Katara/Cómo vivían

Katara: Recuerdos de Hana-Hiva (Narración polinésica) (1924)
de Rafael Calzada
Cómo vivían
XII

COMO VIVIAN

Era aquella isla, según los datos que fuí recogiendo, de una vasta superficie y contenía muchos millares de habitantes diseminados en pequeñas agrupaciones. No había allí ningún gran centro que pudiera considerarse como el mayor o la capital de la isla, en la cual no existía ni se había conocido ningún rey o soberano que mandase en todos, o los gobernase. Cada agrupación o clan de aquellos, disfrutaba de una verdadera autonomía y tenía para sus miembros el carácter de una gran familia. Por esta razón, sin duda, quien todo en él lo dirigía y ordenaba, no era el más audaz o el más fuerte, como suele suceder, sino uno de los más ancianos cuyas disposiciones eran más bien consejos que todos acataban respetuosamente. Cuando ocurría alguna gran calamidad, iban emisarios a buscar a los ancianos para congregarles en un sitio especial, del centro de la isla, donde acordaban lo que era necesario hacer; y no había noticia de que sus resoluciones hubiesen dejado nunca de cumplirse.

Era allí rarísima la delincuencia, según la entendemos los hombres civilizados, que tiene su principal origen en el régimen de la propiedad individual, muy especialmente la de la tierra, que ellos desconocían por completo. Por lo mismo, el robo, el fraude, la violación de domicilio, todas las violencias y las maquinaciones que suelen emplearse para incautarse de lo ajeno, salvo algunas pequeñas raterías de los objetos de uso corriente, no existían allí.

Como natural consecuencia de que todo se consideraba de todos, puede decirse que entre ellos era apenas conocida la mayor parte de las malas pasiones que tienen envenenado nuestro espíritu desde los primeros años de la vida. Así, la envidia, la soberbia, la vanidad, la difamación, engendradas casi invariablemente por la desdichada noción de lo tuyo y lo mío, apenas tenía razón de ser entre aquellas buenas gentes. ¿Para qué?

Además, allí no existía propiamente el matrimonio. La unión sexual era enteramente libre. Cada hombre podía tener a la vez varias mujeres, lo cual no contrariaba ninguna ley de la naturaleza; pero, no obstante, era muy raro que una mujer tuviese a la vez más de un hombre, sin duda porque ello habría ido contra esas leyes, siendo allí, por lo mismo, desconocida la prostitución. Salvo por amor, hombre y mujer no se unían jamás; y cuando una mujer había pertenecido a un hombre, aunque con él hubiese tenido un sólo hijo, muy rara vez buscaba un nuevo compañero, a no ser que el hijo muriese, y no tuviese nueva descendencia. En este caso, podía buscarla con otro hombre, lo cual sucedía con mucha frecuencia, sin que el primero tuviese ninguna razón para quejarse.

Para aquellas mujeres, la mayor de las desgracias era no tener hijos; y con uno o dos que consiguiesen, ya se consideraban felices.

Resultaba de todo ello, como bien se comprende, que allí no se conocía el adulterio, ni el aborto provocado, ni el abandono de niños, ni menos el infanticidio, desde que la mujer, lejos de ocultar la maternidad, la consideraba más bien como motivo de orgullo.

La doncellez era mirada, a cierta edad, casi como una afrenta.

Otra consecuencia de aquella extraña organización familiar, era indudablemente que la especie se limitase a conservarse, sin multiplicarse apenas, desde que era muy frecuente que dos o tres mujeres, sometidas a un solo hombre, no produjesen entre todas tantos hijos como una sola en el régimen de la monogamia. En la poligamia, es frecuente que el hombre atienda a la mujer preferida y poco a las demás. Por cierto que muchas veces me detuve a reflexionar sobre si ello sería un mal, o si sería un bien; y tuve al fin que decidirme por lo último. Era evidentemente, allí, no. ya un bien, sino el mayor de los bienes. Así, resultando, entre ellos, imposible la terrible ley malthusiana, no tenían por qué temer que llegasen las bocas a encontrarse en desproporción con las subsistencias, ni que naciese nadie « condenado a no tomar parte en el banquete de la naturaleza ». Sin sospecharlo siquiera, y siguiendo leyes perfectamente humanas, ellos procedían, eu forma realmente instintiva, de suerte que aseguraban, no sólo su bienestar, sino el de toda su descendencia.

Verdaderamente, aquella organización, todo lo primitiva que se quisiera, se prestaba a muy serias meditaciones. Con qué objeto nosotros, los hombres civilizados, dictamos leyes y creamos costumbres que aseguren el mayor aumento posible de nuestra especie ?

