Lágrimas: 21
Capítulo XX
JUNIO, 1848.
-¿Una carta? -Decía Genaro a Marcial, al verlo esconder lo más visiblemente que pudo un papel-. Feliz mortal, si una esperanza se te marchita, otra florece; apenas tu entusiasmo amistoso te ha arrebatado una conquista a medio cuajar, cuando van saliendo otras del cascarón como pollos piando; ¡qué estrella tienes! Es una gallina sobre huevos.
-Esto daría materia a Azais para añadir un capítulo más a su obra sobre las compensaciones, -opinó Fabián.
-Ya salió lo francés, -dijo Marcial-: manso Dauro, estoy para mí que le envidias su posición al Bidasoa. Y ya que hablamos geográficamente ¿sabéis que estoy componiendo una geografía poética para enseñarle esta ciencia a Reina, que no la sabe, ni la conoce, ni la aprecia, ni la admira?
-¿Y será acaso medio en prosa, medio en verso, como Dumoustier enseñó la mitología a Emilia? -preguntó Fabián.
-No, no plagio yo a nadie, soy original, a punto de merecer como escritor, este distintivo exclusivo, como lo lleva el pecado de Adán. Queda bueno para ti, Dauro de afrancesadas aguas, el plagiar a Paul de Kock ángel del silencio.
-¿Qué estás diciendo, Marcial? -exclamó Fabián soltando una carcajada.
-Nada, nada, padre Dauro, sino que no se me da gato por liebre.
-Vamos, Marcial, danos una muestra de tu geografía poética, -dijo Genaro-; si la imprimes cuenta con mi suscrición. Empieza por España nuestra patria.
-Pues oid, escuchad, atended y enteraos. La España es una ninfa.
-¡Hola! -dijo Genaro.
-La pintarás en las astas del toro señorito, como la otra ninfa Europa en las astas del toro Júpiter, -añadió Fabián.
-Calla, manso Dauro, cántale la nana a tus aguas, y no me distraigas. Esta ninfa morena y garbosa tiene por cabeza a Cádiz, por corazón a Sevilla, y por estómago a Madrid.
-Muy bien, muy bien, -dijo Genaro, ¿y dónde dejas tu residencia?
-¿Queréis callar, o callo yo? -repuso impaciente Marcial-. Cataluña es su mano derecha, Galicia la izquierda, que es menos diestra. La Sierra-Morena es un cinturón del que pende Granada, que es un hermoso alfanje moruno cubierto de pedrería. Valencia es un ramo de flores y cintas con que se adorna su lado derecho. Toledo la escarcela sobre la que está estampado en oro su escudo de armas. Los Pirineos, la verde guirnalda que guarnece su túnica. ¿Es esto o no, darle un colorido poético aun a las ciencias más positivas? Esto es la mnemónica que sacaron los alemanes a bailar (pero que por lo visto no ha bailado más que una alemanda), afianzar en la memoria las ideas por signos: se apellida así por derivar el nombre de Mecnosine, diosa de la memoria, madre de las musas y...
-Toma aliento, Marcial, que peligran tus pulmones, -dijo Genaro-: sigue tu curso de geografía y deja a los alemanes que por lo presente están reñidos con las musas, las ciencias y la cordura, y dinos qué es Gibraltar de la ninfa?
-Un cáustico en la cabeza.
-¿Y Portugal? -preguntó Fabián.
-Portugal, Portugal, -dijo Marcial-, no me había acordado de Portugal. Portugal es su joroba. Basta de geografía, -añadió-, que tengo que salir y se me va pasando la hora. Caspitina, cerca de las doce; con el curso de geografía se me ha ido el tiempo, y media cara que me queda que afeitar.
Marcial cogió con denuedo la navaja de afeitar, dándose tajos y reveses en su soplado carrillo.
-Pero, vamos, -le dijo Fabián-, ¿a qué andas con tapujos? ¿De quién es esa carta?
-Mía.
-Lo infiero, pero ¿quién la escribió?
-No ignoras, puro y manso río, que el honor obliga a veces a ser reservados a los hombres, aun con sus más íntimos.
-Sí, pero tú lo has dicho: tú, Genaro, y yo, somos tres unos que formamos un solo tres, como en la cartilla.
