Lágrimas
de Fernán Caballero
Capítulo XXIV

Capítulo XXIV

SETIEMBRE, 1848.

Una tarde a fines del mes de setiembre, se veían en la playa del pueblo olvidado en el Diccionario del Señor Madoz, grupos numerosos compuestos de todos los vecinos que se hallaban a la sazón en el lugar, los que, con la boca abierta, miraban el fenómeno portentoso que aparecía en el mar. Vamos a detallar estos grupos antes de indicar el fenómeno.

En el lugar preferente, es decir, sobre un trecho de dorada arena, libre del cieno que engulle el pie y de las rocas que lo rechazan, estaba el alcalde y a su lado su cara mitad. Jamás se aplicó mejor este epíteto al matrimonio en lo físico, porque se habían nutrido tanto de sanas ideas y alimentos de la misma calidad de las ideas, que habían engordado así como vivido en amor y compaña, de modo que puestos de espaldas formaban exactamente un gran globo terrestre descansando sobre cuatro columnas. La alcaldesa vestía, como ya sabe el lector que asistió a la entrada triunfal que hizo en Sevilla en el descendiente del caballo Troyano, sólo que los picos del pañuelo que llevaba atado a la cabeza y colgaban por detrás, estaban hoy de mal talante, azuzados por la brisa, formaban a espaldas de la alcaldesa, una irreverente contienda, volando airosamente con la fantasía de grímpolas.

Al lado del alcalde estaba el médico D. Juan de Dios, dándole noticias explicativas sobre el fenómeno en cuestión; al lado de la autoridad local femenina, siempre derecho, pero cada vez más flaco, estaba nuestro antiguo amigo D. Modesto Guerrero, tan absorto en la contemplación del fenómeno que veía, que no atendía a otra cosa. Advertimos de paso, que aquellos tres vigilantes de la defensa, de la salud y de la tranquilidad pública de ese feliz Villamar, nada tenían que hacer y no desatendían la más mínima obligación disfrutando del dulce farniente y gozando de su admiración.

No en vano aseguraba la difunta excelente tía María, que Villamar era lo que era, porque estaba labrado cabal y perpendicularmente debajo del trono de la Santísima Trinidad.

Detrás de este grupo, que se ventilaba a su sabor, se paseaba, dando descomunales zancadas, Tiburcio, con las cejas fruncidas a lo Manfredo, y los labios sarcásticos a la Mefistófeles, ente desconocido y despreciado, ¡infeliz desterrado en su pueblo!

Más arriba de este grupo principal y respetable, sobre unas rocas que sacaban sus calvas cervices entre la arena y las olas, unas cuantas muchachas saltaban de unas en otras, como procurando acercarse lo más posible al objeto que causaba el asombro general.

-Alabados sean los Santos, el sol de Dios, y el pan blanco, -exclamó la más ligera, que saltando como un sarapico de roca en roca, se había adelantado a las demás-. ¡Virgen de los Milagros, este es uno! Acudid vosotras, y ved; no tiene patas, ni tiene alas, ni le silgan, ni lo empujan, y anda.

-¿Oye Paula, te trae esa arca de Noé una herencia de Indias que tan al encuentro le sales? -dijo la que la seguía, que habiendo dado un resbalón se puso a chillar desaforadamente-. ¡Ay! ¡Ay! Que me ha mordido un cangrejo con unas tenazas como dos espadas; maldito espantajo ese, -añadió volviéndose a la orilla que parece una boya y echa mas humo que un horno de cal.

-¿Oye, -dijo otra-, te metías tú en ese faluchón?

-Ni para ir a la gloria.

-Pues yo sí, -dijo Paula-, con tal que me llevara a los toros del Puerto. ¿Quién dijo miedo?

Algo más distante, cerca de la embocadura del pequeño río, había otro grupo numeroso de hombres y mujeres, entre los que descollaba por su fealdad nuestro antiguo conocido Momo. Algunos de la mar, así les llaman a los que componen las tripulaciones de los faluchos, estaban recostados en las peñas con marcada indiferencia por el objeto que llamaba la atención general.

-¡Jesús del Socorro me valga! -decía una mujer-, ¿pues no corre sin velas ni remos, más súbito que una exhalación?

