Katara: Recuerdos de Hana-Hiva (Narración polinésica) (1924)
de Rafael Calzada
Liturgia
XXVII

LITURGIA

Echadas las bases de una nueva religión con la solemne proclamación de sus preceptos, que Katara acababa de revelar, era indispensable exornarla, si es que había de perdurar, con las exterioridades de un culto en que los creyentes tuviesen que invocar a Atúa y viesen su grandeza. Todo culto, debe estar rodeado de pompa externa, la cual induce a la imaginación a magnificar aquello mismo que cree.

Por de pronto, ya las proporciones del templo, varias veces más alto y espacioso que la mayor de las viviendas, producían en todos una fuerte impresión de respeto y de asombro: evidentemente, dada su grandiosidad, aquella no podía ser sino la mausión de Atúa y el sitio donde se adorasen sus leyes.

Al séptimo día, señalado por mí, apenas despuntó la aurora, una gran muchedumbre, del poblado y fuera de él, llenaba ya el templo y sus alrededores; y al poco rato, llevando yo en la cabeza una especie de mitra hecha con cartones de los que ya allí fabricábamos, con un sol pintado en el centro, llevando en mi diestra una pértiga, a manera de báculo, y cubriendo mis hombros con una tela de colores allí tejida, que formaba un largo manto, hice mi entrada con toda solemnidad, seguido de los ancianos, en la casa de Atúa, que había hecho engalanar con vistosas guirnaldas y profusión de flores.

Una vez allí, de pie, al lado del ara donde se hallaba la sagrada piedra, y dando frente a los que llenaban el recinto, alcé mis manos con las palmas vueltas hacia adelante, y todos, instantáneamente, hicieron lo mismo.

Era el acto de sumisión debido a la majestad de Atúa.

Hecho esto, alcé la piedra, diciéndoles: —Decid con Katara...

Y les fuí leyendo los doce mandamientosque ellos repetían con devoción verdadera, exigiéndoles que los repitiesen hasta doce veces. De esta manera, no sólo buscaba yo que aquellos indígenas se acostumbrasen a venerar los preceptos de Atúa, sino que los tuviesen siempre en su memoria.

Terminada la lectura, tantas veces reiterada, sin que los fieles diesen muestras del menor cansancio, procedí a repartir a todos unos pequeños cartoncitos en los cuales mis discípulos por mandato mío, habían impreso aquellas leyes, y todos las recibieron con respetuosas demostraciones de júbilo.

Hecho aquel reparto y producido el silencio, con voz solemne, les hablé de esta manera: —Katara os dice que Atúa, su padre, es tan grande, que está en esta piedra, donde. él mismo escribió sus leyes para vosotros; está en esta casa, que es la suya; está en toda la isla, en el mar, en las nubes, en el sol y, por fin, en todas partes; que El es todo lo que veis y todo lo que existe, y que todo es El, puesto que todo se confunde en Atúa, y Atúa se confunde en todo; que cuanto ha sucedido en el mundo desde el principio de las lunas, y está sucediendo, y sucederá, está ordenado y dispuesto así por Atúa, y todo sucede como debe suceder, sin que ello pueda ser de otra manera; y Katara os dice también que para adorar a Atúa, no basta alzar las manos en su presencia, y repetir sus leyes, sino que se debe orar de pie y tocar el suelo con la frente cada vez que se invoca su nombre.

Todos bajaron la cabeza en señal de sumisión a mis palabras, con gran alegría de mi parte, especialmente por el propósito a que respondían las últimas: obligar a aquellas gentes, dominadas por la indolencia, a hacer gimnasia, por la fe. Yo les tenía preparada una oración, que todos aprenderían, en que se repetía el nombre de Atúa, no menos de + veinticinco veces, que deberían recitar todos los días, de pie, donde quiera que se hallasen, lo mismo a la salida que a la puesta del sol; y desde que otras tantas veces deberían tocar el suelo con su frente, yo buscaba por aquel medio, sin que ni remotamente pudiesen sospecharlo, que jamás llegase la noche sin que su cuerpo hubiese hecho un razonable ejercicio gimnástico.

Después, tomando en mis manos la piedra de las leyes, y llevándola en alto, dí con ella tres vueltas alrededor de la gran choza, a fin de que todos fuesen partícipes del solemne homenaje, teniendo los asistentes las manos alzadas en testimonio de que acataban la majestad de Atúa. Era necesario que el nombre de éste fuese reverenciado; pero yo pretendía que lo fuesen sus preceptos, pensando que quien adora una ley y la eneuentra buena así lo hacen los israelitas es que está dispuesto a cumplirla. Nada para mí más respetable ni más digno, que un pueblo, en vez de prosternarse ante las imágenes de santos, de héroes o de sabios, lo haga ante el Código al cual debe ajustar su vida. Es esta, sin duda, la mejor y la más sublime de las adoraciones.

Los principales defectos de aquellos isleños, eran, como se ha dicho, el hurto, la indolencia y la mentira, los cuales, en el fondo, no constituían ninguna irremediable depravación, ni mucho menos, y que venían a ser un resultado natural, casi lógico, de su manera de ser y de vivir; pero una vez que se acostumbrasen a venerar los preceptos que condenaban tales vicios, forzosamente tendrían estos que disminuir.

Terminada aquella ceremonia, si muy sencilla, de largas y saludables proyecciones, empuñando mi báculo, les dije: —Katara está contento porque habeis cumplido vuestro deber. Al siguiente séptimo día, vendreis, al salir el sol, hareis lo mismo que hoy y direis la oración que se os enseñará para que, además, la digais todos los días cuando el sol salga y el sol se oculte. Atúa la espera siempre.

Y dando a mi apostura y mis pasos la majestad que convenía a la alta dignidad con que me hallaba investido, salí del templo, rodeado del consejo de los ancianos, que me acompañaba como guardia de honor en aquellos actos solemnes, dirigiéndome a mi choza.