochantres y de todos los instrumentos y cantores de la Capilla, como se perciben claros trinos de atribuladas aves sobre el ronco estrépito de majestuosa tempestad.- Y los que sólo vayáis al teatro, habréis experimentado también algo parecido (ya que de manera alguna lo propio), durante el cuarto acto de El Profeta, cuando aquellos otros seises (que por lo regular son los mismos) cantan el grandioso villancico:
Le voilà le roi Prophète!
¡Oh! ¡Los niños!... ¡Los niños!...- «¡Lástima que se conviertan en hombres!...» exclamaba Lord Byron.- «¡No tenemos padre!» gritan ellos en el místico poema de Jean Paul.- «¡No escandalicéis a estos pequeñuelos», dice la Palabra divina.
Por todas estas razones, y porque sí (que es la gran razón de tejas abajo), nos quedamos embebecidos oyendo la fervorosa Salve que cantaban los muchachos de Órgiva.
Por lo demás, pronto supimos que en aquella sublime escena no había nada de insólito, sino que era el mismo Rosario que visita todas las noches, en aquel santo tiempo de Cuaresma, ciertas y ciertas casas de la villa, cuidando de no olvidar las posadas, donde siempre hay fieles transeúntes más necesitados que nadie de los consuelos de la Religión.
¡Oh vida segura, la mansa pobreza,
dádiva santa desagradecida!
(JUAN DE MENA.)
¡El Rosario!... Veinte años hacía ya por lo menos que no lo veíamos recorrer a aquella hora y de aquel modo (según la inmemorial costumbre) otras ciudades, villas y aldeas de la proverbial Tierra de María Santísima.
¡Y qué veinte años! Durante ellos, los mismos que solíamos felicitarnos de la desaparición del antiguo orden social y político de España, si bien no hayamos llegado, ni creamos posible llegar jamás, a poner en duda la bondad abstracta de las nobles, justas y sinceras ideas de nuestro siglo, hemos venido a reconocer, en cambio, a fuerza de crueles lecciones (¡oh desengaño! ¡oh conflicto! ¡oh problema para el porvenir!), que esa libertad y esas ideas, lejos de domesticar, de civilizar, de dignificar más y más cada día a las clases bajas (como nos dignificaron a nosotros), las han hecho retroceder a la primitiva barbarie.
Inútil, ocioso, necio, y sobre todo peligrosísimo (señores del Centro de todas las Cámaras del mundo), fuera cerrar los ojos a esta verdad que palpita en el fondo de la conciencia de cuantos hemos dirigido la voz al pueblo (creyéndonos sus redentores) desde el periódico o desde la tribuna, desde el libro o desde la cátedra...- ¡Imposible escapar a nuestros remordimientos! Los espantosos resultados de nuestras bien intencionadas pero imprudentes predicaciones están harto a la vista en todas partes.
Mirad: los ignorantes de ayer se han trocado en los insensatos de hoy. La antorcha de la filosofía moderna, en lugar de iluminar la mente de los desheredados por la fortuna, la ha incendiado, dejándola llena de humo y de cenizas. Quisimos enseñarles mucho, y les hemos hecho olvidar lo poco que sabían. Creían algo, amaban algo, respetaban algo, adoraban algún ideal, y hoy no creen, aman, respetan ni adoran sino lo concerniente a sus sentidos corporales. Tenían fe, paciencia, esperanza, y los hemos exasperado y desesperado. Eran cuando menos seres sociales, y los hemos convertido en enemigos de la sociedad. Eran ya hombres, y los hemos vuelto a hacer fieras [...]
Así pudiera continuar mucho tiempo, a riesgo de que se me considerase neocatólico, ultramontano, retrógrado, oscurantista, persa, carlino y partidario del Tribunal de la Inquisición...
Mas creo haber dicho ya lo bastante para explicar la profunda complacencia que nos causó aquella noche ver al pueblo orgivense, representado por sus hijos, hacer pública profesión de su fe cristiana.
Pero aquí se me ocurre otro orden de lamentaciones.
¡Pobres alpujarreños! Eran cristianos cuando vinieron los moros, y éstos no los dejaron en paz hasta que los hicieron islamitas. Eran ya islamitas en el siglo XVI, y FELIPE II los exterminó porque no quisieron hacerse cristianos. Hoy son cristianos otra vez, y ¡Dios sabe las amarguras que les estarán haciendo pasar los que han convertido la Revolución de 1868 en una conspiración contra la Religión católica!
-Pues usted ¡bien votó la libertad religiosa en las Cortes Constituyentes de 1869...! -me argüirá en este punto alguno de esos conspiradores.
