Katara/Un conflicto

Katara: Recuerdos de Hana-Hiva (Narración polinésica) (1924)
de Rafael Calzada
Un conflicto
XIII

UN CONFLICTO

Dicho así, a grandes rasgos, según mis notas y mis recuerdos, lo que eran, cómo vivían y lo que creían aquellos hombres, cuyo estudio acaso mereciese algunos volúmenes, no obstante su simplicidad, o precisamente por ella, vuelvo a la narración de mi vida y la de mis compañeros, los cuales, especialmente don Miguel, parecían menos resignados que yo a la dura fatalidad que nos perseguía.

Los isleños se mostraban cada vez más bondadosos con nosotros, considerándonos como si hubiéramos sido sus compañeros de toda la vida, especialmente al ver el empeño que poníamos en conocer su idioma. Una vez que pudieron entenderse con nosotros, y ello se explica fácilmente, ya no les parecíamos más suyos, sino enteramente suyos.

En cuanto a la gentil Kora, según iba pasando el tiempo, se me aparecía más amante y más rendida; pero he aquí que un serio incidente vino a turbar aquel idilio. A un isleño llamado To—hú, alto y de hercúleas fuerzas, que había pretendido a la joven, aunque inútilmente, poco antes de nuestro arribo a la isla, se le ocurrió renovar sus demostraciones amorosas, cobrándome, como es de suponer, un odio mortal. En los primeros tiempos, probablemente ante la impresión que produjo nuestra aparición allí y las afectuosas demostraciones de que fuimos objeto, el hombre supo disimular sus instintos; pero cuando pudo convencerse de que mi presencia le dejaría sin la esperanza siquiera de llegar a conseguir lo que en sus ilusiones habría considerado como suyo tantas veces, ya no pudo contenerse y requirió a la joven hasta con las más terribles amenazas. Nada me ocultó Kora, quien me dijo, llorando amargamente, que antes moriría que ser de aquel hombre, y que si algo temía, no era por ella, sino por mí.

Me dió a entender que podía yo ser objeto de una venganza, me aseguró que velaría por mí, momento a momento, y me suplicó que viviese prevenido.

Aquella inesperada complicación, de cuya extrema gravedad me dí cuenta en el acto, confieso que me alarmó seriamente, toda vez que yo me encontraba indefenso para el día en que a aquel bárbaro se le ocurriese acometerme, y sobre todo, hacerme víctima de sus asechanzas. Aunque me sentía animoso y fuerte, yo no tenía la menor duda de que una vez entre aquellas terribles manos, mi estrangulación era segura.

¡Cómo resolver aquel conflicto? Por un lado, Kora era mía, y yo no me resignaba a quedarme sin ella, permitiendo que pasase a poder de aquel salvaje; pero, por otro, yo no había perdido la esperanza de salir de aquel cautiverio y debía mirar por mi vida; que de no ser así, tal vez habría afrontado serenamente la casi seguridad de perecer a manos de mi enconado rival. Habría sido una solución como otra cualquiera.

No era posible tampoco pensar en que allí debiese mediar la autoridad de los ancianos, ni el consejo de nadie. Aquello tenía necesariamente que ser resuelto de hombre a hombre. Yo comuniqué mis temores a don Miguel, el cual, desde aquel instante, ya no se separó de mí; pero, como quiera que fuese, comprendiendo el peligro en que me hallaba, desapareció para mí, como por encanto, aquella plácida tranquilidad en que vivía. Al encontrarme en aquella isla remota y entre aquellos salvajes, pasaron desde el primer momento por mi imaginación toda clase de peligros, aun los menos probables, y pensé en la manera de hacerles frente; pero he de reconocer que en uno como aquel, tan difícil, por no decir tan imposible de conjurar, no pude pensar nunca. De ahí la cautela con que yo había mirado al principio las demostraciones de Kora, y que sólo acepté cuando ya no tuve la menor duda, engañado por las apariencias, de que no eran un motivo de contrariedad ni de recelo para nadie, bien ajeno ciertamente a que en el ánimo de Tohú estuviese germinando una pasión que había de manifestarse con preludios de tragedia.

Aquel bárbaro, que era a mi lado un giganteno se cuidaba gran cosa de disimular sus propósitos. Se me acercaba con frecuencia, y en más de una ocasión tuve la certidumbre de que se disponía a clavar sus garras en mi cuello.

A todo esto, la compañía de don Miguel y del mismo Ricardito, no dejaba de proporcionarme una cierta tranquilidad; pero aquel cuidado a que mi situación les obligaba, les impedía efectuar las excursiones que de tiempo atrás venían haciendo a la costa, con la esperanza de ver pasar algún buque, al cual harían señales, o a cuyo encuentro irían con nuestro bote, ya bien provisto de vela y remos. ¡Qué pena tan grande — pensaba yosi mientras estos queridos amigos me acompañan, pasa el ansiado barco que podría sacarnos de este encierro! Pero, lo esencial, por de pronto, era vivir. En cuanto al barco, si había de venir, ya vendría.