Cuando decimos con satisfacción y hasta con orgullo, « mi pueblo natal aumentó en tantos años tantos miles de habitantes » o «mi país tantos millones » ¿qué razón nos mueve? Parece, a primera vista, que fuese un sentimiento de humanidad; pero en realidad, resulta más bien de barbarie. Si queremos ser más numerosos, es sencillamente para ser más fuertes, para ser pueblos de presa; y buscamos el ser más fuertes, para disfrutar de mayores comodidades y ventajas, como el resultado de nuestra prepotencia, que nos permita oprimir a los débiles. Al fin, es a ese problema a lo que está reducida la historia del mundo: vencer para dominar; y los más, vencen siempre a los menos, unas veces exterminándolos o reduciéndolos a la servidumbre, otras, despojándolos de lo suyo o imponiéndoles tributos despiadados. Posible es que, contentos de vivir, porque la vida es digna de ser amada, aun con todas sus vicisitudes y sus penurias, encontremos bueno multiplicarnos a fin de que otros seres gocen de la misma dicha que nos fué dada a nosotros; pero entre esa tendencia, tan natural y tan justa, fundada en la santa ley del amor, y el ansia de una multiplicación indefinida, debiera existir un justo medio, que no encontrarán jamás los hombres mientras cifren su grandeza y su bienestar en la bárbara ley de la fuerza.

Una gran densidad de población no es, generalmente, otra cosa que una gran desdicha.

La emigración de los que sobran, casi siempre de los más animosos y más fuertes, como en otros tiempos las irrupciones guerreras, vienen a resolver el pavoroso conflicto; peroaparte de que ella es siempre difícil, bien porque el Estado la restringe, bien por la falta de recursos, lleva consigo muchas penalidades y muchos sacrificios, empezando por el de quedar enteramente a merced de quienes Katara consideran al reción venido como a un extraño y de tener éste que vivir en una tan natural como evidente situación de inferioridad, por muy propicia que le haya sido la suerte; y en verdad que no vale la pena de engendrar seres que han de verse en el caso de optar entre perecer víctimas de la miseria, o vegetar en una condición muy parecida a la de la servidumbre; porque mientras los pueblos no transformen de una manera fundamental sus organizaciones y sus costumbres, mientras existan patrias y fronteras, un emigrante no será nunca, por regla general, otra cosa que una especie de ilota, un meteco en el país que elija para defenderse del hambre, por muy humanitarias y sabias que sean sus instituciones. Es así la humanidad en la hora presente, y pasarán tal vez infinidad de años, antes de que pueda ser de otra manera. El equilibrio se busca ahora, como se buscó antes, como se buscará siempre, puesto que la necesidad lo impone: pero, se han invertido los términos. Antiguamente, quedaba el invasor como señor de la tierra y reducía al vasallaje a los invadidos; mientras que ahora es el invasor el que debe resignarse, si quiere vivir, a ser vasallo, en muchos pueblos, ante la misma ley, y en todas partes, ante las costumbres y las tendencias tradicionales de los señores del territorio.

Después de mucho meditarlo, en aquella mi triste soledad, parecióme arribar a la conclusión de que una multiplicación excesiva de población, como quiera que se la mire, con o sin éxodo, así guerrero como emigratorio, era una inmensa desgracia; y hasta llegó a parecerme, girando alrededor del tema que allí se ofrecía a mi estudio, que llegaría tiempo en que la humanidad, a seguir duplicando siquiera cada cien años, y aun cada quinientos, acabaría por no tener cabida sobre el planeta, en cuyo caso no habría ya para los sobrantes otra emigración que la eterna.

A fuerza de contemplar aquel cuadro, que bien podría llamarse paradisíaco, sin que aquella gente pusiese en él otra cosa que vivir, o vegetar, acomodándose en todo a las leyes y preceptos elementales impuestos por la propia necesidad, fuí acostumbrándome insensiblemente a la idea de que si yo me consideraba allí un desdichado, era porque mi espíritu había sido formado en moldes muy distintos de los que allí imperaban y, sobre todo, porque vivían en mi corazón y en mi memoria afecciones y recuerdos que solo acabarían con la muerte; pero cien veces se me ocurrió envidiar a mis ya queridos indígenas, pensando en lo dichoso que yo habría sido si, en vez de haber nacido en plena civilización, hubiese visto la luz en plena selva.

Ellos tenían, como ya se ha visto, con toda facilidad, cuanta alimentación necesitaban; su habitación era la cueva de la montaña o la choza que podía levantarse en pocas horas; su lecho, podía hacerse o renovarse en pocos minutos; su traje, se reducía a su cinturón, o a su sayuela y su penacho; y si a esto se agrega que, dada su tan primitiva organización en el orden social o familiar, no necesitaban de jueces, ni de carceleros, ni de verdugos, por cuanto casi no tenían delincuentes, llegué a considerar su estado, en su aparente infelicidad, como el mejor posible dentro de la condición humana.