-No puede ser, no me dejo arrastrar por tu suave corriente, Dauro. Punto, pues, si sois mis amigos.
Acabose de vestir Marcial, se puso un frac y dejó el gabán, con el que había entrado por la mañana, rodando sobre una silla según su loable costumbre; se estiró el chaleco, encasquetó el sombrero y salió.
Apenas había vuelto la espalda, cuando Genaro, que había observado cuanto había hecho, y notado que había dejado olvidada la carta en el gabán, se levantó, corrió a la silla en que estaba, sacó la carta y leyó.
«Querío Massial: -La pejiguera de mi tía, no me eja ni a sol ni a sombra; pero mañana por la mañaita, como que es sábao, se va su mercé a jofifar la escalera en ca D. Luardo el meico, Asina poé verte a las oce en la plazuela de los Trapos; tráete algo que meter bajo los olientes, más que sea un bizcocho de Mallorca, que si tú tienes capricho como ices por mí, yo lo tengo por ellos. Abú, real moso. Dios te dé lo que te falta.
SALÚ.»
Apenas concluía Genaro de leer la esquela, cuando se oyeron en la escalera las zancajadas apresuradas de Marcial, que venía subiendo. Volvió Genaro a guardar la esquela en el bolsillo de que la había sacado, y se sentó gravemente en la mesa, en la que siguió escribiendo.
Entró Marcial con estrépito, acelerada la respiración, y fijó en sus amigos una mirada escudriñadora.
Viendo a Genaro, que tenía de cara, impasible, se serenó y se dirigió hacia la silla en que estaba su gabán.
Mientras sacaba de la faltriquera la carta cuyo olvido lo había hecho volver con tanta precipitación, murmuraba.
-¡Las doce y media! Entre estas y las otras he perdido media hora. ¡Inexacto a una cita! Es esto poco galante, poco delicado, poco caballeresco y poco juvenil.
Entretanto, Genaro había hecho una seña a Fabián, ambos se habían salido silenciosamente del cuarto y habían cerrado la puerta por fuera.
-Vamos, jóvenes, abrid, -dijo Marcial-, no es sazón de bromas, que tengo prisa.
-Si no necesitas salud, hombre, que te sobra, -dijo Genaro desde el lado de afuera.
-Vamos, vamos, Genaro, zorra sutil, taimada, astuta y socarrona, abre que me haces mal tercio y comprometes mi formalidad, exactitud, puntualidad y galantería.
-Ya es tarde, Marcial, -dijo Fabián-, y para poca salud, más vale ninguna.
-Fabián, Fabián, traidora y profunda agua mansa, abre, abrid, que me incomodo de veras; no seáis los perros del hortelano.
-No hay perros del hortelano; Genaro ha ido a avisar a tu Ariadna que no viene Teseo, pero que no le faltará un Baco.
Al oír esto Marcial, furioso se puso a patear y a dar voces y golpes en la puerta.
Fabián se esquivó, y cuando la patrona acudió al oír el estrépito, y mandó abrir la puerta, por deprisa que corrió Marcial a la plazuela de los Trapos, halló muchos de estos; pero en cuanto a prendas de más valor, no había ninguna.
Aquella misma noche decía la alegre Flora a Reina:
-Te contaré una cosa muy graciosa que me ha contado mi hermano, que la sabe por Fabián. Hoy a las doce parece que tu fidelísimo y consecuente apasionado Marcial, tenía una cita amorosa con una locuela de medio pelo. Lo supieron Genaro y Fabián, lo encerraron, y la linda alhaja de Genaro fue a consolar a la citadora cursi de la ausencia de Marcial.
Reina sintió al oír esto tan punzante dolor, y tal movimiento de ira, que se te llenaron los ojos de lágrimas. ¡Qué infamia! -exclamó.
-No, mujer, -dijo Flora-, no seas tan acerba: calaveradas, falta de buenas costumbres, inmoralidad, chabacanerías, pero no exageres, infamia no.
-¡Ah! ¿Y tú no crees infame, vil, criminal y bajo, revolcarse en tales inmundicias, tales lodazales, y luego venir a decirnos que nos quieren? Atreverse a pretender que los amemos, brindarnos un corazón en el que tiene parte una rabanera, es infame, te digo.