Quien estuvo constantemente a mi lado durante aquel tiempo, fué mi Moro, mi queridísimo Moro, el cual se puso muy triste, como si adivinase el inminente peligro que me acechaba. Me miraba con verdadera ansiedad, y me lamía la mano con más frecuencia que nunca, como diciéndome que él me quería, que él velaba por mí, y que estuviese tranquilo. ¡Qué inteligente y qué fiel era aquel hermoso animal!

Yo trataba de disimular ante todos el estado de mi ánimo, porque no podía pasar por la afrenta de que aquellos hombres me viesen o me considerasen acobardado, viniese lo que viniese: ante ellos, debía ser yo y quería parecer tan animoso y tan fuerte como el que más; pero muy pronto se dieron cuenta de los terribles celos y de las siniestras intenciones de To—hú, lo cual fué un motivo para que redoblasen sus cariñosas atenciones hacia mí, significándose muy especialmente Aka—kúa, el padre de Kora, quien me había cobrado un grandísimo afecto, agradecido seguramente a la preferencia con que me había dignado distinguir a su querida hija.

En nada de todo aquello dejó de fijarse To—hú seguramente, cada vez más torvo y eeñudo; pero él seguía adelante, acechándome siempre, bien seguro de que no había de faltarle ocasión de saciar en mí sus fieros instintos de venganza.

Así corrió algún tiempo, durante el cual hice tales adelantos en el aprendizaje del nuevo y muy agradable idioma, que conseguí hablarlo con verdadera facilidad. Mis maestros, que eran, puede decirse, casi todos menos el torvo To—hú me aseguraban, llenos de la mayor satisfacción, que hablaba ya tan bien como ellos mismos, pero con un acento más suave, más dulce, que les resultaba más agradable al oído y hasta les hacía pensar que yo me expresaba mejor que ellos mismos.

El peligro de un choque con To—hú no ha—bía desaparecido, ni mucho menos. Por el contrario, cada día se presentaba como más inminente; pero, mis precauciones, por un lado, y por el otro, la compañía de don Miguel y su hijo, la atenta vigilancia de Kora y la prevención con que muchos de los isleños venían observando la conducta de To—hú con respecto a mí, dieron por resultado que él tuviese que ir aplazando la consumación de sus planes, que no podían ser otros que los de mi exterminio. Yo le estorbaba, y él necesitaba quitarse de delante aquel estorbo.

Un día, agobiado ya por aquella situación, que no podía ser más comprometida, llamé al padre de Kora y le enteré de todo, recomendándole la mayor reserva y asegurándole que, en caso de un encuentro, yo estaba seguro de vencer y de matar a To—hú.

—Todo eso, —me dijo Aka—kúa ya lo sabía yo por Kora, y muchos otros lo saben.

Todos estamos seguros de que tu matarás a To—hú, porque vemos que eres muy fuerte y porque sabes mucho más que él y que todos nosotros; pero tambien te digo que si te ofende y no le matas tú, le mataré yo.

_No, le repliqué en el acto; tú no harás eso. Yo no quiero que por causa mía, ocurra ninguna desgracia entre vosotros; ya que os encontré en paz, en paz quiero que sigáis viviendo. Si, como no dudo, cuando me acometa, le venzo, le mataré; y si no, con morir yo, todo habrá concluído.

Aka—kúa, que tenía un corazón excelente, y que sentía por mí una especie de admiración supersticiosa, me miró con asombro, se le arrasaron los ojos de lágrimas, y me dijo con acento lleno de energía.

—Tú no morirás, Katara, tú no morirás, porque eres bueno y porque todos necesitamos de tus consejos y de tu compañía. Si te sigue odiando, el que morirá, será To—hú.

― —Escucha, Aka—kúa le dije entonces. Esto tiene un remedio. Yo me puedo ir a otro sitio lejano de la isla, que tu mismo puedes indicarme, encontraré gente bondadosa como vosotros, con la cual viviré, y espero que de esta manera, To—hú dejará de perseguirme.

¡No te irás!

replicó Aka—kúa, apretando colérico sus terribles puños.

― ¡No te irás! Sería una vergüenza para todos nosotros, y creo que también para tí. Tú no puedes abandonar a Kora, ni yo lo consentiré; y si te fueses, llevándola contigo, él irá tras de vosotros y te acometerá con más ventaja que aquí, porque no tendrás quien te guarde.

Verdaderamene, le sobraba razón al buen isleño: yo no podía buscar solución al conflicto, alejándome de allí, como había creído; pero, en cambio, parecíame como si hubiese centuplicado las garantías de mi vida el apasionado afecto de aquel hombre.

—Bien está, Aka—kúa, — le dije. Tienes razón. Suceda lo que suceda, venceré a To—hú y seguiré viviendo tranquilo y contento entre vosotros.

—¡Sí, Katara, contento! ¡siempre contento me replicó Aka—kúa, lleno de alegría.

Tú eres de nosotros, y todos hablamos de tí diciendo que debes haber venido de aquel lugar grande, grande, donde dicen que vive.

Atúa; porque tú, que nos dices todos los días cosas que nos asombran, pareces un hombre distinto y mejor que nosotros.

Muy bien hablas, — le contesté. — De vosotros soy; pero sabe que soy enteramente como vosotros.

Le dí una palmadita en el hombro, pues así era como yo les demostraba mi estimación y simpatía, y se retiró diciendo: No, Katara, no te irás!