-¿Pues y aquella bandera negra que trae y se va desvaneciendo, no parece grímpola del infierno? -dijo otra.

-Oye, Juan José, -preguntó una vieja a uno de la mar-, ¿cómo dices tú que esa nao se llama?

-Vapó

-¿Y para qué han hecho ese pontón que anda solo como china cuesta abajo?

-Para dar un chasco al viento y quitar el pan a los veleros.

-¿Has visto muchos, Juan José por esos mares?

-¡Jesús! Más de diez mil.

-Pero hombre, ¿me querrás decir cómo anda y se mueve hacia dónde quiere, como si tuviese poder y voluntad de por sí propio, siendo de tablas como los demás barcos?

-Eso, -dijo la mujer que primero habló-, no puede ser sino por milagro de Dios, o arte del diablo.

-Ni lo uno ni lo otro, -repuso el marinero-, anda... anda... anda por máquina.

-¿Qué anda por máquina? -dijo la vieja-, oye, Juan José: si porque has corrido mundo, y vas a Cádiz a llevar las calabazas y los melones, te has figurado que nos puedes acá comulgar con ruedas de carreta, te engañaste, que acá, hijo mío, no nos chupamos los dedos.

-Pues entonces, ¿a que pregunta Vd., tía Diente y medio, sino me ha de creer? Dígole a Vd., créalo o no, que anda por máquina.

-¿Y tú sabes, -dijo el carpintero de basto a quien el alcalde había empleado en hacer una máquina complicada para dar de comer a las gallinas, y que entre el director y el ejecutor jamás habían podido poner en planta-, tú no sabes, culi embreado, que el mismo nombre lo está diciendo, maqui ná? (maquinada, pronunciado al estilo del pueblo andaluz).

-Momo, -dijo una mujer-, tú que has estado allá donde está la Reina, y el Real palacio, y la Virgen de Atocha, ¿has visto tú otro vapó?

-¿Pues acaso para ir a Madrid, -respondió Momo con su acostumbrado buen humor e innata afabilidad-, se pasa la mar como para ir a Cádiz?

-Es que me han asegurado, -dijo el de la mar-, que hay por tierra vapó también.

-¿Un barco que anda por tierra? -exclamó Momo soltando una carcajada que parecía un trueno.

-No digo eso, palurdo, son coches que andan sin caballos ni mulas.

-Por vía del dios Baco, -dijo Momo-, tú te quieres divertir con nosotros porque has salido a la mar, como Berlinga que lo echa de buche porque ha estado en Sevilla. Pues yo he estado en Madrid, ea, y así, aunque soy palurdo no me las cuelas, compae Sardinas.

-Pues por mí, -dijo la mujer-, ¿por qué no lo he de creer? Media hora ha no hubiese creído anduviese un barco sin remo ni vela; lo estoy viendo y tengo que creer o reventar; pues lo mismo que por mar podrá suceder por tierra.

-Si así fuese, -opinó un labriego-, quisiera que le diesen esa virtud de andar solo a mi arado, porque un buey se me ha muerto y no tengo para mercar otro.

-Es precisu lu ver para lu creer, -decía entretanto la señora Tiburcia-. Perfeuto, Perfeuto, ¿qué demuniu es esu?

-El progreso, mujer, el progreso, -respondió el alcalde-, que no sabía como denominar el fenómeno.

-Pensara más bien que fuera Ferruleño, es verdad, he, ha, ha, comu corre ese prugresu que non le alcanza o demo.

-Bendito Dios que tales maravillas hace por mano del hombre, -dijo el comandante-. Después del de la pólvora, paréceme este el mayor invento que se ha hecho jamás.

-Y lo hisoh un eshpañol, -dijo Cívico júnior-, con todo lo campanudo de su voz y la pureza de su acento madrileño.

-Bueno será, -observó la alcaldesa-, peru por mí aunque me dieran cien duriños non entraba en ese caldeiru. Tiburciñu ¿qué dirán el francés y el inglés cuando vean ese prugresu?

-Sheñora, -contestó éste de mal talante-, eshe invento es antiguo; los vapores zzzurcaban lash mares antes que yo naciese.