-Mujer, -repuso Flora con extrañeza-, ¿quién había de haber pensado que te interesases tanto por Marcial, a quien de continuo estás haciendo burla? Vamos, que no se puede uno fiar de las apariencias masculinas y femeninas. Si lo hubiese sabido no te lo habría dicho.
-¡Corazón perverso, y costumbres disolutas! Es completo, -murmuraba Reina.
-¡Quién había de haber pensado que te interesaba Marcial, Reina!
-Flora, por Dios. ¿Quieres callar?
-¿Prefieres al coronel Astorga que tan enamorado está de ti? Es por cierto un buen mozo.
-Calla, Flora, es un uniforme metido en un uniforme; cuando me habla, siempre oigo tambores.
-¡Vaya con la delicadita de gusto! Vamos, que el predilecto será el marqués de Navia que tu madre recibe tan bien.
-Es un tonto forrado en fatuo.
-Espero que no recaerá la preferencia en Fabián, pues en ese caso preciso sería recurriésemos al verdugo de Salomón.
-No, no, Fabián te quiere a ti, es decir, te quiere todo lo que puede querer un poeta.
-¡Oh! No hay cuidado, hija mía, -dijo riéndose Flora-, que nos engañamos mutuamente. Si él me prefiere la musa, yo le prefiero un buen novio, como te lo probaré, el día que se presente. ¿Y Genaro?
-Es un monstruo que abomino, -exclamó Reina
-Vamos, amiga, que el que habla mal de la pera...
-Si esa pera hubiese sido manzana del paraíso, y yo Eva, es cierto, Flora, que habría perdido su tiempo la serpiente.
En este momento se acercaron Marcial y Fabián.
-Dígame Vd., -le dijo Flora- ¿qué se ha hecho de Genaro, que tantos días ha que no vemos?
-Genaro es un arcano, -respondió Marcial-; se mete en sí mismo, es decir, está ensimismado. A veces creo que posee el sombrero de Merlín, así como posee su saber y sus picardías.
-Siempre que vamos a casa lo hallamos estudiando, -añadió Fabián. Además padece, y está de mal humor; le están saliendo las muelas del juicio.
-¿Te han salido a ti, primo? -preguntó Reina con mal humor a Marcial.
-Si me saliesen me las arrancaría, -contestó éste-, que seguía en la ilusión que a las bellas les hacían gracia los calaveras, y perseveraba en tomar por modelo a D. Miguel de Mañara.
-Apuesto, -dijo Flora-, que Genaro no viene, porque tendrá la cara hinchada y estará feo.
-¡Feo Genaro! -exclamó Marcial-, ¡oh, qué suposición! ¡Genaro feo! ¡Genaro el Antinoo extremeño, el Narciso que se mira en las aguas de la fuente del Abanico! ¡Qué suposición! ¡Qué suposición! Flora, en su vida se la perdona a Vd. el Adonis maquiavelesco. Genaro, como la luna en su menguante, no perdería nada de sus encantos por tener una mejilla más abultada que la otra. Predigo a Vd., Flora, que al saber la extraña suposición de Vd. dejará sus recuerdos amorosos, y pasatiempos estudiosos, para venir a probar a Vd. que su bien parecer, hermosura, bonitura y belleza, están a prueba de bomba y de hinchazones.
-¿A qué dices todo eso, Marcial, -dijo Fabián-, si las mejillas de Genaro están sin novedad como las patrullas, y sin las menguantes y crecientes de la luna?
-No lo creo, -dijo Flora.
-¿Aunque yo lo asegure? -preguntó Fabián.
-Aunque lo asegure el obispo. Mientras no me desengañe por mis ojos, he de creer que está hecho, Genaro, un Quijote a la derecha, y un Sancho a la izquierda.
Toda esta disparatada conversación, en la que Flora procuraba evidentemente que volviese Genaro a la tertulia, le fue repetida por sus amigos; él, que no deseaba sino un pretexto para volver en casa de la Marquesa, fue a la noche siguiente. Pero siguiendo la táctica que se había propuesto, sólo saludó a Reina, y se alejó después de haber trocado algunas bromas, con Flora, sobre la dolencia, con la que lo gratificaba.
-No se apresuraría tanto ese presumido de Genaro, -dijo Marcial- en vindicarse de algunas de sus muchas picardías como se apresura en probar que su carita sigue sin novedad en su importante hermosura. Pero, Reina, ¡qué distraída estás! ¡No hay quién te saque una palabra!