-¡Hombre... déjeme usted en paz! ¿Qué culpa tengo yo de que usted sea un majadero? Yo no le mandé a nadie con mi voto que dejase de ser católico apostólico romano. Lo que yo hice con mi voto fue rendir culto a otra libertad mucho más antigua y sacrosanta que la política; esto es, al libre albedrío o libertad de pecar en que Dios dejó al hombre y en que los hombres debemos dejar asimismo a nuestros semejantes para todo aquello que no salga de la órbita de su conciencia individual. Por lo demás, yo sabía que el establecimiento de la libertad de cultos, en una tierra donde no se profesa más religión positiva que la católica apostólica romana, -y donde, como en todos los países constituídos, el Gobierno, o sea la propia Nación, tiene que subvenir a todas las necesidades colectivas, así materiales como morales, de los ciudadanos (a la instrucción pública, a la administración de justicia, a la seguridad personal, a la defensa del territorio, a la beneficencia, a la conservación de monumentos, etc., etc., etc.), -no daría otro resultado que hacer ver al mundo, para mengua y confusión de los impíos y de los herejes, que el Catolicismo era la única religión de los españoles, y que éstos lo profesaban y su Gobierno lo protegía, no ya en virtud de una despótica intolerancia, como en tiempos de FELIPE II, sino en virtud de la propia libertad política, por aclamación popular, porque tal era la explícita y terminante voluntad de los pueblos.
Y en fin, señor mío: si erré también en aquel instante, y llego a conocerlo algún día, lo confesaré públicamente, con firme propósito de la enmienda, como me declaro hoy culpable y arrepentido de haberme propasado a dar lecciones a los que sabían más que yo, o sea a los pobres de espíritu, que dice el Evangelio.
Mi tercer recuerdo de aquella noche revolotea dulcemente, con las flojas alas del cansancio, del sueño y de la pereza, por la sosegada atmósfera del gabinete de estudio de un poeta-soldado, ora posándose en raras y preciosas armas, cristianas y moras, antiguas y modernas; ora acariciando de pasada una variada multitud de interesantes libros; ora viendo elocuentísimas muestras de un religioso, inteligente y entusiasta culto a las flores...
Flota luego mi memoria, sin salir de aquella deliciosa morada, en el luminoso ambiente de un salón presidido por una dama tan amable como ingeniosa; y allí recuerdo una agradabilísima tertulia; -un José, que era el amo de la casa, al cual todos le daban los días; -retazos de conversaciones electorales (era tiempo de elecciones a Cortes) en favor de otro ex-diputado por aquel país y queridísimo amigo mío, a quien los orgivenses aguardaban de un momento a otro; -infinidad de nuevas conjeturas sobre cuál sería la significación del nombre de Albacete de Órgiva; -muchos obsequios y atenciones con que se nos agasajaba a los tertulios; -brindis, anécdotas, paradojas; -unas tazas chicas en que había depositado sus insomnios el haba prodigiosa de la Arabia feliz; -otras tazas más grandes en que brindaba devaneos a la imaginación la hierba aromática de la China, -y un tazón monumental, en fin (la Taza de Teresa), en que otra hierba no menos preciosa, la incomparable y especialísima manzanilla de la Sierra, regaló al más humilde de los allí presentes su rica fragancia, su tónica virtud y su savia vivificadora.
Cada uno tiene su modo de matar pulgas.
(Frase vulgar.)
Mi último recuerdo de aquella noche es inenarrable, por lo fantástico y sobrenatural. ¡Solamente Hoffmann o Edgard Poe, Flaxman o Gustavo Doré, echando mano de toda su facundia figurativa, acertarían tal vez a darle forma, color, cuerpo, naturaleza artística o literaria! -Mi tosca pluma tiene que limitarse, por consiguiente, a invocar el auxilio de la intuición de los lectores.
Figuraos, pues, como podáis -¡oh vosotros, que me habéis seguido desde Granada hasta aquí, durante esa infinidad de días de San José que hemos pasado en el camino! -lo que sería ver transcurrir toda aquella única noche correspondiente a tantos y tan solemnes días compendiados en uno solo, del modo y manera que la vi transcurrir yo; esto es, en una perdurable vigilia, sin lograr pegar los ojos ni tener adonde volverlos, y reconociendo que efectivamente, como dice el refrán, entre el día y la noche no hay pared.
Figuraos la silla por lecho, la mesa por almohada, el insomnio por pesadilla, el velón, ya extinguido, por compañero, y, por todo recurso y vecindad, el Infierno del Dante, o sea la cama redonda en que mis pobres amigos gritan de vez en cuando: «¡No hay esperanza!» con la angustiada voz de un horroroso duerme-vela...
Y cuando vayáis por aquí en vuestras figuraciones, paraos un rato a considerar el diabólico baile de trajes que armarían dentro de mi cerebro, iluminado a giorno por la fiebre, todos mis recuerdos y emociones de aquel día, todos los personajes históricos con que habla andado a vueltas, todas las quimeras forjadas por mi atrabilis, todos los seres ideales de que había poblado arbitrariamente los más solitarios sitios, y todas las gentes que había matado, resucitado o hecho nacer a mi paso por los pueblos...