-¿Qué me dices? E nunca vi ninguno. Preciso es confesare, D. Modestu, que estamus atrasadus, es verdad, los gobiernos non valen o demo.

-No estoy con Vd., señora, -contestó el comandante-. Nada hay que decir contra ninguno de los gobiernos que nos han regido: todos han querido el bien del país, lo único y solo que se les puede echar en cara a todos, es el dejar arruinar sus fuertes.

En este momento se oyó un ruido infernal; no parecía sino que a la par rugían tigres, silbaban boas, soplaban dragones en un coro infernal.

-¡Virgen del Chanteiro! -gritó la señá Tiburcia-, ese prugresu revienta como un triquitraque.

-No es nada, señora, -dijo D. Juan de Dios-, es que se para la máquina y el barco va a anclar.

Efectivamente, el vapor, conducido por un hábil práctico había entrado en la pequeña ensenada, alcanzado un buen fondo arenisco y echaba el ancla. Enseguida saltaron en la lancha para venir a tierra, el capitán y algunos caballeros.

Eran estos un rico comerciante de Cádiz, dueño del gran convento que se hallaba inmediato al pueblo, que venía con algunos amigos proyectistas y hábiles en la materia, a ver el modo de sacar partido de ese soberbio y grandioso edificio, el que cual una noble y hermosa virgen georgiana esclavizada, iba a ser pasado en revista por un tosco chalán para graduar el destino que había de darle y el precio que había de ponerlo. Había fletado para este viaje uno de los muchos vapores que surcaban la bahía de Cádiz.

Este caballero, que compraba conventos de tal magnitud, que su posesión parecía no caber en el mezquino mío y que no se labraron para ser propiedad de ningún individuo, sino para dedicarlos a Dios, honrar la nación, y realzar el país; ese nabab, que fletaba vapores; ese personaje, a quien rodeaba una corte y que llevaba erguida la cabeza y derecho el cuerpo, como si fuesen sus talegas un justillo, este señor, por no decir caballero, era... D. Roque la Piedra para no servir ni a Dios ni a Vd.

El alcalde, que era cortés, se apresuró a ir al encuentro de tan inesperados huéspedes, y ponerse a su disposición. No habiendo en ese bien afortunado Villamar, ni posadas, ni cafés, ni casino, ni liceo, ni fonda, ni casa de huéspedes, ni bodegón, ni aun mesón, el alcalde, que además de Perfecto Cívico era perfecto urbano, se empeñó en hospedar a los señores en su casa, cuando volviesen de su excursión al convento, y llamó a Momo para que les sirviese de guía. Acompañolos un rato, apresurándose enseguida a volver a su casa para preparar la recepción. Pero apenas comunicó sus planes a su consorte, cuando se puso ésta en tal estado de rebelión, que el alcalde temió fuese su autoridad desatendida. Así tomando el tono con el que se promulgan las leyes, intimó a su mujer, que en punto a pollos imitase a Herodes, y en punto a huevos a Cacaseno, y que de no hacerlo así, le aseguraba a fe de Perfecto Cívico, que enviaba a Tiburcio otra vez a Madrid. Al oír esta amenaza, la intrépida oposición de la alcaldesa se apagó como una hoguera sobre la que se echa un cubo de agua. Se volvió apresuradamente, cogió un tremendo cuchillo de cocina, y con aire resuelto se encaminó al corral, haciendo la más exacta parodia de la intrépida Judit. No obstante, las cenizas de la hoguera murmuraban, ¿a qué habrá venidu aquí ese malditu progresu que hacía la misma falta que los canes en la misa?

Tiburcio, que se había tendido a lo largo en su cama y fumaba, decía con alto desprecio:

-¿Qué van a pensar esos señores de este incivilizado villorrio, del patán de mi padre, de la gansa de mi madre? -es para morirse de vergüenza.

No fue la visita que hicieron estos hombres de especulación y dinero al convento, como la que le había hecho Stein el cirujano alemán con el hermano Gabriel; ¡no, no! Sólo miraban estos la cubierta de aquel magnífico libro, sin atender a que le faltaban las hojas y el contenido de ellas; porque este no lo comprendían, sólo miraban el palo de rosa, la talla, los bronces de aquel soberbio piano, sin notar le faltaban las cuerdas, y por consiguiente el sonido y la armonía. Ellos no la hubiesen sentido, y así no la echaban menos.