-Tengo un humor de ministro de Hacienda.
-¡Ya! ¡Cómo que todos te piden audiencia!
-Y que a nadie quiero darla.
-Ven, Genaro, -decía Fabián-, ven para que Reina se convenza que no dejabas de venir por desfigurado, como opinaba Flora.
-¿Conque también Reina creía que yo no venía por esa causa? Eso es atribuirme un excesivo deseo de parecer bien que no tengo, -dijo Genaro.
-Es una suerte, -respondió Reina-, no abrigar deseos que no siempre son realizables.
Por una de esas casualidades siempre propicias a los amantes, un amigo suyo llamó en este instante a Marcial, y Genaro ocupó su asiento al lado de Reina.
Arribos hacían heroicos esfuerzos para parecer serenos.
-¿Habéis pensado vuestra respuesta? -preguntó Genaro tan bajo, que apenas Reina lo oyó.
-¿Pues qué, -contestó ésta-, acaso no la he dado?
-Aquello no era respuesta, Reina, era un brote de coraje, al ver que había adivinado que leeríais mi carta. Os decía, que tomaseis tiempo para decidiros, por consiguiente, no podía tomar aquella tremenda por una respuesta.
-Pues la tremenda era respuesta, o la respuesta era tremenda. No hay otra, que a mí no se me impone tiempo para nada, pero menos que nada, para contestar; una respuesta me ahoga.
-Reina, Reina, por soberbia, por orgullo nos vais a hacer a ambos desgraciados. Pues qué, ¿os placen sólo aduladores? ¿No queréis si no rendidos a vuestro desdén, y no sabéis apreciar al hombre que se rendirá al amor sí, a la altanería no?
-Pero si no os quiero, -contestó Reina en voz trémula.
-¿Y por qué no, Reina?
-Porque no quiero quereros, y que yo también obedezco a mi voluntad.
-¿Conque es sólo porque no queréis, que no me amáis?
-Aunque fuese sólo por eso, ¿os parece poco?
-Me parece mucho, porque la terquedad es un enemigo inatacable.
-¿Conque es terquedad?... ¡Pues está bien!
¡En vos, sí, Rema, así como en mí, no es sino la prudencia que está como el ángel ante la puerta del paraíso, hasta que me abráis.
-Haríais un infierno del paraíso.
-No pensáis lo que decís, Reina; cual la frondosa y lozana vid que no se podó jamás, necesitáis un sostén, pero de tal fuerza que no lo quebréis; este vos sola le podéis elegir y graduar su resistencia.
Y después de un rato de silencio añadió, mientras sus manos temblaban y el pecho de Reina se agitaba.
-Reina, Reina, ¿a qué batallar contra la corriente que nos arrastra, si nos conduce a la felicidad?
Reina calló.
-Decidid nuestra suerte, Reina; en breve seré graduado, parto enseguida para Madrid, y me veis por última vez esta noche si me rechazáis.
En este momento se acercó Marcial.
-¿A que me estabas guardando el asiento? -le dijo a Genaro; porque si bien eres un Maquiavelo en capullo, eres también un Pilades en flor.
-¿Vuelvo mañana? -pregunto Genaro a Reina levantándose.
-No, respondió Reina con vehemencia como despertada por un funesto recuerdo, y olvidando toda delicadeza y recato, -añadió con indignación-, ¡no! Que mejor emplearéis vuestro tiempo en ir a consolar ausencias de Marcial.
¿Por qué una miserable intriga causaba más celos a Reina que el suave y puro recuerdo de Lágrimas? Dícese en teoría que no es así, y que los celos son profundos y punzantes, cuando son causados por entes superiores capaces de inspirar sentimientos ideales. No hay tal. Los celos, como todo lo que es pasión, tienen su esfera terrestre en que se debaten con otras pasiones cual ellos agitadas y pasajeras. En el cielo, que es la mansión del amor ideal y perfecto, hay jerarquías y ángeles más cercanos a Dios que otros, y no hay celos.
Genaro al oír a Reina se había levantado con aire radiante, y volvió trayendo del brazo a D. Domingo de Osorio.