Baile de trajes... ¡sí!... Esta pudiera ser la fórmula sensible más aproximada a lo que vi rodar por mi imaginación durante aquellas horas... ¿qué digo? ¡durante aquellas eternidades que permanecí en vela y a oscuras en la sala principal de la Posada del Francés!
Pero, así y todo, ¿cómo daros, idea de aquella galop infernal (divertidísima hasta cierto punto), en que danzaban a un mismo tiempo, o paseaban su gravedad en el centro del vórtice inconmensurable, mujeres y hombres, montañas y ríos, bestias y pájaros, flores o insectos, con la humorística singularidad de haberse usurpado recíprocamente sus vestiduras los Tres Reinos de la Naturaleza? ¿Cómo describiros todas aquellas nuevas fábulas de Esopo, todas aquellas nuevas metamorfosis mitológicas, todas aquellas nuevas alegorías apocalípticas, todas aquellas metempsícosis fehacientes, en que los montes y los edificios tomaban, por ejemplo, el aspecto humano, y los hombres se convertían en árboles o arroyos, y las flores y las frutas en mujeres, y las mujeres en caprichosas nubes, y los irracionales en lo que mejor les parecía (del propio modo que en el presente libro), trocándose por lo general lo inmueble en semoviente y viceversa, y ofreciendo todos estos disfraces, en su misma excentricidad, algún sentido filosófico, alguna paridad remota, alguna lógica íntima, alguna verosimilitud y congruencia, dentro de la ilimitada libertad de la metáfora.
¡Imposible! ¡Imposible!
Básteos, pues, saber (y supla esta árida enumeración por el trasunto pictórico que no me atrevo ni a ensayar) que, entre las cosas creadas que se habían dado cita en mi cabeza para pasar aquella noche de jolgorio, estaban los Pepes y las Pepas del Padul, -los Josés y las Josefas de Dúrcal, -los Don Josés y Doñas Josefas de Órgiva, -ABEN-HUMEYA, -LORD BYRON, -FELIPE II, -los Inquisidores, -NAPOLEÓN, -el MARQUÉS DE MONDÉJAR, -MEYERBEER, -el ALCALDE DE OTÍVAR, -los canarios que gorjeaban en Béznar, -los chicos que aquella noche habían cantado la Salve, -las voluptuosas laderas de Sierra Nevada, -las coquetas olas de la mar, -los arroyuelos que hacían de las suyas en las cañadas anónimas, -las flores que se adherían al pronunciamiento de marzo, -los cristianos que quemaron una mezquita llena de moriscos, -los moriscos que quemaron una iglesia llena de cristianos, -los puercos de Trevélez a quienes acababa de tocar la quinta, -los historiadores árabes que más habían escrito contra el jamón y sobre la Alpujarra, -las naranjas, cautivas, haciéndose las suecas, y requebradas por dinamarqueses y rusos, -los REYES CATÓLICOS penetrando por primera vez en la Alhambra, -el Picacho de Veleta deseando la muerte del Mulhacén, -BOABDIL rebelado contra su padre, -el mayoral conducido en triunfo por el Postillón y las mulas, -el río Grande destronando al río Chico, -ROSSINI componiendo la sinfonía de El Valle de Lecrin, -MÁRMOL, HURTADO DE MENDOZA Y PÉREZ DE HITA tirándose sus historias a la cabeza, -el caballo que se creía el verdadero novio de la novia del jinete, -los elementos y las estaciones subordinados a Lanjarón, -Chite imponiéndole silencio a Talará, -la soledad haciéndole hablar al silencio, -AIXA perdiéndose en el desierto, -ZORAYA convertida en DOÑA ISABEL DE SOLÍS, -Granada, enflaqueciendo debajo de su blanco alquicel, -Sierra Nevada, armada siempre de punta en blanco, -MORAIMA amortajada por BOABDIL, -el cadáver de BOABDIL arrebatado por las ondas, -MULEY HACEM enterrado en la nieve, -ABEN-ABOO colgado cabeza abajo, -el enfermo de la litera, -CARLOS V, -el sol de Aries, -la venta, -D. Quijote, -Albacete, -los silfos,-las pulgas, -los seises, -la taza de Teresa, -y otra infinidad innumerable de figuras, de entidades, de conceptos, de abstracciones, de fantasmas y de locuras.
Todo esto se hallaba allí conmigo, dentro de mí, alojado en mi ser, bajo formas indeterminables, en imágenes intraducibles y con vestimentas estrafalarias, acosándome sin misericordia en las tinieblas producidas por la extinción de una gota de aceite, en el insomnio causado por el mismo exceso de mis fatigas, y en la soledad resultante del conato de sueño de los demás.
¡Y la aurora no venía! ¡El tiempo no pasaba!¡Los cristales del balcón seguían siempre negros!
Dijérase que se había parado el reloj de la eternidad, y que mi pobre pensamiento, única rueda que había quedado moviéndose en el roto mecanismo de los mundos, estaba encargado de contar por millonésimas los instantes de aquellas inacabables horas.