Sentados sobre la suntuosa gradería del altar mayor, discutían sobre el modo de degradar más pronto esa portentosa obra de la piedad de los antepasados, y arrancarle lo solo que le quedaba: la austera majestad de la soledad, la profunda melancolía del abandono...

¡Oh, Dios mío!... Si hay quien nos pueda culpar, por levantar nuestra débil voz gritando tus propias palabras: dad a Dios lo que es de Dios, y al César lo que es del César, cúlpesenos enhorabuena. ¿Qué significa el elogio o la crítica a un ente oscuro y desconocido, para atajar en sus labios las palabras de la verdad, los brotes de su corazón? ¿Qué derecho tenéis a destruir lo que otros labraron? ¿Creéis poder, como Dios a las olas del mar, decir a los sentimientos de los fervientes, hasta aquí llegaréis? Si la generación presente condena en sus obras a la generación que labró, día llegará en que la generación venidera condene con harta más razón sobre ruinas, a la generación que destruyó. Cortad la gangrena antes que haga más estragos, y dígase que si es de sabios errar, es de nobles reconocer el error y enmendarlo.

Proponía el uno destinar el convento a una fábrica de papel, la falta de agua hacía abandonar el proyecto. Otro hablaba de una de curtidos; Momo que fue consultado, contestó con destempladas razones, que tendrían que traerse las pieles de Cádiz, puesto que por allá no se mataba sino machos cabrunos en el verano, y cerdos en invierno. Al fin opinó don Roque, que lo más lucrativo sería echar el edificio abajo, y vender los materiales como se había hecho con tantos otros; pero Momo dijo que allí no había quien comprase tan ricos materiales, aunque los malbaratase, porque no había modo de emplearlos.

Regresaron, pues, los señores al lugar, después de dar D. Roque majestuosamente dos reales a Momo, al que poco le faltó para tirárselos a los pies.

¡El demonio del tío Bambolla! -murmuró, con esa fachada de casa grande y- ¡na! Parece que no cabe el fantasmón en el mundo y se descuelga con dos reales! ¡Vaya! Si lo sé, ni el tío Urdax, ni el alcalde, ni san alcalde, me acarrean a mí aquí de cabestro. ¡Agarrado! ¡Estítico! ¡No se morirá de riarrea, no! ¡Caramba con él!

Por el camino siguieron discutiendo los especuladores, y después de muchos debates decidiose por fin el destino que se le había de dar al convento.

Pasaron delante de la capilla del Señor del Socorro y delante del cementerio, y ni la imagen de Dios ni la de la muerte, distrajeron un momento la atención de estos hombres de su negocio; y tan muertas, tan secas, tan vacías estaban esas almas a todo santo respeto, que ni una de esas cabezas cartillas se descubrió, ante cuanto grave y sagrado existe en el mundo. Eran hombres positivos.

¿No se sabe allá el moderno significado de esta palabra, lector? Pues te la diré. Esta denominación es un cinismo que indigna; es la divisa de Sancho Panza; es la bandera que enarbola descaradamente lo material sobre lo espiritual; es el sombrero de un Gersler importante y vulgar, al que se quiere forzar a los hijos de la montaña a saludar con respeto; es en fin, la quijada del burro con la que el siglo XIX cae sobre los restos de las cosas y sentimientos grandes y elevados de los tiempos de fe, de entusiasmo y de caballerismo.

El alcalde, que no sólo era Perfecto Cívico, sino Perfecto Urbano, como hemos dicho, salió al encuentro de los señores suplicándoles cortésmente que pasasen a desayunarse a su casa. D. Roque no se hizo de rogar, no por el almuerzo, puesto que estaba preparado el suyo en el vapor, pero porque deseaba adquirir algunas noticias locales del alcalde que le eran necesarias, y sobre todo por aquello que ya anotamos, de que el rico sólo por serlo se cree con derecho a todo, y que en sus relaciones con los demás hombres, los favorece siempre, aunque sea admitiendo un favor:

Que acepta el don, y burla del intento,
el ídolo a quien haces sacrificios.
RIOJA.