Cierto es que formaban un bello contraste el elegante y airoso joven, con su negra y ensortijada cabellera, su porte garboso y suelto, con el despacioso anciano que llevaba sus años y sus canas honrándolas como el militar sus cicatrices, como el vino su calidad, como la encina sus coposas ramas.
-Don Domingo, -le dijo Genaro-, ¿no es verdad que ayer tuvo Vd. la bondad de llevarme a las doce y media, según me había ofrecido, en casa de su amigo en señor canónigo C.*** para ver su hermosa colección de cuadros? Reina no quiere creerlo.
-Sí, por cierto, -respondió D. Domingo-, ¿y por qué no quiere Reina creerlo?
-Porque afirma que no tengo suficiente paciencia para estar dos horas viendo cuadros.
-Pues se equivoca mi niña, -repuso D. Domingo-; por cierto que sois muy inteligente. Mucho tiempo estuvo parado delante de una Judit que decía se parecía a ti, Reina
Reina, durante esta conversación, había sentido tan intensa alegría, que su cara, habitualmente pálida, se había puesto rosada como la vida.
-¿Vuelvo mañana? -dijo Genaro al entregarle el pañuelo que se le había caído, con una mirada de ansioso deseo.
Reina afectó no oír.
-Pero por más que Vd. diga, -prosiguió D. Domingo-, no es de Villavicencio esa Judit.
-Será de Morales, -respondió Genaro-, volviéndose a Reina, ¿le gustan a Vd. las pinturas? -preguntó, añadiendo sólo con el movimiento de los labios y la expresión de los ojos, ¿vuelvo mañana?
-Me gustan, -respondió distraída y fatigada Reina.
-¿Desde cuando acá, niña mía? -preguntó D. Domingo-, ¿no decías que las odiabas y que te parecían almas en pena?
-Es que a Reina le gustan las almas en pena, -observó Genaro.
-¿De dónde sacáis eso? -preguntó ésta.
-De que no me sacáis de este purgatorio, Reina, -respondió a media voz Genaro-, ¿vuelvo mañana?
-Esa Judit es de Alonso Cano a no dudarlo, Genaro, -decía D. Domingo.
-Es de la escuela de Murillo evidentemente, Don Domingo, es su colorido; volveré a verla, ¿y acá vuelvo, Reina?
-Decididlo vos.
-No entro en parte alguna donde hallo la puerta cerrada, Reina.
-Pues -yo no abro a nadie.
-¿Sabe Vd., Genaro, cuánto daba un inglés por ese cuadro? -dijo D. Domingo.
-¿Por qué cuadro? -preguntó Marcial.
-Por una Judit que tiene C.*** que se parece a Reina, daba mil libras.
-Si se parece a Reina vale mil arrobas, -repuso Marcial-. Si esa Judit fiera, añadió acercándose a Reina, eras tú, la cabeza que lleva del hombre que asesina, sera la mía.
-¡La cabeza de Holofernes! -exclamó Flora que lo había oído, soltando una alegre carcajada-, ¡qué extraña pretensión, Marcial!
-¿Y quién le dice a Vd. que el general de los Asirios no fuese buen mozo? ¿Había acaso entonces daguerrotipos para que se conserve un tipo exacto, perfecto, auténtico, idéntico y genuino de su físico?
-¿Vuelvo mañana? -decía entretanto Genaro a Reina.
-¡Qué terco! -contestó ésta.
-Terco no, precavido sí.
-¿Te vienes, Genaro? -dijo Marcial, -que ha rato dieron las doce campanadas que marcan el fin de la vuelta del cuadrante.
-Siempre tenéis el reloj en la mano como el feísimo viejo que figura el tiempo, -dijo Flora.
-En la mano no, -repuso Marcial-, en la cabeza como la Giralda. Buenas noches, Flora, séaos la noche ligera como os lo son vuestros días: que descanses, Reina. ¡Dichoso el mosquito que te quite el sueño!
-Tengo mosquitero, primo.
-No basta, Reina, -murmuró Genaro-, es preciso un mosqueador para este enjambre. ¿Cómo estará la puerta mañana?
-Entornada, -dijo Flora-, nada hay mas pesado en este mundo que una terca, a no ser un porfiado.
Reina puso su pañuelo ante su boca para disimular una sonrisa, la que brilló en sus ojos y no se ocultó a Genaro, que al verla pensó con júbilo: victoria.