No podía, sin embargo, decirse, en forma absoluta, que no se conociesen allí los delitos: aunque no frecuentes, los había, y solían ser atroces. Los producía el choque entre hombres, por la posesión de la mujer, y a veces, aunque muy pocas, entre mujeres, por la posesión del hombre. La pasión amorosa, el instinto irrefrenable de la reproducción, originaba a veces conflictos sangrientos no sólo entre los que resultaban rivales, sino entre grupos afines a los unos o a los otros; y era únicamente entonces cuando la paz quedaba turbada en el seno de la comunidad. Reuníanse con tal motivo los ancianos, juzgaban el caso, adjudicaban la mujer al preferido por ella, amonestaban severamente al otro, y le prohibían que turbase la paz de la nueva unión. A esto se reducía el castigo por el choque cualesquiera que hubiesen sido las consecuencias, a no haber mediado la traición o la alevosía; porque en este caso, así como en el de ser desobedecida la resolución de los ancianos, la represión que se aplicaba al culpable era tremenda: quedaba irradiado de la comunidad y entregado al desprecio de todas las gentes, cortándosele la nariz para que nadie ignorase que era un malvado; y como si todos tuviesen la misión de aplicar con la mayor severidad el castigo, le aislaban de tal suerte que, aun libre en medio de los bosques, le resultaba tal vez más dura y más intolerable la vida, que recluído en la peor de las prisiones. Pero, como esto sucedía en muy contadas ocasiones, tales hechos no afectaban a la vida tranquila y normal que allí se hacía.

En medio de su sencilla beatitud, solo podían los isleños ser amenazados por un peligro: por una gran multiplicación que, produciendo más seres de los que cómodamente pudiesen caber en la isla, les obligase a penosos sacrificios para vivir y hasta a exterminarse los unos a los otros para arrebatarse los medios de subsistencia; pero, como ya se ha dicho, bien que estuviesen guiados por el instinto de la propia conservación, bien por el que acaso hubiese ido en su auxilio, de un lado la guerra y de otro la poligamia, les ponían dentro de un justo límite para no ir más allá de la conservación de la especie, con aumentos o disminuciones apenas apreciables.

Resultaría muy incompleto este ya fatigoso relato si no dijese algo acerca de sus creencias, que no llamaré religiosas, porque no tenían la menor idea de una religión o de un culto determinado.

Decían que el mundo, es decir, su tierra o su isla, estaba protegido por un dios muy bueno, llamado Atúa, cuyo nombre me hizo recordar el de los maoríes, de Nueva Zelanda, al que ofrecían en cada luna nueva, frutas y peces, que colocaban en la cima de la montaña. Veneraban al sol, porque les traía calor y luz; a los árboles, porque les daban frutas; al mar, porque tenía peces y mariscos en abundancia, y a las fuentes, porque traían agua; pero no los representaban por símbolos de ninguna clase, ni les dedicaban oraciones.

Su única demostración ante ellos, se reducía a arrojarse al suelo boca abajo y pronunciar una sola frase que tenían alusiva a cada uno, a manera de invocación o saludo.

Había tambien, según ellos, un espíritu, un dios iracundo y terrible, Tupa, que era el que traía las enfermedades, el rayo, el granizo, las sequías, las inundaciones y cuantas calamidades afligían a los hombres. No le nombraban nunca sin cubrirse los ojos con ambas manos. Para aplacar su furia, se le ofrecía siempre, en el día grande, que era el mayor del año, una hermosa doncella, que sacrificaban, y cuyo corazón colocaban en un árbol altísimo.

No tenían la menor idea de que existiese otra vida más allá de la presente; pero, profesaban una especie de culto a los muertos, en el sentido de recordar con gran veneración y respeto los nombres de aquellos que habían sido los mejores con su dirección o sus consejos, colocándoles en una categoría parecida a la de los santos. Todos sabían estos nombres, que no eran muchos, alguno de los cuales se remontaba a una gran antigüedad.

Tenía cada clan una especie de sacerdote cuyos únicos distintivos consistían en llevar un doble collar de coral y en el uso de plumas blancas en el penacho. Curaba las enfermedades valiéndose principalmente de conjuros, intervenía en los partos difíciles y cantaba a media noche, subiéndose casi siempre a un árbol, una plegaria de breves palabras a Atúa, o Tiki, y otra a Tupa.

No turbaba su tranquilidad el temor a los duendes, a las apariciones, ni a las brujerías; pero creían que una persona podía hacer un gran daño a otra solamente con la mirada.

Según aseguraban, no existía en toda la isla ninguna efigie, o monolito, o monumento de los cuales pudiese deducirse que hubiesen existido allí, antes que ellos, otros hombres de una cultura superior o con otras creencias. Tenían la firme convicción de que ellos eran los únicos y los primeros.

Cuando tenían un hijo, llamaban al sacerdote para que cantase la plegaria a Atúa,pues así sería el dios muy bueno con él, y la dedicada a Tupa, a fin de que no le hiciese ningún daño. Con toda previsión, querían, como suele decirse, estar bien con todos.

Ellos venían a expresar, en forma tan rudimentaria, lo que informa el fondo de casi todas las religiones: la existencia del espíritu del bien y del mal, deducida de las satisfacciones y de los dolores que son inseparables de la vida, atribuyendo las unas y los otros a fuerzas o elementos superiores y desconocidos, a los cuales hay que adorar, porque noshacen felices, o que debemos temer porque nos traen la desgracia.